San Juan Crisóstomo
Homilía LVII
“Habiendo dicho esto Jesús, escupió en tierra, amasó lodo con la saliva
y con el lodo ungió los ojos del ciego, y le dijo: Anda, lávate en la piscina
de Siloé”. (Juan 9, 6-7).
Los que desean sacar alguna utilidad de lo que se va leyendo, no pasan
de prisa ni aun lo más mínimo. Pues por esto se nos ordena escrutar las
Escrituras; porque muchas cosas que a primera vista parecen fáciles y
sencillas, encierran oculta en sí grande profundidad de ciencia. Observa, por
ejemplo, lo que al presente se nos propone: Dicho esto, escupió en tierra. ¿
Por qué lo hace? Para que se manifieste la gloria de Dios y que conviene que Yo
haga la obra de Aquel que me envió. No sin motivo trajo al medio esto el
evangelista, y añadió que El la había escupido; sino para declarar que Jesús confirmaba
sus palabras con sus obras.
¿Por qué no usó el agua sino la saliva para hacer el lodo? Porque lo iba
a enviar a Siloé, de manera que no se achacara la curación a la fuente; sino
que de la boca de El procedió el poder que hizo los ojos del ciego y los abrió:
para esto escupió en tierra. Esto significa el evangelista al decir: E hizo
lodo con la saliva. Y para que tampoco pareciera que la virtud y poder
procedían de la tierra, ordenó al ciego que fuera y se lavara. Mas ¿por qué no
obró el milagro al punto, sino que envió al ciego a Siloé? Para que tú
conocieras la fe del ciego y quedara confundida la tosudez de los judíos.
Porque es verosímil que todos vieron al ciego cuando hacia allá se encaminaba y
llevaba el lodo ungido en los ojos. Pues aquel suceso inesperado hizo. Como no
era cosa fácilmente creíble que un ciego recobrara la vista, Jesús prepara por
estos largos rodeos a muchos testigos y muchos que contemplaran casó tan
insólito; de modo que habiendo atendido, ya no pudieran decir: Es el mismo, no
es el mismo. Además, quiere Jesús demostrar que no es contrario a la Antigua
Ley, pues remite al ciego a Siloé. Tampoco había peligro de que el milagro se atribuyera
a la piscina y su virtud, pues muchos se habían lavado en ella los ojos sin
haber conseguido bien alguno. Aquí todo lo hace el poder de Cristo. Por lo cual
el evangelista añadió la interpretación de la palabra. Porque una vez que dijo
Siloé, añadió: que quiere decir enviado. Lo hizo para que entiendas que
fue curado el ciego por Cristo, como ya lo dijo Pablo: Bebían de una roca
espiritual que los acompañaba.
La roca que era Cristo ( 1Cor. 10, 4 ) . Así
como Cristo era la roca espiritual, así también espiritualmente era Siloé. Por
mi parte creo que esa repentina presencia del agua en el relato nos está
indicando un misterio profundo. ¿Cuál? Una aparición inesperada y fuera de la expectación
de todos.
Advierte la obediencia del ciego, que todo lo pone en práctica. No dijo:
Si el lodo o la saliva me vuelven la vista ¿qué necesidad tengo de ir a Siloé?
Y si es Siloé lo que me cura ¿qué necesidad tengo de la saliva? ¿Por qué me
ungió así y me mandó que me lavara? Nada de eso dijo ni le pasó por el
pensamiento; sino que en sola una cosa estaba fijo su propósito: en obedecer al
que se lo mandaba. Y nada lo detuvo, de nada se escandalizó. Y si alguno
preguntara: ¿cómo sucedió que al quitarse el lodo recobró la vista? no le responderemos
otra cosa, sino que nosotros no lo sabemos. Pero ¿cómo ha de ser admirable que
no lo sepamos cuando ni el evangelista mismo lo sabe, ni tampoco el ciego que recibió
la salud? Sabía lo que había sucedido, pero ignoraba el modo, y no lo comprendía.
Cuando le preguntaban respondía: Me puso lodo en los ojos y me lavé y veo. Mas
no sabía decir el modo como aquello se verificó, aun cuando millares de veces
se lo preguntaran.
Dice el evangelista: “Los vecinos y cuantos lo conocían de antes que pedía
limosna, decían: ¿No es éste aquel que sentado pedía limosna? Y unos decían:
¡Sí, es él!” Lo insólito de la cosa
los llevaba a la incredulidad a pesar de todo lo
que se había previsto para que creyeran. Otros decían: ¿No es éste el que pedía limosna?” ¡Oh
Dios! ¡Cuán inmenso es el amor de Dios a los hombres! Hasta dónde se abaja
cuando con benevolencia tan grande cura a los mendigos y por este medio impone
silencio a los judíos, extendiendo su providencia no únicamente a los
príncipes, ilustres y preclaros, sino también a los hombres oscuros y humildes.
Es que vino para salvarlos a todos. Lo que había acontecido cuando lo del
paralítico se repite ahora. Tampoco aquél sabía quién era el que lo había
curado, lo mismo que este ciego. Sucedió así por haberse apartado Cristo de
aquel sitio. Pues cuando curaba, luego se apartaba para que ninguno sospechara acerca
del milagro. Quienes ni siquiera lo conocían ¿cómo iban a fingir los milagros
por adularlo o favorecerlo? Por otra parte, este ciego no era un vagabundo,
sino que se sentaba a la puerta del templo.
Como todos dudaran acerca de su identidad, él ¿qué les dice?: Yo soy.
No se avergonzó de su anterior ceguera, ni temió la cólera de la plebe, ni
tembló de presentarse ante todos para proclamar a su bienhechor. Le
preguntan: ¿cómo se te abrieron los ojos? Les responde: El hombre que se llama
Jesús hizo lodo y me ungió. Observa la veracidad del ciego. No afirma cómo
lo hizo Jesús; no afirma sino lo que vio. No había visto a Jesús escupir en
tierra; pero por el sentido del tacto conoció que lo había ungido. Y me
dijo: Anda, lávate en la piscina de Siloé”. Todo esto lo testificaba por haberlo
oído. Pero ¿cómo conoció la voz de Cristo? Por el coloquio de Cristo con sus
discípulos. Cuenta todo eso y pone como testimonio las obras, aun cuando no
pueda decir cómo se llevaron a cabo. Ahora bien, si en las cosas que por el
tacto se perciben es necesaria la fe, mucho más lo será en las que no se ven ni
pueden percibirse. Le preguntan: ¿dónde está él? Respondió: No lo sé”. Le
preguntaban en dónde estaba El, con el ánimo de matarlo. Observa cuán ajeno
está Cristo del fausto y cómo no estaba presente cuando le fue restituida la
vista al ciego. Es que no buscaba la gloria vana ni los aplausos del pueblo.
Observa también con cuánta sinceridad responde a todo el ciego. Buscaban a Cristo
para llevarlo ante los sacerdotes; pero como no lo encontraron se llevaron al
ciego ante los fariseos para que éstos más apretadamente lo interrogaran. Por
lo cual el evangelista advierte que aquel día era sábado, dando a entender la
mala disposición de ánimo de los fariseos y cómo andaban buscando ocasión de
calumniar el milagro, pues parecía que Cristo había quebrantado la ley del
sábado. Por aquí queda manifiesto el porqué de que apenas vieron al ciego, lo
primero que le preguntaron fue: ¿Cómo te abrió los ojos? Nota cómo no le
preguntaron: ¿cómo has vuelto a ver?, sino: ¿Cómo te abrió los ojos?, ofreciéndole
así una oportunidad para calumniar a Jesús por lo que había hecho. El ciego lo
refiere con brevedad como a gente que no lo ignora. No les declaró el nombre.
No les refirió lo de: Anda, lávate. Sino solamente: Me puso lodo en
los ojos, me lavé y veo. Lo hace como a quienes ya grandemente habían
calumniado a Jesús y habían exclamado: ¡Ved cuán grandes obras hace en sábado: hasta
unge con lodo!
Por tu parte, advierte y pondera cómo el ciego no se turba. Cuando fue
interrogado la primera vez y respondió sin que hubiera peligro alguno, no
parece que fuera tan eximia cosa confesar la verdad. Pero esto segundo es
verdaderamente digno de admiración. Puesto en ocasión de mayor miedo y terror,
nada niega, nada contradice de lo que ya había afirmado. ¿Qué dicen los
fariseos y aun otros? Habían llevado ante ellos al ciego esperando que negaría
el hecho. Pero sucedió lo contrario de lo que esperaban, de modo que conocieron
el milagro con mayor exactitud: cosa que continuamente les acontecía en lo
referente a los milagros. En lo que sigue lo demostraremos con
mayor claridad.
¿Qué dicen, pues, los fariseos? Dijeron algunos (no todos sino
los más petulantes): Este hombre no viene de Dios, pues no guarda el sábado.
Otros decían: ¿cómo puede un hombre pecador hacer tales milagros?” ¿Adviertes
cómo los milagros los atraían? Pues aquellos que habían sido enviados para
traer al ciego, oye ahora lo que dicen, aunque no todos. Como eran ellos los
príncipes, cayeron en la incredulidad por el ansia de vanagloria. Sin embargo
muchos de esos príncipes creyeron en El, aunque en público no lo confesaban.
En cuanto al pueblo, se le desprecia porque nada notable aportaba en las
sinagogas. Pero en cuanto a los príncipes, profesaban tener mayor dificultad en
creer, unos por amor al principado obstaculizados, otros por el temor de los
demás. Por lo cual Cristo les había dicho: ¿Cómo podéis creer vosotros que
captáis la gloria de los hombres?” ( Jn. 5, 44 ). Los que
injustamente se empeñaban en asesinarlo, se decían ser de Dios; y en cambio de
aquel que curaba a los ciegos decían que no podía ser de Dios, pues no guardaba
el sábado.
A quienes así se expresaban, los otros les oponían que un pecador no
podía hacer tales milagros. Pero aquéllos, omitiendo astutamente el milagro, lo
llamaban transgresión, porque no decían cura en sábado, sino: No guarda el
sábado. Estos otros flojamente proceden, ya que lo conveniente era
demostrar que no se violaba el sábado, pero ellos se detenían en lo del milagro
y de él argumentaban; y con razón procedían así, pues aún juzgaban a Jesús sólo
hombre. Podían haberlo defendido de otro modo, y decir que era Señor del sábado
y su autor; pero todavía no lo pensaban así.
Por lo menos ninguno de ellos se atrevía a profesar abiertamente lo que
interiormente juzgaba, sino que proponían la cosa en forma de duda y se sentían
cohibidos unos por el amor al principado y otros por el miedo. De modo que: Había
desacuerdo entre ellos. Ese fenómeno que primero se dio entre el pueblo,
ahora pasa también a los príncipes. Los del pueblo, unos decían: Es bueno;
otros: No, sino que seduce a las turbas (Jn. 7, 12 ). ¿Adviertes
cómo los príncipes, más discordantes entre sí que el pueblo mismo, andan
divididos? Y una vez así divididos, ya no mostraron nobleza alguna, pues veían que
los fariseos los apuraban. Si se hubiera hecho la división total y se hubieran
apartado unos de otros, muy pronto habrían encontrado la verdad. Porque puede darse
una discusión correcta. Por lo cual decía Cristo: Yo no he venido a traer
paz a la tierra, sino espada ( Mt. 10, 34 ). Porque hay una
concordia que es mala y una discordia que es buena. Los que edificaban la
torre, de Babel concordes andaban, pero en daño suyo; y a su pesar, pero para
provecho de los mismos fueron divididos. Coré malamente concordaba con sus
compañeros y por esto justamente fueron separados del pueblo. También Judas
malamente
se avino con los judíos. De modo que puede haber una discordia buena y
una concordia mala. Por lo mismo dijo Cristo: Si tu ojo te escandaliza,
sácalo y arrójalo; y a tu pie córtalo ( Mt. 5, 20; 18, 8 ). Ahora
bien, si es necesario cortar un miembro malamente discordante ¿acaso no es más
conveniente apartarse y arrancarse de amigos malamente concordes? En resumidas
cuentas, que no siempre es buena la concordia ni siempre es mala la discordia.
Digo esto para que huyamos de los malos y nos unamos a los buenos. Si cortamos
los miembros podridos que ya no tienen curación para que no destruyan el resto
del cuerpo; y no lo hacemos por desprecio del miembro, sino para conservar
sanos los demás ¿cuánto más debemos hacerlo con los que malamente nos están
unidos?
Si pudiéramos no recibir de ellos daño porque se enmendaran, deberíamos
intentarlo con todo empeño; pero si son incorregibles y nos dañan, es
indispensable cortarlos y arrojarlos de nosotros. Con esto ellos mismos sacarán
con frecuencia mayor ganancia. Por lo cual Pablo exhorta: Quitad al malo de
entre vosotros, a fin de que se aparte de entre vosotros el que hizo eso ( 1Cor.
8, 13; 2 ). Porque es pernicioso, sí, pernicioso es el comercio con los
perversos. No se propaga la peste con tanta presteza, ni la roña, entre los
afectados, como la maldad de los perversos; porque: Malas compañías corrompen
las buenas costumbres ( 1Cor. 15, 33 ).Y el profeta dice: Salid
de en medio de ellos y separaos ( Jr. 51, 45 ). En consecuencia, que
nadie tenga algún amigo perverso. Si a los hijos perversos los desheredamos,
sin tener en cuenta las leyes de la naturaleza ni los parentescos, mucho más
conviene huir de los parientes y amigos si son perversos. Aun cuando ningún
daño nos viniera de ellos, no podremos evitar la mala fama. Porque los demás no
investigan nuestra vida sino que nos juzgan por los compañeros. Lo mismo ruego
a las casadas y a las doncellas. Pues dice Pablo: Solícitos en hacer lo
bueno no solamente delante de Dios sino también de los hombres ( Rm. 12,
17 ).Pongamos, pues, todos los medios para no escandalizar a los prójimos.
Aunque nuestra vida sea correctísima, si escandaliza, todo lo pierde. ¿Cómo
puede suceder que una vida correcta escandalice? Cuando la compañía de los
malos engendra mala fama. Cuando convivimos confiadamente con los perversos,
aunque no recibamos daño pero escandalizamos a otros.
Esto lo digo para los varones, las mujeres, las doncellas; y dejo a su
conciencia examinar cuán graves males se sigan de eso. Por mi parte, nada malo
sospecho, ni quizá otro más perfecto que yo; pero tu hermano, que es más
sencillo, se ofende de tu perfección; y es necesario tener en cuenta su
debilidad. Por otra parte, aun cuando él no se escandalice, pero se escandaliza
el gentil; y Pablo nos manda no escandalizar ni a judíos ni a griegos ni a la
Iglesia de Dios. Yo nada malo sospecho de la doncella, pues amo y estimo la
virginidad; y la caridad nada malo piensa ( 1Cor. 13, 5- 7
). Yo amo sobremanera esa forma de vivir y no puedo pensar nada malo. Pero
¿cómo lo persuadiremos a los infieles? Porque es necesario tener cuenta también
con ellos. Ordenemos nuestra vida en tal forma que ningún infiel halle ocasión
de escándalo. Así como quienes viven correctamente glorifican al Señor, los que
así no proceden son causa de que se le blasfeme. ¡Lejos tal cosa, que los haya
entre nosotros! Sino que así luzcan nuestras obras que sea glorificado el Padre
que está en los Cielos y nosotros disfrutemos de su gloria. Ojalá que todos la
obtengamos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, por el
cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, por
los siglos de los siglos. Amén.
(San Juan Crisóstomo ,
Explicación del Evangelio del Santo Apóstol y Evangelista San Juan, Segunda
Parte, pp. 108-114, Ed. Tradición, México, 1981)
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