CONGREGACIÓN
PARA
LA
DOCTRINA
DE LA FE
INSTRUCCIÓN
LIBERTATIS CONSCIENTIA
SOBRE LIBERTAD
CRISTIANA
Y LIBERACIÓN
«La
verdad nos hace libres»
INTRODUCCIÓN
1. Aspiraciones a la liberación
La conciencia de la libertad y de la dignidad del hombre, junto con la
afirmación de los derechos inalienables de la persona y de los pueblos, es una
de las principales características de nuestro tiempo. Ahora bien, la libertad
exige unas condiciones de orden económico, social, político y cultural que
posibiliten su pleno ejercicio. La viva percepción de los obstáculos que
impiden el desarrollo de la libertad y que ofenden la dignidad humana es el
origen de las grandes aspiraciones a la liberación, que atormentan al mundo
actual.
La Iglesia de Cristo hace suyas estas aspiraciones ejerciendo su
discernimiento a la luz del Evangelio que es, por su misma naturaleza, mensaje
de libertad y de liberación. En efecto, tales aspiraciones revisten a veces, a
nivel teórico y práctico, expresiones que no siempre son conformes a la verdad
del hombre, tal como ésta se manifiesta a la luz de la creación y de la
redención. Por esto la Congregación para la Doctrina de la Fe ha juzgado
necesario llamar la atención sobre «las desviaciones y los riesgos de
desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana» 1. Lejos de estar superadas, las
advertencias hechas parecen cada vez más oportunas y pertinentes.
2. Objetivo de la Instrucción
La Instrucción «Libertatis nuntius» sobre algunos aspectos de la
teología de la liberación anunciaba la intención de la Congregación de publicar
un segundo documento, que pondría en evidencia los principales elementos de la
doctrina cristiana sobre la libertad y la liberación. La presente Instrucción
responde a esta intención. Entre ambos documentos existe una relación orgánica.
Deben leerse uno a la luz del otro.
Sobre este tema, que es el centro del mensaje evangélico, el Magisterio
de la Iglesia ya se ha pronunciado en numerosas ocasiones 2. El documento actual se limita a
indicar los principales aspectos teóricos y prácticos. Respecto a las
aplicaciones concernientes a las diversas situaciones locales, toca a las
Iglesias particulares -en comunión entre sí y con la Sede de Pedro- proveer
directamente a ello 3.
El tema de la libertad y de la liberación tiene un alcance ecuménico
evidente. Pertenece efectivamente al patrimonio tradicional de las Iglesias y
comunidades eclesiales. También el presente documento puede favorecer el
testimonio y la acción de todos los discípulos de Cristo llamados a responder a
los grandes retos de nuestro tiempo.
3. La verdad que nos libera
Las palabras de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32) deben
iluminar y guiar en este aspecto toda reflexión teológica y toda decisión
pastoral.
Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador
del mundo 4. De Él, que es «el camino, la verdad y
la vida» (Jn 14, 6), la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres. Del
misterio del Verbo encarnado y redentor del mundo, ella saca la verdad sobre el
Padre y su amor por nosotros, así como la verdad sobre el hombre y su libertad.
Cristo, por medio de su cruz y resurrección, a realizado nuestra
redención que es la liberación en su sentido más profundo, ya que ésta nos ha
liberado del mal más radical, es decir, del pecado y del poder de la muerte.
Cuando la Iglesia, instruida por el Señor, dirige su oración al Padre:
«líbranos del mal», pide que el misterio de salvación actúe con fuerza en
nuestra existencia de cada día. Ella sabe que la cruz redentora es en verdad el
origen de la luz y de la vida, y el centro de la historia. La caridad que arde
en ella la impulsa a proclamar la Buena Nueva y a distribuir mediante los
sacramentos sus frutos vivificadores. De Cristo redentor arrancan su
pensamiento y su acción cuando, ante los dramas que desgarran al mundo, la
Iglesia reflexiona sobre el significado y los caminos de la liberación y de la
verdadera libertad.
La verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el centro
del misterio de la fe, constituye así la raíz y la norma de la libertad, el
fundamento y la medida de toda acción liberadora.
4. La verdad, condición de libertad
La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral
del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le
presenta.
Según el mandato de Cristo Señor 5, la verdad evangélica debe ser presentada a todos los hombres, los
cuales tienen derecho a que ésta les sea proclamada. Su anuncio, por la fuerza
del Espíritu, comporta el pleno respeto de la libertad de cada uno y la
exclusión de toda forma de violencia y de presión 6.
El Espíritu Santo introduce a la Iglesia y a los discípulos de
Jesucristo «hacia la verdad completa» (Jn 16, 13). Dirige el transcurso de los
tiempos y «renueva la faz de la tierra» (Sal 104, 30). El Espíritu está
presente en la maduración de una conciencia más respetuosa de la dignidad de la
persona humana 7. Él es la fuente del valor, de la audacia y del heroísmo: «Donde está
el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Cor 3, 17).
CAPÍTULO I - SITUACIÓN DE LA LIBERTAD EN EL
MUNDO CONTEMPORÁNEO
I.
Conquistas y amenazas del proceso moderno de liberación
5. La herencia del cristianismo
El Evangelio de Jesucristo, al revelar al hombre su cualidad de persona
libre llamada a entrar en comunión con Dios, ha suscitado una toma de
conciencia de las profundidades de la libertad humana hasta entonces desconocidas.
Así la búsqueda de la libertad y la aspiración a la liberación, que
están entre los principales signos de los tiempos del mundo contemporáneo,
tienen su raíz primera en la herencia del cristianismo. Esto es verdad también
allí donde aquella búsqueda y aspiración encarnan formas aberrantes que se
oponen a la visión cristiana del hombre y de su destino. Sin esta referencia al
Evangelio se hace incomprensible la historia de los últimos siglos en
Occidente.
6. La época moderna
Desde el comienzo de los tiempos modernos hasta el Renacimiento, se
pensaba que la vuelta a la Antigüedad en filosofía y en las ciencias de la
naturaleza permitiría al hombre conquistar la libertad de pensamiento y de
acción, gracias al conocimiento y al dominio de las leyes naturales.
Por su parte, Lutero, partiendo de la lectura de San Pablo, intentó
luchar por la liberación del yugo de la Ley, representado para él por la
Iglesia de su tiempo.
Pero es sobre todo en el siglo de las Luces y con la Revolución francesa
cuando resuena con toda su fuerza la llamada a la libertad. Desde entonces
muchos miran la historia futura como un irresistible proceso de liberación que
debe conducir a una era en la que el hombre, totalmente libre al fin, goce de
la felicidad ya en esta tierra.
7. Hacia el dominio de la naturaleza
En la perspectiva de tal ideología de progreso, el hombre quería hacerse
dueño de la naturaleza. La servidumbre, que había sufrido hasta entonces, se
apoyaba sobre la ignorancia y los prejuicios. El hombre, arrebatando a la
naturaleza sus secretos, la sometía a su servicio. La conquista de la libertad
constituía así el objetivo perseguido a través del desarrollo de la ciencia y
de la técnica. Los esfuerzos desplegados han llevado a notables resultados.
Aunque el hombre no está a cubierto de catástrofes naturales, sin embargo han
sido descartadas muchas de las amenazas de la naturaleza. La alimentación está
garantizada a un número de personas cada vez mayor. Las posibilidades de
transporte y de comercio favorecen el intercambio de recursos alimenticios, de
materias primas, de mano de obra y de capacidades técnicas, de tal manera que
se puede prever razonablemente para cada ser humano una existencia digna y
liberada de la miseria.
8. Conquistas sociales y políticas
El movimiento moderno de liberación se había fijado un objetivo político
y social. Debía poner fin al dominio del hombre sobre el hombre y promover la
igualdad y fraternidad de todos los hombres. Es un hecho innegable que se
alcanzaron resultados positivos. La esclavitud y la servidumbre legales fueron
abolidas. El derecho de todos a la cultura hizo progresos significativos. En
numerosos países la ley reconoce la igualdad entre el hombre y la mujer, la
participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder político y los
mismos derechos para todos. El racismo se rechaza como contrario al derecho y a
la justicia.
La formulación de los derechos humanos significa una conciencia más viva
de la dignidad de todos los hombres. Son innegables los beneficios de la libertad
y de la igualdad en numerosas sociedades, si lo comparamos con los sistemas de
dominación anteriores.
9. Libertad de pensamiento y de decisión
Finalmente y sobre todo, el movimiento moderno de liberación debía
aportar al hombre la libertad interior, bajo forma de libertad de pensamiento y
libertad de decisión. Intentaba liberar al hombre de la superstición y de los
miedos ancestrales, entendidos como obstáculos para su desarrollo. Se proponía
darle el valor y la audacia de servirse de su razón sin que el temor lo frenara
ante las fronteras de lo desconocido. Así, especialmente en las ciencias
históricas y en las humanas, se ha desarrollado un nuevo conocimiento del
hombre, orientado a ayudarle a comprenderse mejor en lo que atañe a su
desarrollo personal o a las condiciones fundamentales de la formación de la
comunidad.
10. Ambigüedades del proceso moderno de
liberación
Sin embargo, ya se trate de la conquista de la naturaleza, de su vida
social y política o del dominio del hombre sobre si mismo, a nivel individual y
colectivo, todos pueden constatar que no solamente los progresos realizados
están lejos de corresponder a las ambiciones iniciales, sino que han surgido
también nuevas amenazas, nuevas servidumbres y nuevos terrores, al mismo tiempo
que se ampliaba el movimiento moderno de liberación. Esto es la señal de que
graves ambigüedades sobre el sentido mismo de la libertad se han infiltrado en
el interior de este movimiento desde su origen.
11. El hombre amenazado por su dominio de la
naturaleza
El hombre, a medida que se liberaba de las amenazas de la naturaleza, se
encontraba ante un miedo creciente. La técnica. sometiendo cada vez más la
naturaleza, corre el riesgo de destruir los fundamentos de nuestro propio
futuro, de manera que la humanidad actual se convierte en enemiga de las
generaciones futuras. Al someter con un poder ciego las fuerzas de la
naturaleza, ¿no se está a un paso de destruir la libertad de los hombres del
mañana? ¿Qué fuerzas pueden proteger al hombre de la esclavitud de su propio
dominio? Se hace necesaria una capacidad totalmente nueva de libertad y
liberación, que exige un proceso de liberación enteramente renovado.
12. Peligros del poder tecnológico
La fuerza liberadora del conocimiento científico se manifiesta en las
grandes realizaciones tecnológicas. Quien dispone de tecnologías tiene el poder
sobre la tierra y sobre los hombres. De ahí han surgido formas de desigualdad,
hasta ahora desconocidas, entre los poseedores del saber y los simples usuarios
de la técnica. El nuevo poder tecnológico está unido al poder económico y lleva
a su concentración. Así, tanto en el interior de los pueblos como entre ellos,
se han creado relaciones de dependencia que, en los últimos veinte años, han
ocasionado una nueva reivindicación de liberación. ¿Cómo impedir que el poder
tecnológico se convierta en una fuerza de opresión de grupos humanos o de
pueblos enteros?
13. Individualismo y colectivismo
En el campo de las conquistas sociales y políticas, una de las
ambigüedades fundamentales de la afirmación de la libertad en el siglo de las
Luces tiende a concebir el sujeto de esta libertad como un individuo
autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los
bienes terrenales. La ideología individualista inspirada por esta concepción
del hombre ha favorecido la desigual repartición de las riquezas en los
comienzos de la era industrial, hasta el punto que los trabajadores se
encontraron excluidos del acceso a los bienes esenciales a cuya producción
habían contribuido y a los que tenían derecho. De ahí surgieron poderosos
movimientos de liberación de la miseria mantenida por la sociedad industrial.
Los cristianos, laicos y pastores, no han dejado de luchar por un
equitativo reconocimiento de los legítimos derechos de los trabajadores. El
Magisterio de la Iglesia en muchas ocasiones ha levantado su voz en favor de
esta causa.
Pero las más de las veces, la justa reivindicación del movimiento obrero
ha llevado a nuevas servidumbres, porque se inspira en concepciones que, al
ignorar la vocación trascendente de la persona humana, señalan al hombre una
finalidad puramente terrena. A veces esta reivindicación ha sido orientada
hacia proyectos colectivistas que engendran injusticias tan graves como
aquellas a las que pretendían poner fin.
14. Nuevas formas de opresión
Así nuestra época ha visto surgir los sistemas totalitarios y unas
formas de tiranía que no habrían sido posibles en la época anterior al progreso
tecnológico. Por una parte, la perfección técnica ha sido aplicada a perpetrar
genocidios; por otra, unas minorías, practicando el terrorismo que causa la
muerte de numerosos inocentes, pretenden mantener a raya naciones enteras.
Hoy el control puede alcanzar hasta la intimidad de los individuos; y
las dependencias creadas por los sistemas de prevención pueden representar
también amenazas potenciales de opresión. Se busca una falsa liberación de las
coacciones de la sociedad recurriendo a la droga, que conduce a muchos jóvenes
en todo el mundo a la autodestrucción y deja familias enteras en la angustia y
el dolor.
15. Peligro de destrucción total
El reconocimiento de un orden jurídico como garantía de las relaciones
dentro de la gran familia humana de los pueblos se ha debilitado cada vez más.
Cuando la confianza en el derecho no parece ofrecer ya una protección
suficiente, se buscan la seguridad y la paz en la amenaza recíproca, la cual
viene a ser un peligro para toda la humanidad. Las fuerzas que deberían servir
para el desarrollo de la libertad sirven para aumentar las amenazas. Las
máquinas de muerte que se enfrentan hoy son capaces de destruir toda la vida
humana sobre la tierra.
16. Nuevas relaciones de desigualdad
Entre las naciones dotadas de fuerza y las que no la tienen se han
instaurado nuevas relaciones de desigualdad y opresión. La búsqueda del propio
interés parece ser la norma de las relaciones internacionales, sin que se tome
en consideración el bien común de la humanidad.
El equilibrio interior de las naciones pobres está roto por la
importación de armas, introduciendo en ellas un factor de división que conduce
al dominio de un grupo sobre otro. ¿Qué fuerzas podrían eliminar el recurso
sistemático a las armas y dar su autoridad al derecho?
17. Emancipación de las naciones jóvenes
En el contexto de la desigualdad de las relaciones de poder han
aparecido los movimientos de emancipación de las naciones jóvenes, en general
naciones pobres, sometidas hasta hace poco al dominio colonial. Pero muy a
menudo el pueblo se siente frustrado de su independencia duramente conquistada
por regímenes o tiranías sin escrúpulos que atentan impunemente a los derechos
del hombre. El pueblo que ha sido reducido así a la impotencia, no ha hecho más
que cambiar de dueños.
Sigue siendo verdad que uno de los principales fenómenos de nuestro
tiempo es, a escala de continentes enteros, el despertar de la conciencia de
pueblo que, doblegado bajo el peso de la miseria secular, aspira a una vida en
la dignidad y en la justicia, y está dispuesto a combatir por su libertad.
18. La moral y Dios, ¿obstáculos para la
liberación?
En relación con el movimiento moderno de liberación interior del hombre,
hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la
voluntad de sus límites ha llegado hasta considerar que la moralidad como tal
constituía un límite irracional que el hombre, decidido a ser dueño de si
mismo, tenía que superar.
Es más, para muchos Dios mismo sería la alienación específica del
hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una incompatibilidad
radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegaría a ser verdaderamente
libre.
19. Interrogantes angustiosos
En ello está la raíz de las tragedias que acompañan la historia moderna
de la libertad. ¿Por qué esta historia, a pesar de las grandes conquistas, por
lo demás siempre frágiles, sufre recaídas frecuentes en la alienación y ve
surgir nuevas servidumbres? ¿Por qué unos movimientos de liberación, que han
suscitado inmensas esperanzas, terminan en regímenes para los que la libertad
de los ciudadanos, 8 empezando por la primera de las
libertades que es la libertad religiosa, 9 constituye el primer enemigo?
Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse
independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye. Al escapar
del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los
hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al
odio y al miedo.
El profundo movimiento moderno de liberación resulta ambiguo porque ha
sido contaminado por gravísimos errores sobre la condición del hombre y su
libertad. Al mismo tiempo está cargado de promesas de verdadera libertad y
amenazas de graves servidumbres.
II.
La libertad en la experiencia del Pueblo de Dios
20. Iglesia y libertad
La Iglesia, consciente de esta grave ambigüedad, por medio de su
Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los últimos siglos, para poner en
guardia contra las desviaciones que corren el riesgo de torcer el impulso
liberador hacia amargas decepciones. En su momento fue muchas veces
incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible hacer justicia a su
discernimiento.
La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hombre, creado
a imagen de Dios. 10 Se le acusa sin embargo de constituir
por sí misma un obstáculo en el camino de la liberación. Su constitución
jerárquica estaría opuesta a la igualdad; su Magisterio estaría opuesto a la
libertad de pensamiento. Desde luego, ha habido errores de juicio o graves
omisiones de los cuales los cristianos han sido responsables a través de los
siglos 11.Pero estas objeciones desconocen la
verdadera naturaleza de las cosas. La diversidad de carismas en el Pueblo de
Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual dignidad de las
personas y a su vocación común a la santidad.
La libertad de pensamiento, como condición de búsqueda de la verdad en
todos los dominios del saber humano, no significa que la razón humana debe
cerrarse a la luz de la Revelación cuyo depósito ha confiado Cristo a su
Iglesia. La razón creada, al abrirse a la verdad divina, encuentra una
expansión y una perfección que constituyen una forma eminente de libertad.
Además, el Concilio Vaticano II ha reconocido plenamente la legítima autonomía
de las ciencias, 12 como también la de las actividades de
orden político 13.
21. La libertad de los pequeños y de los pobres
Uno de los principales errores que, desde el Siglo de las Luces, ha
marcado profundamente el proceso de liberación, lleva a la convicción,
ampliamente compartida, de que serían los progresos realizados en el campo de
las ciencias, de la técnica y de la economía los que deberían servir de
fundamento para la conquista de la libertad. De ese modo, se desconocían las
profundidades de esta libertad y de sus exigencias.
Esta realidad de las profundidades de la libertad, la Iglesia la ha
experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especialmente en
los pequeños y los pobres. Por la fe éstos saben que son el objeto del amor
infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: «Vivo en la fe del Hijo de
Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20 b). Tal es su
dignidad que ninguno de los poderosos puede arrebatársela; tal es la alegría
liberadora presente en ellos. Saben que la Palabra de Jesús se dirige igualmente
a ellos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a
conocer» (Jn 15, 15). Esta participación en el conocimiento de Dios es su
emancipación ante las pretensiones de dominio por parte de los detentores del
saber: «Conocéis todas las cosas ... y no tenéis necesidad de que nadie os
enseñe» (1 Jn 2, 20 b. 27 b). Son así conscientes de tener parte en el
conocimiento más alto al que está llamada la humanidad 14. Se sienten amados por Dios como todos
los demás y más que todos los otros. Viven así en la libertad que brota de la
verdad y del amor.
22. Recursos de la religiosidad popular
El mismo sentido de la fe del Pueblo de la Dios, en su devoción llena de
esperanza en la cruz de Jesús, percibe la fuerza que contiene el misterio de
Cristo Redentor. Lejos pues de menospreciar o de querer suprimir las formas de
religiosidad popular que reviste esta devoción, conviene por el contrario
purificar y profundizar toda su significación y todas sus implicaciones 15. En ella se da un hecho de alcance
teológico y pastoral fundamental: son los pobres, objeto de la predilección
divina, quienes comprenden mejor y como por instinto que la liberación más
radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por
medio de la muerte y resurrección de Cristo.
23. Dimensión soteriológica y ética de la
liberación
La fuerza de esta liberación penetra y transforma profundamente al
hombre y su historia en su momento presente, y alienta su impulso escatológico.
El sentido primero y fundamental de la liberación que se manifiesta así es el
soteriológico: el hombre es liberado de la esclavitud radical del mal y del
pecado.
En esta experiencia de salvación el hombre descubre el verdadero sentido
de su libertad, ya que la liberación es restitución de la libertad. Es también
educación de la libertad, es decir, educación de su recto uso. Así, a la
dimensión soteriológica de la liberación se añade su dimensión ética.
24. Una nueva fase de la historia de la libertad
El sentido de la fe, que es el origen de una experiencia radical de la
liberación y de la libertad, ha impregnado, en grado diverso, la cultura y las
costumbres de los pueblos cristianos.
Pero hoy, de una manera totalmente nueva a causa de los temibles retos a
los que la humanidad tiene que hacer frente, se ha hecho necesario y urgente
que el amor de Dios y la libertad en la verdad y la justicia marquen con su
impronta las relaciones entre los hombres y los pueblos, y animen la vida de
las culturas.
Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva
a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo.
Se abre ante nosotros una nueva fase de la historia de la libertad. Las
capacidades liberadoras de la ciencia, de la técnica, del trabajo, de la
economía y de la acción política darán sus frutos si encuentran su inspiración
y su medida en la verdad y en el amor, más fuertes que el sufrimiento, que
Jesucristo ha revelado a los hombres.
CAPÍTULO
II
VOCACIÓN
DEL HOMBRE A LA LIBERTAD Y DRAMA DEL PECADO
I.
Primeras concepciones de la libertad.
25. Una respuesta espontánea
La respuesta espontánea a la pregunta «¿qué es ser libre?» es la
siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser impedido
por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una plena independencia.
Lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante
una voluntad ajena.
Pero, el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere?
Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, ¿es conforme a la
naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real.
Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre
se topa sobre todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo
que puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de
fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el
hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza.
26. Verdad y justicia, normas de la libertad
Más aún, cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita
de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a concordar su
voluntad a la de los demás, en vistas de un verdadero bien. Es pues la armonía
con las exigencias de la naturaleza humana lo que hace que la voluntad sea
auténticamente humana. En efecto, esto exige el criterio de la verdad y una
justa relación con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen así la
medida de la verdadera libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre,
pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se
destruye.
Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia
de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos
recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas. Pero
para que estos lazos sean posibles, cada uno personalmente debe ser auténtico.
La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es
libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De este modo
el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se hace libre cuando llega
al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía
su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la
única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de
este nombre.
II.
Libertad y liberación
27. Una libertad propia de la creatura
En otras palabras, la libertad que es dominio interior de sus propios
actos y auto determinación comporta una relación inmediata con el orden ético.
Encuentra su verdadero sentido en la elección del bien moral. Se manifiesta
pues como una liberación ante el mal moral.
El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien supremo a
través de los bienes que están en conformidad con las exigencias de su
naturaleza y de su vocación divina.
El, ejerciendo su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo.
En este sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es como creatura e
imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por contraste lo que
tienen de profundamente erróneas las teorías que pretenden exaltar la libertad
del hombre o su «praxis histórica», haciendo de ellas el principio absoluto de
su ser y de su devenir. Estas teorías son expresión del ateísmo o tienden, por
propia lógica, hacia él. El indiferentismo y el agnosticismo deliberado van en
el mismo sentido. La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la
libertad y dignidad de la persona humana 16.
28. La llamada del Creador
Dios, al crear libre al hombre, ha impreso en él su imagen y semejanza 17. El hombre siente la llamada de su
Creador mediante la inclinación y la aspiración de su naturaleza hacia el Bien,
y más aún mediante la Palabra de la Revelación, que ha sido pronunciada de una
manera perfecta en Cristo. Le ha revelado así que Dios lo ha creado libre para
que pueda, gratuitamente, entrar en amistad con Él y en comunión con su Vida.
29. Una libertad participada
El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva,
sino en el don de Dios que lo ha creado. Esta es la primera confesión de
nuestra fe, que viene a confirmar las más altas intuiciones del pensamiento
humano.
La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de
realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios. Justamente,
es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible entre la causalidad
de una libertad divina y la de la libertad del hombre, como si la afirmación de
Dios significase la negación del hombre, o como si su intervención en la
historia hiciera vanas las iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana
toma su sentido y consistencia de Dios y por su relación con Él.
30. La elección libre del hombre
La historia del hombre se desarrolla sobre la base de la naturaleza que
ha recibido de Dios, con el cumplimiento libre de los fines a los que lo
orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia
divina.
Pero la libertad del hombre es finita y
falible. Su anhelo puede descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien
falso, falla a la vocación de su libertad. El hombre, por su libre arbitrio,
dispone de sí; puede hacerlo en sentido positivo o en sentido destructor.
Al obedecer a la ley divina grabada en su conciencia y recibida como
impulso del Espíritu Santo, el hombre ejerce el verdadero dominio de sí y
realiza de este modo su vocación real de hijo de Dios. «Reina, por medio del
servicio a Dios» 18. La auténtica libertad es «servicio de
la justicia», mientras que, a la inversa, la elección de la desobediencia y del
mal es «esclavitud del pecado» 19.
31. Liberación temporal y libertad
A partir de esta noción de libertad se precisa el alcance de la noción
de liberación temporal; se trata del conjunto de procesos que miran a procurar
y garantizar las condiciones requeridas para el ejercicio de una auténtica
libertad humana.
No es pues la liberación la que, por sí misma, genera la libertad del
hombre. El sentido común, confirmado por el sentido cristiano, sabe que la
libertad, aunque sometida a condicionamientos, no queda por ello completamente
destruida. Existen hombres, que aun sufriendo terribles coacciones consiguen
manifestar su libertad y ponerse en marcha para su liberación. Solamente un
proceso acabado de liberación puede crear condiciones mejores para el ejercicio
efectivo de la libertad. Asimismo, una liberación que no tiene en cuenta la
libertad personal de quienes combaten por ella está de antemano, condenada al
fracaso.
III.
La libertad y la sociedad humana
32. Los derechos del hombre y «las libertades»
Dios no ha creado al hombre como un «ser solitario», sino que lo ha
querido como un «ser social» 20.La
vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y
realizar su vocación si no es en relación con los otros. El hombre pertenece a
diversas comunidades: familiar, profesional, política; y en su seno es donde
debe ejercer su libertad responsable. Un orden social justo ofrece al hombre
una ayuda insustituible para la realización de su libre personalidad. Por el
contrario, un orden social injusto es una amenaza y un obstáculo que pueden
comprometer su destino.
En la esfera social, la libertad se manifiesta y se realiza en acciones,
estructuras e instituciones, gracias a las cuales los hombres se comunican
entre sí y organizan su vida en común. La expansión de una personalidad libre,
que es un deber y un derecho para todos, debe ser ayudada y no entorpecida por
la sociedad.
Existe una exigencia de orden moral que se ha expresado en la
formulación de los derechos del hombre. Algunos de éstos tienen por objeto lo
que se ha convenido en llamar «las libertades», es decir, las formas de
reconocer a cada ser humano su carácter de persona responsable de sí misma y de
su destino transcendente, así como la inviolabilidad de su conciencia 21.
33. Dimensiones sociales del hombre y gloria de
Dios
La dimensión social del ser humano tiene además otro significado:
solamente la pluralidad y la rica diversidad de los hombres pueden expresar
algo de la riqueza infinita de Dios.
Esta dimensión está llamada a encontrar su realización en el Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia. Por este motivo, la vida social, en la variedad de
sus formas y en la medida en que se conforma a la ley divina, constituye un
reflejo de la gloria de Dios en el mundo 22.
IV.
Libertad del hombre y dominio de la naturaleza
34. Vocación del hombre a «dominar» la naturaleza
El hombre, por su dimensión corporal, tiene necesidad de los recursos
del mundo material para su realización personal y social. En esta vocación a
dominar la tierra, poniéndola a su servicio mediante el trabajo, puede
reconocerse un rasgo de la imagen de Dios 23. Pero la intervención humana no es «creadora»; encuentra ya una
naturaleza material que, como ella, tiene su origen en Dios Creador y de la
cual el hombre ha sido constituido «noble y sabio guardián»
24.
35. El hombre dueño de sus actividades
Las transformaciones técnicas y económicas repercuten en la organización
de la vida social; no dejan de afectar en cierta medida a la vida cultural y a
la misma vida religiosa.
Sin embargo, por su libertad, el hombre continúa siendo dueño de su
actividad. Las grandes y rápidas transformaciones de nuestra época le plantean
un reto dramático: dominar y controlar, mediante su razón y libertad, las
fuerzas que desarrolla al servicio de las verdaderas finalidades humanas.
36. Descubrimiento científico y progreso moral
Atañe, por consiguiente, a la libertad bien orientada, hacer que las
conquistas científicas y técnicas, la búsqueda de su eficacia, los frutos del
trabajo y las mismas estructuras de la organización económica y social, no sean
sometidas a proyectos que las priven de sus finalidades humanas y las pongan en
contra del hombre mismo.
La actividad científica y la actividad técnica comportan exigencias
específicas. No adquieren, sin embargo, su significado y su valor propiamente
humanos sino cuando están subordinadas a los principios morales. Estas
exigencias deben ser respetadas; pero querer atribuirles una autonomía absoluta
y requerida, no conforme a la naturaleza de las cosas, es comprometerse en una
vía perniciosa para la auténtica libertad del hombre.
V.
El pecado, fuente de división y opresión
37. El pecado, separación de Dios
Dios llama al hombre a la libertad. La voluntad de ser libre está viva
en cada persona. Y, a pesar de ello esta voluntad desemboca casi siempre en la
esclavitud y la opresión. Todo compromiso en favor de la liberación y de la
libertad supone, por consiguiente, que se afronte esta dramática paradoja.
El pecado del hombre, es decir su ruptura con Dios, es la causa radical
de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para comprender esto,
muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente el sentido del
pecado.
En el deseo de libertad del hombre se esconde la tentación de renegar de
su propia naturaleza. Pretende ser un dios, cuando quiere codiciarlo todo y
poderlo todo y con ello, olvidar que es finito y creado. «Seréis como dioses»
(Gén 3, 5). Estas palabras de la serpiente manifiestan la esencia de la
tentación del hombre; implican la perversión del sentido de la propia libertad.
Esta es la naturaleza profunda del pecado: el hombre se desgaja de la verdad
poniendo su voluntad por encima de ésta. Queriéndose liberar de Dios y ser él
mismo un dios, se extravía y se destruye. Se autoaliena.
En esta voluntad de ser un dios y de someterlo todo a su propio placer
se esconde una perversión de la idea misma de Dios. Dios es amor y verdad en la
plenitud del don recíproco; es la verdad en la perfección del amor de las
Personas divinas. Es cierto que el hombre está llamado a ser como Dios. Sin
embargo, él llega a ser semejante no en la arbitrariedad de su capricho, sino
en la medida en que reconoce que la verdad y el amor son a la vez el principio
y el fin de su libertad.
38. El pecado, raíz de las alienaciones humanas
Pecando el hombre se engaña a si mismo y se separa de la verdad. Niega a
Dios y se niega a sí mismo cuando busca la total autonomía y autarquía. La
alienación, respecto a la verdad de su ser de creatura amada por Dios, es la
raíz de todas las demás alienaciones.
El hombre, negando o intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera
profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de
la creación visible 25.
La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de
calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social.
Muestra que todo el curso de la historia mantiene un lazo misterioso con
el obrar del hombre que, desde su origen, ha abusado de su libertad alzándose
contra Dios y tratando de conseguir sus fines fuera de Él 26. El Génesis indica las consecuencias de
este pecado original en el carácter penoso del trabajo y de la maternidad, en
el dominio del hombre sobre la mujer y en la muerte. Los hombres, privados de
la gracia divina, han heredado una naturaleza mortal, incapaz de permanecer en
el bien e inclinada a la concupiscencia 27.
39. Idolatría y desorden
La idolatría es una forma extrema del desorden engendrado por el pecado.
Al sustituir la adoración del Dios vivo por el culto de la creatura, falsea las
relaciones entre los hombres y conlleva diversas formas de opresión.
El desconocimiento culpable de Dios desencadena las pasiones, que son
causa del desequilibrio y de los conflictos en lo intimo del hombre. De aquí se
derivan inevitablemente los desórdenes que afectan la esfera familiar y social:
permisivismo sexual, injusticia, homicidio. Así es como el apóstol Pablo
describe al mundo pagano, llevado por la idolatría a las peores aberraciones
que arruinan al individuo y a la sociedad 29.
Ya antes que él, los Profetas y los Sabios de Israel veían en las
desgracias del pueblo un castigo por su pecado de idolatría, y en el «corazón
lleno de maldad» (Eclo 9, 3) 29
la fuente de la esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete
a sus semejantes.
40. Despreciar a Dios y volverse a la creatura
La tradición cristiana, en los Padres y Doctores de la Iglesia, ha
explicitado esta doctrina de la Escritura sobre el pecado. Para ella, el pecado
es desprecio de Dios (contemptus Dei). Conlleva la voluntad de escapar a
la relación de dependencia del servidor respecto a su Señor, o, más aún, del
hijo respecto a su Padre. El hombre, al pecar, pretende liberarse de Dios. En
realidad, se convierte en esclavo; pues al rechazar a Dios rompe el impulso de
su aspiración al infinito y de su vocación a compartir la vida divina. Por ello
su corazón es víctima de la inquietud.
El hombre pecador, que rehúsa adherirse a Dios, es llevado
necesariamente a ligarse de una manera falaz y destructora a la creatura. En
esta vuelta a la creatura (conversio ad creaturam), concentra sobre ella
su anhelo insatisfecho de infinito. Pero los bienes creados son limitados;
también su corazón corre del uno al otro, siempre en busca de una paz
imposible.
En realidad el hombre, cuando atribuye a las creaturas una carga de
infinitud, pierde el sentido de su ser creado. Pretende encontrar su centro y
su unidad en si mismo. El amor desordenado de sí es la otra cara del desprecio
de Dios. El hombre trata entonces de apoyarse solamente sobre sí, quiere
realizarse y ser suficiente en su propia inmanencia 30.
41.
El ateísmo, falsa emancipación de la libertad
Esto se pone particularmente de manifiesto cuando el pecador cree que no
puede afirmar su propia libertad más que negando explícitamente a Dios. La
dependencia de la creatura con respecto al Creador o la dependencia de la
conciencia moral con respecto a la ley divina serían para él servidumbres
intolerables. El ateísmo constituye para él la verdadera forma de emancipación
y de liberación del hombre, mientras que la religión o incluso el
reconocimiento de una ley moral constituirían alienaciones. El hombre quiere
entonces decidir soberanamente sobre el bien y el mal, o sobre los valores, y
con un mismo gesto, rechaza a la vez la idea de Dios y de pecado. Mediante la
audacia de la transgresión pretende llegar a ser adulto y libre, y reivindica
esta emancipación no sólo para él sino para toda la humanidad.
42. Pecado y estructuras de injusticia
El hombre pecador, habiendo hecho de sí su propio centro, busca
afirmarse y satisfacer su anhelo de infinito sirviéndose de las cosas:
riquezas, poder y placeres, despreciando a los demás hombres a los que despoja
injustamente y trata como objetos o instrumentos. De este modo contribuye por
su parte a la creación de estas estructuras de explotación y de servidumbre
que, por otra parte, pretende denunciar.
CAPÍTULO
III
LIBERACIÓN
Y LIBERTAD CRISTIANA
43. Evangelio, libertad y liberación
La historia humana, marcada por la experiencia del pecado, nos
conduciría a la desesperación, si Dios hubiera abandonado a su criatura. Pero
las promesas divinas de liberación y su victorioso cumplimiento en la muerte y
en la resurrección de Cristo, son el fundamento de la «gozosa esperanza» de la
que la comunidad cristiana saca su fuerza para actuar resuelta y eficazmente al
servicio del amor, de la justicia y de la paz. El Evangelio es un mensaje de
libertad y una fuerza de liberación 31 que lleva a cumplimiento la esperanza de Israel, fundada en la palabra
de los Profetas. Se apoya en la acción de Yavé que, antes de intervenir como
«goel» 32, liberador, redentor, salvador de su
pueblo, lo había elegido gratuitamente en Abraham 33.
I.
La liberación en el Antiguo Testamento
44. El Éxodo y las intervenciones liberadoras de
Yavé
En el Antiguo Testamento la acción liberadora de Yavé, que sirve de
modelo y punto de referencia a todas las otras, es el Éxodo de Egipto, «casa de
esclavitud». Si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud económica,
política y cultural, es con miras a hacer de él, mediante la Alianza en el
Sinaí, «un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Dios quiere ser
adorado por hombres libres. Todas las liberaciones ulteriores del pueblo de
Israel tienden a conducirle a esta libertad en plenitud que no puede encontrar
más que en la comunión con su Dios.
El acontecimiento mayor y fundamento del Éxodo tiene, por tanto, un
significado a la vez religioso y político. Dios libera a su pueblo, le da una
descendencia, una tierra, una ley, pero dentro de una Alianza y para una
Alianza. Por tanto, no se debe aislar en sí mismo el aspecto político; es
necesario considerarlo a la luz del designio de naturaleza religiosa en el cual
está integrado 34.
45. La Ley de Dios
En su designio de salvación, Dios dio su Ley a Israel. Esta contenía,
junto con los preceptos morales universales del Decálogo, normas cultuales y
civiles que debían regular la vida del pueblo escogido por Dios para ser su
testigo entre las naciones.
En este conjunto de leyes, el amor a Dios sobre todas las cosas 35 y al prójimo como a sí mismo 36 constituye ya el centro. Pero la
justicia que debe regular las relaciones entre los hombres, y el derecho que es
su expresión jurídica, pertenecen también a la trama más característica de la
Ley bíblica. Los Códigos y la predicación de los Profetas, así como los Salmos,
se refieren constantemente tanto a una como a otra, y muy a menudo a las dos a
la vez 37. En este contexto es donde debe
apreciarse el interés de la Ley Bíblica por los pobres, los desheredados, la
viuda y el huérfano; a ellos se debe la justicia según la ordenación jurídica
del Pueblo de Dios 38. El ideal y el bosquejo ya existen
entonces en una sociedad centrada en el culto al Señor y fundamentada sobre la
justicia y el derecho animados por el amor.
46. La enseñanza de los Profetas
Los Profetas no cesan de recordar a Israel las exigencias de la Ley de
la Alianza. Denuncian que en el corazón endurecido del hombre está el origen de
las transgresiones repetidas, y anuncian una Alianza Nueva en la que Dios
cambiará los corazones grabando en ellos la Ley de su espíritu 39.
Al anunciar y preparar esta nueva era, los Profetas denuncian con vigor
las injusticias contra los pobres; se hacen portavoces de Dios en favor de
ellos. Yavé es el recurso supremo de los pequeños y de los oprimidos, y el
Mesías tendrá la misión de defenderlos 40.
La situación del pobre es una situación de injusticia contraria a la
Alianza. Por esto la Ley de la Alianza lo protege a través de unos preceptos
que reflejan la actitud misma de Dios cuando liberó a Israel de la esclavitud
de Egipto 41. La injusticia contra los pequeños y
los pobres es un pecado grave, que rompe la comunión con Yavé.
47. Los «pobres de Yavé»
Partiendo de todas las formas de pobreza, de injusticia sufrida, de
aflicción, los «justos» y los «pobres de Yavé» elevan hacia Él su súplica en
los Salmos 42. Sufren en su corazón la esclavitud a
la que el pueblo «rapado hasta la nuca» ha sido reducido a causa de sus
pecados. Soportan la persecución, el martirio, la muerte, pero viven en la
esperanza de la liberación. Por encima de todo, ponen su confianza en Yavé a
quien encomiendan su propia causa 43.
Los «pobres de Yavé» saben que la comunión con Él 44 es el bien más precioso en el que el
hombre encuentra su verdadera libertad 45. Para ellos, el mal más trágico es la pérdida de esta comunión. Por
consiguiente el combate contra la injusticia adquiere su sentido más profundo y
su eficacia en su deseo de ser liberados de la esclavitud del pecado.
48. En el umbral del Nuevo Testamento
En el umbral del Nuevo Testamento, los «pobres de Yavé» constituyen las
primicias de un «pueblo humilde y pobre» que vive en la esperanza de la
liberación de Israel 46.
María, al personificar esta esperanza, traspasa el umbral del Antiguo
Testamento. Anuncia con gozo la llegada mesiánica y alaba al Señor que se
prepara a liberar a su Pueblo 47.
En su himno de alabanza a la Misericordia divina, la Virgen humilde, a la que
mira espontáneamente y con tanta confianza el pueblo de los pobres, canta el
misterio de salvación y su fuerza de transformación. El sentido de la fe, tan
vivo en los pequeños, sabe reconocer a simple vista toda la riqueza a la vez
soteriológica y ética del Magnificat 48.
II.
Significado cristológico del Antiguo Testamento
49. A la luz de Cristo
El Éxodo, la Alianza, la Ley, la voz de los Profetas y la espiritualidad
de los «pobres de Yavé» alcanzan su pleno significado solamente en Cristo.
La Iglesia lee el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y
resucitado por nosotros. Ella se ve prefigurada en el Pueblo de Dios de la
Antigua Alianza, encarnada en el cuerpo concreto de una nación particular,
política y culturalmente constituida, que estaba inserto en la trama de la
historia como testigo de Yavé ante las naciones, hasta que llegara a su
cumplimiento el tiempo de las preparaciones y de las figuras. Los hijos de
Abraham fueron llamados a entrar con todas las naciones en la Iglesia de
Cristo, para formar con ellas un solo Pueblo de Dios, espiritual y universal 49.
III.
La liberación cristiana anunciada a los pobres
50. La Buena Nueva anunciada a los pobres
Jesús anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios y llama a los hombres a
la conversión 50. «Los pobres son evangelizados» (Mt 11,
5): Jesús, citando las palabras del Profeta, 51 manifiesta su acción mesiánica en favor de quienes esperan la salvación
de Dios.
Más aún, el Hijo de Dios, que se ha hecho pobre por amor a nosotros 52 quiere ser reconocido en los pobres, en
los que sufren o son perseguidos 53: «Cuantas veces hicisteis esto a uno de estos mis hermanos menores, a
mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40) 54.
51. El misterio pascual
Pero es, ante todo, por la fuerza de su Misterio Pascual que Cristo nos
ha liberado 55. Mediante su obediencia perfecta en la
Cruz y mediante la gloria de su resurrección, el Cordero de Dios ha quitado el
pecado del mundo y nos ha abierto la vía de la liberación definitiva.
Por nuestro servicio y nuestro amor, así como por el ofrecimiento de
nuestras pruebas y sufrimientos, participamos en el único sacrificio redentor
de Cristo, completando en nosotros «lo que falta a las tribulaciones de Cristo
por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 14), mientras esperamos la
resurrección de los muertos.
52. Gracia, reconciliación y libertad
El centro de la experiencia cristiana de la libertad está en la
justificación por la gracia de la fe y de los sacramentos de la Iglesia. Esta
gracia nos libera del pecado y nos introduce en la comunión con Dios. Mediante
la muerte y la resurrección de Cristo se nos ofrece el perdón. La experiencia
de nuestra reconciliación con el Padre es fruto del Espíritu Santo. Dios se nos
revela como Padre de misericordia, al que podemos presentarnos con total
confianza.
Reconciliados con Él 56
y recibiendo la paz de Cristo que el mundo no puede dar 57, estamos llamados a ser en medio de los
hombres artífices de paz 58.
En Cristo podemos vencer el pecado, y la muerte ya no nos separa de
Dios; ésta será destruida finalmente en el momento de nuestra resurrección, a
semejanza de la de Jesús 59. El mismo «cosmos», del que el hombre
es centro y ápice, espera ser liberado «de la servidumbre de la corrupción para
participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 21). Ya
desde ese momento Satanás está en dificultad; él, que tiene el poder de la
muerte, ha sido reducido a la impotencia mediante la muerte de Cristo 60. Aparecen ya unas señales que anticipan
la gloria futura.
53. Lucha contra la esclavitud del pecado
La libertad traída por Cristo en el Espíritu Santo, nos ha restituido la
capacidad —de la que nos había privado el pecado— de amar a Dios por encima de
todo y permanecer en comunión con Él.
Somos liberados del amor desordenado hacia nosotros mismos, que es la
causa del desprecio al prójimo y de las relaciones de dominio entre los
hombres.
Sin embargo, hasta la venida gloriosa del Resucitado, el misterio de
iniquidad está siempre actuando en el mundo. San Pablo nos lo advierte: «Para
que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gal 5, 1). Es necesario,
por tanto perseverar y luchar para no volver a caer bajo el yugo de la
esclavitud. Nuestra existencia es un combate espiritual por la vida según el
Evangelio y con las armas de Dios 61. Pero nosotros hemos recibido la fuerza y la certeza de nuestra victoria
sobre el mal, victoria del amor de Cristo a quien nada se puede 62.
54. El Espíritu y la Ley
San Pablo proclama el don de la Ley nueva del Espíritu en oposición a la
ley de la carne o de la concupiscencia que inclina al hombre al mal y lo hace
incapaz de escoger el bien 63.
Esta falta de armonía y esta debilidad interior no anulan la Libertad ni la
responsabilidad del hombre, sino que comprometen la práctica del bien. Ante
esto dice el Apóstol: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rom
7, 19). Habla pues, con razón, de la «servidumbre del pecado» y de la
«esclavitud de la ley», ya que para el hombre pecador la ley, que él no puede
interiorizar, le resulta opresora.
Sin embargo, San Pablo reconoce que la Ley conserva su valor para el hombre
y para el cristiano puesto que «es santa, y el precepto santo, justo, y bueno»
(Rom 7, 12) 64. Reafirma el Decálogo poniéndolo en
relación con la caridad, que es su verdadera plenitud 65. Además, sabe que es necesario un orden
jurídico para el desarrollo de la vida social 66. Pero la novedad que él proclama es que Dios nos ha dado a su Hijo
«para que la justicia exigida por la Ley fuera cumplida en nosotros» (Rom 8,
4).
El mismo Señor Jesús ha anunciado en el Sermón de la Montaña los
preceptos de la Ley nueva; con su sacrificio ofrecido en la Cruz y su
resurrección gloriosa, ha vencido el poder del pecado y nos ha obtenido la
gracia del Espíritu Santo que hace posible la perfecta observancia de la Ley de
Dios 67 y el acceso al perdón, si caemos nuevamente
en el pecado. El Espíritu que habita en nuestros corazones es la fuente de la
verdadera libertad.
Por el sacrificio de Cristo las prescripciones cultuales del Antiguo
Testamento se han vuelto caducas. En cuanto a las normas jurídicas de la vida
social y política de Israel, la Iglesia apostólica, como Reino de Dios
inaugurado sobre la tierra, ha tenido conciencia de que no estaba ya sujeta a
ellas. Esto hizo comprender a la comunidad cristiana que las leyes y los actos
de las autoridades de los diversos pueblos, aunque legítimos y dignos de
obediencia, 68 no podrán sin embargo pretender nunca,
en cuanto que proceden de ellas, un carácter sagrado. A la luz del Evangelio,
un buen número de leyes y de estructuras parecen que llevan la marca del pecado
y prolongan su influencia opresora en la sociedad.
IV.
El mandamiento nuevo
55. El amor, don del Espíritu
El amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
implica el amor al prójimo. Recordando el primer mandamiento, Jesús añade a
continuación: «El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti
mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,
39-40). Y San Pablo dice que la caridad es el cumplimiento pleno de la Ley 69.
El amor al prójimo no tiene límites; se extiende a los enemigos y a los
perseguidores. La perfección, imagen de la del Padre, a la que todo discípulo
debe tender, está en la misericordia 70. La parábola del Buen Samaritano muestra que el amor lleno de
compasión, cuando se pone al servicio del prójimo, destruye los prejuicios que
levantan a los grupos étnicos y sociales unos contra otros 71. Todos los libros del Nuevo Testamento
dan testimonio de esta riqueza inagotable de sentimientos de la que es portador
el amor cristiano al prójimo 72.
56. El amor al prójimo
El amor cristiano, gratuito y universal, se basa en el amor de Cristo
que dio su vida por nosotros: «Que os améis los unos a los otros; como yo os he
amado, así también amaos mutuamente» (Jn 13, 34-35) 73. Este es el «mandamiento nuevo» para
los discípulos.
A la luz de este mandamiento, el apóstol Santiago recuerda severamente a
los ricos sus deberes 74, y San Juan afirma que quien teniendo
bienes de este mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra su corazón,
no puede permanecer en él la caridad de Dios 75. El amor al hermano es la piedra de toque del amor a Dios: «El que no
ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve» (1
Jn 4, 20), San Pablo subraya con fuerza la unión existente entre la participación
en el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo y el compartir con el hermano
que se encuentra necesitado 76.
57. Justicia y caridad
El amor evangélico y la vocación de hijos de Dios, a la que todos los
hombres están llamados, tienen como consecuencia la exigencia directa e
imperativa de respetar a cada ser humano en sus derechos a la vida y a la
dignidad. No existe distancia entre el amor al prójimo y la voluntad de
justicia. Al oponerlos entre sí, se desnaturaliza el amor y la justicia a la vez.
Además el sentido de la misericordia completa el de la justicia, impidiéndole
que se encierre en el círculo de la venganza.
Las desigualdades inicuas y las opresiones de todo tipo que afectan hoy
a millones de hombres y mujeres están en abierta contradicción con el Evangelio
de Cristo y no pueden dejar tranquila la conciencia de ningún cristiano.
La Iglesia, dócil al Espíritu, avanza con fidelidad por los caminos de
la liberación auténtica. Sus miembros son conscientes de sus flaquezas y de sus
retrasos en esta búsqueda. Pero una multitud de cristianos, ya desde el tiempo
de los Apóstoles, han dedicado sus fuerzas y sus vidas a la liberación de toda
forma de opresión y a la promoción de la dignidad humana. La experiencia de los
santos y el ejemplo de tantas obras de servicio al prójimo constituyen un
estímulo y una luz para las iniciativas liberadoras que se imponen hoy.
V.
La Iglesia Pueblo de Dios de la Nueva Alianza
58. Hacia la plenitud de la libertad
El Pueblo de Dios de la Nueva Alianza es la Iglesia de Cristo. Su ley es
el mandamiento del amor. En el corazón de sus miembros, el Espíritu habita como
en un templo. La misma Iglesia es el germen y el comienzo del Reino de Dios
aquí abajo, que tendrá su cumplimiento al final de los tiempos con la resurrección
de los muertos y la renovación de toda la creación 77.
Poseyendo las arras del Espíritu 78, el Pueblo de Dios es conducido a la
plenitud de la libertad. La Jerusalén nueva que esperamos con ansia es llamada
justamente ciudad de libertad, en su sentido más pleno 79. Entonces, Dios «enjugará las lágrimas
de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni
trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21, 4). La esperanza es la espera
segura de «otros cielos nuevos y otra nueva tierra, en que tiene su morada la
justicia» (2 Pe 3, 13).
59. El encuentro final con Cristo
La transfiguración de la Iglesia, obrada por Cristo resucitado, al
llegar al final de su peregrinación, no anula de ningún modo el destino
personal de cada uno al término de su vida. Todo hombre, hallado digno ante el
tribunal de Cristo por haber hecho, con la gracia de Dios, buen uso de su libre
albedrío, obtendrá la felicidad 80. Llegará a ser semejante a Dios porque
le verá tal cual es 81. El don divino de la salvación eterna
es la exaltación de la mayor libertad que se pueda concebir.
60. Esperanza escatológica y compromiso para la
liberación temporal
Esta esperanza no debilita el compromiso en orden al progreso de la
ciudad terrena, sino por el contrario le da sentido y fuerza. Conviene
ciertamente distinguir bien entre progreso terreno y crecimiento del Reino, ya
que no son del mismo orden. No obstante, esta distinción no supone una
separación, pues la vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que
confirma su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del
Creador para desarrollar su vida temporal 82.
La Iglesia de Cristo, iluminada por el Espíritu del Señor, puede
discernir en los signos de los tiempos los que son prometedores de liberación y
los que, por el contrario, son engañosos e ilusorios. Ella llama al hombre y a
las sociedades a vencer las situaciones de pecado y de injusticia, y a
establecer las condiciones para una verdadera libertad. Tiene conciencia de que
todos estos bienes, como son la dignidad humana, la unión fraterna y la
libertad, que constituyen el fruto de esfuerzos conformes a la voluntad de
Dios, los encontramos «limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados,
cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal» 83, que es un reino de libertad.
La espera vigilante y activa de la venida del Reino es también la de una
justicia totalmente perfecta para los vivos y los muertos, para los hombres de
todos los tiempos y lugares, que Jesucristo, constituido Juez Supremo,
instaurará 84. Esta promesa, que supera todas las
posibilidades humanas, afecta directamente a nuestra vida en el mundo, porque
una verdadera justicia debe alcanzar a todos y debe dar respuesta a los muchos
sufrimientos padecidos por todas las generaciones. En realidad, sin la
resurrección de los muertos y el juicio del Señor, no hay justicia en el
sentido pleno de la palabra. La promesa de la resurrección satisface
gratuitamente el afán de justicia verdadera que está en el corazón humano.
CAPÍTULO
IV
MISIÓN
LIBERADORA DE LA IGLESIA
61. La Iglesia y las inquietudes del hombre
La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquietudes del
hombre contemporáneo, sometido a duras opresiones y ansioso de libertad. La
gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión 85. Pero el Señor Jesús le ha confiado la
palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino, que es su
vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con todo hombre que sufre. Si
sus miembros permanecen fieles a esta misión, el Espíritu Santo, fuente de
libertad, habitará en ellos y producirán frutos de justicia y de paz en su
ambiente familiar, profesional y social.
I.
Para la salvación integral del mundo
62. Las Bienaventuranzas y la fuerza del
Evangelio
El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya desde ahora a quienes lo
reciben 86. Pero al engendrar hombres nuevos 87, esta fuerza penetra en la comunidad
humana y en su historia, purificando y vivificando así sus actividades. Por
ello, es «raíz de cultura» 88.
Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús expresan la perfección del
amor evangélico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda la
historia de la Iglesia por numerosos bautizados y, de una manera eminente, por
los santos.
Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman
un todo que no puede ser separado del conjunto del Sermón de la Montaña 89. Jesús, el nuevo Moisés, comenta en
ellas el Decálogo, la Ley de la Alianza, dándole su sentido definitivo y pleno.
Las Bienaventuranzas leídas e interpretadas en todo su contexto, expresan el
espíritu del Reino de Dios que viene. Pero a la luz del destino definitivo de
la historia humana así manifestado aparecen al mismo tiempo más claramente, los
fundamentos de la justicia en el orden temporal.
Así, pues, al enseñar la confianza que se apoya en Dios, la esperanza de
la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que llega hasta el
perdón y la reconciliación, las Bienaventuranzas permiten situar el orden
temporal en función de un orden trascendente que, sin quitarle su propia
consistencia, le confiere su verdadera medida.
Iluminados por ellas, el compromiso necesario en las tareas temporales
al servicio del prójimo y de la comunidad humana es, al mismo tiempo, requerido
con urgencia y mantenido en su justa perspectiva. Las Bienaventuranzas
preservan de la idolatría de los bienes terrenos y de las injusticias que
entrañan su búsqueda desenfrenada 90. Ellas apartan de la búsqueda utópica y destructiva de un mundo
perfecto, pues «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7, 31).
63. El anuncio de la salvación
La misión esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una misión
evangelizadora y salvífica 91.
Saca su impulso de la caridad divina. La evangelización es anuncio de
salvación, don de Dios. Por la Palabra de Dios y los sacramentos, el hombre es
liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Maligno que lo oprimen,
y es introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que
«vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), la Iglesia quiere la
salvación de todos los hombres.
En esta misión, la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir en
este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por
consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe
regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicación del
Evangelio.
Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la
participación en la vida divina mediante la gracia, le hace también alcanzar
por la acción eficaz de sus miembros el verdadero bien temporal de los hombres,
atender a sus necesidades, proveer a su cultura y promover una liberación
integral de todo lo que impide el desarrollo de las personas. La Iglesia quiere
el bien del hombre en todas sus dimensiones; en primer lugar como miembro de la
ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.
64. Evangelización y promoción de la justicia
La Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la
promoción de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete a los
fieles laicos a trabajar en ellas, según su vocación propia. Sin embargo,
procura que esta misión no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen
el orden temporal, o que se reduzca a ellas. Por lo mismo, la Iglesia pone todo
su interés en mantener clara y firmemente a la vez la unidad y la distinción
entre evangelización y promoción humana: unidad, porque ella busca el bien
total del hombre; distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos
diversos, de su misión.
65. Evangelio y realidades terrenas
La Iglesia, fiel a su propia finalidad, irradia la luz del Evangelio
sobre las realidades terrenas, de tal manera que la persona humana sea curada
de sus miserias y elevada en su dignidad. La cohesión de la sociedad en la
justicia y la paz es así promovida y reforzada 92. La Iglesia es también fiel a su misión cuando denuncia las
desviaciones, las servidumbres y las opresiones de las que los hombres son
víctimas.
Es fiel a su misión cuando se opone a los intentos de instaurar una
forma de vida social de la que Dios esté ausente, bien sea por una oposición
consciente, o bien debido a negligencia culpable 93.
Por último, es fiel a su misión cuando emite su juicio acerca de los
movimientos políticos que tratan de luchar contra la miseria y la opresión
según teorías y métodos de acción contrarios al Evangelio y opuestos al hombre
mismo 94.
Ciertamente, la moral evangélica, con las energías de la gracia, da al
hombre nuevas perspectivas con nuevas exigencias. Y ayuda a perfeccionar y
elevar una dimensión moral que pertenece ya a la naturaleza humana y de la que
la Iglesia se preocupa, consciente de que es un patrimonio común a todos los
hombres en cuanto tales.
II.
El amor de preferencia a los pobres
66. Jesús y la pobreza
Cristo Jesús, de rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos
mediante su pobreza 95. Así habla San Pablo sobre el misterio
de la Encarnación del Hijo eterno, que vino a asumir la naturaleza humana
mortal para salvar al hombre de la miseria en la que el pecado le había sumido.
Más aún Cristo, en su condición humana, eligió un estado de pobreza e
indigencia 96 a fin de mostrar en qué consiste la
verdadera riqueza que se ha de buscar, es decir, la comunión de vida con Dios.
Enseñó el desprendimiento de las riquezas de la tierra para mejor desear las
del cielo 97. Los Apóstoles que él eligió tuvieron
también que abandonarlo todo y compartir su indigencia 98.
Anunciado por los Profetas como el Mesías de los pobres 99, fue entre ellos, los humildes, los
«pobres de Yavé», sedientos de la justicia del Reino, donde él encontró
corazones dispuestos a acogerle. Pero Jesús quiso también mostrarse cercano a
quienes —aunque ricos en bienes de este mundo— estaban excluidos de la
comunidad como «publicanos y pecadores», pues él vino para llamarles a la
conversión 100.
La pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de
desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir
con otros.
67. Jesús y los pobres
Pero Jesús no trajo solamente la gracia y la paz de Dios; él curó
también numerosas enfermedades; tuvo compasión de la muchedumbre que no tenía
de que comer ni alimentarse; junto con los discípulos que le seguían practicó
la limosna 101. La Bienaventuranza de la pobreza
proclamada por Jesús no significa en manera alguna que los cristianos puedan
desinteresarse de los pobres que carecen de lo necesario para la vida humana en
este mundo. Como fruto y consecuencia del pecado de los hombres y de su
fragilidad natural, esta miseria es un mal del que, en la medida de lo posible
hay que liberar a los seres humanos.
68. El amor de preferencia a los pobres
Bajo sus múltiples formas —indigencia material, opresión injusta,
enfermedades físicas y psíquicas y, por último, la muerte— la miseria humana es
el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre
tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria
humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí
102 e identificarse con los «más pequeños
de sus hermanos» (cf. Mt 25, 40. 45). También por ello, los oprimidos por la
miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia que, desde
los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado
de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante
innumerables obras de beneficencia que siempre y en todo lugar continúan siendo
indispensables 103. Además, mediante su doctrina social,
cuya aplicación urge, la Iglesia ha tratado de promover cambios estructurales
en la sociedad con el fin de lograr condiciones de vida dignas de la persona
humana.
Los discípulos de Jesús, con el desprendimiento de las riquezas que
permite compartir con los demás y abre el Reino 104, dieron testimonio mediante el amor a los pobres y desdichados, del
amor del Padre manifestado en el Salvador. Este amor viene de Dios y vuelve a
Dios. Los discípulos de Cristo han reconocido siempre en los dones presentados
sobre el altar, un don ofrecido a Dios mismo.
La Iglesia amando a los pobres da también testimonio de la dignidad del
hombre. Afirma claramente que éste vale más por lo que es que por lo que posee.
Atestigua que esa dignidad no puede ser destruida cualquiera que sea la situación
de miseria, de desprecio, de rechazo, o de impotencia a la que un ser humano se
vea reducido. Se muestra solidaria con quienes no cuentan en una sociedad que
les rechaza espiritualmente y, a veces, físicamente. De manera particular, la
Iglesia se vuelve con afecto maternal hacia los niños que, a causa de la maldad
humana, no verán jamás la luz, así como hacia las personas ancianas solas y
abandonadas.
La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un signo de
particularismo o de sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la
misión de la Iglesia. Dicha opción no es exclusiva.
Esta es la razón por la que la Iglesia no puede expresarla mediante
categorías sociológicas e ideológicas reductivas, que harían de esta
preferencia una opción partidista y de naturaleza conflictiva.
69. Comunidades eclesiales de base y otros grupos
de cristianos
Las nuevas comunidades eclesiales de base y otros grupos de cristianos
formados para ser testigos de este amor evangélico son motivo de gran esperanza
para la Iglesia. Si viven verdaderamente en unión con la Iglesia local y con la
Iglesia universal, son una auténtica expresión de comunión y un medio para
construir una comunión más profunda 105. Serán fieles a su misión en la medida
en que procuren educar a sus miembros en la integridad de la fe cristiana,
mediante la escucha de la Palabra de Dios, la fidelidad a las enseñanzas del
Magisterio, al orden jurídico de la Iglesia y a la vida sacramental. En tales
condiciones su experiencia, enraizada en un compromiso por la liberación
integral del hombre, viene a ser una riqueza para toda la Iglesia.
70. La reflexión teológica
De modo similar, una reflexión teológica desarrollada a partir de una
experiencia particular puede constituir un aporte muy positivo, ya que permite
poner en evidencia algunos aspectos de la Palabra de Dios, cuya riqueza total
no ha sido aún plenamente percibida. Pero para que esta reflexión sea
verdaderamente una lectura de la Escritura, y no una proyección sobre la
Palabra de Dios de un significado que no está contenido en ella, el teólogo ha
de estar atento a interpretar la experiencia de la que él parte a la luz de la
experiencia de la Iglesia misma. Esta experiencia de la Iglesia brilla con
singular resplandor y con toda su pureza en la vida de los santos. Compete a
los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, discernir su
autenticidad.
CAPÍTULO
V
LA
DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA:
POR
UNA PRAXIS CRISTIANA DE LA LIBERACIÓN
71. La praxis cristiana de la liberación
La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la
dimensión socioética que es una consecuencia de ella. Al restituir al hombre la
verdadera libertad, la liberación radical obrada por Cristo le asigna una
tarea: la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del
amor. Este es el principio supremo de la moral social cristiana, fundada sobre
el Evangelio y toda la tradición desde los tiempos apostólicos y la época de
los Padres de la Iglesia, hasta la recientes intervenciones del Magisterio.
Los grandes retos de nuestra época constituyen una llamada urgente a
practicar esta doctrina de la acción.
I.
Naturaleza de la doctrina social de la Iglesia
72. Mensaje evangélico y vida social
La enseñanza social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje
evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo del amor
a Dios y al prójimo y en la Justicia 106— con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha
constituido en una doctrina, utilizando los recursos del saber y de las
ciencias humanas; se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en
cuenta los aspectos técnicos de los problemas pero siempre para juzgarlos desde
el punto de vista moral.
Esta enseñanza, orientada esencialmente a la acción, se desarrolla en
función de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello, aunque
basándose en principios siempre válidos, comporta también juicios contingentes.
Lejos de constituir un sistema cerrado, queda abierto permanentemente a las
cuestiones nuevas que no cesan de presentarse; requiere, además, la
contribución de todos los carismas, experiencias y competencias.
La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un
conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio 107 y de directrices de acción 108 para que los cambios en profundidad que
exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una
manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.
73. Principios fundamentales
El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la
dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos
derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la libertad,
prerrogativa esencial de la persona humana, se manifiesta en toda su
profundidad. Las personas son los sujetos activos y responsables de la vida
social 109.
A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están íntimamente
ligados el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad.
En virtud del primero, el hombre debe contribuir con su semejantes al
bien común de la sociedad, a todos los niveles 110. Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas
de individualismo social o político.
En virtud del segundo, ni el Estado ni sociedad alguna deberán jamás
substituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos
sociales intermedios en los niveles en los que éstos pueden actuar, ni destruir
el espacio necesario para su libertad 111. De este modo, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las
formas de colectivismo.
74. Criterios de juicio
Estos principios fundamentan los criterios para emitir un juicio sobre
las situaciones, las estructuras y los sistemas sociales.
Así, la Iglesia no duda en denunciar las condiciones de vida que atentan
a la dignidad y a la libertad del hombre.
Estos criterios permiten también juzgar el valor de las estructuras, las
cuales son el conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas que los
hombres encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e
internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política.
Aunque son necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar
como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana, paralizando
con ello o alterando el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo,
dependen siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no
de un pretendido determinismo de la historia.
Las instituciones y las leyes, cuando son conformes a la ley natural y
están ordenadas al bien común, resultan garantes de la libertad de las personas
y de su promoción. No han de condenarse todos los aspectos coercitivos de la
ley, ni la estabilidad de un Estado de derecho digno de este nombre. Se puede
hablar entonces de estructura marcada por el pecado, pero no se pueden condenar
las estructuras en cuanto tales.
Los criterios de juicio conciernen también a los sistemas económicos,
sociales y políticos. La doctrina social de la Iglesia no propone ningún
sistema particular, pero, a la luz de sus principios fundamentales, hace posible,
ante todo, ver en qué medida los sistemas existentes resultan conformes o no a
las exigencias de la dignidad humana.
75. Primacía de las personas sobre las
estructuras
Ciertamente, la Iglesia es consciente de la complejidad de los problemas
que han de afrontar las sociedades y también de las dificultades para
encontrarles soluciones adecuadas. Sin embargo, piensa que, ante todo, hay que
apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia
permanente de conversión interior, si se quiere obtener cambios económicos y
sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre.
La primacía dada a las estructuras y la organización técnica sobre la
persona y sobre la exigencia de su dignidad, es la expresión de una
antropología materialista que resulta contraria a la edificación de un orden
social justo 112.
No obstante, la prioridad reconocida a la libertad y a la conversión del
corazón en modo alguno elimina la necesidad de un cambio de las estructuras
injustas. Es, por tanto, plenamente legítimo que quienes sufren la opresión por
parte de los detentores de la riqueza o del poder político actúen, con medios
moralmente lícitos, para conseguir estructuras e instituciones en las que sean
verdaderamente respetados sus derechos.
De todos modos, es verdad que las estructuras instauradas para el bien
de las personas son por sí mismas incapaces de lograrlo y de garantizarlo.
Prueba de ello es la corrupción que, en ciertos países, alcanza a los
dirigentes y a la burocracia del Estado, y que destruye toda vida social
honesta. La rectitud de costumbres es condición para la salud de la sociedad.
Es necesario, por consiguiente, actuar tanto para la conversión de los
corazones como para el mejoramiento de las estructuras, pues el pecado que se
encuentra en la raíz de las situaciones injustas es, en sentido propio y
primordial, un acto voluntario que tiene su origen en la libertad de la
persona. Sólo en sentido derivado y secundario se aplica a las estructuras y se
puede hablar de «pecado social» 113.
Por lo demás, en el proceso de liberación, no se puede hacer abstracción
de la situación histórica de la nación, ni atentar contra la identidad cultural
del pueblo. En consecuencia, no se puede aceptar pasivamente, y menos aún
apoyar activamente, a grupos que, por la fuerza o la manipulación de la
opinión, se adueñan del aparato del Estado e imponen abusivamente a la
colectividad una ideología importada, opuesta a los verdaderos valores
culturales del pueblo 114. A este respecto, conviene recordar la
grave responsabilidad moral y política de los intelectuales.
76. Directrices para la acción
Los principios fundamentales y los criterios de juicio inspiran
directrices para la acción. Puesto que el bien común de la sociedad humana está
al servicio de las personas, los medios de acción deben estar en conformidad
con la dignidad del hombre y favorecer la educación de la libertad. Existe un
criterio seguro de juicio y de acción: no hay auténtica liberación cuando los
derechos de la libertad no son respetados desde el principio.
En el recurso sistemático a la violencia presentada como vía necesaria
para la liberación, hay que denunciar una ilusión destructora que abre el
camino a nuevas servidumbres. Habrá que condenar con el mismo vigor la
violencia ejercida por los hacendados contra los pobres, las arbitrariedades
policiales así como toda forma de violencia constituida en sistema de gobierno.
En este terreno, hay que saber aprender de las trágicas experiencias que ha
contemplado y contempla aún la historia de nuestro siglo. No se puede admitir
la pasividad culpable de los poderes públicos en unas democracias donde la
situación social de muchos hombres y mujeres está lejos de corresponder a lo
que exigen los derechos individuales y sociales constitucionalmente garantizados.
77. Una lucha por la justicia
Cuando la Iglesia alienta la creación y la actividad de asociaciones
—como sindicatos— que luchan por la defensa de los derechos e intereses
legítimos de los trabajadores y por la justicia social, no admite en absoluto
la teoría que ve en la lucha de clases el dinamismo estructural de la vida
social. La acción que preconiza no es la lucha de una clase contra otra para
obtener la eliminación del adversario; dicha acción no proviene de la sumisión
aberrante a una pretendida ley de la historia. Se trata de una lucha noble y
razonada en favor de la justicia y de la solidaridad social 115. El cristiano preferirá siempre la vía
del diálogo y del acuerdo.
Cristo nos ha dado el mandamiento del amor a los enemigos 116. La liberación según el espíritu del
Evangelio es, por tanto, incompatible con el odio al otro, tomado individual o
colectivamente, incluido el enemigo.
78. El mito de la revolución
Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas
reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables.
Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la
revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una
situación inicua es suficiente por si misma para crear una sociedad más humana,
sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios 117. La lucha contra las injusticias
solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden
social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar
las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios 118.
79. Un último recurso
Estos principios deben ser especialmente aplicados en el caso extremo de
recurrir a la lucha armada, indicada por el Magisterio como el último recurso
para poner fin a una «tiranía evidente y prolongada que atentara gravemente a
los derechos fundamentales de la persona y perjudicara peligrosamente al bien
común de un país» 119. Sin embargo, la aplicación concreta de
este medio sólo puede ser tenido en cuenta después de un análisis muy riguroso
de la situación. En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas
empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a
la violencia, lo que se llama hoy «resistencia pasiva» abre un camino más
conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito.
Jamás podrá admitirse, ni por parte del poder constituido, ni por parte
de los grupos insurgentes, el recurso a medios criminales como las represalias
efectuadas sobre poblaciones, la tortura, los métodos del terrorismo y de la provocación
calculada, que ocasionan la muerte de personas durante manifestaciones
populares. Son igualmente inadmisibles las odiosas campañas de calumnias
capaces de destruir a la persona psíquica y moralmente.
80. El papel de los Laicos
No toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la
construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma
parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus
conciudadanos 120. Deben llevarla a cabo, conscientes de
que la finalidad de la Iglesia es extender el Reino de Cristo para que todos
los hombres se salven y por su medio el mundo esté efectivamente orientado a
Cristo 121.
La obra de salvación aparece, de esta manera, indisolublemente ligada a
la labor de mejorar y elevar las condiciones de la vida humana en este mundo.
La distinción entre el orden sobrenatural de salvación y el orden
temporal de la vida humana, debe ser visto en la perspectiva del único designio
de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo. Por ello, tanto en uno como
en otro campo, el laico —fiel y ciudadano a la vez— debe dejarse guiar
constantemente por su conciencia cristiana 122.
La acción social, que puede implicar una pluralidad de vías concretas,
estará siempre orientada al bien común y será conforme al mensaje evangélico y
a las enseñanzas de la Iglesia. Se evitará que la diferencia de opciones dañe
el sentido de colaboración, conduzca a la paralización de los esfuerzos o
produzca confusión en el pueblo cristiano.
La orientación recibida de la doctrina social de la Iglesia debe
estimular la adquisición de competencias técnicas y científicas indispensables.
Estimulará también la búsqueda de la formación moral del carácter y la
profundización de la vida espiritual. Esta doctrina, al ofrecer principios y
sabios consejos, no dispensa de la educación en la prudencia política,
requerida para el gobierno y la gestión de las realidades humanas.
II.
Exigencias evangélicas de transformación en profundidad
81. Necesidad de una transformación cultural
Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que trabajan en
la realización de esta civilización del amor, que condensa toda la herencia
ético-cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexión sobre lo
que constituye la relación del mandamiento supremo del amor y el orden social
considerado en toda su complejidad.
El fin directo de esta reflexión en profundidad es la elaboración y la
puesta en marcha de programas de acción audaces con miras a la liberación
socio-económica de millones de hombres y mujeres cuya situación de opresión
económica, social y política es intolerable.
Esta acción debe comenzar por un gran
esfuerzo de educación: educación a la civilización del trabajo, educación a la
solidaridad, acceso de todos a la cultura.
82. El Evangelio del trabajo
La existencia de Jesús de Nazaret —verdadero «Evangelio del trabajo»—
nos ofrece el ejemplo vivo y el principio de la radical transformación cultural
indispensable para resolver los graves problemas que nuestra época debe
afrontar. Él, que siendo Dios se hizo en todo semejante a nosotros, se dedicó
durante la mayor parte de su vida terrestre a un trabajo manual 123.La cultura que nuestra época espera
estará caracterizada por el pleno reconocimiento de la dignidad del trabajo
humano, el cual se presenta en toda su nobleza y fecundidad a la luz de los
misterios de la Creación y de la Redención 124.El trabajo, reconocido como expresión de la persona, se vuelve fuente
de sentido y esfuerzo creador.
83. Una verdadera civilización del trabajo
De este modo, la solución para la mayor parte de los gravísimos
problemas de la miseria se encuentra en la promoción de una verdadera
civilización del trabajo. En cierta manera, el trabajo es la clave de toda la
cuestión social 125.
Es, por tanto, en el terreno del trabajo donde ha de ser emprendida de
manera prioritaria una acción liberadora en la libertad. Dado que la relación
entre la persona humana y el trabajo es radical y vital, las formas y
modalidades, según las cuales esta relación sea regulada, ejercerán una
influencia positiva para la solución de un conjunto de problemas sociales y
políticos que se plantean a cada pueblo. Unas relaciones de trabajo justas
prefigurarán un sistema de comunidad política apto a favorecer el desarrollo
integral de toda la persona humana.
Si el sistema de relaciones de trabajo, llevado a la práctica por los
protagonistas directos —trabajadores y empleados, con el apoyo indispensable de
los poderes públicos— logra instaurar una civilización del trabajo, se
producirá entonces en la manera de ver de los pueblos e incluso en las bases
institucionales y políticas, una revolución pacífica en profundidad.
84. Bien común nacional e internacional
Esta cultura del trabajo deberá suponer y poner en práctica un cierto
número de valores esenciales. Ha de reconocer que la persona del trabajador es
principio, sujeto y fin de la actividad laboral. Afirmará la prioridad del
trabajo sobre el capital y el destino universal de los bienes materiales.
Estará animada por el sentido de una solidaridad que no comporta solamente
reivindicación de derechos, sino también cumplimiento de deberes. Implicará la
participación orientada a promover el bien común nacional e internacional, y no
solamente a defender intereses individuales o corporativos. Asimilará el método
de la confrontación y del diálogo eficaz.
Por su parte, las autoridades políticas
deberán ser aún más capaces de obrar en el respeto de las legítimas libertades
de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, creando de
este modo las condiciones requeridas para que el hombre pueda conseguir su bien
auténtico e integral, incluido su fin espiritual 126.
85. El valor del trabajo humano
Una cultura que reconozca la dignidad
eminente del trabajador pondrá en evidencia la dimensión subjetiva del trabajo 127. El valor de todo trabajo humano no
está primordialmente en función de la clase de trabajo realizado; tiene su
fundamento en el hecho de que quien lo ejecuta es una persona 128. Existe un criterio ético cuyas
exigencias no se deben rehuir.
Por consiguiente, todo hombre tiene derecho a un trabajo, que debe ser
reconocido en la práctica por un esfuerzo efectivo que mire a resolver el
dramático problema del desempleo. El hecho de que este mantenga en una
situación de marginación a amplios sectores de la población, y principalmente
de la juventud, es algo intolerable. Por ello, la creación de puestos de
trabajo es una tarea social primordial que han de afrontar los individuos y la
iniciativa privada, e igualmente el Estado. Por lo general —en este terreno
como en otros— el Estado tiene una función subsidiaria; pero con frecuencia
puede ser llamado a intervenir directamente, come en el caso de acuerdos
internacionales entre los diversos Estados. Tales acuerdos deben respetar el
derecho de los inmigrantes y de sus familias 129.
86. Promover la participación
El salario, que no puede ser concebido como una simple mercancía, debe
permitir al trabajador y a su familia tener acceso a un nivel de vida
verdaderamente humano en el orden material, social, cultural y espiritual. La
dignidad de la persona es lo que constituye el criterio para juzgar el trabajo,
y no a la inversa. Sea cual fuere el tipo de trabajo, el trabajador debe poder
vivirlo como expresión de su personalidad. De aquí se desprende la exigencia de
una participación que, por encima de la repartición de los frutos del trabajo,
deberá comportar una verdadera dimensión comunitaria a nivel de proyectos, de
iniciativas y de responsabilidades 130.
87. Prioridad del trabajo sobre el capital
La prioridad del trabajo sobre el capital convierte en un deber de justicia
para los empresarios anteponer el bien de los trabajadores al aumento de las
ganancias. Tienen la obligación moral de no mantener capitales improductivos y,
en las inversiones, mirar ante todo al bien común. Esto exige que se busque
prioritariamente la consolidación o la creación de nuevos puestos de trabajo
para la producción de bienes realmente útiles.
El derecho a la propiedad privada no es concebible sin unos deberes con
miras al bien común. Está subordinado al principio superior del destino universal
de los bienes 131.
88. Reformas en profundidad
Esta doctrina debe inspirar reformas antes de que sea demasiado tarde.
El acceso de todos a los bienes necesarios para una vida humana —personal y
familiar— digna de este nombre, es una primera exigencia de la justicia social.
Esta requiere su aplicación en el terreno del trabajo industrial y de una
manera más particular en el del trabajo agrícola 132. Efectivamente, los campesinos, sobre
todo en el tercer mundo, forman la masa preponderante de los pobres 133.
III.
Promoción de la solidaridad
89. Una nueva solidaridad
La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y
sobrenatural. Los graves problemas socio—económicos que hoy se plantean, no
pueden ser resueltos si no se crean nuevos frentes de solidaridad: solidaridad
de los pobres entre ellos, solidaridad con los pobres, a la que los ricos son
llamados, y solidaridad de los trabajadores entre sí. Las instituciones y las
organizaciones sociales, a diversos niveles, así como el Estado, deben
participar en un movimiento general de solidaridad. Cuando la Iglesia hace esa
llamada, es consciente de que esto le concierne de una manera muy particular.
90. Destino universal de los bienes
El principio del destino universal de los bienes, unido al de la
fraternidad humana y sobrenatural, indica sus deberes a los Países más ricos
con respecto a los Países más pobres. Estos deberes son de solidaridad en la
ayuda a los Países en vías de desarrollo; de justicia social, mediante una
revisión en términos correctos de las relaciones comerciales entre Norte y Sur
y la promoción de un mundo más humano para todos, donde cada uno pueda dar y
recibir, y donde el progreso de unos no sea obstáculo para el desarrollo de los
otros, ni un pretexto para su servidumbre 134.
91. Ayuda al desarrollo
La solidaridad internacional es una exigencia de orden moral que no se
impone únicamente en el caso de urgencia extrema, sino también para ayudar al
verdadero desarrollo. Se da en ello una acción común que requiere un esfuerzo
concertado y constante para encontrar soluciones técnicas concretas, pero
también para crear una nueva mentalidad entre los hombres de hoy. De ello
depende en gran parte la paz del mundo 135.
IV.
Tareas culturales y educativas
92. Derecho a la instrucción y a la cultura
Las desigualdades contrarias a la justicia en la posesión y el uso de
los bienes materiales están acompañadas y agravadas por desigualdades también
injustas en el acceso a la cultura. Cada hombre tiene un derecho a la cultura,
que es característica específica de una existencia verdaderamente humana a la
que tiene acceso por el desarrollo de sus facultades de conocimiento, de sus
virtudes morales, de su capacidad de relación con sus semejantes, de su aptitud
para crear obras útiles y bellas. De aquí se deriva la exigencia de la
promoción y difusión de la educación, a la que cada uno tiene un derecho
inalienable. Su primera condición es la eliminación del analfabetismo 136.
93. Respeto de la libertad cultural
El derecho de cada hombre a la cultura no está asegurado si no se
respeta la libertad cultural. Con demasiada frecuencia la cultura degenera en
ideología y la educación se transforma en instrumento al servicio del poder
político y económico. No compete a la autoridad pública determinar el tipo de
cultura. Su función es promover y proteger la vida cultural de todos, incluso
la de las minorías 137.
94. Tarea educativa de la familia
La tarea educativa pertenece fundamental y prioritariamente a la
familia. La función del Estado es subsidiaria; su papel es el de garantizar,
proteger, promover y suplir. Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar,
va más allá de sus derechos y conculca la justicia. Compete a los padres el
derecho de elegir la escuela a donde enviar a sus propios hijos y crear y
sostener centros educativos de acuerdo con sus propias convicciones. El Estado
no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas
privadas. Estas prestan un servicio público y tienen, por consiguiente, el
derecho a ser ayudadas económicamente 138.
95. «Las libertades» y la participación
La educación que da acceso a la cultura es también educación en el
ejercicio responsable de la libertad. Por esta razón, no existe auténtico
desarrollo si no es en un sistema social y político que respete las libertades
y las favorezca con la participación de todos. Tal participación puede revestir
formas diversas; es necesaria para garantizar un justo pluralismo en las
instituciones y en las iniciativas sociales. Asegura —sobre todo con la
separación real entre los poderes del Estado— el ejercicio de los derechos del
hombre, protegiéndoles igualmente contra los posibles abusos por parte de los
poderes públicos. De esta participación en la vida social y política nadie
puede ser excluido por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o
religión 139. Una de las injusticias mayores de
nuestro tiempo en muchas naciones es la de mantener al pueblo al margen de la
vida cultural, social y política.
Cuando las autoridades políticas regulan el ejercicio de las libertades,
no han de poner como pretexto exigencias de orden público y de seguridad para
limitar sistemáticamente estas libertades. Ni el pretendido principio de la
«seguridad nacional», ni una visión económica restrictiva, ni una concepción
totalitaria de la vida social, deberán prevalecer sobre el valor de la libertad
y de sus derechos 140.
96. El reto de la inculturación
La fe es inspiradora de criterios de juicio, de valores determinantes,
de líneas de pensamiento y de modelos de vida, válidos para la comunidad humana
en cuanto tal 141. Por ello, la Iglesia, atenta a las
angustias de nuestro tiempo, indica las vías de una cultura en la que el
trabajo se pueda reconocer según su plena dimensión humana y donde cada ser
humano pueda encontrar las posibilidades de realizarse como persona. La Iglesia
lo hace en virtud de su apertura misionera para la salvación integral del
mundo, en el respeto de la identidad de cada pueblo y nación.
La Iglesia —comunión que une diversidad y unidad— por su presencia en el
mundo entero, asume lo que encuentra de positivo en cada cultura. Sin embargo,
la inculturación no es simple adaptación exterior, sino que es una
transformación interior de los auténticos valores culturales por su integración
en el cristianismo y por el enraizamiento del cristianismo en las diversas
culturas humanas 142. La separación entre Evangelio y
cultura es un drama, del que los problemas evocados son la triste prueba. Se
impone, por tanto, un esfuerzo generoso de evangelización de las culturas, las
cuales se verán regeneradas en su reencuentro con el Evangelio. Mas, dicho encuentro
supone que el Evangelio sea verdaderamente proclamado 143. La Iglesia, iluminada por el Concilio
Vaticano II, quiere consagrarse a ello con todas sus energías con el fin de
generar un potente impulso liberador.
CONCLUSIÓN
97. El canto del «Magnificat»
«Bienaventurada la que ha creído ...» (Lc 1, 45). Al saludo de Isabel,
la Madre de Dios responde dejando prorrumpir su corazón en el canto del
Magnificat. Ella nos muestra que es por la fe y en la fe, según su ejemplo,
como el Pueblo de Dios llega a ser capaz de expresar en palabras y de traducir
en su vida el misterio del deseo de salvación y sus dimensiones liberadoras en
el plan de la existencia individual y social. En efecto, a la luz de la fe se
puede percibir que la historia de la salvación es la historia de la liberación
del mal bajo su forma más radical y el acceso de la humanidad a la verdadera
libertad de los hijos de Dios. Dependiendo totalmente de Dios y plenamente
orientada hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen
más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La
Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad
el sentido de su misión.
Hay que poner muy de relieve que el sentido de la fe de los pobres, al
mismo tiempo que es una aguda percepción del misterio de la cruz redentora,
lleva a un amor y a una confianza indefectible hacia la Madre del Hijo de Dios,
venerada en numerosos santuarios.
98. El «sensus fidei» del Pueblo de Dios
Los Pastores y todos aquellos, sacerdotes y laicos, religiosos y
religiosas, que trabajan, a menudo en condiciones muy duras, en la
evangelización y la promoción humana integral, deben estar llenos de esperanza
pensando en los extraordinarios recursos de santidad contenidos en la fe viva
del Pueblo de Dios. Hay que procurar a toda costa que estas riquezas del sensus
fidei puedan manifestarse plenamente y dar frutos en abundancia. Es una noble
tarea eclesial que atañe al teólogo, ayudar a que la fe del pueblo de los
pobres se exprese con claridad y se traduzca en la vida, mediante la meditación
en profundidad del plan de salvación, tal como se desarrolla en relación con la
Virgen del Magnificat. De esta manera, una teología de la libertad y de la
liberación, como eco filial del Magnificat de María conservado en la memoria de
la Iglesia, constituye una exigencia de nuestro tiempo. Pero será una grave
perversión tomar las energías de la religiosidad popular para desviarlas hacia
un proyecto de liberación puramente terreno que muy pronto se revelaría
ilusorio y causa de nuevas incertidumbres. Quienes así ceden a las ideologías
del mundo y a la pretendida necesidad de la violencia, han dejado de ser fieles
a la esperanza, a su audacia y a su valentía, tal como lo pone de relieve el himno
al Dios de la misericordia, que la Virgen nos enseña.
99.
Dimensión de una auténtica liberación
El sentido de la fe percibe toda la profundidad de la liberación
realizada por el Redentor. Cristo nos ha liberado del más radical de los males,
el pecado y el poder de la muerte, para devolvernos la auténtica libertad y
para mostrarnos su camino. Este ha sido trazado por el mandamiento supremo, que
es el mandamiento del amor.
La liberación, en su primordial significación que es soteriológica, se
prolonga de este modo en tarea liberadora y exigencia ética. En este contexto
se sitúa la doctrina social de la Iglesia que ilumina la praxis a nivel de la
sociedad.
El cristiano está llamado a actuar según la verdad 144 y a trabajar así en la instauración de
esta «civilización del amor», de la que habló Pablo VI 145. El presente documento, sin pretender
ser completo, ha indicado algunas de las direcciones en las que es urgente
llevar a cabo reformas en profundidad. La tarea prioritaria, que condiciona el
logro de todas las demás, es de orden educativo. El amor que guía el compromiso
debe, ya desde ahora, generar nuevas solidaridades. Todos los hombres de buena
voluntad están convocados a estas tareas, que se imponen de una manera
apremiante a la conciencia cristiana.
La verdad del misterio de salvación actúa en el hoy de la historia para
conducirla a la humanidad rescatada hacia la perfección del Reino, que da su
verdadero sentido a los necesarios esfuerzos de liberación de orden económico,
social y político, impidiéndoles caer en nuevas servidumbres.
100. Un reto formidable
Es cierto que ante la amplitud y complejidad de la tarea, que puede
exigir la donación de uno hasta el heroísmo, muchos se sienten tentados por el
desaliento, el escepticismo o la aventura desesperada. Un reto formidable se
lanza a la esperanza, teologal y humana. La Virgen magnánima del Magnificat,
que envuelve a la Iglesia y a la humanidad con su plegaria, es el firme soporte
de la esperanza. En efecto, en ella contemplamos la victoria del amor divino
que ningún obstáculo puede detener y descubrimos a qué sublime libertad Dios
eleva a los humildes. En el camino trazado por ella, hay que avanzar con un
gran impulso de fe la cual actúa mediante la caridad 146.
El Santo Padre Juan Pablo II, durante
una Audiencia concedida al infrascripto Prefecto, ha aprobado esta Instrucción,
acordada en reunión ordinaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y
ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la
Congregación, el día 22 de marzo de 1986, Solemnidad de la Anunciación del
Señor.
JOSEPH Card. RATZINGER
Prefecto
Prefecto
+ ALBERTO BOVONE
Arzobispo tit. de Cesárea de Numidia
Secretario
Arzobispo tit. de Cesárea de Numidia
Secretario
Notas
1 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos
aspectos de la teología de la liberación (Libertatis nuntius), Introducción:
AAS 76, 1984, 876-877.
2 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes y Declaración Dignitatis
humanae del Concilio Ecuménico Vaticano II; Encíclicas Mater et Magistra,
Pacem in terris, Populorum progressio, Redemptor hominis y
Laborem exercens; Exhortaciones Apostólicas Evangelii nuntiandi y
Reconciliatio et paenitentia; Carta Apostólica Octogesima adveniens.
Juan Pablo II ha tratado este tema en su Discurso inaugural de la III
Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla de los Ángeles: AAS
71, 1979, 187-205. Ha vuelto sobre el tema en otras ocasiones. Este tema ha
sido también tratado en el Sínodo de los Obispos en 1971 y 1974. Las
Conferencias del Episcopado Latinoamericano lo han hecho objeto directo de sus
reflexiones. También ha atraído la atención de otros Episcopados, como el
francés: Liberación de los hombres y salvación en Jesucristo, 1975.
3 Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, nn. 1-4: AAS
63, 1971, 401-404.
4 Cf. Jn 4, 42; 1Jn 4, 14.
5 Cf. Mt 28, 18-20; Mc 16, 15.
6 Cf. Declaración Dignitatis humanae, n. 10.
7 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn.
78-80: AAS 68, 1976, 70-75; Declaración Dignitatis humanae, n. 3;
Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 12: AAS 71, 1979,
278-281.
8 Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76, 1984,
905-906.
9 Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 17: AAS
71, 1979, 296-297; Discurso del 10 de marzo de 1984 al V Coloquio de
Juristas: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 6 de
mayo de 1984, pág. 16.
10 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 5: AAS 76,
1984, 904; Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla: AAS 71,
1979, 189.
11 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 36.
12 Cf. ib.
13 Cf. Op. cit., n. 41.
14 Cf. Mt 11, 25; Lc 10, 21.
15 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n.
48: AAS 68, 1976, 37-38.
16 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, VII, 9; VIII, 1-9: AAS
76, 1984, 892, 894-895.
18 Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 21: AAS
71, 1979, 316.
19 Cf. Rom 6, 6; 7, 23.
20 Cf. Gén 2, 18. 23: "No es bueno que el hombre esté
solo"... "Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne". Estas palabras de la Escritura no tienen sólo un significado
concerniente a la relación del hombre con la mujer; su alcance es más
universal. Cf. Lv 19, 18.
21 Cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, nn. 5-15: AAS 55,
1963, 259-265; Juan Pablo II, Carta al Sr. K. Waldheim, Secretario General
de las Naciones Unidas, con ocasión del 30 aniversario de la “Declaración
universal de los derechos del hombre”: AAS 71, 1979, 122. Discurso
pontificio en la ONU, n. 9: AAS 71, 1979, 1149.
22 Cf. San Agustín, Ad Macedonium, II,
7-17: PL 33, 669-673; CSEL 44, 437-447.
23 Cf. Gén 1, 27-28.
24 Cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, n. 15: AAS
71, 1979, 286.
25 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 13, par. 1.
26 Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia, n. 13: AAS 77, 1985, 208-211
27 Cf. Gén 3, 16-19; Rom 5, 12; 7, 14-24; Pablo VI, Sollemnis
professio fidei, 30 de junio de 1968, n. 16: AAS 60, 1968, 439.
28 Cf. Rom 1, 18-32.
29 Cf. Jer 5, 23; 7, 24; 17, 9; 18, 12.
30 Cf. San Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: PL 41, 435; CSEL
40/2, 56-57; CCL 14/2, 451-452.
31 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, Introducción: AAS
76, 1984, 876.
32 Cf. Is 41,14; Jer 50, 34. "Goel": esta
palabra se aplica a la idea de un lazo de parentesco entre el que libera y el
que es liberado; cf. Lv 25, 25. 47-49; Rt 3, 12; 4, 1.
"Padah" significa "adquirir para sí". Cf. Ex 13, 13;
Dt 9, 26; 15, 15; Sal 130, 7-8.
33 Cf. Gén 12, 1-3.
34 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 3: AAS 76,
1984, 882.
35 Cf. Dt 6, 5.
36 Cf. Lev 19, 18.
37 Cf. Dt 1, 16-17; 16, 18-20; Jer
22, 3-15; 23, 5; Sal 33, 5; 72, 1; 99, 4.
38 Cf. Ex 22, 20-23; Dt 24, 10-22.
39 Cf. Jer 31, 31-34; Ez 36, 25-27.
40 Cf. Is 11, 1-5; Sal 72, 4. 12-14; Instrucción Libertatis
nuntius, IV, 6: AAS 76, 1984, 883.
41 Cf. Ex 29, 9; Dt 24, 17-22.
42 Cf. Sal 25; 31; 35; 55; Instrucción Libertatis nuntius,
IV, 5: AAS 76, 1984, 883.
43 Cf. Jer 11, 20; 20, 12.
44 Cf. Sal 73, 26-28.
45 Cf. Sal 16; 62; 84.
46 Sof 3, 12-20; cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 5: AAS
76, 1984, 883.
47 Cf. Lc 1, 46-55.
48 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus, n. 37: AAS
66, 1974, 148-149.
49 Cf. Act 2, 39; Rom 10, 12;
15, 7-12; Ef 2, 14-18.
50 Cf. Mc 1, 15.
51Cf. Is 61, 9.
52Cf. 2 Cor 8, 9.
53 Cf. Mt 25, 31-46; Act 9, 4-5.
54 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, IV, 9: AAS 76,
1984, 884.
55 Cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla, I, 5: AAS
71, 1979, 191.
56 Cf. Rom 5, 10; 2 Cor 5,
18-20.
57 Cf. Jn 14, 27.
58 Cf. Mt 5, 9; Rom 12, 18; Heb
12, 14.
59 Cf. 1 Cor 15, 26.
60 Cf. Jn 12, 31; Heb 2, 14-15.
61 Cf. Ef 6, 11-17.
62 Cf. Rom 8, 37-39.
63 Cf. Rom 8, 2.
64 Cf. 1 Tim 1, 8.
65 Cf. Rom 13, 8-10.
66 Cf. Rom 13, 1-7.
67 Cf. Rom 8, 2-4.
68 Cf. Rom 13, 1.
69 Cf. Rom 13, 8-10; Gál 5,
13-14.
70 Cf. Mt 5, 43-48; Lc 6,
27-38.
71 Cf. Lc 10, 25-37.
72 Cf. por ejemplo 1 Tes 2, 7-12; Flp 2, 1-4; Gál
2, 12-20; 1 Cor 13, 4-7; 2 Jn 12; 3 Jn 14; Jn 11,
1-5. 35-36; Mc 6, 34; Mt 9, 36; 18,
21 s.
73 Cf. Jn 15, 12-13; 1 Jn 3,
16.
74 Cf. Sant 5, 1-4.
75 Cf. 1 Jn 3, 17.
76 Cf. 1 Cor 11, 17-34; Instrucción Libertatis nuntius,
IV, 11: AAS 76, 1984, 884; San Pablo mismo organiza una colecta en favor
de los "pobres entre los santos de Jerusalén", Rom 15, 26.
77 Cf. Rom 8, 11-21.
78 Cf. 2 Cor 1, 22.
79 Cf. Gál 4, 26.
80 Cf. Cor 13, 12; 2 Cor 5, 10.
81 Cf. 1 Jn 3, 2.
82 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 39, par. 2.
83 Ib.,n. 39, par. 3.
84 Cf. Mt 24, 29-44. 46; Act
10, 42; 2 Cor 5, 10.
85 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 42, par. 2.
86 Cf. Jn 17, 3.
87 Cf. Rom 6, 4; 2 Cor 5, 17; Col
3, 9-11.
88 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn.
18. 20: AAS 68, 1976, 17. 19.
89 Cf. Mt 5, 3.
90 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 37.
91 Cf. Constitución dogmática Lumen gentium, n. 17; Decreto Ad
gentes, n. 1; Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi,
n. 14: AAS 68, 1976, 13.
92 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 40, par. 3.
93 Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia, n. 14: AAS 77, 1985, 211-212.
94 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76,
1984, 901.
95 Cf. 2 Cor 8, 9.
96 Cf. Lc 2, 7; 9, 58.
97 Cf. Mt 6, 19-20. 24-34; 19, 21.
98 Cf. Lc 5, 11. 28; Mt 19, 27.
99 Cf. ls 11, 4; 61, 1; Lc 4,
18.
100 Cf. Mc 2, 13-17; Lc 19,
1-10.
101 Cf. Mt 8, 16; 14, 13-21; Jn
13, 29.
102 Cf.Mt 8, 17.
103 Cf. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, nn. 12. 46: AAS
59, 1967, 262-263. 280; Documento de la III Conferencia del Episcopado
Latinoamericano en Puebla, n. 476.
104 Cf. Act 2, 44-45.
105 Cf. II Sínodo Extraordinario, Relatio finalis II, 6, 6: L'Osservatore
Romano, Edición en Lengua Española, 22 de diciembre de 1985, pág. 13; Pablo
VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 58: AAS 68,
1976, 46-49. Juan Pablo II, Mensaje a las comunidades de base, entregado
en Manaos el 10 de Julio de 1980.
106 Cf. Mt 22, 37-40; Rom 13, 8-10.
107 Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 4: AAS
63, 1971, 403-404; Juan Pablo II, Discurso inaugural de Puebla, III, 7: AAS
71, 1979, 203.
108 Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 235: AAS
53, 1961, 461.
109 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 25.
110 Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, nn. 132, 133: AAS
53, 1961, 437.
111 Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, nn. 79-80: AAS
23, 1931, 203; Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 138: AAS
53, 1961, 439; Encíclica Pacem in terris, n. 74: AAS 55, 1963,
294-295.
112 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n.
18: AAS 68, 1976, 17-18; Instrucción Libertatis nuntius, XI, 9: AAS
76, 1984, 901.
113 Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et
paenitentia, n. 16: AAS 77, 1985, 213-217.
114 Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 25: AAS
63, 1971, 419-420.
115 Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 20: AAS
73, 1981, 629-632; Instrucción Libertatis nuntius, VII, 8; VIII, 5-9;
XI, 11-14: AAS 76, 1984, 891-892. 894-895. 901-902.
116 Cf. Mt 5, 44; Lc 6, 27-28. 35.
117 Cf. Instrucción Libertatis nuntius, XI, 10: AAS 76,
1984, 905-906.
118 Cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda, 30 de septiembre de
1979: AAS 71, 1979, 1076-1085; Documento de la III Conferencia del
Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 533-534.
119 Pío XI, Encíclica Nos es muy conocida: AAS 29, 1937,
208-209; Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 31: AAS 59,
1967, 272-273.
120 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 76, par. 3;
Decreto Apostolicam actuositatem, n. 7.
121 Cf. Op. cit., n. 20.
122 Cf. Op. cit., n. 5.
123 Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 6: AAS
73, 1981, 589-592.
124 Cf. Op. cit., cap. 5; ib.,
637-647.
125 Cf. Op. cit., n. 3; ib., 583-584; Alocución en
Loreto, 11 de abril de 1985: AAS 77, 1985, 967-969.
126 Cf. Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens, n. 46: AAS
63, 1971, 633-635.
127 Cf. Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 6: AAS
73, 1981, 589-592.
128 Cf. ib.
129 Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio,
n. 46: AAS 74, 1982, 137-139; Encíclica Laborem exercens, n. 23: AAS
73, 1981, 635-637; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art.
12: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 27 de noviembre de
1983, pág. 10.
130 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 68; Juan Pablo
II, Encíclica Laborem exercens, n. 15: AAS 73, 1981, 616; Discurso
del 3 de Julio de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua
Española, 13 de julio de 1980.
131 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 69; Juan Pablo
II, Encíclica Laborem exercens, nn. 12. 14: AAS 73, 1981,
605-608. 612-616.
132 Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, n. 72: AAS
23, 1931, 200; Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens, n. 19: AAS
73, 1981, 625-629.
133 Cf. Documento de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano
en Medellín, Justicia, I, 9; Documento de la III Conferencia del
Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 31. 35. 1245.
134 Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra , n. 163: AAS
53, 1961, 443; Pablo VI, Encíclica Populorum progressio, n. 51: AAS
59, 1967, 282; Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 11 de
enero de 1986: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 19 de
enero de 1986.
135 Cf. Pablo VI, Encíclica Populorum progressio , n. 55: AAS
59, 1967, 284.
136 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 60; Juan Pablo
II, Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 8: AAS 72, 1984,
739-740.
137 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 59.
138 Cf. Declaración Gravissimum educationis, nn. 3. 6; Pío XI,
Encíclica Divini illius Magistri, nn. 29. 38. 66: AAS 22, 1930,
59. 63. 68; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 15: L'Osservatore
Romano, Edición en Lengua Española, 27 de noviembre de 1983, pág. 10.
139 Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 29; Juan XXIII,
Encíclica Pacem in terris, nn. 73-74. 79: AAS 55, 1963, 294-296.
140 Cf. Declaración Dignitatis humanae, n. 7; Constitución
pastoral Gaudium et spes, n. 75; Documento de la III Conferencia del
Episcopado Latinoamericano en Puebla, nn. 311-314; 317-318; 548.
141 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n.
19: AAS 68, 1976, 18.
142 Cf. II Sínodo Extraordinario, Relatio finalis, II, D. 4: L'Osservatore
Romano, Edición en Lengua Española, 22 de diciembre de 1985, pág. 14.
143 Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n.
20: AAS 68, 1976, 18-19.
144 Cf. Jn 3, 21.
145 Cf. Pablo VI, Audiencia general, 31 de diciembre de 1975: L'Osservatore
Romano, Edición en Lengua Española, 4 de enero de 1976, pág. 3. Juan Pablo
II ha repetido esta idea en el Discurso al “Meeting para la amistad de los
pueblos”, 29 de agosto de 1982: L'Osservatore Romano, Edición en
Lengua Española, 5 de septiembre de 1982, pág. 1. Los obispos latinoamericanos
la han evocado igualmente en el Mensaje a los pueblos de América Latina,
n. 8, y en el Documento de Puebla, nn. 1188. 1192.
146 Cf.Gál 5, 6.
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