MENSAJE DEL
SANTO PADRE
JUAN PABLO II
PARA LA XVII JORNADA
PARA LA XVII JORNADA
MUNDIAL DE LA JUVENTUD
"Vosotros sois la sal de la tierra...
Vosotros sois la luz del mundo", (Mt 5, 13-14)
Vosotros sois la luz del mundo", (Mt 5, 13-14)
¡Queridos
jóvenes!
1. Aún
permanece muy vivo en mi memoria el recuerdo de los momentos extraordinarios
que hemos vivido juntos en Roma durante el Jubileo del año 2000, cuando habéis
venido en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles san Pedro y san Pablo.
Habéis pasado por la Puerta Santa en largas filas silenciosas y os habéis
preparado a recibir el sacramento de la Reconciliación; después, en la vigilia
nocturna y en la Misa de la mañana en Tor Vergata, habéis vivido una intensa
experiencia espiritual y eclesial; robustecidos en la fe, habéis vuelto a casa
con la misión que os he confiado: que seáis, en esta aurora del nuevo milenio,
testigos valientes del Evangelio.
La
celebración de la Jornada Mundial de la Juventud se ha convertido ya en un
momento importante de vuestra vida, como lo ha sido para la vida de la Iglesia.
Os invito, pues, a que comencéis a prepararos para XVIIª edición de este gran
acontecimiento, que se celebrará internacionalmente en Toronto, Canadá, el
verano del próximo año. Será una nueva ocasión para encontrar a Cristo, dar
testimonio de su presencia en la sociedad contemporánea y llegar a ser
constructores de la "civilización del amor y la verdad".
2. "Vosotros
sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo", (Mt 5,13-14):
éste es el lema que he elegido para la próxima Jornada Mundial de la Juventud.
Las dos imágenes, de la sal y la luz, utilizadas por Jesús, son
complementarias y ricas de sentido. En efecto, en la antigüedad se consideraba
a la sal y a la luz como elementos esenciales de la vida humana.
"Vosotros
sois la sal de la tierra....". Como es bien sabido, una de
las funciones principales de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los
alimentos. Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha
sido profundamente transformado, porque ha sido "sazonado" con la
vida nueva que viene de Cristo (cf. Rm 6, 4). La sal por la que no se
desvirtúa la identidad cristiana, incluso en un ambiente hondamente
secularizado, es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir
en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada para "que
ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios"
(Rm 12, 1). Escribiendo a los cristianos de Roma, san Pablo los exhorta
a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus
contemporáneos: "no os acomodéis al mundo presente, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto" (Rm 12, 2).
Durante
mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para
conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar
la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra
generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la
fe (cf 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14).
¡Descubrid
vuestras raíces cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el
conocimiento de la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los
testigos y a los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los
mandamientos de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre
derramada en la Cruz, podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo
milenio.
Es
propio de la condición humana, y especialmente de la juventud, buscar lo
absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos jóvenes, ¡no os
contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos! No os dejéis
desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han hecho sordos a los
deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis razón en no
resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a los proyectos
insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la
mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad.
3. "Vosotros
sois la luz del mundo....". Para todos aquellos que al principio
escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el
deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están
impresos en lo más íntimo de cada ser humano.
Cuando
la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la
realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e
inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora.
Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana
(cf. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo
resucitado!
La luz
de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de
Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia:
"Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho
brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la
gloria de Dios que está en la faz de Cristo" (2 Co 4, 6). Por eso
adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad
y su misión: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).
El
encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce
por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que
Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más
profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la
inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia,
vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad (cf. Veritatis
splendor, 88).
En el
contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos
piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de
religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos
jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la
existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el
rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las
palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios,
testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: ¡"No
se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín" (cf. Mt
5,15).
Así
como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la
santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de
Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la
Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes
heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la
Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de
Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux,
Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri
Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la "azucena de los Mohawks".
Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa
de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer
milenio!
4.
Queridos jóvenes, ha llegado el momento de prepararse para la XVII Jornada
Mundial de la Juventud. Os dirijo una especial invitación a leer y a
profundizar la Carta apostólica Novo milenio ineunte, que he escrito a
comienzos de año para acompañar a los bautizados, en esta nueva etapa de la
vida de la Iglesia y de los hombres: "Un nuevo siglo y un nuevo milenio se
abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el
maravilloso y exigente cometido de ser su "reflejo"" (n. 54).
Sí, es
la hora de la misión. En vuestras diócesis y en vuestras parroquias, en
vuestros movimientos, asociaciones y comunidades, Cristo os llama, la Iglesia
os acoge como casa y escuela de comunión y de oración. Profundizad en el
estudio de la Palabra de Dios y dejad que ella ilumine vuestra mente y vuestro
corazón. Tomad fuerza de la gracia sacramental de la Reconciliación y de la
Eucaristía. Tratad asiduamente con el Señor en ese "corazón con
corazón" que es la adoración eucarística. Día tras día recibiréis nuevo
impulso, que os permitirá confortar a los que sufren y llevar la paz al mundo.
Muchas son las personas heridas por la vida, excluida del desarrollo económico,
sin un techo, una familia o un trabajo; muchas se pierden tras falsas ilusiones
o han abandonado toda esperanza. Contemplando la luz que resplandece sobre el
rostro de Cristo resucitado, aprended a vivir como "hijos de la luz e
hijos del día" (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que "el fruto
de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad" (Ef 5, 9).
5.
Queridos jóvenes amigos, para todos los que puedan, ¡la cita es en Toronto! En
el corazón de una ciudad multicultural y pluriconfesional, anunciaremos la
unicidad de Cristo Salvador y la universalidad del misterio de salvación del
que la Iglesia es sacramento. Rogaremos por la total comunión entre los
cristianos en la verdad y en la caridad, respondiendo a la invitación
apremiante de Dios que desea ardientemente "que sean uno como
nosotros" (Jn 17, 11).
Venid
para hacer resonar en las grandes arterias de Toronto el anuncio gozoso de
Cristo, que ama a todos los hombres y lleva a cumplimiento todo germen de bien,
de belleza y de verdad existente en la ciudad humana. Venid para contar al
mundo vuestra alegría de haber encontrado a Cristo Jesús, vuestro deseo de
conocerlo cada vez mejor, vuestro compromiso de anunciar el Evangelio de
salvación hasta los extremos confines de la tierra.
Vuestros
coetáneos canadienses se preparan ya para acogeros calurosamente y con gran
hospitalidad, junto con sus Obispos y las Autoridades civiles. Se lo agradezco
ya desde ahora cordialmente. ¡Quiera Dios que esta primera Jornada Mundial de
los Jóvenes al comienzo del tercer milenio transmita a todos un mensaje de fe,
de esperanza y de amor!
Os
acompaña mi bendición, mientras confío a María, Madre de la Iglesia, a cada uno
de vosotros, vuestra vocación y vuestra misión.
En Castel Gandolfo, el 25 de julio
de 2001
IOANNES
PAULUS II
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