1. Por aquí se ve que no hablaba antes del ojo corporal cuando nos
mandaba arrancarnos el ojo que nos escandalizara, sino de quien por su amistad
nos dañara y nos pudiera precipitar al abismo de la perdición. Porque quien
ahora llega a tal extremo que no nos permite arrancar el ojo ni al mismo que
nos hubiera arrancado el nuestro, ¿cómo pudo poner ley de arrancarnos el
propio? Más, si alguno acusa a la antigua ley por mandar esta forma de
vindicta, poco sabe, a mi parecer, de la sabiduría que conviene al legislador y
mucho desconoce la fuerza de los tiempos y el provecho de la condescendencia.
Porque, si consideramos quiénes eran y en qué disposiciones se hallaban los que
esto oían y en qué tiempo recibieron esa ley, no podremos menos de alabar la
sabiduría del legislador, y veremos que uno solo y mismo legislador es el que
mandó lo antiguo y lo nuevo, y que lo uno y lo otro fue mandado muy útilmente y
a su debido tiempo. A la verdad, si desde el principio se hubieran introducido
estos altos y difíciles preceptos del Evangelio, no se hubieran aceptado ni
éstos ni aquéllos; pero lo cierto es que, al disponer cada cosa a su debido
tiempo, el Señor ha enderezado por unos y otros la tierra entera. Por otra
parte, el fin de esta ley no es que andemos arrancándonos los ojos unos a
otros, sino detener más bien nuestras manos, pues la amenaza de sufrir tenía
que contener el ímpetu de la acción. Y de este modo, mandando que el dañado se
vengara con daño igual, el Señor iba ciertamente sembrando casi furtivamente mucha
filosofía. A la verdad, mayor castigo merecía el que había empezado esta
maldad, y eso hubiera exigido la estricta razón de la justicia; mas como el
legislador quería mezclar la benignidad a la justicia, condena al culpable a
menos pena de la que merece, con lo que nos enseña a mostrar la mayor moderación
en el sufrimiento.
LA INJURIA QUE SE NOS HACE VIENE DEL DEMONIO
Una vez, pues, que el Señor hubo citado la antigua ley y hasta leído en
su texto, nos hace ver seguidamente que no es nuestro hermano quien nos ha
hecho el agravio, sino el maligno. De ahí que prosiguiera: Pero yo
os digo: No resistir al maligno. No dijo: "No resistir al
hermano", sino: Al maligno. Con lo que nos dio el Señor a
entender que, si nuestro hermano comete esa falta, es porque el demonio le
instiga, y, al trasladar la culpa a otro, trata de mitigar y cortar la mayor
parte de la ira contra el que materialmente ha obrado. —¿Cómo? ¿Es que no hemos
de resistir—me dices—al maligno? —Hemos, ciertamente, de resistirle; pero no
de ese modo. Hemos de resistirle como Él nos lo mandó: entregándonos a padecer.
De este modo, la victoria es infalible. El fuego no se extingue con fuego, sino
con agua. Y para que te des cuenta que, aun en la antigua ley, el que sufre es
el que mejor vence y a ése se le corona, examina bien el hecho mismo, y verás
cómo de él es toda la ventaja. Porque el que movió primero sus manos inicuas,
son dos ojos los que arranca, el de su prójimo y el suyo propio. De ahí que con
justicia es de todos aborrecido y sobre él recaen todas las recriminaciones.
Más el que ha sido agraviado, aun cuando se vengue con pena igual, nada malo
habrá hecho. De ahí que tenga muchos que le compadezcan, puesto caso que, aun
después de sacar el ojo al otro, está limpio de toda culpa. De modo que la
desgracia es, igual para quien agravia y para quien sufre el agravio; no así el
honor ni delante de Dios ni delante de los hombres. De ahí que: ya tampoco la
desgracia es igual. Por lo demás, al comienzo de su sermón en la montaña, el
Señor había dicho: El que se irrite contra su hermano sin motivo
y el que le llame necio, será reo de la gehena del fuego; mas aquí
exige mayor filosofía, pues no manda sólo que quien sufre un mal guarde
silencio, sino que aquí la perfección ha de ser mayor, volviendo a quien nos
hiere la otra mejilla. Y esta ley no la sienta sólo sobre el golpe precisamente
en la mejilla, sino sobre la paciencia que en todo lo hemos de tener.
LA FUERZA DE LA PACIENCIA
2. En efecto, al modo que cuando dice: El que llama a su hermano
fatuo, será reo de la gehena del fuego, no
habla sólo de esta palabra, sino de toda injuria, así aquí, indudablemente, no
nos pone solamente ley de sufrir pacientemente una bofetada, sino de no
turbarnos por nada que hubiéremos de padecer. De aquí que en el caso anterior
escogió como ejemplo la injuria mayor, y ahora escoge el golpe más ignominioso
que se puede recibir, que es un bofetón en la mejilla. No hay insolencia más
grande. Y, al mandar aquí la mansedumbre, el Señor tiene cuenta así del que da
como del que sufre el golpe. Porque el agraviado, así preparado para obrar
filosóficamente, pensará no haber sufrido injuria alguna. Ni cuenta se dará de
su ultraje, al pensar que está más bien luchando en el estadio que no
recibiendo un golpe ultrajante. Y el que está cometiendo el
agravio, avergonzado, no tendrá valor para repetir el golpe, así sea más feroz
que una fiera; antes se condenará íntimamente a sí mismo por el primero. Nada,
en efecto, contiene tanto a los que hacen mal, como la paciencia con que sus
víctimas lo soportan. Y no sólo les contiene para que no pasen en su ímpetu
adelante, sino que les hace arrepentirse de lo pasado. Admirando la moderación
de sus víctimas, terminará por retirarse, y de enemigos mortales, pasan a ser
más que amigos: familiares y esclavos de ellos. Como, al revés, la venganza
produce contrarios efectos: a los dos contrincantes los cubre de ignominia, los
hace peores y echa leña al incendio de la ira. Tan lejos puede llegar el mal,
que se termine catastróficamente por una muerte. De ahí que Cristo nos manda
no sólo que no nos irritemos al ser abofeteados, sino que le dejemos que sacie
en nosotros su rabia, a fin de que no parezca que ni el primer golpe lo
sufrimos contra nuestra voluntad. De este modo, por desvergonzado que sea tu
ofensor, le has asestado más duro golpe que si le hubieras respondido con tu
mano, y de desvergonzado le harás modesto.
“DALE TAMBIÉN TU TÚNICA”
A quien quiera llevarte a juicio y tomar tu manto, dale también tu túnica.
No sólo en los golpes, sino también en el desprendimiento de los bienes,
quiere el Señor que mostremos heroica paciencia. Como antes nos manda vencer
por el sufrimiento, así aquí, desprendiéndonos más de lo que nuestro contrario
nos exige. Sin embargo, esto no lo puso de modo absoluto, sino con una añadidura.
Porque no dijo: “Da tu manto a quien te lo pida”, sino: Al que quiera
llevarte a juicio, es decir, arrastrarte a un tribunal y formarte
pleito. Antes había dicho que no llamáramos necio a nuestro hermano ni nos
irritáramos sin motivo; luego, pasando más adelante, exigió algo más, y nos
mandó que volviéramos la otra mejilla. Aquí, después de decir que nos pongamos
de acuerdo con nuestro contrario, nuevamente encarece: también el precepto,
pues no sólo nos manda darle lo que quiera tomar, sino mostrar generosidad
mayor que la que él espera. —¿Cómo?—me dirás—. ¿Tendré entonces que ir yo
desnudo? —Si con perfección cumplimos estos preceptos del Señor, no sólo no
iremos desnudos, sino mejor vestidos que nadie del mundo. En primer lugar,
porque no habrá nadie que con tan malas intenciones nos venga a atacar, y
luego, porque, dado caso que hubiera alguien tan feroz y desalmado que a tanto
llegara, muchos más aparecerían que, a quien tan filosóficamente se portara, le
cubrirían no sólo con sus vestidos, sino, de ser ello posible, con su propia
carne.
LOS PRECEPTOS EVANGÉLICOS NO SON IMPOSIBLES
3. Más aun cuando, por cumplir esta filosofía, hubiéramos de andar
desnudos, no habría en ello deshonra alguna. Desnudo estaba Adán en el paraíso,
y no se avergonzaba. Isaías
iba desnudo y descalzo, y era el más ilustre de los judíos, y José
nunca fue tan glorioso como cuando se quedó sin manto. Porque no está el mal
en ir así desnudos, sino en vestir como ahora nosotros, con trajes tan lujosos.
Esto sí que es vergonzoso y ridículo. De ahí que a aquéllos los alabó Dios y a
nosotros nos reprocha, no sólo por boca de los profetas, sino también de los
apóstoles. No pensemos, pues, que los preceptos del Señor son imposibles. En
realidad, como seamos vigilantes, no sólo son sobremanera fáciles, sino también
provechosos; tanto, que no sólo nos aprovechan a nosotros, sino también, y en
sumo grado, a los mismos que pretenden perjudicarnos. Y justamente, privilegio
y excelencia suya es que, a par que a nosotros nos persuaden a sufrir el mal
pacientemente, por el mismo hecho enseñan a los que nos lo hacen a obrar
filosóficamente. Éstos piensan ser magna hazaña quitar los bienes ajenos; tú
les muestras que para ti es cosa ligera darles aún más de lo que piden, y, al
oponer a su miseria tu generosidad y a su rapiña tu filosofía, considera la
lección que les das, no por palabras, sino por obras, sobre el desprecio de la
maldad y el amor de la virtud. A la verdad, Dios no quiere que seamos útiles
sólo a nosotros mismos, sino también a nuestros prójimos todos. Ahora bien, si
das para no ser juzgado, has buscado sólo tu utilidad; pero, si añades también
lo otro, tu contrario se irá de tú lado mejorado. Tal es por su naturaleza la
sal, que el Señor quiere seamos: se conserva a sí misma y conserva juntamente
los cuerpos en que se esparce. Tal es también el ojo que mira para sí mismo y
juntamente para los otros miembros. Ya, pues, que a ti te ha puesto el Señor
en ese orden de la sal y del ojo, ilumina al que está entre tinieblas y hazle
comprender que ni aun lo primero te lo quitó a la fuerza. Persuádele que no
te ha perjudicado. De este modo, demostrándole que fue gracia que le hiciste y
no rapiña que sufriste, tú mismo serás más digno de respeto y veneración. Haz,
pues, por tu modestia, de lo que fue pecado suyo, acto de liberalidad tuya.
“VE CON ÉL DOS"
Más, si esto te parece grande, espera y verás claramente que todavía no
has llegado a la última perfección. Porque el Señor, que nos está dando las
leyes de la paciencia, no se para aquí siquiera, sino que prosigue más
adelante, diciendo: Si alguien te engancha para una milla, anda con él
dos. ¡Mirad qué extremo de filosofía! Porque si, aun después de darle
el manto y la túnica, nuestro enemigo quiere valerse de nuestra propia persona,
sin vestidos, para fatigas y trabajos, ni aun en ese caso hay que
impedírselo—nos dice el Señor—. Todo quiere que lo poseamos en común; no sólo
nuestras riquezas, sino también nuestros cuerpos, para poner las unas a
disposición de los necesitados, y los otros, de quienes nos insultan. Lo uno
es acto de misericordia; lo otro, de valor. De ahí que diga: Si alguien
te engancha para andar una milla, ve con él dos. Lo
cual es levantarnos más alto y mandarnos mostrar la misma liberalidad que
antes. Ahora bien, si lo que al principio de su discurso dijo, con ser muy
inferior a lo que nos manda ahora, tan grandes bienaventuranzas merece,
considerad la suerte que está reservada a quienes estas obras practican y,
antes de la recompensa eterna, pensad qué tales han de ser quienes, en cuerpo
humano y pasible, realizan la impasibilidad más completa. Considerad, en
efecto, qué alma han de tener quienes no se dejan impresionar ni por las
injurias y golpes ni por la pérdida de las riquezas, y que a nada semejante se
rinden, sino que el agravio mismo los hace más generosos. De ahí que el Señor
nos manda que hagamos aquí lo mismo que mandó en el caso de las injurias y de
los bienes. Porque ¿qué digo—dice—si te injurian y quitan lo tuyo? Aun cuando
de tu propio cuerpo quiera valerse para trabajos y fatigas, y eso contra toda
justicia, vendrá también en ello y pasa más allá de lo que te pide su injusto
deseo. Porque eso quiere decir enganchar": arrastrar a uno injustamente y
sin razón alguna y dañándole. Y, sin embargo, aun para eso has de estar
preparado y sufrir aún más de lo que el otro quiera hacerte.
“A TODO EL QUE TE PIDA, DALE”
Al que te pida, dale, y no te apartes del que quiera tomar de ti prestado. El
precepto parece inferior a los pasados; pero no te sorprendas, pues así suele
hacerlo siempre el Señor, que mezcla lo grande con lo pequeño. Más si este precepto
es pequeño en comparación de los otros, escúchenlo los que toman lo ajeno y
luego lo dilapidan con las rameras. Con lo que se encienden contra sí mismos
doble hoguera: una, por su inicua ganancia; otra, por el pernicioso empleo que
de ella hacen. Por lo demás, el préstamo de que aquí se habla no es un contrato
de usura, sino el uso simplemente de las cosas. Y en otro pasaje encarece más
lo mismo, al decirnos que demos prestado a aquellos de quienes no esperemos
recibir nada.
EL AMOR DE LOS ENEMIGOS
Oísteis que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os calumnian y persiguen.
Bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, a fin de que
seáis semejantes a vuestro Padre, que está en los cielos. Porque Él hace
salir su sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. ¡He
aquí cómo pone el Señor el coronamiento de todos los bienes! Porque, si nos
enseña no sólo a sufrir pacientemente una bofetada, sino a volver la otra
mejilla; no sólo a soltar el manto, sino a añadir la túnica; no sólo a andar la
milla a que nos fuerzan, sino otra más por nuestra cuenta, todo ello es porque
quiere que recibas como la cosa más fácil algo muy superior a todo eso. —¿Y qué
hay—me dices—superior a eso? —Que a quien todos esos desafueros cometa con
nosotros, no le tengamos ni por enemigo. Y todavía algo más que eso. Porque no
dijo: No le aborrecerás, sino: Le amarás. Ni dijo: No le hagas
daño, sino: Hazle bien.
GRADOS DE LA PERFECCIÓN CRISTIANA:
ORAR POR LOS ENEMIGOS
4. Mas, si atentamente examinamos las palabras del Señor, aún
descubriremos algo más subido que todo lo dicho. Porque no nos mandó
simplemente amar a quienes nos aborrecen, sino también rogar por ellos. ¡Mirad
por cuántos escalones ha ido subiendo y cómo ha terminado por colocarnos en la
cúspide de la virtud! Contémoslos de abajo arriba. El primer escalón es que no
hagamos por nuestra cuenta mal a nadie. El segundo, que, si a nosotros se nos
hace, no volvamos mal por mal. El tercero, no hacer a quien nos haya
perjudicado lo mismo que a nosotros se nos hizo. El cuarto, ofrecerse uno mismo
para sufrir. El quinto, dar más de lo que el ofensor pide de nosotros. El
sexto, no aborrecer a quien todo eso hace. El séptimo, amarle. El octavo,
hacerle beneficios. El noveno, rogar a Dios por él. ¡He aquí una cima
filosófica! De ahí también el espléndido premio que se le promete. Como el
precepto es tan grande y pide un alma tan generosa y un esfuerzo tan levantado,
también el galardón es tal como a ninguno de sus anteriores mandatos lo propuso
el Señor. Porque aquí ya no habla de poseer la tierra, como se prometo a los
mansos; no de alcanzar consuelo y misericordia, como los que lloran y los
misericordiosos; ni siquiera se nos habla del reino de los cielos, sino de algo
más sublime que todo eso y que bien puede hacernos estremecer: se nos promete
ser semejantes a Dios, cuanto cabe que lo sean los hombres: A fin—dice—de que
seáis semejantes a vuestro Padre, que está en los cielos. Mas
observad, os ruego, cómo ni aquí ni antes llama a Dios Padre propiamente suyo.
Antes, cuando habló de los juramentos, nos habló del trono de Dios y de la
ciudad del gran Rey; aquí nos habla de vuestro Padre. Al
hablar así, no hace sino reservar para el momento oportuno la doctrina sobre su
propia filiación divina. Seguidamente, como quien explica en qué consiste nuestra
semejanza con nuestro Padre de los cielos, dice: Porque Él hace salir
su sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Porque
al—dice—no sólo no aborrece, sino que, antes bien, ama a los mismos que le
injurian. Y, sin embargo, en modo alguno pueden equipararse los casos de ofensa
del hombre y ofensa de Dios, no sólo por la grandeza sin par de los beneficios,
sino por la excelencia suma de la dignidad divina. Tú, al cabo, eres
despreciado por quien es esclavo como tú; pero Dios lo es por su propio
esclavo, y a quien ha dispensado infinitos beneficios. Tú, si ruegas por tu
enemigo, no les das más que palabras; Dios, empero, le ofrece grandes y admirables
cosas: el sol que diariamente enciende y las lluvias que le envía todos los
años. Y, sin embargo—te dice—, yo te concedo que seas igual que Dios, en
cuanto cabe que lo sea un hombre. No aborrezcas, pues, a quien te hace mal,
pues te acarrea tan grandes bienes y te levanta a tan alto honor. No maldigas a
quien te calumnia. En caso contrario, sufrirás el trabajo y te privarás del
premio. Te llevarás el daño y perderás la recompensa. Locura suma: haber
sufrido lo más y no poder soportar lo menos.
EL EJEMPLO DEL SEÑOR HACE FÁCIL ESTE PRECEPTO
—Mas ¿cómo es posible—me dices—llegar a amar a nuestros enemigos y rogar
por ellos? —Después de ver a Dios hecho hombre, después que tanto se ha Él
abajado, después que tanto ha padecido por ti, ¿todavía preguntas y dudas si es
posible que un esclavo perdone sus agravios a esclavos como él? ¿No oyes al
Señor mismo, que dice desde la cruz: Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen? ¿No oyes a Pablo,
que nos enseña: El que subió al cielo y está sentado a la diestra del
Padre, intercede por nosotros? ¿No ves cómo,
después de sufrir la cruz y de subir al cielo, a los mismos judíos que les
habían quitado la vida les envió sus apóstoles, que iban a llevarles infinitos
bienes a sabiendas de que habían de sufrir de parte de ellos infinitos males?
¡Pero tú has sufrido tan grandes injusticias! ¿Y qué has sufrido de tan grande
que pueda compararse a lo que sufrió tu Señor, que fue maniatado, abofeteado,
azotado, por viles criados escupido, que después de haber hecho infinitos
beneficios sufrió la muerte más ignominiosa de todas las muertes? Si has
sufrido grandes injusticias, por eso principalmente has de hacer bien a quien
te hizo mal, pues de ese modo te harás a ti más glorioso y librarás a tu
hermano de la más grave enfermedad. Los médicos, cuando son acoceados e
insultados por los enfermos frenéticos, entonces es cuando más los compadecen y
con más arrestos se disponen a su curación, pues saben que la insolencia nace
de la gravedad misma de la enfermedad. Pues piensa tú también así acerca de los
que te arman sus asechanzas y pórtate así también con tus ofensores. Ellos son
los verdaderos enfermos; ellos los que sufren todo linaje de violencia.
Líbrale, pues, de este grave daño, ayúdale a que arroje toda su ira, haz que se
vea suelto de ese terrible demonio que es la cólera. A la verdad cuando vemos a
un endemoniado, lo que hacemos es llorar, no empeñarnos también nosotros en estar
endemoniados. Hagamos eso mismo ahora con los iracundos, pues a los
endemoniados se asemejan y hasta son más miserables que ellos, como quienes se
dan cuenta de su propio furor. De ahí también que sea imperdonable su locura.
AYUDEMOS AL QUE SE VE DOMINADO POR SU PASIÓN
5. No te arrojes, pues, sobre el que yace en tierra; compadécele más
bien. Cuando vemos a un infeliz molestado por la bilis que le hace sentir
vértigo y que pugna por arrojar de sí ese mal humor, le tendemos la mano,
aguantamos sus espasmos y, aunque nos manche el vestido, no nos alejamos. Sólo
una cosa buscamos, y es librar al pobre enfermo de aquella su terrible
angustia. Hagamos eso mismo con esotros enfermos del alma y soportemos sus
vómitos y espasmos. No los abandonemos en tanto no hayan expelido toda su
amargura. Luego, cuando el ataque haya pasado, verás cómo te dan las gracias;
entonces se darán claramente cuenta de la grave perturbación de que los has
librado. Mas ¿qué digo que te darán ellos las gracias? Dios mismo te coronará
inmediatamente y te recompensará con bienes infinitos, por haber librado a tu
hermano de tan grave enfermedad, y éste te honrará como a su señor,
reverenciando en todo tiempo tu moderación. ¿No has visto cómo muerden las
mujeres parturientas a las que las asisten y éstas no lo sienten? Mejor dicho,
lo sienten ciertamente, pero lo sufren pacientemente, y compadecen a las
otras, a quienes el dolor saca de sí mismas. A ésas debes imitar tú, y no ser
más flaco que una mujer. Cuando aquellas mujeres hayan dado a luz (pues esos
hombres son más pusilánimes que mujeres), entonces verán en ti al hombre. Más,
si después de todos estos preceptos te parecen pesados, considera que para
plantarlos en nuestras almas vino Cristo a la tierra, y hacernos así provechosos
a enemigos y amigos. De unos y otros nos manda que nos cuidemos. De nuestros
hermanos, cuando dice: Si ofreces tu ofrenda en el altar...;de los
enemigos, cuando nos pone ley de que los amemos y roguemos por ellos.
TAMBIÉN LOS PUBLICANOS HACEN ESO
Y no nos incita sólo por el ejemplo de Dios a amar a quienes nos
aborrecen, sino también por el ejemplo contrario.Porque si amáis—dice--a
los que os aman, ¿qué galardón merecéis? ¿No hacen eso mismo
también los publicanos?Esto dice también Pablo: Todavía no habéis
resistido hasta la sangre luchando contra el pecado.
Así pues, si amas a quienes no te aman, estás de la parte de Dios; si
sólo amas a quien a ti te ama, con los publicanos. ¿Veis como no es tanta la
grandeza de los preceptos, cuanta la diferencia de las personas? No miremos,
pues, la dificultad del precepto, sino consideremos también su
recompensa; consideremos a quién nos parecernos si lo cumplimos, y a quién si
lo infringimos. Ahora bien, con nuestro hermano, el Señor nos manda que nos
reconciliemos y no cejar en el empeño hasta que la enemistad quede anulada. Más
ahora que nos habla de todos, no nos somete a esa necesidad, sino que sólo nos
exige lo que está de nuestra parte, con lo que hace más fácil el cumplimiento
de esta ley. Como había dicho el Señor de los judíos: De este modo
persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros; a fin de que
por este motivo no quedara en sus discípulos algún resentimiento contra ellos,
mándales no sólo sufrir, sino amar también a quienes tales cosas hacen.
RECAPITULACIÓN DE LA ENSEÑANZA DE JESÚS
¿Veis cuán de raíz arranca el Señor la ira, la concupiscencia de la
carne, la codicia de las riquezas, la ambición de la gloria y el amor a la vida
presente? Porque todo eso lo ha hecho desde el comienzo de su discurso, y eso
hace ahora principalmente. En efecto, el pobre de espíritu, el manso y el que
llora, están limpios de ira; el justo y misericordioso, de codicia de
riquezas; el puro de corazón se libra del mal deseo; el perseguido, el que
sufre las injurias, el que es maldecido, ejercita ya todo el desprecio de la
presente vida y está limpio de todo orgullo y vanagloria. Ya había el Señor
desatado a sus oyentes de estas cadenas y los había ungido para el combate; mas
ahora arranca nuevamente estas pasiones, y más a fondo aún que antes. Y así
empezó por la ira, y por todos lados le corta los nervios y dice: "El que
se irrite contra su hermano y le llame necio y taca, que sea castigado. Y el
que ofrece su ofrenda, no se acerque a la mesa divina antes de haber puesto
término a la enemistad. Y el que tenga un contrario, hágaselo amigo antes de
llegar al tribunal". Luego pasa a la concupiscencia. ¿Y qué dice? “El que
mire con ojos intemperantes, sea castigado como adúltero. El que fuere
escandalizado por una mujer deshonesta o por un hombre o por otro cualquiera de
sus allegados, arránqueselos a todos ésos. El que tiene a la mujer por ley de
matrimonio, jamás ha de repudiarla y buscar otra”. Y por estos medios mató la
raíz del mal deseo. Seguidamente, reprime el amor de las riquezas, mandándonos
no jurar ni mentir ni sentir apego a la misma pobre túnica de que vayamos
vestidos, sino dar más bien el manto a quien nos lo quiera quitar y aun poner a
su disposición nuestra persona. Modos radicales de suprimir todo amor a las
riquezas.
ROGAR POR NUESTROS ENEMIGOS,
CUMBRE DE LA PERFECCIÓN
6. En fin, después de todo esto, el Señor pone la más bella corona a
todos sus preceptos, diciendo: Rogad por los que os calumnian, con
lo que nos levanta a la más alta cima de la filosofía. Más es, en efecto,
sufrir pacientemente un bofetón que ser simplemente mansos; más es dejar manto
y túnica juntamente que no ser misericordioso: más es sufrir al que comete con
nosotros injusticia que no ser simplemente justo; más es seguir al que nos ha
abofeteado y luego nos engancha, que no ser simplemente pacífico; más es, en
fin, bendecir al que persigue que ser simplemente perseguido. ¿Veis cómo poco
a poco nos ha ido el Señor levantando hasta la cúpula misma de los cielos? ¿Qué
castigo, pues, no mereceríamos si cuando se nos manda tomar a Dios por dechado
no llegamos quizá a igualar ni a los publicanos? Amar a quienes nos aman, cosa
es de publicanos, de pecadores y de gentiles. ¿Qué castigo, pues, no
sufriremos, si ni eso siquiera hacemos? Y no lo hacemos desde el momento que
envidiamos la gloria de nuestros hermanos. Se nos ha mandado sobrepasar la
justicia de escribas y fariseos, y nos quedamos por bajo de los publicanos.
¿Cómo, pues, decidme por favor, veremos el reino de los cielos? ¿Cómo pisaremos
aquellos celestes umbrales, si en nada les ganamos a los publicanos? Esto, en
efecto, quiso significar el Señor cuando dijo:¿Acaso no hacen eso mismo los
publicanos?
EL SEÑOR HABLA MÁS DE PREMIOS QUE DE TESTIGOS
Lo que señaladamente cabe admirar en la enseñanza del Señor es que en
todas partes pone muy preferentemente los premios de los combates a que nos
invita. Por ejemplo, ver a Dios, heredar el reino de los cielos, llegar a ser
hijos de Dios y semejantes a él, alcanzar misericordia, ser consolados, tener
más grande paga en los cielos. Mas, si hay alguna vez que mentar cosas
tristes, lo hace con mucha parsimonia. Así, sólo una vez en tan largos
razonamientos aparece el nombre de la gehena o infierno. De otros medios
veladamente, se vale, y siempre hablando más bien para confundir que para
amenazar, para corregir a sus oyentes. Por ejemplo, cuando dice: ¿Nohacen
eso mismo los publicanos? Y: Si la sal se torna
insípida. Y: Será llamado mínimo en el reino de los
cielos. No faltan veces en que pone el Señor por todo castigo el
pecado mismo, haciéndoles comprender a sus oyentes la enorme carga que se
echan encima. Por ejemplo, cuando dice: Ya cometió un adulterio en su
corazón. Y: El que repudia a su mujer, la hace adulterar. Y:
Y todo lo que de aquí se sale, del maligno procede. Para
quienes tienen inteligencia, la grandeza misma del pecado, mejor que otro
castigo, basta para hacerles entrar en razón. De ahí también que aquí ponga el
Señor delante a los publicanos, pues quiere confundir a sus discípulos con la
calidad de tales personas. Es lo mismo que hacía Pablo, cuando decía: No
os entristezcáis como los otros, que no tienen esperanza. Y: A
la manera de los gentiles, que no conocen a Dios. Y
para hacer ver que no pide nada extraordinario, sino poco más de lo
acostumbrado, dice: ¿No hacen eso mismo hasta los gentiles? Sin
embargo, no detiene aquí su palabra, sino que termina también en la recompensa
y en las buenas esperanzas, diciendo: Sed, pues, perfectos, como
vuestro Padre celestial. El nombre del cielo está como sembrado por
todo su discurso, y por el lugar mismo trata de levantar los pensamientos de
sus oyentes. Es que sus disposiciones, por de pronto, eran muy débiles y
groseras.
DEBEMOS PREVENIR A NUESTROS ENEMIGOS
Considerando todo lo dicho, mostremos grande amor aun para con nuestros
enemigos y desterremos la ridícula costumbre de mucha gente insensata, que
esperan siempre, al encontrarse con otros, que sean los otros quienes primero
los saluden. Dichosos quienes tal necedad eviten; ridículos quienes la sigan.
¿Por qué, pues, no, has de ser tú el primero en saludar? —Porque es lo que el
otro está esperando—me contestas—. Pues por eso justamente debieras tú
adelantarle, y ganarte así la corona. —No—me dices—, porque eso es lo que el
otro pretende. —¿Y puede haber insensatez mayor que ésta? Porque el
otro—dices—tiene interés en que yo me lleve la recompensa, yo no me quiero
aprovechar de tan bonita ocasión. Ahora bien, si el otro te saluda primero,
ningún mérito tienes tú ya en contestarle; mas, si eres tú quien te adelantas,
has hecho un negocio de su orgullo y has cosechado copioso fruto de su
presunción. ¿Cómo no calificar, pues, de insensatez suma abandonar una ganancia
que no ha de costarnos más que unas palabras, y condenar, por otra parte, en
el prójimo lo mismo que tú estás haciendo? Tú acusas a tu contrario de que
espere que otro le salude primero. ¿Cómo, pues, imitas lo que reprendes, y lo
que dices estar mal, tú pones tanto empeño en imitarlo como si estuviera bien?
¿Veis como no hay cosa más insensata que un hombre que vive en la maldad? Por
eso yo os exhorto a huir de esa costumbre perniciosa y ridícula, pues ese vicio
ha echado por tierra mil amistades y producido otras tantas enemistades. Por
eso precisamente, adelantémonos nosotros a los demás. Porque quienes tenemos
mandato de dejarnos abofetear y enganchar y desnudar, ¿qué perdón mereceríamos
si, en un simple saludo, mostráramos tanta terquedad? —Es que—me replicas—, si
hacemos esa gracia a nuestro hombre, nos desprecia y vilipendia. —¿Y porque no
te desprecie un hombre, ofendes tú a Dios? ¿Y porque no te desprecie un loco
esclavo como tú, desprecias tú a tu Señor, que te ha hecho tantos beneficios?
Porque, si ya es absurdo que desprecies a un igual tuyo, mucho más que te
atrevas a despreciar al Dios mismo que te ha criado. Y considera juntamente con
ello que, con despreciarte, lo que hace es procurarte mayor corona; pues por
Dios, por la obediencia a sus leyes, sufres tales desprecios. ¿Qué honor y qué
diademas no merecerán esos desprecios? Por mi parte, antes quisiera ser
injuriado y despreciado por amor de Dios que no ser honrado de todos los reyes
de la tierra. Porque nada, nada hay que iguale a esa gloria.
EXHORTACIÓN FINAL: DESPRECIAR TODO LO HUMANO
A esa gloria, pues, aspiremos, tal como el Señor nos lo ha mandado. No
hagamos caso alguno de las cosas humanas y ordenemos nuestra vida, dando en
todo pruebas de la más perfecta filosofía. En ese caso, ya desde ahora
gozaremos de los bienes y coronas celestes, caminando como ángeles entre los
libres de toda concupiscencia, ajenos a toda perturbación. Y hombres, estando
sobre la tierra como potestades angélicas, juntamente con todo esto,
recibiremos también los bienes inefables. Los cuales, así los alcancemos todos
por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la
gloria, el poder y la adoración, juntamente con el Padre sin principios y el
santo y buen Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías
sobre el Evangelio de San Mateo (I), Homilía 18, 1-6, BAC Madrid 1955,
367-86
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