miércoles, 22 de enero de 2014

El abandono de los Sagrarios acompañados (4) - Beato Manuel González García

IV. ¿Hay abandono de Sagrario?

Para responder con rigor lógico, distingo dos clases de abandono de Sagrario: uno que pudiera llamarse exterior y otro interior o espiritual.

Llamo abandono exterior a la ausencia habitual y voluntaria del Sagrario por parte de los católicos que lo conocen y pueden ir a visitarlo.

De modo que aquí no hablo de los judíos, herejes o impíos, o católicos sin catecismo; que entre éstos se sentirá perseguido, odiado, calumniado o desconocido, Jesús Sacramentado, pero no abandonado.

Hablo de católicos que creen y saben que nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, está real y vivo en el santísimo Sacramento, y, viviendo cerca de Él y sobrados de tiempo y fuerzas para el quehacer, el recreo, el casino, la taberna, no van nunca ni a recibirlo ni a visitarlo, ni guardan con Él relación de amistad o gratitud ninguna.
 

¿Hay abandono exterior de Sagrario?

Más valiera no preguntarlo para no verse en la dolorosa y amarga necesidad de responder con un sí tan grande casi como la extensión de los pueblos cobijados por Sagrarios; tan repetido quizá como hombres haya en torno de ellos; tan largo y sostenido como el eco de un dolor sin remedio ni fin.

Más que preguntar si hay Sagrarios con ese abandono material, sería mejor y más breve preguntar: pero ¿hay Sagrarios sin abandonos?

Porque, exceptuando el Sagrario del apartado monasterio, seminario o casa piadosa, sin más vecinos que los religiosos o religiosas que lo habiten, y alguno que otro de parroquias privilegiadas, que aun por la misericordia de Dios existen, ¿sobre qué Sagrario del mundo podrá ponerse esta leyenda: ¡sin abandonos!?

Y si esto es así, ¿quién de cabeza y corazón sanos duda que sea lícito y aun obligatorio y urgente, poner todos los recursos y resortes de la pluma y de la lengua, del pensamiento y de la voluntad, de la sensibilidad y hasta de los nervios, en línea de combate sin tregua ni cuartel, contra ese monstruo de cien cabezas y de baba venenosa que tantas noches tristes y días sin fin y tantas hieles y desaires está haciendo pasar y devorar en silencio al más bueno y dulce de los Padres?

Sí, ¡guerra a muerte al abandono de los Sagrarios, llámese como se llame el pueblo a quien pertenezca, el sacerdote que lo custodia, las almas fieles que lo acompañen!...

Que proclamar la guerra al abandono no puede de ningún modo entenderse no ya guerra, pero ni aun recelo contra los que seguramente son víctimas y reparadores del mismo abandono, como lo son el sacerdote y esas almas fieles. Proclamar esa guerra es unirse a los que acompañan, para que crezca el número de éstos e infundirles, si se puede, nuevos estímulos, modos y perfecciones de compañía. Es meterse entre los que abandonan para hablarles de lo que ya ni nombran, para empujarlos hacia la casa paterna que dejaron o no pisaron jamás. Es poner en el acento de la palabra y en el gesto de la cara y en la delicadeza de la acción y en la intimidad de la súplica, y sobre todo, en la generosidad del sacrificio, toda la vehemencia y expresión y atractivo del celo más ingenioso, del amor más lastimado, y me atrevería a decir, de la pasión más santamente avasalladora, que todo eso debe inspirar la compasión por ese mal, el más injusto, triste y funesto de todos los males.

Pero como no es contra ese abandono exterior contra el que vienen a pelear ahora estos renglones, limítanse a recordarlo una vez más y a poner debajo de aquella triste leyenda, con la más visible de sus tintas y con el más enérgico de sus trazos: Jesús de los Sagrarios, exteriormente abandonados, aunque todos te abandonen, nosotros... ¡NO!

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