Para responder con rigor lógico,
distingo dos clases de abandono de Sagrario: uno que pudiera llamarse exterior
y otro interior o espiritual.
Llamo abandono exterior a la
ausencia habitual y voluntaria del Sagrario por parte de los católicos que
lo conocen y pueden ir a visitarlo.
De modo que aquí no hablo de los
judíos, herejes o impíos, o católicos sin catecismo; que entre éstos se sentirá
perseguido, odiado, calumniado o desconocido, Jesús Sacramentado, pero no
abandonado.
Hablo de católicos que creen y saben
que nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, está real y vivo en el
santísimo Sacramento, y, viviendo cerca de Él y sobrados de tiempo y fuerzas
para el quehacer, el recreo, el casino, la taberna, no van nunca ni a recibirlo
ni a visitarlo, ni guardan con Él relación de amistad o gratitud ninguna.
¿Hay abandono exterior de Sagrario?
Más valiera no preguntarlo para no
verse en la dolorosa y amarga necesidad de responder con un sí tan grande casi
como la extensión de los pueblos cobijados por Sagrarios; tan repetido quizá
como hombres haya en torno de ellos; tan largo y sostenido como el eco de un
dolor sin remedio ni fin.
Más que preguntar si hay Sagrarios
con ese abandono material, sería mejor y más breve preguntar: pero ¿hay
Sagrarios sin abandonos?
Porque, exceptuando el Sagrario del
apartado monasterio, seminario o casa piadosa, sin más vecinos que los
religiosos o religiosas que lo habiten, y alguno que otro de parroquias
privilegiadas, que aun por la misericordia de Dios existen, ¿sobre qué Sagrario
del mundo podrá ponerse esta leyenda: ¡sin abandonos!?
Y si esto es así, ¿quién de cabeza y
corazón sanos duda que sea lícito y aun obligatorio y urgente, poner todos los
recursos y resortes de la pluma y de la lengua, del pensamiento y de la
voluntad, de la sensibilidad y hasta de los nervios, en línea de combate sin
tregua ni cuartel, contra ese monstruo de cien cabezas y de baba venenosa que
tantas noches tristes y días sin fin y tantas hieles y desaires está haciendo
pasar y devorar en silencio al más bueno y dulce de los Padres?
Sí, ¡guerra a muerte al abandono de
los Sagrarios, llámese como se llame el pueblo a quien pertenezca, el sacerdote
que lo custodia, las almas fieles que lo acompañen!...
Que proclamar la guerra al abandono
no puede de ningún modo entenderse no ya guerra, pero ni aun recelo contra los
que seguramente son víctimas y reparadores del mismo abandono, como lo son el
sacerdote y esas almas fieles. Proclamar esa guerra es unirse a los que
acompañan, para que crezca el número de éstos e infundirles, si se puede,
nuevos estímulos, modos y perfecciones de compañía. Es meterse entre los que
abandonan para hablarles de lo que ya ni nombran, para empujarlos hacia la casa
paterna que dejaron o no pisaron jamás. Es poner en el acento de la palabra y
en el gesto de la cara y en la delicadeza de la acción y en la intimidad de la
súplica, y sobre todo, en la generosidad del sacrificio, toda la vehemencia y
expresión y atractivo del celo más ingenioso, del amor más lastimado, y me
atrevería a decir, de la pasión más santamente avasalladora, que todo eso debe
inspirar la compasión por ese mal, el más injusto, triste y funesto de todos
los males.
Pero como no es contra ese abandono
exterior contra el que vienen a pelear ahora estos renglones, limítanse a
recordarlo una vez más y a poner debajo de aquella triste leyenda, con la más
visible de sus tintas y con el más enérgico de sus trazos: Jesús de los
Sagrarios, exteriormente abandonados, aunque todos te abandonen, nosotros...
¡NO!
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