Juan 1,
29-34:
«¡He ahí el Cordero de Dios!»
«¡He ahí el Cordero de Dios!»
P. Raniero
Cantalamessa, ofmcap
Isaías 49, 3.5-6; I
Corintios 1, 1-3; Juan 1, 29-34
«¡He ahí el
Cordero de Dios!»
En el
Evangelio escuchamos a Juan el Bautista que, presentando a Jesús al mundo, exclama:
«¡He ahí el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo!». El cordero, en
la Biblia, y en otras culturas, es el símbolo del ser inocente, que no puede
hacer daño a nadie, sino sólo recibirlo. Siguiendo este simbolismo, la primera
carta de Pedro llama a Cristo «el cordero sin mancha», que, «ultrajado, no
respondía con ultrajes, y sufriendo no amenazaba con venganza». En otras
palabras, Jesús es, por excelencia, el Inocente que sufre.
Se ha
escrito que el dolor de los inocentes «es la roca del ateísmo». Después de
Auschwitz, el problema se ha planteado de manera más aguda todavía. Son
incontables los libros escritos en torno a este tema. Parece como si hubiera un
proceso en marcha y se escuchara la voz del juez que ordena al imputado a
levantarse. El imputado en este caso es Dios, la fe.
¿Qué
tiene que responder la fe a todo esto? Ante todo es necesario que todos,
creyentes o no, nos pongamos en una actitud de humildad, porque si la fe no es
capaz de «explicar» el dolor, menos aún lo es la razón. El dolor de los
inocentes es algo demasiado puro y misterioso como para poderlo encerrar en
nuestras pobres «explicaciones». Jesús, que ciertamente tenía muchas más
explicaciones para dar que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naím y de las
hermanas de Lázaro no supo hacer nada mejor que conmoverse y llorar.
La respuesta cristiana al problema del dolor inocente se contiene
en un nombre: ¡Jesucristo! Jesús no vino a darnos doctas explicaciones del
dolor, sino que vino a tomarlo silenciosamente sobre sí. Al actuar así, en
cambio, lo transformó desde el interior: de signo de maldición, hizo del dolor
un instrumento de redención. Más aún: hizo de él el valor supremo, el orden de
grandeza más elevado de este mundo. Después del pecado, la verdadera grandeza de
una criatura humana se mide por el hecho de llevar sobre sí el mínimo posible
de culpa y el
máximo posible de pena del pecado mismo. No está tanto en una u otra cosa tomadas por
separado -esto es, o en la inocencia
o en el sufrimiento--, sino en la presencia contemporánea de las dos cosas en la
misma persona. Este es un tipo de sufrimiento que acerca a Dios. Sólo Dios, de
hecho, si sufre, sufre como inocente en sentido absoluto.
Sin
embargo Jesús no dio sólo un sentido al dolor inocente; le confirió también un
poder nuevo, una misteriosa fecundidad. Contemplemos qué brotó del sufrimiento
de Cristo: la resurrección y la esperanza para todo el género humano. Pero
miremos lo que sucede a nuestro alrededor. ¡Cuánta energía y heroísmo suscita
con frecuencia, en una pareja, la aceptación de un hijo discapacitado, postrado
durante años! ¡Cuánta solidaridad insospechada en torno a ellos! ¡Cuánta
capacidad de amor que, si no, sería desconocida!
Lo más
importante, en cambio, cuando se habla de dolor inocente, no es explicarlo,
sino evitar aumentarlo con nuestras acciones y nuestras omisiones. Pero tampoco
basta con no aumentar el dolor inocente; ¡es necesario procurar aliviar el que
exista! Ante el espectáculo de una niña aterida de frío que lloraba de hambre,
un hombre gritó, un día, en su corazón a Dios: «¡Oh Dios! ¿Dónde estás? ¿Por
qué no haces algo por esa pequeña inocente?». Y Dios le respondió: «Claro que
he hecho algo por ella: ¡te he hecho a ti!».
No hay comentarios:
Publicar un comentario