Juan 1, 29-34
Es quien quita el pecado del mundo. Juan Bautista identifica a Jesús
ante el pueblo y ante sí mismo. Describe su misión sintetizando las profecías
mesiánicas referidas al Señor. Lo hace con enorme simplicidad, lenguaje
adecuado y humilde reconocimiento: “Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: `Después de mí viene un hombre
que me precede, porque existía antes que yo`” (Juan 1, 29-30). El evangelista
Juan había sido discípulo del Bautista, antes de conocer a Jesús; lo que narra
procede de su observación de los mínimos movimientos de aquel gran hombre. Lo
que relata en este texto proviene de la ocasión de haberlo visto y escuchado
personalmente. No disponemos de un testigo más acreditado. En un mundo donde
todos desconfían de todos ¡qué difícil resulta el acceso a la verdad! No existe
otro sendero que la presencia de auténticos testigos. Al referirnos a la Verdad
que escapa a nuestra humana comprensión es preciso atender a los llamados
“testigos acreditados por Dios”. El principal es el mismo Cristo. Así se presenta
ante aquellos que serán sus legítimos testigos en el mundo: “Como el Padre me
envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Juan 20, 21). El Apóstol y
evangelista Juan manifiesta poseer una clara conciencia de su misión de testigo
acreditado de la Resurrección de Jesús.
Arriesga su propia seguridad. La obtuvo en su breve discipulado con el
Bautista y la perfeccionó como uno de los Doce. En cuanto a la acreditación
divina para dar testimonio de la Resurrección del Señor no se diferencia de los
restantes Apóstoles. No obstante posee un sello propio, un carisma que lo
particulariza inevitablemente. Juan es el discípulo amado, no por una
preferencia afectiva, de parte de su equilibrado Maestro, sino a causa de su
respuesta fiel. El más joven es, sin duda, el más corajudo de los restantes
discípulos. Sigue a Jesús, junto a María, arriesgando su propia seguridad,
hasta verlo expirar en la Cruz. Juan es el más disponible a todo, con un
corazón tan magnánimo que lo asoma, más que a sus condiscípulos, a la intimidad
de Dios revelada en Jesucristo: “Queridos míos, amémonos los unos a los otros,
porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4, 7-8). Ya
no hay duda, Jesús es el Hijo de Dios, “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero” (Credo Niceno constantinopolitano). Los Apóstoles
sacrifican sus vidas – y enfrentan el martirio – por dar testimonio de la
divinidad de Cristo. La Iglesia ha heredado legítimamente esa misión. La
desempeña hoy con la misma autenticidad de entonces. Juan es preciso, su
palabra es justa y sus escritos son inefables.
El testimonio acreditado de que Cristo está vivo. Conducidos por su
autoridad apostólica podemos andar con seguridad. Según ese testimonio Cristo
está entre nosotros, resucitado y glorioso, transmitiendo, por los signos que
ha escogido para ello, la gracia de su Palabra y la eficacia sobrenatural de
sus sacramentos. Con la tendencia de reducirlo todo a lo visible y transitorio
se inhabilita el sentido de la fe. De esa manera el anuncio de Cristo
resucitado es relegado al ámbito de la leyenda o de la fábula. Así le ocurre a
toda la Sagrada Escritura. Libros que no han sido redactados para el debate
filosófico o para la investigación científica sino para suscitar la fe de los
incrédulos y nutrir la fe de los creyentes. Allí está la Verdad, que no soporta
la manipulación de los presuntos críticos de nuestro tiempo. Como Palabra de
Dios posee una capacidad comunicacional propia y única. Lo importante es el
contacto con Dios como “la Verdad”, en el clima de relativismo que hoy cierra
todas las puertas y asfixia la existencia de los hombres. Quienes, gracias a la
fe, se encuentran con la Palabra inician el sendero que conduce a la Vida y a
la auténtica felicidad.
Lo absoluto y lo relativo. Es preciso vencer la incredulidad,
proveniente de un materialismo incentivado por la seducción del consumismo,
erigido en ídolo todopoderoso, y que atenta contra la vocación espiritual de
nuestros hombres y mujeres. La Iglesia Católica se ha puesto al servicio de la
fe y de la renovación, hoy conducida por el carismático Papa Francisco. Es
necesario estar atentos y no dejarse adormecer por la falta de oxigeno
espiritual que, sin duda, conduce a la muerte. Lo estamos experimentando. El
ave que identifica al Apóstol Juan es el águila. Sus escritos y predicación
constituyen un vuelo orientado a las más altas cumbres, donde, desde lo
absoluto, se puede calificar con acierto lo que está al ras del suelo, lo
verdaderamente relativo. La familiar escena con Marta y María ha dejado clara
la distinción (Lucas 10, 38-42).
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