jueves, 30 de enero de 2014

Bergoglio narra la ninez y juventud del Papa Francisco impregnada de espíritu católico por los salesianos

Un inédito de Jorge Mario Bergoglio: una larga carta desde Córdoba al salesiano Cayetano Bruno, el historiador de la Iglesia en Argentina, para recordar a Enrique Pozzoli, el salesiano amigo de familia que lo había bautizado. Una primera parte de este texto fue publicada en el número del periódico vaticano del 23-24 de diciembre de 2013. Ahora se presentan otras 5 páginas en las que Bergoglio recogió algunos «recuerdos salesianos», en particular los del año 1949, cuando (con todavía 13 años) frecuentaba el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles en Ramos Mejía, en la gran Buenos Aires
 
 
 
                                                        Córdoba, 20 de octubre de 1990
 
Querido P. Bruno:
Pax Christi!!
Acabo de terminar la relación de mis recuerdos sobre el P. Enrique Pozzoli. Ahora quiero completar mi promesa de escribirle algunos recuerdos de mi contacto con los Salesianos, tal como habíamos quedado. Y comienzo con una anécdota un tanto volteriana. En 1976 mudamos la Curia Provincial a San Miguel. Comenzaban a llegar vocaciones nuevas y parecía conveniente que el Provincial estuviera cerca de la Casa de Formación. Se volvió a reestructurar el programa de estudios: 2 años de juniorado (que habían desaparecido), la filosofía separada de la teología volvió a imponerse supliendo el “menjunje” de filosofía y teología que se había llamado “curriculum” en el que se comenzaba estudiando Hegel (sic!). Estando en San Miguel ví las barriadas sin atención pastoral; esto me inquietó y comenzamos a atender a los niños: los sábados a la tarde enseñábamos catecismo, luego jugaban, etc... Caí en la cuenta de que los Profesos teníamos voto de enseñar la doctrina a niños y rudos, y comencé yo mismo a hacerlo junto a los estudiantes. La cosa fue creciendo: se edificaron 5 Iglesias grandes, se movilizó organizadamente a los chicos de la zona... y solamente sábados por la tarde y domingos a la mañana... Entonces vino la acusación de que ése no era apostolado propio de jesuitas; que yo había salesianizado (sic!) la formación. Me acusan de ser un jesuita pro-salesiano, y quizás esto haga que mis recuerdos sean algo parciales... pero me quedo tranquilo porque mi interlocutor de este instante es un salesiano pro-jesuita, y él sabrá discernir las cosas.
 
1. No es raro que hable con cariño de los Salesianos, pues mi familia se alimentó espiritualmente de los Salesianos de San Carlos. De chico aprendí a ir a la procesión de María Auxiliadora, y también a la de San Antonio de la Calle México. Cuando estaba en casa de mi abuela iba al Oratorio de San Francisco de Sales (mi encargado allí era el actual P. Alberto Della Torre, capellán de aviación). Por supuesto que soy hincha de San Lorenzo (faltaba más) y hasta hace poco conservé una “Historia del Club San Lorenzo” escrita por el P. Mazza (según creo): se la mandé de regalo a Don Hugo Chantada, periodista católico de La Prensa, hincha furibundo de San Lorenzo. Él la tiene. Desde chico conocí a los famosos Padres confesores de San Carlos: Montaldo, Punto, Carlos Scandroglio, Pozzoli. Y desde chico tenía en las manos la “Instrucción Religiosa” del P. Morat. Nos habían enseñado a pedir “la bendición de María Auxiliadora” cada vez que nos despedíamos de un Salesiano.
 
2. Pero mi experiencia más fuerte con los Salesianos fue en el año 1949, cuando cursé como interno el sexto grado en el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Era Director el P. Emilio Cantarutti; Consejero el P. Plácido Avilés; Catequista el P. Isidoro Holowaty; Prefecto el P. Isidoro Fueyo. En la Administración trabajaba el Coadjutor Sr. Fernández. De los clérigos me acuerdo del Sr. (Leonardo o Leandro) Cangiani y Rubén Veiga. Entre los Padres mayores estaban los PP. Usher, Lambruschini, Chigolani, etc... Me cuesta hacer una descripción parcial de diversos aspectos del Colegio, simplemente porque muchas veces he reflexionado sobre ese año de vida y, poco a poco, se fue configurando la reflexión de conjunto, que es la que quisiera transmitir aquí. Soy consciente de que será algo intelectualizado quizá sin la frescura de la anécdota simple, pero –por otra parte– también sé que esta visión de conjunto es la que fui elaborando yo, y nace de mi experiencia: es objetiva a mi juicio.
 
3. La vida de Colegio era un “todo”. Uno se sumergía en una trama de vida, preparada como para que no hubiera tiempo ocioso. El día pasaba como una flecha sin que uno tuviera tiempo a aburrirse. Yo me sentía sumergido en un mundo, el cual si bien era “preparado” artificialmente (con recursos pedagógicos) no tenía nada de artificial. Lo más natural era ir a Misa a la mañana, como tomar desayuno, estudiar, ir a clases, jugar en los recreos, escuchar las “Buenas Noches” del P. Director. A uno le hacían vivir diversos aspectos ensamblados de la vida, y eso fue creando en mí una conciencia: conciencia no sólo moral sino también una especie de conciencia humana (social, lúdica, artística, etc...). Dicho de otra manera, el Colegio creaba, a través del despertar de la conciencia en la verdad de las cosas, una cultura católica que nada tenía de “beata” o “despistada”. El estudio, los valores sociales de convivencia, las referencias sociales a los más necesitados (recuerdo haber aprendido allí a privarme de cosas para darla a gente más pobre que yo), el deporte, la competencia, la piedad... todo era real, y todo formaba hábitos que, en su conjunto, plasmaban un modo de ser cultural. Se vivía en este mundo pero abierto a la trascendencia del otro mundo. A mí me resultó muy fácil, luego de la secundaria, hacer la “transferencia” (en sentido psicopedagógico) a otras realidades. Y esto simplemente porque las realidades vividas en el Colegio las había vivido bien: sin distorsiones, con realismo, con sentido de responsabilidad y horizonte de trascendencia. Esta cultura católica es –a mi juicio– lo mejor que he recibido en Ramos Mejía.
4. Todas las cosas se hacían con un sentido. No había “sinsentidos” (al menos en el orden fundamental; porque accidentalmente había impaciencias de algún educador, o pequeñas injusticias cotidianas, etc.). Yo aprendí allí, inconscientemente casi, a buscar el sentido a las cosas. Uno de los momentos claves de esto de aprender a buscar el sentido a las cosas eran las “Buenas Noches” que habitualmente daba el P. Director. A veces lo hacía el P. Inspector, cuando pasaba por el Colegio. Al respecto recuerdo una, como si fuera hoy, que dio Mons. Miguel Raspanti, Inspector en ese entonces. Sería a principios de octubre del 49. Había viajado a Córdoba porque su mamá había muerto el 29 de septiembre. A su regreso nos habló de la muerte. Ahora, a los casi 54 años, reconozco que esa platiquita nocturna es el punto de referencia de toda mi vida posterior respecto al problema de la muerte. Esa noche, sin sustos, sentí que algún día yo iba a morir, y eso me pareció lo más natural. Cuando uno o dos años después me enteré de cómo había muerto el P. Isidoro Holowaty, cómo había aguantado por mortificación tantos días el dolor de vientre (él era enfermero) hasta que un miércoles, cuando el P. Pozzoli fue a confesar a los salesianos de allí, le ordenó que viera al médico, bueno al enterarme de esto me pareció lo más natural que un Salesiano muriera así, ejercitando virtudes. Otra “Buenas Noches” que hizo mella fue una que dio el P. Cantarutti sobre la necesidad de pedir a la Santísima Virgen para acertar en la propia vocación. Recuerdo que esa noche fui rezando intensamente hasta el dormitorio (se debió notar algo porque dos días después el P. Avilés me hizo un comentario de paso)... y desde esa noche nunca me dormí sino rezando. Era un momento psicológicamente apto para dar sentido al día, y a las cosas.
 
[Los puntos 5 al 8 se encuentran más abajo en el original...]
 
9. Muy unido al amor y a la devoción a la Virgen Santísima estaba el amor a la pureza. Al respecto (y creo que respecto de todo el sistema preventivo de Don  Bosco) hay una incomprensión muy grande. A mí me enseñaron a amar la pureza sin ningún tipo de enseñanza obsesiva. No había obsesión sexual en el Colegio, al menos l año en el que estuve yo. Más obsesión sexual he encontrado más adelante en otros educadores o psicólogos que hacían ostensiblemente gala de un “laissez-passer” al respecto (pero que en el fondo interpretaban las conductas con una clave freudiana que olfateaba sexo en todas partes).
 
10. Existía también un lugar para los hobbys, trabajos de artesanías, inquietudes personales. P.ej. el Padre Lambruschini nos enseñaba a cantar, con el P. Avilés aprendí a hacer un gelatógrafo y a usarlo; había un padre ucraniano (P. Esteban) y los que queríamos aprendíamos a ayudarle en la misa en rito ucraniano... y así tantos recursos (teatro, armar campeonatos, actos académicos, taxidermia, etc.) que canalizaban hobbys e inquietudes. Se nos educaba en la creatividad.
 
11. ¿Cómo manejaban las crisis nuestros educadores? Nos hacían sentir que podíamos confiar, que nos querían; sabían escuchar, nos daban buenos consejos, oportunos... y nos defendían tanto de la rebeldía como de la melancolía.
 
12. Todas estas cosas configuraban una cultura católica. A mí me prepararon bien para el secundario y para la vida. Nunca (al menos en lo que recuerdo) se negociaba una verdad. El caso más típico era el del pecado. Es parte de la cultura católica el sentido del pecado... y allí en el Colegio lo que yo traía de mi casa en este sentido se fortaleció, tomó cuerpo. Uno después podía hacerse el rebelde, el ateo... pero en el fondo estaba grabado en sentido del pecado: una verdad que no se tiraba por la borda, para hacerlo todo más fácil. Hablo de cultura católica porque todo lo que hacíamos y aprendíamos también tenía una unidad armoniosa. No se nos “parcializaba”, sino que una cosa se refería a la otra y se complementaba. Inconscientemente uno se sentía creciendo en armonía, lo cual por supuesto no podía explicitarlo en ese momento, pero luego sí. Y, por otra parte, todo era de un realismo contundente.
 
 

A continuación el texto original completo:
 
 
 
 
 

 

 

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