Homilía de monseñor
Antonio Marino
en la Solemnidad de la
Inmaculada Concepción
(La Plata, 8 de diciembre de 2009)
En el día de la Inmaculada, la alabanza y el canto,
antes que la reflexión y el discurso, son medios más eficaces y fecundos para
vivir esta solemnidad como expresión de nuestra fe y de nuestra filial alegría.
Pero es bueno también –y así lo reclama este oficio pastoral– que junto con el
recurso a la belleza, procuremos iluminar nuestra inteligencia con las verdades
que la contemplación amante de la Iglesia fue descubriendo a lo largo de los
siglos.
Antes de dejar este mundo, en la última cena, Jesús
anunció a los suyos: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes
no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los
introducirá en toda la verdad (…). Él me glorificará, porque recibirá de
lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn 16,12-14).
Este protagonismo del Espíritu de la verdad en la
explicitación de las verdades contenidas en el tesoro de la Revelación, se
manifiesta con claridad en la formulación dogmática de las doctrinas. Primero
estuvo el culto y la alabanza, la celebración gozosa de la Cena del Señor,
junto con la lectura comentada de la Palabra divina y de los escritos de los
Apóstoles. Se fue formando así una tradición interpretativa, que el Espíritu de
Cristo guiaba secretamente, y que sería el ámbito en el cual la mente de la Iglesia
iría descubriendo, siempre más y más, las muchas cosas que Jesús tenía para
decirnos, y que estaban implícitas en su actuación y en sus enseñanzas.
La madre de nuestro Redentor, tan íntimamente
vinculada con la obra de su Hijo, desde la Encarnación hasta la Pascua y el
nacimiento de la Iglesia, fue pronto percibida en los albores de la reflexión
patrística como la “nueva Eva”, y la piedad de la Iglesia desde temprano fue
acuñando nombres de amor y de alabanza para referirse a ella, aun antes de toda
controversia sobre el misterio de su concepción: “toda santa”, “purísima”,
“inmaculada”, “santísima”.
Y cuando por inevitable ley interna de la fe, llegó
a plantearse el escollo de la exención de la herencia del pecado original, el
sentir de los fieles se anticipó a la fórmula teológica; la intuición certera
de los sencillos prevaleció sobre las serias dificultades argumentativas de los
doctos; la fiesta litúrgica de los orientales se fue afirmando en forma
progresiva. La fe de los simples, bajo la guía del Espíritu Santo, abrió un
camino que terminaría en la comprensión teológica de los sabios y, por último,
en la sanción definitiva del Magisterio solemne de la Iglesia.
Fue el mérito del Beato Juan Duns Escoto haber dado
respuesta doctrinal acabada a la objeción que veía en la Inmaculada Concepción
de María una errónea excepción a la universal redención de Cristo, como si
afirmar dicha doctrina implicara también afirmar que ella no necesitó ser
salvada por él. El ilustre franciscano responderá con maestría que lejos de ser
una excepción a la mediación salvadora universal de Cristo, su Hijo, la
Inmaculada Concepción de aquella que sería la Madre de Dios, es la actuación
más radical de su mediación redentora, por preservación y no por curación del
contagio del pecado original.
Cuando el Beato Papa Pío IX, desde la
basílica vaticana de San Pedro, el 8 de diciembre de 1854 proclamaba el dogma
de la Inmaculada, tenía detrás la asistencia del Espíritu y el eco infalible de
los siglos. La fiesta litúrgica iniciada en el oriente bizantino y difundida
luego, en idéntica fecha, en el occidente latino, alcanzaba un significado
preciso y normativo cuyos términos nos es grato escuchar: “declaramos,
pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la bienaventurada
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el
primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género
humano, está revelada por Dios; y, por consiguiente, ha de ser creída firme y
constantemente por todos los fieles” (DS 2803).
* * *
La liturgia de este día nos presenta el relato de
la Anunciación: “¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!” (Lc
1,28). Estas palabras de saludo que el ángel Gabriel dirige a la Virgen María,
de parte de Dios, antes de anunciarle el designio divino de convertirla en
Madre del Salvador, encierran el misterio al que la Iglesia con el paso del
tiempo puso el nombre de Inmaculada Concepción de la Virgen María. En efecto,
“llena de gracia” aparece como su nombre propio, e indica un estado anterior y
permanente, fruto del don gratuito de Dios y que, a su vez, atrae su favor. Por
eso el concilio Vaticano II dirá de la Virgen que ha sido “plasmada y hecha
una nueva creatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante
de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la
Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación
como llena de gracia” (LG 56).
Sin confundir el misterio de la Concepción
Inmaculada de María con el misterio de la concepción virginal de Cristo,
percibimos que ambos misterios se encuentran en íntima armonía: lo primero se
ordena a lo segundo. Así lo expresa la oración inicial de la Misa compuesta en
el siglo XV: “Dios nuestro que por la Concepción Inmaculada de la Virgen
María preservada de todo pecado, preparaste a tu Hijo una digna morada…”.
Según esto, el misterio de la Inmaculada Concepción equivale a la edificación
de una morada dignísima, la que convenía a la presencia del Hijo de Dios, que
años más tarde vendría a habitar por nueve meses en sus entrañas.
Oímos también en el saludo del ángel la invitación
a la alegría: “alégrate”; y la exclusión del temor: “no temas”,
porque “el Señor está contigo”. Su Hijo le es presentado como Rey y
Salvador. Muchos anuncios proféticos resuenan detrás de estas palabras (Sof
3,14-18; Zac 2,14; 9,9-10; Joel 2,21-27), evocando la invitación dirigida a la
ciudad santa de Jerusalén, la “hija de Sión”, con la que el Dios de la
Alianza deseaba volver a desposarse después de purificarla plenamente.
Interpretar a María de este modo, equivale a contemplarla como la realización
plena del misterio de alianza esponsal que Dios quiso celebrar con su pueblo en
los tiempos mesiánicos. Según el designio benevolente de Dios, del que nos
habla la segunda lectura, tomada de la Carta a los Efesios, desde la eternidad
Dios nos eligió en Cristo para ser “santos e inmaculados en su presencia por
el amor” (Ef 1,4). En esa misma carta el Apóstol nos presenta el misterio
de la Redención como un misterio nupcial: “(Cristo) quiso para sí una
Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa
e inmaculada” (Ef 5,27). Cuando la Iglesia proclama el misterio de la
Inmaculada proclama su propio misterio y descubre admirada su propia vocación,
al contemplar –como oiremos en el Prefacio de la plegaria eucarística– a “la
Madre digna de tu Hijo, comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura”. María Inmaculada es el ejemplar
acabado de la Iglesia llamada a ser santa e inmaculada.
Las lecturas bíblicas de hoy han comenzado con el
diálogo dramático entre Dios y nuestros primeros padres después de la caída
original, donde Dios desenmascara su desobediencia y al mismo tiempo anuncia el
triunfo de la descendencia de la mujer sobre la serpiente: “Pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Él te aplastará la cabeza
y tú le aplastarás el talón” (Gn 3,15). Si comparamos este relato con la
actitud de María en la Anunciación, ésta aparece como la antítesis de Eva,
mediante su obediencia, su libre consentimiento y su fe. De este modo, la
Virgen aparece íntimamente asociada a Cristo, antítesis de Adán, y por ser la
madre de aquel que aplastará la cabeza de la serpiente, aparece como la nueva
Eva, la madre de los vivientes. Con el Papa Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris
Mater, podemos decir que “María está situada en el centro mismo de
aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en
la tierra y en la historia misma de la salvación” (RM 11). Así la mujer y
su descendencia, comparten las mismas enemistades respecto del demonio.
* * *
Al elevar hoy nuestros ojos hacia ella, nos dejamos
deslumbrar ante su belleza incomparable. En ella entendemos la lógica de
nuestro camino evangelizador, en esta hora particularmente difícil de la
historia. La venida del Reino de Cristo no será el resultado, sin más, de
nuestros planes pastorales ni de nuestro esfuerzo perseverante, al margen del
auxilio de la gracia. El misterio de la Purísima hoy nos dice con evidencia:
“¡todo es gracia!”. Pero, liberados de todo impedimento de pecado, es el mismo
Cristo quien nos exhorta a convertirnos en instrumentos de su Reino, como lo
fue su Madre. Así la Inmaculada nos invita a dejar toda actitud de mera
pasividad y nos recuerda el misterio de la Alianza. Ni sólo el hombre sin el
auxilio de Dios, ni sólo Dios sin la correspondencia del hombre.
María Inmaculada nos permite también entender en su
exacto sentido uno de los valores más apreciados y menos comprendidos de la
cultura contemporánea: la libertad. Después de Cristo y en dependencia de él,
María es la mujer libre por excelencia, pero con una libertad que es gracia.
Liberada desde el primer instante de su concepción por la gracia que la
preserva intacta de todo contagio de pecado original, ella es radicalmente
libre para decir siempre sí a la voluntad divina. Admiremos en ella la paradoja
del cristianismo: la más humilde “esclava del Señor”, es el ícono perfecto de
la libertad.
Retornemos a la alabanza y cantemos a nuestra
Madre. No se equivoca la piedad al afirmar: “todo un Dios se recrea en tan
graciosa belleza”. Y como final de esta meditación deseo repetir una
letrilla popular de nuestra América colonial, donde los simples fieles
expresaban su defensa del dogma de la Inmaculada:
“Fue concebida María,
remedio de nuestro mal,
más pura que el sol del día,
sin pecado original”.
remedio de nuestro mal,
más pura que el sol del día,
sin pecado original”.
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