DISCURSO DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA
A LOS MIEMBROS DE LA
COMISIÓN TEOLÓGICA
INTERNACIONAL
Viernes 6 de diciembre
de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Os acojo y os saludo cordialmente al
final de vuestra sesión plenaria. Agradezco al presidente, monseñor Müller, las
palabras que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros. Este encuentro
me ofrece la ocasión de agradeceros el trabajo que habéis realizado durante el
último quinquenio y reafirmar la importancia del servicio eclesial de los
teólogos para la vida y la misión del pueblo de Dios.
Como habéis afirmado en el reciente
documento «La teología hoy: perspectivas, principios, criterios», la teología
es ciencia y sabiduría. Es ciencia, y como tal utiliza todos los recursos de la
razón iluminada por la fe para penetrar en la inteligencia del misterio de Dios
revelado en Jesucristo. Y es, sobre todo, sabiduría: en la escuela de la Virgen
María, que «conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc
2, 19), el teólogo busca iluminar la unidad del designio de amor de Dios y se
compromete a mostrar cómo la verdad de la fe forma una unidad orgánica,
armoniosamente articulada. Además, al teólogo le corresponde la tarea de
«auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las
múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a
fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y
expresada en forma más adecuada» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium
et spes, 44). Los teólogos son, pues, «pioneros» —esto es importante:
pioneros. ¡Adelante!—. Pioneros del diálogo de la Iglesia con las culturas.
Pero ser pioneros también es importante porque algunas veces se puede pensar
que se quedan atrás, en el cuartel… No, ¡en la frontera! Este diálogo de la
Iglesia con las culturas es un diálogo crítico y al mismo tiempo benévolo, que
debe favorecer la acogida de la Palabra de Dios por parte de los hombres «de
todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 9).
Los tres temas que estáis examinando
actualmente se insertan en esta perspectiva. Vuestra reflexión sobre los vínculos
entre monoteísmo y violencia testimonia que la Revelación de Dios
constituye verdaderamente una buena nueva para todos los hombres. Dios no es
una amenaza para el hombre. La fe en el Dios único y tres veces santo no es y
no puede ser jamás generadora de violencia e intolerancia. Al contrario, su
carácter altamente racional le confiere una dimensión universal, capaz de unir
a los hombres de buena voluntad. Por otra parte, la Revelación definitiva de
Dios en Jesucristo hace ya imposible cualquier recurso a la violencia «en
nombre de Dios». Precisamente por su rechazo a la violencia, por haber vencido
el mal con el bien, con la sangre de su cruz, Jesús reconcilió a los hombres
con Dios y entre ellos.
Esta es la paz que está en el centro
de vuestra reflexión sobre la doctrina social de la Iglesia. Tiende a
traducir en la concreción de la vida social el amor de Dios al hombre, que se
manifestó en Jesucristo. He aquí por qué la doctrina social se radica siempre
en la Palabra de Dios, acogida, celebrada y vivida en la Iglesia. Y la Iglesia
tiene que vivir ante todo en sí misma el mensaje social que lleva al mundo. Las
relaciones fraternas entre los creyentes, la autoridad como servicio, la
comunión con los pobres: todos estos aspectos, que caracterizan la vida
eclesial desde su origen, pueden y deben constituir un modelo vivo y atractivo
para las diversas comunidades humanas, desde la familia hasta la sociedad
civil.
Tal testimonio pertenece al pueblo de
Dios en su conjunto, que es un pueblo de profetas. Por el don del Espíritu
Santo, los miembros de la Iglesia poseen el «sentido de la fe». Se trata
de una especie de «instinto espiritual», que permite sentire cum Ecclesia
y discernir lo que es conforme a la fe apostólica y al espíritu del Evangelio.
Ciertamente, el sensus fidelium no se puede confundir con la realidad
sociológica de una opinión mayoritaria, está claro. Es otra cosa. Por lo tanto,
es importante —y es vuestra tarea— elaborar los criterios que permitan
discernir las expresiones auténticas del sensus fidelium. Por su parte,
el Magisterio tiene el deber de estar atento a lo que el Espíritu dice a las
Iglesias a través de las manifestaciones auténticas del sensus fidelium.
Me vienen a la memoria esos dos números, 8 y 12, de la Lumen gentium,
que precisamente sobre esto son tan importantes. Esta atención es de gran
importancia para los teólogos. El Papa Benedicto XVI destacó muchas veces que
el teólogo debe permanecer a la escucha de la fe vivida por los humildes y los
pequeños, a quienes el Padre quiso revelarles lo que había ocultado a sabios e
inteligentes (cf. Mt 11, 25-26; homilía en la misa con la Comisión
teológica internacional, 1 de diciembre de 2009).
Así pues, vuestra misión es
fascinante y al mismo tiempo arriesgada. Ambas cosas hacen bien: la fascinación
de la vida, porque la vida es hermosa; y también el riesgo, porque así podemos
ir adelante. Es fascinante, porque la investigación y la enseñanza de la
teología pueden convertirse en un verdadero camino de santidad, como
testimonian numerosos padres y doctores de la Iglesia. Pero también es
arriesgada, porque comporta tentaciones: la aridez del corazón —esto es feo,
cuando el corazón se endurece y cree que puede reflexionar sobre Dios con esa
aridez, ¡cuántos errores!—, el orgullo, incluso la ambición. San Francisco de
Asís envió una vez una esquela al hermano Antonio de Padua, en la que, entre
otras cosas, le decía: «Me agrada que enseñes la sagrada teología a los
hermanos con tal que, en el estudio, no extingas el espíritu de santa oración y
devoción». También acercarse a los pequeños ayuda a ser más inteligentes y más
sabios. Y pienso —esto no es hacer publicidad jesuítica—, pienso en san
Ignacio, que pedía a los profesos que hicieran el voto de enseñar la catequesis
a los pequeños, para comprender mejor la sabiduría de Dios.
Que la Virgen inmaculada conceda a
todos los teólogos y las teólogas crecer con este espíritu de oración y
devoción, y así, con profundo sentido de humildad, ser verdaderos servidores de
la Iglesia. En este camino os acompaño con la bendición apostólica, y os pido
por favor que recéis por mí, porque lo necesito.
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