domingo, 15 de diciembre de 2013

A Quién cantan los ángeles de Belén - Mons. Tihamér Tóth

¡A Quién cantan
los ángeles de Belén!
Mons. Tihamér Tóth
En “El Mensaje de Navidad” (1)

Por todo el orbe se encienden luces en esta noche silenciosa y estrellada. Noche misteriosa, noche santa, llena de cantos angélicos, de fulgor de estrellas, de risas infantiles, de pastores con pellizas y de alegría encantadora y sagrada.

Caen blancos copos de nieve, la tierra se cubre de un manto blanco. Se acerca la hora de medianoche... En el resto del año ya duermen todos a estas horas; pero en esta noche, que va del 24 al 25 de diciembre, la gente que espera ilusionada la Misa de medianoche.

En esta noche misteriosa queda derrotada para siempre la fuerza de las tinieblas: porque en todas las iglesias, a medianoche, de todos los labios brota este cántico de alegría: «Jesucristo ha nacido, ¡alegrémonos!»

Hace dos milenios que resuena el cántico de los ángeles de Belén. ¿Quién es ese Niño que ha nacido hoy? ¿Por qué no podemos olvidarlo después de dos mil años? ¿Por qué, ciertamente, no lo pueden olvidar los que le aman y los que le odian?

Si El no hubiese sido más que hombre, uno entre millones y millones que han vivido en esta tierra, este hecho asombroso sería siempre un enigma insoluble. A todos olvidamos..., pero a El no.


Tiro una piedra al agua. En el punto donde cae se forman ondas concéntricas, en forma de anillos, que se extienden por la superficie del agua. Si la piedra es pequeña, no produce más que unas pocas ondas; si es grande, el movimiento de círculos concéntricos se extiende más y dura más tiempo. Pero después de un rato —tanto si la piedra es pequeña como si es grande— cesa el movimiento de la superficie, y ésta vuelve a estar quieta y plana.

Cada hombre viene a ser como una de esas piedras arrojadas al agua, al mar inmenso de la historia. En cualquier parte que estemos, sea cual fuere nuestro oficio, nuestro saber, nuestra fortuna, nuestro modo de vivir, formamos ondas más o menos numerosas en la superficie del agua. Por muy modesto que sea mi empleo, también yo pertenezco al gran conjunto de la humanidad y sin mí la historia no sería lo que es. Como es obvio, la mayor parte de los hombres son piedras insignificantes en la inmensa superficie del agua; apenas si llegan a producir dos o tres anillos.

Hay otros, sin embargo, los llamados «grandes hombres», las grandes figuras de la humanidad, los héroes, gobernantes, descubridores, pensadores, científicos, artistas, que levantaron un oleaje de gran altura y amplitud... Pero tanto si son grandes como si son pequeños, al final, la suerte de todos ellos desemboca en lo mismo: al sumergirse en lo profundo del mar, al bajar al fondo del sepulcro, las olas empiezan a calmarse... Un poco de tiempo más, y ya nadie se acuerda de ellos.

No hay que darle vueltas, ésta es la suerte de todos los hombres... Ésta la del virtuoso y la del malvado. Hubo monarcas poderosos, ante quienes se inclinaban, rindiéndoles pleitesía, los pueblos de medio continente...; ¿quién se acuerda hoy de ellos? Hubo hombres buenos, hombres compasivos, de quienes se decía cuando se les enterraba que nunca serían olvidados, y ¿quién se acuerda hoy de sus nombres?

Hubo tiranos sanguinarios que se hicieron odiosos por los millares de personas que mataron; durante cincuenta o sesenta años los padres hablaban con horror de ellos a sus hijos... , pero ¿después?

Como los otros. Se sumergieron bajo el espejo del mar, fueron tragados por la tumba, y los cubrió el olvido.

Pero ¿para qué sacar ejemplos tan antiguos? Tenemos los retratos de nuestros antepasados de la familia, colocados en las paredes o sobre los muebles del hogar. Los hijos los miran con respeto. Después pasan los años, vienen los nietos, llegan los biznietos..., los retratos de los bisabuelos se ponen amarillentos con el pasar del tiempo..., se les arrincona, se les lleva al desván. Sí; todo lo olvidamos, todo lo olvidamos...

Pero hay una sola excepción a esta ley general y humana del olvido: Nuestro Señor Jesucristo. A Cristo no Le olvidamos. Todavía hoy Cristo es amado con un amor tal, y odiado con un odio tal, que no se puede explicar.

De esto nos habla la Navidad. Del nacimiento de Cristo.

¿Y no llama poderosamente la atención el que ni antes ni después de El haya dejado tan profunda huella el nacimiento de ningún niño?

Desde hace dos milenios han nacido millones y millones de niños. Muchos de ellos, hijos de príncipes, de reyes, de emperadores, ¿Quién se acuerda hoy de ellos? Aunque el recién nacido haya sido hijo del monarca más poderoso del mundo, hoy no significa nada para la humanidad, y menos para los hombres que vivirán en los siglos venideros.

Pero seguimos celebrando el nacimiento de Cristo.

Lo celebramos aun después de su muerte. Bien es verdad que celebramos el cumpleaños de nuestros seres queridos, de nuestro familiares..., pero tan sólo mientras viven. ¿Quién celebra el cumpleaños de un muerto?

Pero un día nació un niño..., en un país lejano, en una aldea desconocida, en un establo abandonado; no vivió mucho tiempo en la tierra, no vivió más que treinta y tres años, y no obstante, dejó trazados en la Historia unos surcos tan profundos, que su nacimiento sigue celebrándose año tras año, y lo celebran aún los que no comulgan con la fe cristiana, y lo que es más: lo celebran en un ambiente de fiesta entrañable y acogedor, que irradia paz, felicidad y alegría.

¿Qué niño es ése? ¿Es de nuestro linaje? Ciertamente lo es, de ello no hay duda; pero forzosamente tiene que ser algo más.

Y no sólo festejamos su recuerdo, sino sabemos que Cristo vive aun hoy día entre nosotros. No Le hemos olvidado: aquí mora, en medio de los cristianos, y una gran parte de la humanidad pronuncian a diario su santo nombre al rezar. No hemos olvidado sus palabras; ellas siguen resonando en nuestros oídos como si acabase de pronunciarlas. Yo no sé dónde nació mi abuelo; no sé cuáles fueron las últimas palabras de mi abuela...; no, no lo sé... Y, sin embargo, todo esto acaeció hace cuarenta o sesenta años. En cambio, cualquier niño de la escuela sabe dónde nació Cristo hace veinte siglos, qué hizo a los doce años de edad en el templo de Jerusalén, cuáles fueron sus últimas palabras en la cruz.

Millones de corazones laten con vehemencia al pronunciar su nombre. Millones de almas sienten mitigarse sus penas al levantar sus ojos a la cruz donde murió. Millones de personas hallan en El las fuerzas que necesitan para cumplir calladamente sus deberes de cada día. Siempre hubo, y hay todavía, cristianos dispuestos a sufrir el martirio por amor a El. Siempre hubo, y aun quedan, jóvenes dispuestos a renunciar por El a la más brillante carrera del mundo.

—Oiga, Hermana—dijo un hombre a una religiosa enfermera, al ver la paciencia de ángel con que cuidaba a un enfermo de aspecto repugnante—: yo no sería capaz de cuidar a un enfermo así, por mucho dinero que me diesen.

—Yo tampoco lo haría, —contestó la religiosa, y después añadió en voz baja—; pero por amor a Jesucristo, sí lo hago.

Pues ahí está lo incomprensible. No podemos explicarnos —en la hipótesis de que Cristo no fuera más que un hombre, un hombre que nació, vivió y murió—, cómo se le puede amar de tal modo después de dos milenios.

Que Cristo sea una realidad viva en el corazón de muchos aun hoy, dos mil años después de su muerte, no puede comprenderlo nadie, sino aceptando que Cristo es Dios y que sigue viviendo entre nosotros, aun después de morir.

Es lo que le impresionaba a Napoleón, en su destierro de la isla de Santa Elena, y así le decía al general Bertrand: «... Esto es lo que más admiro y lo que me prueba de un modo irrefutable la divinidad de Cristo. Yo también era capaz de enardecer a las tropas, que por mí se lanzaban a la batalla y se exponían a la muerte. Pero para poder hacerlo, tenía que estar presente, necesitaban que les mirase, que les hablase, que les soltase una arenga que les conmoviese el corazón. Lo mismo le pasaba a Julio César, a Alejandro Magno. Pero en el futuro, de nosotros apenas se acordarán, como mucho cuando estudien la Historia Universal. Sin embargo, Jesucristo sigue siendo amado, adorado y predicado en todo el mundo. Esto no lo puede hacer más que Dios.»

Si Cristo no fue más que hombre, no se comprende que se Le ame de esta manera.

Y hay todavía más: ¿cómo es posible odiarle tanto?

Porque Cristo es odiado aun hoy día. Durante estos dos mil años, siempre ha tenido enemigos y los tiene todavía hoy; enemigos que con odio satánico han querido borrar su nombre de la memoria de los hombres, enemigos que trabajan contra El con una astucia y un esfuerzo infernales.

Esto tampoco se comprende si Cristo no fuera más que un hombre.

Se comprendería —bien o mal— que se siguiese odiando durante siglos a algunos de los crueles tiranos que, a lo largo de la historia, han sido una terrible maldición para la humanidad. Pero no; no son los Faraones, que esclavizaron a pueblos enteros para levantar sus pirámides; no son los Nerones, ni Atila, ni los peores déspotas de la historia; no son éstos los odiados..., sino Jesús de Nazaret.

Y esto es lo que no se comprende. Porque Cristo, aunque se le considere como un simple hombre, ha sido una de las figuras más veneradas de la historia. ¿A quién causó daño? ¿Aprendió algo malo de El la humanidad? ¿No escuchamos de sus labios la parábola del buen samaritano? ¿Y es posible que se le odie tanto?

No, Cristo no es un mero hombre. Sino no se podría explicar el odio que se le tiene.

Jesucristo murió hace dos milenios, y sus enemigos Le temen todavía y le persiguen aún hoy a muerte.

Humanamente no tiene explicación. ¿Es comprensible tal odio hacia Cristo? ¿Es comprensible la historia bimilenaria del cristianismo, con sus luchas y sus triunfos, si en el fondo, no hay detrás más que un hombre muerto en una cruz?

«Consummatum est», «Todo se ha consumado». Fueron las últimas palabras que salieron de labios de Jesucristo moribundo. Si El no fuese más que un hombre, estas palabras no denotarían más que la sensación de desengaño y fracaso con que acababa su vida. No significarían que había consumado la gran obra de la redención, sino que «se acabó todo».

«Consummatum est», «Todo se acabó». Se tranquilizó la turba que volvía del Calvario, la que momentos antes se había espantado por el terremoto y el eclipse del sol. ¡No, no hay que tener miedo! Ahora ya está todo acabado.

«Consummatum est». «Por fin, se acabó», exclamó seguramente Pilatos, que no podía estar en paz desde que dictó la sentencia. Así debió también exclamar Herodes, que temía que se desencadenase una revuelta por causa de Cristo.

«Consummatunt est», «Por fin, se acabó», exclamaron con alivio los enemigos de Cristo. «Demasiados problemas nos ha causado. Ya podremos dormir tranquilos.»

«Consummatum est», «¡Todo se acabó!», se dirían apesadumbrados los Apóstoles, después que muriera Cristo.

Pero si Cristo terminó su vida con una ruina tan completa, ¿cómo es posible que después de los innumerables cambios habidos en estos dos milenios —en instituciones, formas de pensar, costumbres, leyes...— no le hayamos podido olvidar...? Aún más: ¿Cómo es que este Cristo ocupa hoy todavía un puesto preeminente en la historia de la humanidad? Un puesto tan preeminente, que todavía se Le ataca con fiera saña, con un odio inmenso, para acabar de matarle por fin de una vez... ¿Para qué matar al que ya murió? No es de locos querer ejecutar de nuevo a un muerto...

Conocemos el odio ilimitado con que los fariseos Le atacaron hace dos mil años, y he ahí que el mismo odio sigue enardeciendo hoy a muchos contra la cruz de Cristo. Conocemos el amor ardiente, abnegado, que Le profesaron sus seguidores hace dos milenios, y he ahí que el mismo amor sigue ardiendo aun hoy en muchos millones de corazones que se entregan totalmente a Él. ¿Hay un caso semejante a éste en la historia universal, un caso en que el odio y el amor a una persona desafíen durante dos mil años la gran ley del tiempo, del tiempo que despacio lo sepulta todo y todo lo cubre con el olvido?

Es cierto que Cristo murió heroicamente por un gran ideal. Pero ¿no murieron también heroicamente millares de hombres por amor a un gran ideal, y, sin embargo, ya nadie se acuerda de sus nombres, y muchas veces no sabemos siquiera ni el lugar dónde murieron?

Si Cristo no fue más que un mero hombre, también a El le tendría que caber irremisiblemente la misma suerte.

Si Cristo no fue más que un hombre, ¿cómo se explica ese irresistible influjo que ejerce aun hoy, después de dos milenios, en la cultura, en las costumbres, en la vida de muchos pueblos, con ese encanto que ejerce sin cesar, después de haber sido ejecutado como un malhechor? ¡Expliquen este misterio los que tienen a Cristo por mero hombre!

¡Cuántos tiranos famosos han hecho correr la sangre a raudales!...; pero ¿quién se ensaña con ellos hoy día? ¡Cuántos hombres eximios, de corazón bondadoso, hicieron llorar a multitudes cuando se morían!...; pero ¿quién vierte ahora una lágrima por ellos?

Sí; el tiempo abate inexorablemente todo el oleaje que el hombre más eximio haya promovido en el océano de la historia universal; y si Cristo pudo levantar olas que todavía persisten, persistirán, y no se amortiguarán jamás, ¿necesitamos una señal más clara para convencernos de que El fue más que un hombre, que El fue el Hombre- Dios, el Rey inmortal de los siglos?

Y por tal motivo doblan la rodilla en esta noche santa millones y millones de hombres delante de Jesucristo, nacido en un establo de Belén, como lo han hecho desde hace dos milenios los miembros más insignes de la humanidad. Y por esto he de repetir con ellos: Señor mío, creo y confeso que Tú no eres como nosotros, hombres finitos y mortales. Tú eres Dios. Tus doctrinas no fueron igualadas jamás por hombre alguno. Tu sabiduría no ha podido equipararse con ninguna filosofía. Tu nombre no se ha borrado por el paso de la historia, que todo lo borra. Tu memoria no se ha cubierto por el polvo en los anaqueles de las bibliotecas —como ha ocurrido con los hombres más geniales—, sino que vive pujante en el alma de millones de fieles. Tu imagen no se conserva, como la de los personajes más ilustres, en frías estatuas, sino pervive en millones de corazones que te aman con fervor ardiente. ¡Oh Cristo!, fuiste crucificado, muerto y sepultado, y con todo, sigues viviendo en nosotros. Tú no eres solamente hombre, eres el Hijo del Dios vivo.

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