¡A Quién cantan
los ángeles de Belén!
Mons. Tihamér Tóth
En “El Mensaje de Navidad” (1)
Por
todo el orbe se encienden luces en esta noche silenciosa y estrellada. Noche
misteriosa, noche santa, llena de cantos angélicos, de fulgor de estrellas, de
risas infantiles, de pastores con pellizas y de alegría encantadora y sagrada.
Caen
blancos copos de nieve, la tierra se cubre de un manto blanco. Se acerca la
hora de medianoche... En el resto del año ya duermen todos a estas horas; pero
en esta noche, que va del 24 al 25 de diciembre, la gente que espera ilusionada
la Misa de medianoche.
En esta
noche misteriosa queda derrotada para siempre la fuerza de las tinieblas:
porque en todas las iglesias, a medianoche, de todos los labios brota este
cántico de alegría: «Jesucristo ha nacido, ¡alegrémonos!»
Hace
dos milenios que resuena el cántico de los ángeles de Belén. ¿Quién es ese Niño
que ha nacido hoy? ¿Por qué no podemos olvidarlo después de dos mil años? ¿Por
qué, ciertamente, no lo pueden olvidar los que le aman y los que le odian?
Si El
no hubiese sido más que hombre, uno entre millones y millones que han vivido en
esta tierra, este hecho asombroso sería siempre un enigma insoluble. A todos
olvidamos..., pero a El no.
Tiro
una piedra al agua. En el punto donde cae se forman ondas concéntricas, en
forma de anillos, que se extienden por la superficie del agua. Si la piedra es
pequeña, no produce más que unas pocas ondas; si es grande, el movimiento de
círculos concéntricos se extiende más y dura más tiempo. Pero después de un
rato —tanto si la piedra es pequeña como si es grande— cesa el movimiento de la
superficie, y ésta vuelve a estar quieta y plana.
Cada
hombre viene a ser como una de esas piedras arrojadas al agua, al mar inmenso
de la historia. En cualquier parte que estemos, sea cual fuere nuestro oficio,
nuestro saber, nuestra fortuna, nuestro modo de vivir, formamos ondas más o
menos numerosas en la superficie del agua. Por muy modesto que sea mi empleo,
también yo pertenezco al gran conjunto de la humanidad y sin mí la historia no
sería lo que es. Como es obvio, la mayor parte de los hombres son piedras
insignificantes en la inmensa superficie del agua; apenas si llegan a producir
dos o tres anillos.
Hay
otros, sin embargo, los llamados «grandes hombres», las grandes figuras de la
humanidad, los héroes, gobernantes, descubridores, pensadores, científicos,
artistas, que levantaron un oleaje de gran altura y amplitud... Pero tanto si
son grandes como si son pequeños, al final, la suerte de todos ellos desemboca
en lo mismo: al sumergirse en lo profundo del mar, al bajar al fondo del
sepulcro, las olas empiezan a calmarse... Un poco de tiempo más, y ya nadie se
acuerda de ellos.
No hay
que darle vueltas, ésta es la suerte de todos los hombres... Ésta la del
virtuoso y la del malvado. Hubo monarcas poderosos, ante quienes se inclinaban,
rindiéndoles pleitesía, los pueblos de medio continente...; ¿quién se acuerda
hoy de ellos? Hubo hombres buenos, hombres compasivos, de quienes se decía
cuando se les enterraba que nunca serían olvidados, y ¿quién se acuerda hoy de
sus nombres?
Hubo
tiranos sanguinarios que se hicieron odiosos por los millares de personas que
mataron; durante cincuenta o sesenta años los padres hablaban con horror de
ellos a sus hijos... , pero ¿después?
Como
los otros. Se sumergieron bajo el espejo del mar, fueron tragados por la tumba,
y los cubrió el olvido.
Pero
¿para qué sacar ejemplos tan antiguos? Tenemos los retratos de nuestros
antepasados de la familia, colocados en las paredes o sobre los muebles del
hogar. Los hijos los miran con respeto. Después pasan los años, vienen los nietos,
llegan los biznietos..., los retratos de los bisabuelos se ponen amarillentos
con el pasar del tiempo..., se les arrincona, se les lleva al desván. Sí; todo
lo olvidamos, todo lo olvidamos...
Pero
hay una sola excepción a esta ley general y humana del olvido: Nuestro Señor
Jesucristo. A Cristo no Le olvidamos. Todavía hoy Cristo es amado con un
amor tal, y odiado con un odio tal, que no se puede explicar.
De esto nos habla la Navidad.
Del nacimiento de Cristo.
¿Y no
llama poderosamente la atención el que ni antes ni después de El haya dejado
tan profunda huella el nacimiento de ningún niño?
Desde
hace dos milenios han nacido millones y millones de niños. Muchos de ellos,
hijos de príncipes, de reyes, de emperadores, ¿Quién se acuerda hoy de ellos?
Aunque el recién nacido haya sido hijo del monarca más poderoso del mundo, hoy
no significa nada para la humanidad, y menos para los hombres que vivirán en
los siglos venideros.
Pero
seguimos celebrando el nacimiento de Cristo.
Lo
celebramos aun después de su muerte. Bien es verdad que celebramos el
cumpleaños de nuestros seres queridos, de nuestro familiares..., pero tan sólo
mientras viven. ¿Quién celebra el cumpleaños de un muerto?
Pero un
día nació un niño..., en un país lejano, en una aldea desconocida, en un
establo abandonado; no vivió mucho tiempo en la tierra, no vivió más que
treinta y tres años, y no obstante, dejó trazados en la Historia unos surcos
tan profundos, que su nacimiento sigue celebrándose año tras año, y lo celebran
aún los que no comulgan con la fe cristiana, y lo que es más: lo celebran en un
ambiente de fiesta entrañable y acogedor, que irradia paz, felicidad y alegría.
¿Qué
niño es ése? ¿Es de nuestro linaje? Ciertamente lo es, de ello no hay duda;
pero forzosamente tiene que ser algo más.
Y no
sólo festejamos su recuerdo, sino sabemos que Cristo vive aun hoy día entre
nosotros. No Le hemos olvidado: aquí mora, en medio de los cristianos, y una
gran parte de la humanidad pronuncian a diario su santo nombre al rezar. No
hemos olvidado sus palabras; ellas siguen resonando en nuestros oídos como si
acabase de pronunciarlas. Yo no sé dónde nació mi abuelo; no sé cuáles fueron
las últimas palabras de mi abuela...; no, no lo sé... Y, sin embargo, todo esto
acaeció hace cuarenta o sesenta años. En cambio, cualquier niño de la escuela
sabe dónde nació Cristo hace veinte siglos, qué hizo a los doce años de edad en
el templo de Jerusalén, cuáles fueron sus últimas palabras en la cruz.
Millones
de corazones laten con vehemencia al pronunciar su nombre. Millones de almas
sienten mitigarse sus penas al levantar sus ojos a la cruz donde murió.
Millones de personas hallan en El las fuerzas que necesitan para cumplir
calladamente sus deberes de cada día. Siempre hubo, y hay todavía, cristianos
dispuestos a sufrir el martirio por amor a El. Siempre hubo, y aun quedan,
jóvenes dispuestos a renunciar por El a la más brillante carrera del mundo.
—Oiga,
Hermana—dijo un hombre a una religiosa enfermera, al ver la paciencia de ángel
con que cuidaba a un enfermo de aspecto repugnante—: yo no sería capaz de
cuidar a un enfermo así, por mucho dinero que me diesen.
—Yo
tampoco lo haría, —contestó la religiosa, y después añadió en voz baja—; pero
por amor a Jesucristo, sí lo hago.
Pues
ahí está lo incomprensible. No podemos explicarnos —en la hipótesis de que
Cristo no fuera más que un hombre, un hombre que nació, vivió y murió—, cómo se
le puede amar de tal modo después de dos milenios.
Que
Cristo sea una realidad viva en el corazón de muchos aun hoy, dos mil años
después de su muerte, no puede comprenderlo nadie, sino aceptando que Cristo es
Dios y que sigue viviendo entre nosotros, aun después de morir.
Es lo
que le impresionaba a Napoleón, en su destierro de la isla de Santa Elena, y
así le decía al general Bertrand: «... Esto es lo que más admiro y lo que me
prueba de un modo irrefutable la divinidad de Cristo. Yo también era capaz de
enardecer a las tropas, que por mí se lanzaban a la batalla y se exponían a la
muerte. Pero para poder hacerlo, tenía que estar presente, necesitaban que les
mirase, que les hablase, que les soltase una arenga que les conmoviese el
corazón. Lo mismo le pasaba a Julio César, a Alejandro Magno. Pero en el futuro,
de nosotros apenas se acordarán, como mucho cuando estudien la Historia
Universal. Sin embargo, Jesucristo sigue siendo amado, adorado y predicado en
todo el mundo. Esto no lo puede hacer más que Dios.»
Si
Cristo no fue más que hombre, no se comprende que se Le ame de esta manera.
Y hay
todavía más: ¿cómo es posible odiarle tanto?
Porque
Cristo es odiado aun hoy día. Durante estos dos mil años, siempre ha tenido
enemigos y los tiene todavía hoy; enemigos que con odio satánico han querido
borrar su nombre de la memoria de los hombres, enemigos que trabajan contra El
con una astucia y un esfuerzo infernales.
Esto
tampoco se comprende si Cristo no fuera más que un hombre.
Se
comprendería —bien o mal— que se siguiese odiando durante siglos a algunos de
los crueles tiranos que, a lo largo de la historia, han sido una terrible
maldición para la humanidad. Pero no; no son los Faraones, que esclavizaron a
pueblos enteros para levantar sus pirámides; no son los Nerones, ni Atila, ni
los peores déspotas de la historia; no son éstos los odiados..., sino Jesús de
Nazaret.
Y esto
es lo que no se comprende. Porque Cristo, aunque se le considere como un simple
hombre, ha sido una de las figuras más veneradas de la historia. ¿A quién causó
daño? ¿Aprendió algo malo de El la humanidad? ¿No escuchamos de sus labios la
parábola del buen samaritano? ¿Y es posible que se le odie tanto?
No,
Cristo no es un mero hombre. Sino no se podría explicar el odio que se le
tiene.
Jesucristo
murió hace dos milenios, y sus enemigos Le temen todavía y le persiguen aún hoy
a muerte.
Humanamente
no tiene explicación. ¿Es comprensible tal odio hacia Cristo? ¿Es comprensible
la historia bimilenaria del cristianismo, con sus luchas y sus triunfos, si en
el fondo, no hay detrás más que un hombre muerto en una cruz?
«Consummatum
est», «Todo se ha consumado». Fueron las últimas palabras que
salieron de labios de Jesucristo moribundo. Si El no fuese más que un hombre,
estas palabras no denotarían más que la sensación de desengaño y fracaso con
que acababa su vida. No significarían que había consumado la gran obra de la
redención, sino que «se acabó todo».
«Consummatum
est», «Todo se acabó». Se tranquilizó la turba que volvía del
Calvario, la que momentos antes se había espantado por el terremoto y el
eclipse del sol. ¡No, no hay que tener miedo! Ahora ya está todo acabado.
«Consummatum
est». «Por fin, se acabó», exclamó seguramente Pilatos, que no podía
estar en paz desde que dictó la sentencia. Así debió también exclamar Herodes,
que temía que se desencadenase una revuelta por causa de Cristo.
«Consummatunt
est», «Por fin, se acabó», exclamaron con alivio los enemigos de
Cristo. «Demasiados problemas nos ha causado. Ya podremos dormir tranquilos.»
«Consummatum
est», «¡Todo se acabó!», se dirían apesadumbrados los Apóstoles,
después que muriera Cristo.
Pero si
Cristo terminó su vida con una ruina tan completa, ¿cómo es posible que después
de los innumerables cambios habidos en estos dos milenios —en instituciones,
formas de pensar, costumbres, leyes...— no le hayamos podido olvidar...? Aún
más: ¿Cómo es que este Cristo ocupa hoy todavía un puesto preeminente en la
historia de la humanidad? Un puesto tan preeminente, que todavía se Le ataca
con fiera saña, con un odio inmenso, para acabar de matarle por fin de una
vez... ¿Para qué matar al que ya murió? No es de locos querer ejecutar de nuevo
a un muerto...
Conocemos
el odio ilimitado con que los fariseos Le atacaron hace dos mil años, y he ahí
que el mismo odio sigue enardeciendo hoy a muchos contra la cruz de Cristo.
Conocemos el amor ardiente, abnegado, que Le profesaron sus seguidores hace dos
milenios, y he ahí que el mismo amor sigue ardiendo aun hoy en muchos millones
de corazones que se entregan totalmente a Él. ¿Hay un caso semejante a éste en
la historia universal, un caso en que el odio y el amor a una persona desafíen
durante dos mil años la gran ley del tiempo, del tiempo que despacio lo sepulta
todo y todo lo cubre con el olvido?
Es
cierto que Cristo murió heroicamente por un gran ideal. Pero ¿no murieron
también heroicamente millares de hombres por amor a un gran ideal, y, sin
embargo, ya nadie se acuerda de sus nombres, y muchas veces no sabemos siquiera
ni el lugar dónde murieron?
Si
Cristo no fue más que un mero hombre, también a El le tendría que caber
irremisiblemente la misma suerte.
Si
Cristo no fue más que un hombre, ¿cómo se explica ese irresistible influjo que
ejerce aun hoy, después de dos milenios, en la cultura, en las costumbres, en
la vida de muchos pueblos, con ese encanto que ejerce sin cesar, después de
haber sido ejecutado como un malhechor? ¡Expliquen este misterio los que tienen
a Cristo por mero hombre!
¡Cuántos
tiranos famosos han hecho correr la sangre a raudales!...; pero ¿quién se
ensaña con ellos hoy día? ¡Cuántos hombres eximios, de corazón bondadoso,
hicieron llorar a multitudes cuando se morían!...; pero ¿quién vierte ahora una
lágrima por ellos?
Sí; el
tiempo abate inexorablemente todo el oleaje que el hombre más eximio haya
promovido en el océano de la historia universal; y si Cristo pudo levantar olas
que todavía persisten, persistirán, y no se amortiguarán jamás, ¿necesitamos
una señal más clara para convencernos de que El fue más que un hombre, que El
fue el Hombre- Dios, el Rey inmortal de los siglos?
Y por
tal motivo doblan la rodilla en esta noche santa millones y millones de hombres
delante de Jesucristo, nacido en un establo de Belén, como lo han hecho desde
hace dos milenios los miembros más insignes de la humanidad. Y por esto he de
repetir con ellos: Señor mío, creo y confeso que Tú no eres como nosotros,
hombres finitos y mortales. Tú eres Dios. Tus doctrinas no fueron igualadas jamás
por hombre alguno. Tu sabiduría no ha podido equipararse con ninguna filosofía.
Tu nombre no se ha borrado por el paso de la historia, que todo lo borra. Tu
memoria no se ha cubierto por el polvo en los anaqueles de las bibliotecas
—como ha ocurrido con los hombres más geniales—, sino que vive pujante en el
alma de millones de fieles. Tu imagen no se conserva, como la de los personajes
más ilustres, en frías estatuas, sino pervive en millones de corazones que te
aman con fervor ardiente. ¡Oh Cristo!, fuiste crucificado, muerto y sepultado,
y con todo, sigues viviendo en nosotros. Tú no eres solamente hombre, eres el
Hijo del Dios vivo.
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