PRIMERAS VÍSPERAS DEL
I
DOMINGO DE ADVIENTO
HOMILÍA
DE SU SANTIDAD
BENEDICTO
XVI
Domingo 1 de diciembre de 2007
Domingo 1 de diciembre de 2007
Queridos
hermanos y hermanas:
El
Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud
fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que,
mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo
Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos.
La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la
última venida del Señor. Las antífonas de estas primeras Vísperas, con diversos
matices, están orientadas hacia esa perspectiva. La lectura breve, tomada de la
primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5, 23-24) hace
referencia explícita a la venida final de Cristo, usando precisamente el
término griego parusía (v. 23). El Apóstol exhorta a los cristianos a
ser irreprensibles, pero sobre todo los anima a confiar en Dios, que es «fiel»
(v. 24) y no dejará de realizar la santificación en quienes correspondan a su
gracia.
Toda
esta liturgia vespertina invita a la esperanza, indicando en el horizonte de la
historia la luz del Salvador que viene: «Aquel día brillará una gran luz»
(segunda antífona); «vendrá el Señor con toda su gloria» (tercera antífona);
«su resplandor ilumina toda la tierra» (antífona del Magníficat). Esta luz, que
proviene del futuro de Dios, ya se ha manifestado en la plenitud de los
tiempos. Por eso nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya
en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la
historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret. El evangelista
san Juan aplica a Jesús el título de «luz»: es un título que pertenece a Dios.
En efecto, en el Credo profesamos que Jesucristo es «Dios de Dios, Luz de Luz».
Al tema
de la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, publicada ayer. Me alegra
entregarla idealmente a toda la Iglesia en este primer domingo de Adviento a
fin de que, durante la preparación para la santa Navidad, tanto las comunidades
como los fieles individualmente puedan leerla y meditarla, de modo que
redescubran la belleza y la profundidad de la esperanza cristiana. En
efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del
rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su
encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y
resurrección.
La
esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre
misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn
3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener
vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el Adviento es tiempo
favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y
fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra
salvación.
Como se
puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las cartas de los
Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de
las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo, en su carta a los
Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin
esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta expresión resulta
sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos referirla en
particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón
del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la
nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
En
realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si
faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas
de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad. Está en
juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el «más
allá». El más allá no es un lugar donde acabaremos después de la muerte, sino
la realidad de Dios, la plenitud de vida a la que todo ser humano, por decirlo
así, tiende. A esta espera del hombre Dios ha respondido en Cristo con el don
de la esperanza.
El
hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a
Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de
su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha
para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda
privarse de esta riqueza?
Dios
conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su
verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde
peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad
precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el
sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual
quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los
sacramentos.
Mediante
la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los hombres de hoy. Y lo
hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc
19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de
la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, «que es, que era y
que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él,
Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma,
para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la
esperanza.
He aquí
el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida
por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios nos ama y
precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su
amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos.
Esta
espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor
nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En este sentido, la
esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su apoyo y su
término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto en mi espíritu
un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está llamado a esperar
correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo demás, la experiencia nos
demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es lo que impulsa al mundo sino la
confianza que Dios tiene en el hombre? Es una confianza que se refleja en el
corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de las dificultades y
las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor forma posible, por
realizar un bien que parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande:
en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos
de la sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del
hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna
y bienaventurada.
Todo
niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y es una
confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre alberga en un
futuro abierto a la eternidad de Dios. A esta esperanza del hombre respondió
Dios naciendo en el tiempo como un ser humano pequeño. San Agustín escribió:
«De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos
podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros» (Confesiones
X, 43, 69, citado en Spe salvi, 29).
Dejémonos
guiar ahora por Aquella que llevó en su corazón y en su seno al Verbo
encarnado. ¡Oh María, Virgen de la espera y Madre de la esperanza, reaviva en
toda la Iglesia el espíritu del Adviento, para que la humanidad entera se
vuelva a poner en camino hacia Belén, donde vino y de nuevo vendrá a visitarnos
el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78), Cristo nuestro Dios! Amén.
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