sábado, 16 de marzo de 2013

Domingo V de cuaresma (ciclo c) - San Agustín

La mujer adúltera

          De allí se marchó Jesús al monte, pero al monte de los Olivos, monte fructuoso, monte del ungüento, monte del crisma. ¿Dónde era conveniente que enseñase Cristo sino en el monte de los Olivos? El nombre de Cristo viene de la palabra griega Xrisma, que es unción en latín. Nos ungió precisamente porque nos habilitó para luchar con­tra el diablo. Y de mañana volvió otra vez al templo, y todo el pueblo vino a Él, y, sentado, les enseñaba. Y nadie le prendía, porque todavía no se dignaba padecer.
          Atended ya ahora en que pusieron a prueba sus enemigos la mansedumbre del Señor. Le llevan los escribas y fariseos una mujer sorprendida en adulterio y la colocan en medio y le dicen: Maestro, esta mujer acaba de ser co­gida en adulterio, y Moisés nos manda en la ley apedrear a esta clase de mujeres; tú ¿qué dices? Esto se lo decían tentándole, con el fin de poderle acusar. Pero ¿de qué po­dían acusarle? ¿Es que le habían sorprendido por ventura en algún crimen o es que aquella mujer era considerada como si estuviera de algún modo en relación con El? ¿Qué significa, pues: Tentándole, para tener de qué acusarle?
          Aquí se ve, hermanos, cómo descuella en el Señor su ad­mirable mansedumbre. Se dieron cuenta de que era dulce y manso en extremo, ya que de Él estaba ya predicho: Ciñe tu espada sobre tu muslo, ¡oh poderosísimo! Enristra con tu belleza y hermosura y marcha con prosperidad y reina por tu verdad, mansedumbre y justicia1. Nos dio, pues, a conocer la verdad como maestro, y la mansedumbre como libertador, y la justicia como juez. Por eso predijo el pro­feta que reinaría en el Espíritu Santo2. Cuando hablaba, se reconocía la verdad, y cuando no se enfurecía contra sus enemigos, se elogiaba su mansedumbre. Pues como sus enemigos por estas dos cosas, es decir, por la verdad y la mansedumbre, se consumían de odio y de envidia, le echa­ron un lazo en la tercera, es decir, en la justicia. ¿Cómo? La ley preceptuaba apedrear a las adúlteras; y la ley, cier­tamente, no podía preceptuar injusticia alguna: si decía algo distinto de lo que preceptuaba la ley, se le sorprende­ría en la injusticia. Decían, pues, entre ellos: Se le cree amigo de la verdad y parece amable; hay que poner a prue­ba con sagacidad su justicia. Presentémosle una mujer sor­prendida en adulterio y digámosle lo que acerca de ella la ley preceptúa. Si ordena que sea apedreada, dejará de ser amable; y si juzga que se la debe absolver, será transgresor de la justicia. Pero dicen ellos: Para no sacrificar su man­sedumbre, por la que se ha hecho tan amable al pueblo, dirá indudablemente que debe ser absuelta. Esta será la ocasión de acusarle y hacerle reo como prevaricador de la ley, diciéndole: Tú eres un enemigo de la ley; sentencias contra Moisés; mucho más: contra Aquel que dio la ley; tú eres reo de muerte y tú mismo debes ser apedreado jun­to con ella.
          ¡Qué palabras y razonamientos tan adecuados para encender más la pasión de la envidia y hacer arder más el fuego de la acusación y para ser exigida con instan­cia la condenación! Y todo esto, ¿contra quién? La per­versidad contra la Rectitud, y la falsedad contra la Ver­dad, y el corazón pervertido contra el corazón recto, y la insipiencia contra la Sabiduría. ¿Cuándo iban ellos a prepa­rar lazos en los que no cayeran primero de cabeza ellos? Mirad cómo el Señor en su respuesta pone a salvo la jus­ticia sin detrimento de la mansedumbre. No fue prendido Aquel a quien el lazo se tendía, sino que fueron presos primero quienes lo tendían: es que no creían en Aquel que podía librarlos de todos los ardides.
          ¿Qué respuesta dio, pues, el Señor Jesús? ¿Cuál fue la respuesta de la Verdad? ¿Cuál fue la de la Sabiduría? ¿Cuál fue la de la Justicia misma, contra la que iba dirigi­da la calumnia? La respuesta no fue: «Que no sea apedrea­da», no pareciese que procedía contra la ley; ni mucho menos esta otra: «Que sea apedreada»; es que no había ve­nido a perder lo que había hallado, sino a buscar lo que había perecido3. ¿Qué respuesta fue la suya? Mirad qué res­puesta tan saturada de justicia, y de mansedumbre, y de verdad: Quien de vosotros esté sin pecado, que tire contra ella la piedra el primero. ¡Oh qué contestación la de la Sabi­duría! ¡Cómo les hizo entrar dentro de sí mismos! No ha­cían más que calumniar a los demás y no se examinaban por dentro a sí mismos; clavaban los ojos en la adúltera y no los clavaban en sí mismos. Siendo ellos transgresores de la ley, querían que se cumpliese la ley, y esto a base de toda clase de astucias, no según las exigencias de la verdad, como sería condenar al adulterio en nombre de la propia castidad.
          Acabáis de oír, judíos y fariseos y docto­res de la ley, al Custodio de la ley, pero que aún no ha­béis comprendido al Legislador. ¿Qué otra cosa, pues, quiere daros a entender cuando escribe con el dedo en la tierra? La ley fue escrita con el dedo de Dios, pero en piedra, por la dureza de los corazones4. Ahora escribía ya el Señor en la tierra, porque quería sacar de ella algún fruto. Lo habéis oído, pues. Cúmplase la ley; que sea apedreada. Pero ¿es, por ventura, justo que la ley la ejecuten quienes, como ella, deben ser castigados? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a hacer confesión. Pues sabe quién es: No hay nadie que conozca la interioridad del hombre sino el espíritu del hombre, que existe en él5. Todo el que dirige su vista al interior, se ve pecador. Esto es claro que es así. Luego o tenéis que de­jarla libre o tenéis que someteros juntamente con ella al peso de la ley.
          Si su sentencia hubiera sido que no sea apedreada la adúltera, se pondría en evidencia que era injusto; y si hubiera sido que sea apedreada, no parecería ser manso. La sentencia del que es manso y justo, tenía que ser: Quien de vosotros esté sin pecado, que arroje el primero contra ella la piedra. Es la justicia la que senten­cia: Sufra el castigo la pecadora; pero no por pecadores; ejecútese la ley, pero no por sus transgresores. Esta es en absoluto la sentencia de la justicia. Y ellos, heridos por ella como por un grueso dardo, se miran a sí mismos y se ven reos y salen todos de allí uno después de otro. Sólo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia. Y el Señor, después, de haberles clavado en el corazón el dardo de su justicia, ni mirar se digna siquiera cómo van desapareciendo, sino que aparta de ellos su vista y vuelve otra vez a escribir con el dedo en la tierra.
          Sola aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oiga­mos ahora también la voz de la mansedumbre. ¡Qué aterra­da debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor: Quien de vosotros esté sin pecado, que lance contra ella la piedra el primero! Mas ellos se miran a sí mismos y, con su fuga confesándose reos, dejan sola a aquella mujer con su gran pecado en presencia de aquel que no tenía pecado. Y como le había ella oído decir: El que esté sin pecado, que arroje contra ella la piedra el primero, temía ser castigada por aquel en el que no podía hallarse pecado alguno. Más el que había alejado de sí a sus enemigos con las palabras de la justicia, clava en ella los ojos de la misericordia y le pre­gunta: ¿No te ha condenado nadie? Contesta ella: Señor, nadie. Y El: Ni yo mismo te condeno; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pe­cado alguno. Ni yo mismo te condeno. Señor, ¿qué es esto? ¿Favoreces tú a los pecados? Es claro que no es así. Mira lo que sigue: Vete y no quieras pecar más en adelante. Lue­go el Señor dio sentencia de condenación, pero contra el pe­cado, no contra el hombre. Pues, si fuera El favorecedor de los pecados, le habría dicho: Ni yo mismo te condeno, vete y vive a tus anchas; bien segura puedes estar de mi absolución; yo mismo, peques lo que peques, te libraré de todas las penas, aun de las del infierno, y de sus verdugos. No fue ésta su sentencia.
          Que se fijen en esto quienes aman en el Señor la mansedumbre y teman la justicia; porque dulce y recto es el Señor6. Tú lo amas porque es dulce; témelo también, por­que es recto. Así habla como manso: Callé7; pero, como jus­to, añade: ¿Callaré, por ventura, siempre? Misericordioso y compasivo es el Señor8. Así es, efectivamente. Todavía hay que añadir: y magnánimo; más todavía: y muy misericor­dioso; pero teme lo último que añade: y veraz. A los que soporta ahora como pecadores, los juzgará después como me­nospreciadores. ¿Es que desprecias las riquezas de su mag­nanimidad y mansedumbre? ¿No sabes que la paciencia de Dios te convida a penitencia? Más tú, por la dureza e im­penitencia de tu corazón, te vas atesorando ira para el día de la ira y del justo juicio de Dios, que dará a cada uno se­gún sus obras9. Manso y magnánimo y misericordioso es el Señor, pero también es el Señor justo y veraz. Él te da tiempo para tu corrección; pero tú amas la dilación más que la enmienda. ¿Fuiste ayer malo? Sé hoy bueno. ¿Has pasado el día de hoy en el pecado? No sigas así mañana. Tú siempre esperando y prometiéndote muchísimo de la mise­ricordia de Dios, como si el que te promete el perdón si te arrepientes, te hubiera prometido también vida más larga. ¿Cómo sabes lo que te proporcionará el día de mañana? Ra­zón tienes cuando hablas así en tu corazón: Cuando me co­rrija, me perdonará Dios todos mis pecados. No se puede negar que Dios promete el perdón a los que se corrigen y convierten. Pero en el profeta que tú me estás leyendo que Dios prometió el perdón al arrepentido, no me lees tú que te prometió vida larga.
          Por dos cosas, pues, están en peligro los hombres. Por la esperanza y por la desesperación, que son cosas con­trarias, efectos contrarios. Se engaña esperando, se engaña el que dice: Dios es bueno y puedo hacer lo que me plaz­ca y lo que quiero; puedo soltar las riendas a mi concupis­cencia y dar satisfacción a los deseos de mi alma. ¿Y por qué esto? Porque Dios es bueno y Dios es misericordioso y manso. La esperanza es un peligro para estos hombres.
          La desesperación, en cambio, pone en peligro a aquellos que, una vez caídos en graves pecados, creen que ya no hay per­dón para ellos, aunque se arrepientan; y considerándose ya, sin duda alguna, como destinados al infierno, dicen en sí mismos: Nosotros ya estamos condenados sin remedio, ¿por qué no hacemos todo lo que nos plazca? Su disposición de alma es como la de los gladiadores destinados a morir por la espada. Por eso son tan perjudiciales los desesperados: ya no tienen nada que temer y son espantosamente temi­bles. El alma fluctúa entre la esperanza y la desesperación. Teme no te mate la esperanza y, esperando mucho en la mi­sericordia de Dios, caigas en manos de su justicia. Teme también no te mate la desesperación y, creyendo que no es posible que se te perdonen los pecados que cometiste, te niegues a hacer penitencia e incurras en el juicio de la Sa­biduría, que dice: Yo me reiré también de vuestra ruina...10
          ¿Qué remedio proporciona el Señor a quienes están en peli­gro de muerte por una u otra de estas enfermedades? A los que están en peligro de muerte por la esperanza, les da este remedio: No demores tu conversión al Señor ni la difieras un día por otro, porque pronto llegará la ira de Dios, y en el momento de la venganza será tu ruina11. ¿Qué remedio da a quienes pone en peligro de muerte la desesperación? En el momento mismo en que el inicuo se convierta, olvidaré para siempre todas sus iniquidades12. Por causa de aquellos que es­tán en peligro por la desesperación, ofrece el puerto de la indulgencia; y por los que pone en peligro la esperanza y son víctimas del engaño por la dilación, deja en la incerti­dumbre el día de la muerte. No sabes cuándo llegará el úl­timo día. ¿Eres ingrato, precisamente, porque tienes el día de hoy para corregirte? En este sentido habla a esta mujer: Ni yo te condenaré. Segura, pues, de lo pasado, ponte en guardia para el futuro. Ni yo te condenaré. Yo he borrado los pecados que cometiste; observa lo que te he preceptuado para que llegues a conseguir lo que te he prometido.
(SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de San Juan (I), Tratado 33, puntos 3-8, O.C. (XIII), BAC Madrid 1968, pp. 667-75)
(1) Sal 44, 4.5
(2) Is 11
(3) Lc 10, 10
(4) Ex 31, 18
(5) 1 Co 2, 11
(6) Sal 24, 8
(7) Is 42, 14
(8) Sal 85, 15
(9) Rm 2, 4
(10) Pr 1, 26
(11) Si 5, 7
(12) Ez 18, 27


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