sábado, 16 de marzo de 2013

Domingo V de cuaresma (ciclo c) - Benedicto XVI


VISITA PASTORAL
A LA PARROQUIA ROMANA
DE
SANTA FELICIDAD
E HIJOS, MÁRTIRES
De la Homilía del
SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Domingo 25 de marzo de 2007

          Aquí, como en otras partes, ciertamente no faltan situaciones problemáticas, tanto en el campo material como en el moral, situaciones que requieren de vosotros, queridos amigos, un compromiso constante de testimoniar que el amor de Dios, que se manifestó plenamente en Cristo crucificado y resucitado, abraza de modo concreto a todos, sin distinción de raza y cultura. Esta es, en el fondo, la misión de toda comunidad  parroquial, llamada a anunciar el Evangelio y a ser lugar de acogida y de escucha, de formación y de comunión fraterna, de diálogo y de perdón.
          ¿Cómo puede mantenerse fiel a este mandato una comunidad cristiana? ¿Cómo puede llegar a ser cada vez más una familia de hermanos animados por el Amor? La palabra de Dios que acabamos de escuchar, y que resuena con singular elocuencia en nuestro corazón durante este tiempo cuaresmal, nos recuerda que nuestra peregrinación terrena está llena de dificultades y pruebas, como el camino del pueblo elegido a lo largo del desierto antes de llegar a la tierra prometida. Pero, como asegura Isaías en la primera lectura, la intervención divina puede facilitarlo, transformando el páramo en un país confortable y rico en aguas (cf. Is 43, 19-20).
          El salmo responsorial se hace eco del profeta:  a la vez que recuerda la alegría del regreso del exilio babilónico, invoca al Señor para que intervenga en favor de los "cautivos", que al ir van llorando, pero vuelven llenos de júbilo, porque Dios está presente y, como en el pasado, hará también en el futuro "grandes hazañas en favor nuestro".
          Esta misma confianza, esta esperanza en que después de tiempos difíciles el Señor manifieste siempre su presencia y su amor, debe animar a toda comunidad cristiana a la que su Señor ha dotado de abundantes provisiones espirituales para atravesar el desierto de este mundo y transformarlo en un vergel florido. Estas provisiones son la escucha dócil de su Palabra, los sacramentos y todos los demás recursos espirituales de la liturgia y de la oración personal. En definitiva, la verdadera provisión es su amor. El amor que impulsó a Jesús a inmolarse por nosotros nos transforma y nos capacita para seguirlo fielmente.
          En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es, sobre todo, amor:  si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior:  nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el "pan nuestro de cada día".
          El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas:  en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman "maestro" (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.
          Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa:  "Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra" (Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que "el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre". Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, "golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro" (In Io. Ev. tract. 33, 5).
          Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, "comenzando por los más viejos". Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz:  "relicti sunt duo:  misera et misericordia", "quedaron sólo ellos  dos:  la miserable y la misericordia" (ib.).
          Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta:  "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" (Jn 8, 10). Y su respuesta es conmovedora:  "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario, observa:  "El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho:  "Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras... Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento". Pero no dijo eso" (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice:  "Vete y no peques más".
          Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés:  no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.
          Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna:  "Vete, y en adelante no peques más". Le concede el perdón, para que "en adelante" no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50), acoge y dice "vete en paz" a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y "no pecar más", para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
          Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio. Eso es lo que les sucedió a los hijos y después a su valiente madre, santa Felicidad, patronos de vuestra parroquia.
          Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con sinceridad:  "Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo" (Flp 3, 8).
          Que el ejemplo y la intercesión de estos santos sean para vosotros un estímulo constante a seguir el sendero del Evangelio sin titubeos y sin componendas. Que os obtenga esta generosa fidelidad la Virgen María, a quien mañana contemplaremos en el misterio de la Anunciación y a la que os encomiendo a todos vosotros y a toda la población de este barrio de Fidene. Amén

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