I. ESPAÑA, LA INQUISICIÓN
Y LA LEYENDA NEGRA
2. Leyenda negra/1
Bailando con lobos, la
película norteamericana que se pone del lado de los indios, ganó siete Oscars.
Hacia mediados de los
años sesenta el western se dispuso a experimentar un cambio; las primeras dudas
acerca de la bondad de la causa de los pioneros anglosajones provocaron una
crisis del esquema «blanco bueno - piel roja malo». Desde entonces, esa crisis
fue en aumento hasta conseguir la inversión del esquema: ahora, las nuevas
categorías insisten en ver siempre en el indio al héroe puro y en el pionero al
brutal invasor.
Como es lógico, existe
el peligro de que la nueva situación se convierta en una especie de nuevo
conformismo del hombre occidental PC, politically correct, como se denomina a
quien respeta los cánones y tabúes de la mentalidad corriente.
Mientras que antes se
producía la excomunión social de todo aquel que no viera un mártir de la
civilización y un campeón del patriotismo «blanco» en el coronel George A.
Custer, ahora merecería la misma excomunión todo aquel que hablara mal de Toro
Sentado y de los sioux, que aquella mañana del 25 de junio de 1876, en Little
Big Horn, acabaron con la vida de Custer y con todo el Séptimo de Caballería.
A pesar del riesgo de
que aparezcan nuevos eslóganes conformistas, es imposible no acoger con
satisfacción el hecho de que se descubran los pasteles de la «otra» América, la
protestante, que dio (y da) tantas desdeñosas lecciones de moral a la América
católica. Desde el siglo XVI las potencias nórdicas reformadas —Gran Bretaña y
Holanda in primis— iniciaron en sus dominios de ultramar una guerra psicológica
al inventarse la «leyenda negra» de la barbarie y la opresión practicadas por
España, con la que estaban enzarzadas en la lucha por el predominio marítimo.
Leyenda negra que, como ocurre puntualmente con todo lo que no está de moda en el mundo laico, es descubierta ahora con avidez por curas, frailes y católicos adultos en general, quienes, al protestar con tonos virulentos en contra de las celebraciones por el Quinto Centenario del descubrimiento ignoran que, con algunos siglos de retraso, se erigen en seguidores de una afortunada campaña de los servicios de propaganda británicos y holandeses.
Pierre Chaunu,
historiador de hoy, fuera de toda duda por ser calvinista, escribió: «La
leyenda antihispánica en su versión norteamericana (la europea hace hincapié
sobre todo en la Inquisición) ha desempeñado el saludable papel de válvula de
escape. La pretendida matanza de los indios por parte de los españoles en el
siglo XVI encubrió la matanza norteamericana de la frontera Oeste, que tuvo
lugar en el siglo XIX. La América protestante logró librarse de este modo de su
crimen lanzándolo de nuevo sobre la América católica.»
Entendámonos, antes de
ocuparnos de semejantes temas sería preciso que nos librásemos de ciertos moralismos
actuales que son irreales y que se niegan a reconocer que la historia es una
señora inquietante, a menudo terrible. Desde una perspectiva realista que
debería volver a imponerse, habría que condenar sin duda los errores y las
atrocidades (vengan de donde vengan) pero sin maldecir como si se hubiera
tratado de una cosa monstruosa el hecho en sí de la llegada de los europeos a
las Américas y de su asentamiento en aquellas tierras para organizar un nuevo
hábitat.
En historia resulta
impracticable la edificante exhortación de «que cada uno se quede en su tierra
sin invadir la ajena». No es practicable no sólo porque de ese modo se negaría
todo dinamismo a las vicisitudes humanas, sino porque toda civilización es
fruto de una mezcla que nunca fue pacífica. Sin ánimo de incodar a la Historia
Sagrada misma (la tierra que Dios prometió a los judíos no les pertenecía, sino
que se la arrancaron a la fuerza a sus anteriores habitantes), las almas
bondadosas que reniegan de los malvados usurpadores de las Américas olvidan,
entre otras cosas, que a su llegada, aquellos europeos se encontraron a su vez
con otros usurpadores. El imperio de los aztecas y el de los incas se había
creado con violencia y se mantenía gracias a la sanguinaria opresión de los
pueblos invasores que habían sometido a los nativos a la esclavitud.
A menudo se finge
ignorar que las increíbles victorias de un puñado de españoles contra miles de
guerreros no estuvieron determinadas ni por los arcabuces ni por los
escasísimos cañones (que con frecuencia resultaban inútiles en aquellos climas
porque la humedad neutralizaba la pólvora) ni por los caballos (que en la selva
no podían ser lanzados a la carga).
Aquellos triunfos se
debieron sobre todo al apoyo de los indígenas oprimidos por los incas y los
aztecas. Por lo tanto, más que como usurpadores, los ibéricos fueron saludados
en muchos lugares como liberadores. Y esperemos ahora a que los historiadores
iluminados nos expliquen cómo es posible que en más de tres siglos de dominio
hispánico no se produjesen revueltas contra los nuevos dominadores, a pesar de
su número reducido y a pesar de que por este hecho estaban expuestos al peligro
de ser eliminados de la faz del nuevo continente al mínimo movimiento. La
imagen de la invasión de América del Sur desaparece de inmediato en contacto
con las cifras: en los cincuenta años que van de 1509 a 1559, es decir, en el
período de la conquista desde Florida al estrecho de Magallanes, los españoles
que llegaron a las Indias Occidentales fueron poco más de quinientos (¡sí, sí,
quinientos!) por año. En total, 27.787 personas en ese medio siglo.
Volviendo a la mezcla
de pueblos con los que es preciso hacer las cuentas de un modo realista, no
debemos olvidar, por ejemplo, que los colonizadores de América del Norte
provenían de una isla que a nosotros nos resulta natural definir como
anglosajona. En realidad, era de los britanos, sometidos primero por los
romanos y luego por los bárbaros germanos —precisamente los anglos y los
sajones— que exterminaron a buena parte de los indígenas y a la otra la
hicieron huir hacia las costas de Galia donde, después de expulsar a su vez a
los habitantes originarios, crearon la que se denominó Bretaña. Por lo demás,
ninguna de las grandes civilizaciones (ni la egipcia, ni la romana, ni la
griega, sin olvidar nunca la judía) se creó sin las correspondientes invasiones
y las consiguientes expulsiones de los primeros habitantes.
Por lo tanto, al
juzgar la conquista europea de las Américas será preciso que nos cuidemos de la
utopía moralista a la que le gustaría una historia llena de reverencias, de
buenas maneras, y de «faltaba más, usted primero».
Aclarado este punto,
es preciso que digamos también que hay conquistas y conquistas (y en películas
como la muy premiada Bailando con lobos se empieza a entender) y que la
católica fue ampliamente preferible a la protestante.
Como escribió Jean
Dumont, otro historiador contemporáneo: «Si, por desgracia, España (y Portugal)
se hubiera pasado a la Reforma, se hubiera vuelto puritana y hubiera aplicado
los mismos principios que América del Norte ("lo dice la Biblia, el indio
es un ser inferior, un hijo de Satanás"), un inmenso genocidio habría
eliminado de América del Sur a todos los pueblos indígenas. Hoy en día, al
visitar las pocas "reservas" de México a Tierra del Fuego, los
turistas harían fotos a los supervivientes, testigos de la matanza racial,
llevada a cabo además sobre la base de motivaciones "bíblicas".»
Efectivamente, las
cifras cantan: mientras que los pieles rojas que sobreviven en América del
Norte son unos cuantos miles, en la América ex española y ex portuguesa, la
mayoría de la población o bien es de origen indio o es fruto de la mezcla de
precolombinos con europeos y (sobre todo en Brasil) con africanos.
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