En las alabanzas al Santísimo Sacramento repetimos esta: «Bendita sea su preciosísima sangre», porque en la Eucaristía están contenidos el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Y cuando comulgamos recibimos a Jesucristo entero, su cuerpo y su sangre, entramos en comunión con él y junto con él con las otras personas divinas. La comunión eucarística es comunión con Dios, por medio del cuerpo y la sangre de Cristo.
La devoción a la
preciosísima Sangre de Cristo viene de lejos, pero fue instituida por el Papa
Pio IX y elevada a fiesta universal. Su fiesta estaba fijada para el 1 de julio
y todo el mes siguiente giraba en torno a esta devoción, como el mes de junio
ha estado referido al Sagrado Corazón de Jesús o el mes de mayo a la Virgen
María.
Se trata de la sangre
preciosa de Cristo, que es el precio de nuestra redención: «Ya sabéis que
fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres,
pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa,
como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo» (1Pe 1,18-19). Una sola
gota de esta sangre hubiera sido suficiente para redimir el mundo entero, como
cantamos en el himno Adoro te devote. San Pablo nos recuerda: «Han sido
comprados a buen precio. Por tanto, glorificad a Dios con vuestro cuerpo» (1Co
6,20).
San Juan Crisóstomo decía: «Esta Sangre, dignamente recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo Señor de los ángeles... Esta Sangre derramada purifica el mundo... Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la Iglesia... Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras pasiones. Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta cuándo dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos los beneficios que el Señor se ha dignado concedernos, seamos agradecidos, glorifiquémosle no sólo con la fe, sino también con las obras».
En el lenguaje
bíblico, la sangre es la linfa vital, es como el alma de la persona. De hecho
todo el lenguaje sacrificial del Antiguo Testamento incluye la sangre como
elemento esencial en la víctima que se ofrece y como ingrediente esencial para
comunicar los dones de Dios. «Según la ley, casi todo se purifica con sangre, y
sin efusión de sangre no hay perdón» (Hb 9,22). Jesucristo ha tomado este
elemento de su naturaleza humana para expresar todo su amor de entrega
sacrificial al Padre y de amor redentor hacia los hombres. El culto nuevo que
él ha inaugurado y que consiste en la ofrenda de la propia vida incluye el
derramamiento de su sangre preciosa en la Cruz.
Por las heridas de su
cuerpo crucificado brota a borbotones la sangre preciosa. En tantas
representaciones artísticas la sangre aparece con toda vivacidad como un amor
que se desborda. Y, cuando ya estaba muerto, la lanza del soldado traspasó su
costado y abrió su corazón, del que brotó sangre y agua.
Vivamos este mes de
julio dedicado a la devoción de la preciosísima Sangre como una invitación a
recibir esa sangre preciosa, que la muchedumbre pedía a gritos. «Todo el pueblo
contestó: caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27,25). No
desperdiciemos este tesoro, esta abundancia de amor expresada en la sangre. La
sangre del Hijo eterno hecho hombre, derramada para el perdón de nuestros
pecados.
Recibid mi afecto y mi
bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de
Córdoba
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