PREFACIO
Cuando un muchacho,
educado cristianamente por la familia y la comunidad parroquial, a tenor de los
asertos apodícticos de algún profesor o algún texto empieza a sentir vergüenza
por la historia de su Iglesia, se encuentra objetivamente en el grave peligro
de perder la fe. Es una observación lamentable, pero indiscutible; es más,
mantiene su validez general incluso fuera del contexto escolástico.
Aquí tenemos un
problema pastoral de los más punzantes; y sorprende constatar la poca atención
que recibe en los ambientes eclesiales.
Para salvar nuestra
alegría y orgullo de pertenecer al «pequeño rebaño» destinado al Reino de Dios,
no sirve la renuncia a profundizar en las cuestiones que se plantean. Es
indispensable, por el contrario, la aptitud para examinar todo con tranquila
ecuanimidad: en oposición a lo que comúnmente se piensa, la escéptica cultura
contemporánea no carece de cuentos, sino de espíritu crítico; por eso el
Evangelio se encuentra tan a menudo en posición desfavorable.
Tal como he dicho en
repetidas ocasiones, el problema más radical a consecuencia de la
descristianización no es, en mi opinión, la pérdida de la fe, sino la pérdida
de la razón: volver a pensar sin prejuicios ya es un gran paso hacia adelante
para descubrir nuevamente a Cristo y el proyecto del Padre.
Por otra parte,
también es verdad que la iniciativa de salvación de Dios tiene una función
sanadora integral: salva al hombre en su totalidad; incluida, por lo tanto, su
natural capacidad cognoscitiva.
La alternativa de la fe no es, en consecuencia, la razón y la libertad de pensamiento, tal como se nos ha repetido obsesivamente en los últimos siglos; sino, al menos en los casos de extrema y desventurada coherencia, el suicidio de la razón y la resignación a lo absurdo.
Con respecto a la
historia de la Iglesia y a las dificultades pastorales que provoca, conviene
recordar la necesidad de un triple análisis.
El primero es de
carácter esencialmente teológico, tal que puede ser compartido sólo por quien
posee «los ojos de la fe». Se trata fundamentalmente de adquirir y llevar al
nivel de la conciencia una eclesiología digna de este nombre. Se podrá llegar a
comprender en ella que la Iglesia es, como decía san Ambrosio, ex maculatis
immaculata: una realidad intrínsecamente santa constituida por hombres todos
ellos, en grado y medida diferente, pecadores.
Aquí está precisamente
su prodigio y su encanto: el Artífice divino, usando la materia pobre y
defectuosa que la humanidad le pone a su disposición, consigue modelar en cada
época una obra maestra, resplandeciente de verdad absoluta y sobrehumana
belleza; verdad y belleza que también son nuestras, de cada uno de nosotros,
según la proporción de nuestra efectiva participación en el cuerpo de Cristo.
Se muestra así
verdadero y agudo teólogo —sea cual sea su especialización académica y su
cultura reconocida— no tanto el que se indigna y escandaliza porque hay obispos
que, en su opinión, son asnos, como el que se conmueve y entusiasma porque
—admítase la irreverencia— hay asnos que son obispos.
Bajo este aspecto, el
creyente puede acercarse a las vicisitudes y acontecimientos de la historia de
la Iglesia con ánimo mucho más emancipado que el que no es creyente: su
eclesiología le permite no considerar a priori inaceptable ningún dato que resulte
realmente establecido y cierto, por deshonroso que parezca para el nombre
cristiano; mientras que el incrédulo se sentirá obligado a rechazar o banalizar
todo heroísmo sobrehumano, los valores trascendentes, los milagros que
encuentra sobrenaturalmente motivados. Más o menos lo que ocurre en el caso del
Santo Sudario, por mencionar un tema que apasiona a Messori.
Formalmente, como
sabemos, nuestra fe no resulta afectada, cualquiera que sea el modo en que la
ciencia decida pronunciarse: incluso podríamos permitimos el lujo de no creer
en lo que ella diga. Aceptar la autenticidad de esa sábana, en cambio, es
moralmente imposible para quien no reconoce en Jesús de Nazaret el Cristo, hijo
del Dios viviente, por lo inexplicable que es el cúmulo de eventos extraordinarios
que caracterizan su origen y su conservación. Lα sospecha de prejuicio, ya se
ve, cae, en este caso, en el campo de Agramante más que en el de los Paladinos.
El segundo tipo de
análisis es de índole filosófica, y pueden compartirlo todos los que dispongan
de un mínimo de honestidad intelectual.
Cuando se habla de
culpas históricas de la Iglesia, no hay que desestimar el hecho de que ésta es
la única realidad que permanece idéntica en el curso de los siglos, y por tanto
acaba siendo también la única llamada para responder de los errores de todos.
¿A quién se le ocurre
preguntarse, por ejemplo, cuál fue, en la época del caso Galileo, la posición
de las universidades y otros organismos de relevancia social respecto a la
hipótesis copernicana? ¿Quién le pide cuentas a la actual magistratura por las
ideas y las conductas comunes de los jueces del siglo XVII? O, para ser aún más
paradójico, ¿a quién se le ocurre reprochar a las autoridades políticas
milanesas (alcalde, prefecto, presidente de la región) los delitos cometidos
por los Visconti y los Sforza?
Es importante observar
que acusar a la Iglesia viva de hoy en día de sucesos, decisiones y acciones de
épocas pasadas, es por sí mismo un implícito pero patente reconocimiento de la
efectiva estabilidad de la Esposa de Cristo, de su intangible identidad que, al
contrario de todas las demás agrupaciones, nunca queda arrollada por la
historia; de su ser «casi-persona» y por lo tanto, sólo ella, sujeto perpetuo
de responsabilidad.
Es un estado de ánimo
que —precisamente a través de las actitudes de venganza y la vivacidad de los
rencores— revela casi un initium fidei en el misterio eclesial: lo que,
posiblemente, provoca la hilaridad de los ángeles en el Cielo.
Pero una vez
asimiladas estas anotaciones, digamos, de «eclesiología sobrenatural y
natural», uno no puede eximirse de analizar con mayor concreción la cuestión:
se hace por lo tanto necesario examinar la credibilidad de lo que comúnmente se
dice y se escribe sobre la Iglesia.
Hay que averiguar la
verdad, salvarla de las alteraciones, proclamarla y honrarla, cualquiera que
sea la forma en la que se presenta y la fuente de información. Más de una vez
santo Tomás de Aquino nos enseña que omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu
Sancto est («cualquier verdad, quienquiera la diga, viene del Espíritu Santo»);
y sería suficiente esta cita para observar la envidiable amplitud de espíritu
que caracterizaba a los maestros medievales.
Recíprocamente,
también hay que decir que las falsedades, las manipulaciones y los errores
deben ser desenmascarados y condenados, cualquiera que sea la persona que los
proponga y cuán amplia sea su difusión.
Ahora bien, es
necesario que nos demos cuenta de una vez —dice, entre otras cosas, Vittorio
Messori en estas páginas— del cúmulo de opiniones arbitrarias, deformaciones
sustanciales y auténticas mentiras que gravitan sobre todo lo que
históricamente concierne a la Iglesia. Nos encontramos literalmente sitiados
por la malicia y el engaño: los católicos en su mayoría no reparan en ello, o
no quieren hacerlo.
Si recibo un golpe en
la mejilla derecha, la perfección evangélica me propone ofrecer la izquierda.
Pero si se atenta contra la verdad, la misma perfección evangélica me obliga a
consagrarme para restablecerla: porque allá donde se extingue el respeto a la
verdad, empieza a cerrarse para el hombre cualquier camino de salvación.
De esta firme
convicción, me parece, ha nacido este libro, que esperamos se convierta de
inmediato en un instrumento indispensable para la moderna acción pastoral.
Algunas veces me
imagino que el cuerpo de la cristiandad actual padece, por así decirlo, algún
tipo de deficiencia inmunitaria.
La agresión al Reino
de Dios iam praesens in mysterio es fenómeno de todos los tiempos, y de ello el
Señor nos ha avisado repetidamente, aunque en las últimas décadas no hemos
escuchado mucho sus palabras sobre el tema.
En cambio, lo que
especialmente caracteriza nuestra época es el principio de que no se debe
reaccionar: la retórica del diálogo a toda costa, un malentendido irenismo, una
rara especie de masoquismo eclesial parecen inhibir todas las defensas
naturales de los cristianos, de manera que la virulencia de los elementos
patógenos puede realizar sin obstáculos sus devastaciones.
Afortunadamente, el
Espíritu Santo nunca deja sin intrínseca protección a la Esposa de Cristo.
Permanece siempre activo, estimulando las antitoxinas necesarias bajo
diferentes formas y a diferentes niveles.
El presente volumen
—que recoge gran parte de los apreciados artículos del «Vivaio» de Vittorio
Messorì, sección del diario católico nacional— es precisamente uno de estos
remedios providenciales para nuestros males: su aparición es una señal de que
Dios no ha abandonado a su pueblo.
Messorì es, gracias a
Dios, autor original y muy personal. Y no es obligatorio compartir
singularmente todas sus geniales opiniones, pero no podemos dejar de compartir,
todos —y apreciar todos— su valiente servicio a la verdad y su amor por la
Iglesia.
Cardenal GIACOMO BIFFI
Arzobispo de Bolonia
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