VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA
MISA EN EL SANTUARIO DE SAN JOSÉ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE SAN JUAN PABLO II
Kalisz, miércoles 4 de junio de 1997
Queridos hermanos y
hermanas:
1. Doy gracias a
la divina Providencia porque me da la posibilidad de visitar hoy vuestra
ciudad, esta Kalisz que las antiquísimas crónicas recogen en sus mapas mucho
antes de que se creara el Estado polaco. Ya he venido acá varias veces.
Conservo en la memoria los encuentros y las personas que tomaron parte en
ellos. Os saludo cordialmente a todos vosotros, aquí reunidos. Saludo a vuestra
joven diócesis y a su primer obispo ordinario, al obispo auxiliar, al clero, a
las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios de la tierra de Kalisz. Te
saludo, tierra de Kalisz, con toda tu riqueza del pasado y del presente. Deseo
que todo esto se reavive de alguna manera en la misa de hoy.
«¡Dichoso san José!».
Me alegra celebrar este sacrificio eucarístico en el santuario de san José. En
efecto, es un lugar destacado en la historia de la Iglesia y de la nación.
Mientras escuchamos el evangelio, que nos recuerda la huida a Egipto, nos
vienen a la mente las palabras que recoge la preparación litúrgica para la
santa misa: «¡Dichoso san José, al que no sólo se concedió ver y oír a Dios, a
quien muchos reyes querían ver y no vieron, oír y no oyeron (cf. Mt 13,
17), sino también llevarlo en sus brazos, besarlo, vestirlo y protegerlo! ».
Esta oración nos
presenta a san José como el protector del Hijo de Dios. Prosigue con la
siguiente petición: «Oh Dios, que nos has concedido el sacerdocio real, haz
que, como san José, que mereció tocar y llevar con respeto en sus brazos a tu
Hijo unigénito, nacido de María Virgen, obtengamos la gracia de servir en tus
altares con pureza de corazón e inocencia de obras, para recibir hoy dignamente
el sacratísimo Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y así merecer el premio eterno en
el mundo futuro».
Se trata de una
oración muy hermosa. La rezo todos los días antes de la santa misa y,
ciertamente, la rezan también muchos sacerdotes en todo el mundo. San José,
esposo de María Virgen, padre adoptivo del Hijo de Dios, no fue sacerdote, pero
participó en el sacerdocio común de los fieles. Y dado que, como padre y
protector de Jesús, pudo tenerlo y llevarlo entre sus brazos, los sacerdotes se
dirigen a san José con la ardiente petición de poder celebrar el sacrificio
eucarístico con la misma veneración y con el mismo amor con que él cumplió su
misión de padre putativo del Hijo de Dios. Estas palabras son muy elocuentes.
Las manos del sacerdote que tocan el Cuerpo eucarístico de Cristo quieren
obtener de san José la gracia de una castidad y de una veneración igual a la
que el santo carpintero de Nazaret tenía con respecto a su Hijo adoptivo. Por
eso, es justo que, en el itinerario de la peregrinación vinculada al Congreso
eucarístico de Wrocław, se encuentre también la visita al santuario de san José
de Kalisz.
2. «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto»(Mt2,13).
José oyó estas
palabras en sueños. El ángel le había dicho que huyera con el Niño, porque se
cernía sobre él un peligro mortal. El pasaje evangélico que acabamos de leer
nos informa de que atentaban contra la vida del Niño. En primer lugar, Herodes,
pero también todos sus seguidores. De este modo, la liturgia de la palabra guía
nuestro pensamiento hacia el problema de la vida y de su defensa. José de
Nazaret, que salvó a Jesús de la crueldad de Herodes, se nos presenta en este
momento como un gran promotor de la causa de la defensa de la vida humana,
desde el primer instante de la concepción hasta su muerte natural. Por
eso, queremos, en este lugar, encomendar a la divina Providencia y a san José
la vida humana, especialmente la de los niños por nacer, en nuestra patria y en
el mundo entero. La vida tiene un valor inviolable y una dignidad irrepetible,
especialmente porque, como leemos en la liturgia de hoy, todo hombre está
llamado a participar en la vida de Dios. San Juan escribe: «Mirad qué amor nos
ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,
1).
Con los ojos de la fe
podemos descubrir con especial claridad el valor infinito de todo ser humano.
El Evangelio, al anunciar la buena nueva de Jesús, trae también la buena nueva
del hombre, de su gran dignidad; enseña la sensibilidad con respecto al hombre,
a todo hombre, que, por estar dotado de un alma espiritual, es «capaz de Dios».
La Iglesia, cuando defiende el derecho a la vida, apela a un nivel más amplio,
a un nivel universal que obliga a todos los hombres. El derecho a la vida no es
una cuestión de ideología; no es sólo un derecho religioso; se trata de un
derecho del hombre. ¡El derecho más fundamental del hombre! Dios dice: «¡No
matarás! » (Ex 20, 13). Este mandamiento es, a la vez, un principio
fundamental y una norma del código moral, inscrito en la conciencia de todo
hombre.
La medida de la
civilización, una medida universal, perenne, que abarca todas las culturas, es
su relación con la vida. Una civilización que rechace a los indefensos
merecería el nombre de civilización bárbara, aunque lograra grandes éxitos en
los campos de la economía, la técnica, el arte y la ciencia. La Iglesia, fiel a
la misión que recibió de Cristo, a pesar de las debilidades y las infidelidades
de muchos de sus hijos e hijas, ha anunciado con coherencia en la historia de
la humanidad la gran verdad sobre el amor al prójimo, ha aliviado las
divisiones sociales, ha superado las diferencias étnicas y raciales, se ha
inclinado sobre los enfermos y los huérfanos, sobre los ancianos, sobre los
minusválidos y sobre los que carecen de hogar. Ha enseñado con palabras y obras
que nadie puede ser excluido de la gran familia humana, que nadie puede ser
abandonado al margen de la sociedad. Si la Iglesia defiende la vida por nacer,
es porque contempla también con amor y solicitud a toda mujer que debe dar a
luz.
Aquí en Kalisz, donde
san José, gran defensor y solícito protector de la vida de Jesús, es venerado
de modo particular, quiero recordaros las palabras que la madre Teresa de
Calcuta dirigió a los participantes en la Conferencia internacional sobre «Población
y desarrollo », convocada por la Organización de las Naciones
Unidas en el Cairo, en 1994: «Os hablo desde lo más íntimo de mi corazón;
hablo a cada hombre en todos los países del mundo: a las madres, a los padres y
a los hijos en las ciudades, en los pueblos y en las aldeas. Cada uno de
nosotros hoy se encuentra aquí gracias al amor de Dios que nos ha creado, y
gracias a nuestros padres, que nos acogieron y quisieron darnos la vida. La
vida es el mayor don de Dios. Por esto es triste ver lo que acontece hoy en
tantas partes del mundo: la vida es deliberadamente destruida por la guerra,
por la violencia, por el aborto. Y nosotros hemos sido creados por Dios para
cosas más grandes: amar y ser amados. A menudo he afirmado, y estoy segura de
ello, que el mayor destructor de la paz en el mundo de hoy es el aborto. Si una
madre puede matar a su propio hijo, ¿qué podrá impedirnos a ti y a mí matarnos
recíprocamente? El único que tiene derecho a quitar la vida es Aquel que la
creó. Nadie más tiene ese derecho; ni la madre, ni el padre, ni el doctor, ni
una agencia, ni una conferencia, ni un gobierno. (...) Me aterra el pensamiento
de todos los que matan su propia conciencia, para poder cometer el aborto.
Después de la muerte nos encontraremos cara a cara con Dios, Dador de la vida.
¿Quién asumirá la responsabilidad ante Dios por los millones y millones de
niños a los que no se les dio la posibilidad de vivir, de amar y de ser amados?
(...) Un niño es el don más grande para la familia, y para la nación. No
rechacemos jamás este don de Dios». Esta larga cita es de la madre Teresa de
Calcuta. Me alegra que la madre Teresa haya podido hablar en Kalisz.
3. Queridos
hermanos y hermanas, sed solidarios con la vida. Dirijo este llamamiento a
todos mis compatriotas, independientemente de las convicciones religiosas de
cada uno. Lo dirijo a todos los hombres, sin excluir a ninguno. Desde este
lugar, repito una vez más lo que dije en octubre del año pasado: «Una nación
que mata a sus propios hijos es una nación sin futuro». Creedme que no me ha
resultado fácil decir estas cosas refiriéndome a mi nación, pero yo deseo para
ella un futuro, un futuro maravilloso. Es necesaria, por consiguiente, una
movilización general de las conciencias y un esfuerzo ético común, para hacer
realidad la gran estrategia de la defensa de la vida.
Hoy el mundo se ha
convertido en el campo de batalla del combate por la vida. Prosigue la lucha
entre la civilización de la vida y la civilización de la muerte. Por eso,
resulta tan importante la edificación de la cultura de la vida: la
creación de obras y de modelos culturales, que subrayen la grandeza y la
dignidad de la vida humana; la fundación de instituciones científicas y
educativas que promuevan una visión correcta de la persona humana, de la vida
conyugal y familiar; la creación de ambientes que encarnen en la práctica de la
vida diaria el amor misericordioso que Dios dispensa a cada hombre,
especialmente al que sufre, al débil y al pobre por nacer.
Sé que en Polonia ya
se está haciendo mucho por la defensa de la vida. Doy las gracias a todos
los que, de varias maneras, se prodigan en esta obra de edificación de la «cultura
de la vida». De modo particular, expreso mi gratitud y mi aprecio a todos los
que, en nuestra patria, con gran sentido de responsabilidad ante Dios, ante la
propia conciencia y ante la nación, defienden la vida humana y sostienen la
dignidad del matrimonio y de la familia. Doy las gracias de todo corazón a la
Federación de los movimientos para la defensa de la vida, así como a las
Asociaciones de familias católicas y a todas las demás organizaciones e
instituciones, que han surgido en gran número en los últimos años en nuestro
país. Doy las gracias a los médicos, a las enfermeras y a las personas que defienden
la vida de los niños por nacer. Y pido a todos: ¡Velad por la vida! Seguid
defendiendo la vida. Es la mayor contribución que podéis dar a la construcción
de la civilización del amor. ¡Ojalá que el ejército de los defensores de la
vida aumente progresivamente! No os desalentéis. Es una gran misión que os
confía la Providencia. Que Dios, de quien procede toda vida, os bendiga.
Desde los tiempos en
que era pastor, obispo y cardenal en Polonia, tengo una deuda con algunas
personas que colaboraron conmigo generosamente y con valentía en la defensa de
la vida. Hoy deseo darles nuevamente las gracias de corazón por todo ello. Que
Dios se lo pague.
4. El deber del
servicio nos corresponde a todos y cada uno, pero es una responsabilidad que
atañe de modo particular a la familia, que es una «comunidad de vida y
amor» (Gaudium et spes, 48).
Hermanos y
hermanas, no olvidéis, ni siquiera por un instante, el gran valor que
significa en sí misma la familia. Gracias a la presencia sacramental de Cristo,
gracias a la alianza libremente sellada, con la que los cónyuges se entregan
recíprocamente, la familia es una comunidad sagrada. Es una comunión de
personas unidas por el amor, del que san Pablo escribe: «Se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta, y no
acaba nunca» (1 Co 13, 6-8).
Cada familia puede
construir ese amor. Pero en el matrimonio sólo y exclusivamente se puede lograr
si los cónyuges realizan una «entrega sincera de sí mismos» (Gaudium et spes,
24), de forma incondicional y para siempre, sin poner límite alguno. Este amor
conyugal y familiar queda constantemente ennoblecido y perfeccionado por las
preocupaciones y las alegrías comunes, por la mutua ayuda en los momentos
difíciles. Cada uno se olvida de sí mismo por el bien de la persona amada. Un
amor verdadero no se extingue nunca. Se convierte en fuente de fuerza y
fidelidad conyugal. La familia cristiana, fiel a su alianza sacramental, se
transforma en auténtico signo del amor gratuito y universal de Dios a los
hombres. Este amor de Dios constituye el centro espiritual de la familia y su
fundamento. A través de este amor, la familia nace, se desarrolla, madura y es
fuente de paz y felicidad para los padres y los hijos. Es un verdadero nido de
vida y unidad.
Queridos hermanos y
hermanas, esposos y padres, el sacramento que os une, os une en Cristo. Os une
con Cristo. «¡Gran misterio es éste!» (Ef 5, 32). Dios «os dio su amor».
Viene a vosotros, está presente en medio de vosotros y habita en vuestras
almas, en vuestras familias, en vuestras casas. Lo sabía muy bien san José. Por
eso, no dudó en encomendarse a Dios él mismo y a su familia. En virtud de ese
abandono, cumplió a fondo su misión, que Dios le confió con respecto a María y
a su Hijo. Sostenidos por el ejemplo y la protección de san José, dad un
testimonio constante de entrega y generosidad. Proteged y rodead de cariño
la vida de cada uno de vuestros hijos, de toda persona, especialmente de los
enfermos, de los débiles y de los minusválidos. Dad testimonio de amor a
la vida y compartidla con generosidad.
San Juan escribe:
«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo
somos!» (1 Jn 3, 1). El hombre adoptado en Cristo como hijo de Dios
es realmente partícipe de la filiación del Hijo de Dios. Por eso, san Juan,
desarrollando su pensamiento, prosigue así: «Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,
2). Eso es el hombre. Esa es su plena e inefable dignidad. El hombre está
llamado a ser partícipe de la vida de Dios; a conocer, iluminado por la fe, y a
amar a su Creador y Padre, primero mediante todas sus criaturas aquí en la
tierra y, después, en la visión beatífica de su divinidad por los siglos.
Eso es el hombre. En
el itinerario del Congreso eucarístico el hombre se revela a cada paso: el
hombre en la comunidad de la familia y de la nación; el hombre, partícipe de la
vida de Dios.
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