La langosta
Cuando la langosta
pone huevos, se puede arar el campo y desenterrarlos al sol; cuando la langosta
es mosquita y está posada en grandes manchas negras sobre los matojos, se puede
espolvorearla con pulverizador de petróleo y prenderle fuego; cuando es saltona
y marcha por los campos en largas caravanas siniestras, se la puede encajonar
por senderos de hojalata hasta un pozo donde se la entierra viva; pero cuando
se hace voladora, ya no hay Cristo que la ataje.
Una inmensa manga de voladoras se abatió un día sobre la Colonia Presidente Avellaneda como una alfombra asquerosa y rumorosa. Fuera de los mandarinos y los nísperos y la achicoria y las acelgas que tienen la hoja amarga, todo lo que era verde– y era la primavera y el trigo, el lino y el maíz florecían– se volvió color salmón de langosta apiñadas. Los colonos sostuvieron un día la batalla desesperada, la batalla de vida o muerte (cosecha o hambre) para ellos; pero cómo sería la cantidad de acridios, que al día siguiente dejaron desesperanzados las fogatas, el tañer de tachos de kerosén y el golpear los árboles con picanas; mientras nuevas nubes de insectos se dejaban caer a plomo al saqueo de la Colonia rendida, llenando el suelo de bostitas y el aire con el bisbiseo antipático de sus alas membranosas. Las calles estaban overas, le daban a uno en la cara y en los ojos, anublaban el sol; uno los encontraba en todas partes, entre las sábanas, en los botines, en la sopera, en los inodoros, en las cañerías. La Colonia se rindió a discreción llorando, y se abandonó a la voluntad omnipotente y maligna del azote.
Entonces Benedicto
Mulosini, un colono, propuso a la Comisión de Fomento prender fuego a las
dieciséis hectáreas de maíz seco del Campillo. El Campillo era propiedad de la
Comisión de Fomento del pueblo, es decir de todos, o sea de nadie; por lo cual
estaba mal cuidado, había sido sembrado prematuro y apenas iba a rendir un
treinta por uno, a lo más. Pero estas razones no convencieron, mas exasperaron
a la Comisión de Fomento, que después de deliberar una tarde entera – y la
langosta mientras tanto talando– mandó decir al enérgico y violento italiano
que quemase su chacra si quería. Benedicto, que era el único que no había
dejado de pelear en su chacra, levantó los brazos al cielo al recibir el
anuncio y lanzó una puteada imponente.
La madrugada
siguiente, antes de romper el alba, el Campillo ardió de punta a cabo,
levantando, por causa del rocío matinal, espesos nubarrones de humo. La
quemazón duró todo el día y se propagó a algunos de los campos vecinos causando
bastantes daños; por lo cual se levantó una indignación espantosa contra el
testarudo italiano, a quien se atribuía, y se habló hasta de atentar contra su
vida. Pero sucedió también que toda la langosta que estaba en el Campillo y
todas las inmediaciones, se levantó en masa, y las demás langostas dieron
muestras irresolutas de querer imitarlas. Los colonos viendo el giro de la
cosa, agarraron de nuevo los tachos, las picanas y todos los demás elementos de
persuasión que la imaginación excitada les sugirió. Las langostas se
persuadieron y se fueron, y se salvó la mitad de la cosecha.
Alguno indicó que se
lo debían a Mulosini, que había incendiado el maizal; pero cuando fueron a
darle las gracias encontraron que unos contribuyentes celosos le habían dado
una paliza tal, que lo habían dejado por muerto. Como uno de los apaleadores
era el presidente de la Comisión de Fomento se convino en que de todas maneras
Mulosini había hecho mal en proceder por vías ilegales; que debía haber
sometido el caso de nuevo a la reconsideración de la Comisión de Fomento.
Y hablando, hablando,
se llegó al fin a la conclusión que tal vez todo había sido una mera casualidad
y que la langosta se había levantado porque se quiso levantar y Dios así lo
dispuso. Con que quedó zanjado el asunto y no le dieron las gracias.
Por eso digo yo que es
mejor matar la langosta cuando es mosquita.
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