San Pedro de Alcántara (1499-1562)
por Pedro de Alcántara Martínez, o.f.m.
"Fray Pedro de Alcántara me dió luz en todo" Santa Teresa de Jesús
Era el año del Señor
de 1494 [o más bien: 1499] cuando en la Extremadura Alta, en la villa de
Alcántara, nacía del gobernador don Pedro Garabito y de la noble señora doña
María Villela de Sanabria un varón cuya vida había de ser un continuo milagro y
un mensaje espiritual de Dios a los hombres, porque no iba a ser otra cosa sino
una potente encarnación del espíritu en cuanto ello lo sufre la humana
naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba hasta la entraña por la fuerza
del movimiento contrarreformista. Era el tiempo de los grandes reyes, de los
grandes teólogos, de los grandes santos. En el cielo de la Iglesia española y
universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa, Francisco de Borja, Juan de
la Cruz, Francisco Solano, Javier... Entre ellos el Santo de Alcántara había de
brillar con potentísima e indiscutible luz.
Había de ser santo
franciscano. La liturgia de los franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien
«el Seráfico Padre estaba ya muerto, parecía como si en realidad estuviese
vivo, por cuanto nos dejó copia de sí en Pedro, al cual constituyó defensor de
su casa y caminó por todas las vías de su padre, sin declinar a la derecha ni
hacia la izquierda». Todo el que haya sentido alguna vez curiosidad por la
historia de la Orden de San Francisco, se encontrará con un fenómeno digno de
ponderación, que apenas halla par en la historia de la Iglesia: iluminado por
Dios, se apoderó el Santo de Asís del espíritu del Evangelio y lo plasmó en una
altísima regla de vida que, en consecuencia, se convierte en heroísmo. Este
evangelio puro, a la letra, es la cumbre de la espiritualidad cristiana y hace
de los hombres otros tantos Cristos, otros tantos estigmatizados interiores;
pero choca también con la realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un
constante estado de tensión, donde las tendencias hacia el amor que se
crucifica y hacia la carne que reclama su imperio luchan en toda su desnuda
crudeza. Por eso ya en la vida de San Francisco se observa que su ideal, de
extraordinaria potencia de atracción de almas sedientas de santidad, choca con
las debilidades humanas de quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en
puntos de perfección, masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo,
como si el espíritu del fundador hubiese dejado en ellas una simiente de
perpetuo descontento, una tremenda ansia de superación, y constantemente,
apenas la llama del espíritu ha comenzado a flaquear, se levanta el espíritu
hecho llama en otro hombre y comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo
fue, de todos esos hombres, el más audaz, el más potente y el más avanzado. Su
significación es, por tanto, doble: es reformador de la Orden y, a través de
ella, de la Iglesia universal.
San Francisco entendió la santidad como una identificación perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una estrecha imitación. Así introduce al alma en una total pobreza y renuncia de este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres, será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra realizada una triple muerte a sí mismo: en el deseo de la posesión y del goce, en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de Cristo por su Iglesia; se hace alma víctima y corredentora por su perfecta inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de Dios en lo creado; queda internamente edificada en sencilla simplicidad; vive una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.
Por estos caminos, sin
declinar, iba a correr nuestro Santo de Alcántara. Nos encontramos frente a una
destacadísima personalidad religiosa, en la que no sabemos si admirar más los
valores humanos fundamentales o los sobrenaturales añadidos por la gracia. San
Pedro fue hombre de mediana estatura, bien parecido y proporcionado en todos
sus miembros, varonilmente gracioso en el rostro, afable y cortés en la
conversación, nunca demasiada; de exquisito trato social. Su memoria fue
extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia; ingenio agudo; inteligencia
despejadísima y una voluntad férrea ante la cual no existían los imposibles y
que hermanaba perfectamente con una extrema sensibilidad y ternura hacia los
dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a pesar de su extrema dureza,
atraía de manera irresistible a las almas y las empujaba por donde quería, sin
que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando la penitencia le hubo
consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer –según testimonio de
quienes le trataron– un esqueleto recién salido del sepulcro; cuando la
mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba de él, no obstante,
una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se imponía a quien le
trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.
Sus padres cuidaron
esmeradamente de su formación intelectual. Estudió gramática en Alcántara y
debía de tener once o doce años cuando marchó a Salamanca. Allí cursó la
filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había ya hecho el primero de
leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces coincidieron las dudas
sobre la elección de estado con un período de tentaciones intensas. Un día el
joven vio pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y marchó tras ellos,
escapándose de casa apenas si cumplidos los dieciséis años y tomando el hábito
en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de Alcántara, en la raya
portuguesa, año de 1515.
Fray Juan de Guadalupe
había fundado en 1494 una reforma de la Orden conocida comúnmente con el nombre
de la de los descalzos. Esta reforma pasó tiempos angustiosos, combatida por
todas partes, autorizada y suprimida varias veces por los Papas, hasta que
logró estabilizarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura y más
tarde provincia descalza de San Gabriel. Exactamente el año en que San Pedro
tomó el santo hábito.
La vida franciscana de
éste fue precedida por larga preparación. Desde luego que nos enfrentamos con
un individuo extraordinario. De él puede decirse con exactitud que Dios le
poseyó desde el principio de sus vías. A los siete años de edad era ya su oración
continua y extática; su modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de
limosna, servía a los enfermos, y era tal la modestia de su continente que,
cuando los estudiantes resbalaban en conversaciones no limpias y le veían
llegar, se decían: «El de Alcántara viene, mudemos de plática».
Claro está que
solamente la entrada en religión, y precisamente en los descalzos, podía
permitir que la acción del espíritu se explayase en su alma. Cuando San Pedro,
después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar, llamó a la puerta del
convento de los Majarretes, encontró allí hombres verdaderamente santos,
probados en mil tribulaciones por la observancia de su ideal altísimo, pero
pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el dedo de Dios.
Apenas entrado en el
noviciado se entregó absolutamente a la acción de la divina gracia. Fue nuestro
Santo ardiente amador y su vida se polarizó en torno a Dios, con exclusión de
cualquier cosa que pudiese estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad,
donde Dios se revela viviente y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión
de Cristo; la Virgen concebida sin mancha de pecado original, eran misterios
que atraían con fuerza irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el
principio más bien pareció ángel que hombre, pues vivía en continua oración.
Dios le arrebataba de tal forma que muchas veces durante toda su vida se le vio
elevarse en el aire sobre los más altos árboles, permanecer sin sentido,
atravesar los ríos andando sin darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en
el ininterrumpido coloquio interior. Como consecuencia que parece natural, ya
desde el principio se manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de
los sentidos. Nunca miró a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban
por la voz; ignoraba los techos de las casas donde vivía, la situación de las
habitaciones, los árboles del huerto. A veces caminaba muchas horas con los
ojos completamente cerrados y tomaba a tientas la pobre refacción.
Gustaba tener
huertecillos en los conventos donde poder salir en las noches a contemplar el
cielo estrellado, y la contemplación de las criaturas fue siempre para su alma
escala conductora a Dios.
Como es lógico, esta
invasión divina respondía a la generosidad con que San Pedro se abrazara a la
pobreza real y a la cruz de una increíble mortificación. Esta fue tanta que ha
pasado a calificarle como portento, y de los más raros, en la Iglesia de
Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso y no se explica sin una
especial intervención divina.
Si en la mortificación
de la vista había llegado, cual declaró a Santa Teresa, al extremo de que igual
le diera ver que no ver, tener los ojos cerrados que abiertos, es casi
increíble el que durante cuarenta años sólo durmiera hora y media cada día, y
eso sentado en el suelo, acurrucado en la pequeña celda donde no cabía estirado
ni de pie, y apoyada la cabeza en un madero. Comía, de tres en tres días
solamente, pan negro y duro, hierbas amargas y rara vez legumbres nauseabundas,
de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho días sin probar alimento, sin que
nadie pudiese evitarlo, pues, si querían regalarle de forma que no lo pudiese
huir, eran luego sus penitencias tan duras que preferían no dar ocasión a ellas
y le dejaban en paz.
Llevó muchísimos años
un cilicio de hoja de lata a modo de armadura con puntas vueltas hacia la
carne. El aspecto de su cuerpo, para quienes le vieron desnudo, era fantástico:
tenía piel y huesos solamente; el cilicio descubría en algunas partes el hueso
y lo restante de la piel era azotado sin piedad dos veces por día, hasta
sangrar y supurar en úlceras horrendas que no había modo de curar, cayéndole
muchas veces la sangre hasta los pies. Se cubría con el sayal más remendado que
encontraba; llevaba unos paños menores que, con el sayal, constituían
asperísimo cilicio. El hábito era estrecho y en invierno le acompañaba un manto
que no llegaba a cubrir las rodillas. Como solamente tenía uno, veíase obligado
a desnudarse para lavarlo, a escondidas, y tornaba a ponérselo, muchas veces
helado, apenas lo terminaba de lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no
podía estar en la celda por el rigor del frío solía calentarse poniéndose
desnudo en la corriente helada que iba de la puerta a la ventana abiertas;
luego las cerraba poco a poco, y, finalmente, se ponía el hábito y amonestaba
al hermano asno para que no se quejase con tanto regalo y no le impidiese la
oración.
Su aspecto exterior
era impresionante, de forma que predicaba solamente con él: la cara
esquelética; los ojos de fulgor intensísimo, capaces de descubrir los secretos
más íntimos del corazón, siempre bajos y cerrados; la cabeza quemada por el sol
y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba por no mirar cuando
pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba escurriendo la sangre
por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y llagados por no ver dónde
los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de los caminos.
San Pedro era víctima
del amor de Dios más ardiente y su cuerpo no había florecido en cinco llagas
como San Francisco, sino que se había convertido en una sola, pura, inmensa. Su
vida entera fue una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor
por las almas las exigencias más entrañables del ideal franciscano.
No es de extrañar,
claro está, que su vista no repeliese. Juntaba al durísimo aspecto externo una
suavidad tal, un profundo sentido de humana ternura y comprensión hacia el
prójimo, una afabilidad, cortesía de modales y un tal ardor de caridad
fraterna, que atraía irresistiblemente a los demás, de cualquier clase y
condición que fuesen. Es que el Santo era todo fuerza de amor y potencia de
espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era cuidadoso de las formas
sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo íntima relación con los
grandes santos de su época: San Francisco de Borja, quien llamaba «su paraíso»
al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su reforma; el beato Juan de
Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó eficazmente en la reforma
carmelitana y a cuyo espíritu dio aprobación definitiva. Acudieron a él reyes,
obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le solicitaron como confesor,
negándose a ello por humildad y por desagradarle el género de vida
consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le ayudaron
muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espíritu noble y ardiente, su
conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.
Secuela de todo esto
fue la eficacia de su intenso apostolado. San Pedro de Alcántara es un
auténtico santo franciscano y su vida lo menos parecido posible a la de un
cenobita. Como vivía para Dios completamente no le hacía el menor daño el
contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con frecuencia graves
tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y eficaz: azotarse hasta
derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada, revolcarse entre
zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por obediencia le hacen
superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su predicación era
sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el confesonario pasaba
horas incontables y poseía el don de mover los corazones más empedernidos. Fue
extraordinario como director espiritual, ya que penetraba el interior de las
almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado en consejo por
toda clase de hombres y mujeres, lo mismo gente sencilla de pueblo que nobles y
reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y vulgo ignorante. Amó
a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en El Pedroso una
escuelita donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la procuró
eficazmente entre los hombres.
Dios confirmó todo
esto con abundancia de milagros: innúmeras veces pasó los ríos a pie enjuto;
dio de comer prodigiosamente a los religiosos necesitados; curó enfermos;
profetizó; plantó su báculo en tierra y se desarrolló en una higuera que aún
hoy se conserva; atravesó tempestades sin que la lluvia calara sus vestidos, y
en una de nieve ésta le respetó hasta el punto de formar a su alrededor una
especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas el auténtico milagro de su
penitencia.
Aún, sin embargo, nos
falta conocer el aspecto más original del Santo: su espíritu reformador. No
solamente ayuda mucho a Santa Teresa para implantar la reforma carmelitana; no
se contenta con ayudar a un religioso a la fundación de una provincia
franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo funda con licencia
pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia mártires, beatos
y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el hábito en una
provincia franciscana austerísima, la de San Gabriel, quiso elevar la pobreza y
austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y, sobre todo,
deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que llevaba en
las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la dicha
provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de
conventos. Con muchas contradicciones dio comienzo a su obra en 1556, en el
convento de El Pedroso, y pronto la vio extendida a Galicia, Castilla,
Valencia; más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio
de santidad entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes.
Dice un biógrafo que vivían en sus conventos –diminutos, desprovistos de toda
comodidad– una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por
semana, y aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas
parecían sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias
corporales. Y si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son
muy moderadas en cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás
reformas franciscanas conocidas, no se puede dudar que su poderosísimo espíritu
dejó en sus seguidores una imborrable huella y un deseo extremo de imitación. Y
es sorprendente el genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal
penitencia no les distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían
los conventos junto a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del
desempeño del ministerio sacerdotal, en la ayuda a los párrocos, enseñanza a
los niños; siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos.
El 18 de octubre de 1562
murió en el convento de Arenas.
La Santa de Avila vio
volar su alma al cielo y la oyó gozarse de la gloria ganada con su excelsa
penitencia. El Santo moría en paz. Dejaba una obra hecha: una escuela de
santos, un colegio de almas intercesoras y víctimas por las culpas del mundo.
Sus penitencias llegaron a parecer a algunos «locuras y temeridades de hombre
desesperado»; las gentes le tuvieron muchas veces por loco al ver los extremos
a que le llevaba su vida de contemplación. Sólo que, como muy gentilmente
aclaró a sus monjas Santa Teresa, aquellas locuras del bendito fray Pedro eran
precisamente locuras de amor. Cuando Cristo ama intensamente a un alma no
descansa hasta clavarla consigo en la cruz. Cuando un alma ama a Cristo no
desea sino compartir con Él los mismos dolores, oprobios y menosprecios. La
vocación franciscana es, recordémoslo, una vocación de amor crucificado y San
Pedro supo vivirla con plenitud. Su penitencia venía condicionada por su papel
corredentivo en la Iglesia de Dios y, si no a todos es dado imitarla
materialmente, sí es exigido amar como él amó y desprenderse por amor, y al
menos en espíritu, de las cosas temporales, abrazándose a la cruz.
Pedro de Alcántara Martínez, OFM,
San Pedro de Alcántara,
en Año Cristiano, Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp.
152-160
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