«¡La Cruz de Cristo! En su constante florecimiento, el árbol de la
Cruz produce siempre renovados frutos de salvación. Por eso los creyentes vuelven
la vista hacia la Cruz con confianza, extrayendo de su misterio de amor la
valentía y la fuerza necesarias para seguir las huellas de Cristo crucificado y
resucitado. Así ha penetrado el mensaje de la Cruz en el corazón de tantos y
tantos hombres y mujeres, transformando su existencia. Un elocuente ejemplo de
esa extraordinaria renovación interior es el recorrido espiritual de Edith
Stein, una joven que fue en busca de la verdad y que, gracias a la silenciosa
labor de la gracia de Dios, ha llegado a convertirse en una santa y en una mártir.
Se trata de Teresa Benedicta de la Cruz, que nos repite a todos desde lo alto
del Cielo las palabras que marcaron su existencia: En cuanto a mí, Dios me
libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo
(Ga 6, 14)» (Homilía del Papa Juan Pablo
II con motivo de la canonización de Santa Teresa Benita de la Cruz, el 11 de
octubre de 1998).
Edith Stein nació el 12 de octubre de
1891 en Breslau (hoy en día Wroclaw, en Polonia), en el seno de una familia
judía. Cuando tenía tres años de edad, su padre fallece de repente. Su madre
asume entonces con valentía la dirección de una importante empresa de comercio
de madera, a la vez que la educación de sus siete hijos. Era una mujer muy
asidua de las prácticas de la sinagoga, y por ello modelo indiscutible de toda
la familia. «Podíamos ver en el ejemplo de nuestra madre –escribirá Edith– la
auténtica manera de comportarnos. Cuando decía de algo que era pecado, ese
término expresaba el colmo de la fealdad y de la maldad, y aquello nos dejaba
trastornados». Sin embargo, los hijos de aquella mujer ejemplar no compartirán
su profundo apego al judaísmo y, muy pronto, los hermanos mayores de Edith
participarán únicamente por piedad filial en las fiestas religiosas de la
familia.
Una ilusión de autonomía
A partir de la adolescencia, Edith se
convierte en atea. Nos confesará que «perdió la costumbre de rezar, consciente
e intencionadamente» a los catorce años, queriendo contar solamente consigo
misma, recelosa por afirmar su propia libertad ante las opciones de la vida.
Esa ilusión de independencia total del hombre con respecto a Dios se encuentra
hoy en día muy extendida. El Santo Padre nos revela que sus orígenes se
remontan a nuestros primeros padres: «El libro del Génesis describe de forma
muy expresiva la condición del hombre cuando relata que Dios lo situó en el
jardín del Edén, en cuyo centro se hallaba el árbol de la ciencia del bien y
del mal (2, 17). El símbolo resulta evidente: el hombre no estaba en
condiciones de discernir y de decidir por sí mismo lo que estaba bien y lo que
estaba mal, sino que debía remitirse a un principio superior. La ceguera del
orgullo les hizo creer a nuestros primeros padres en la ilusión de que eran
soberanos y autónomos, y de que podían hacer abstracción del conocimiento que
procede de Dios» (Encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de
1998, 22). Semejante ilusión de autonomía es errónea, pues el hombre, creado
por Dios, depende incesantemente de Él. Reconocer la total dependencia de la
criatura con respecto al Creador es una fuente de sabiduría y de libertad, de
gozo y de confianza. Al final de una larga búsqueda, Edith Stein reconocerá que
sólo quien se une al amor de Cristo llega a ser realmente libre.
La sed de lo Verdadero
Edith consiguió abrirse camino poco a
poco hacia la plena luz mediante los estudios de filosofía y un culto exigente
por la verdad. «La sed de la verdad –nos dice– fue para mí la única plegaria».
Y escribirá: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente está
buscando a Dios». En esa búsqueda de la verdad sobre el hombre, Edith se lanza
al estudio de la psicología. Decepcionada por el escepticismo reinante, ahonda
en la escuela del filósofo Husserl, quien parte del principio de que la verdad
es necesaria, inmutable y eterna, y que se impone a toda inteligencia. La
opinión contraria, que pretende que la verdad depende de la persona que piensa,
le parece una tendencia malsana y próxima a la locura. En nuestros días, el
Concilio Vaticano II nos recuerda que «la inteligencia es capaz de alcanzar con
verdadera certeza la realidad inteligible, a pesar de que, como consecuencia
del pecado, se encuentre parcialmente débil y a oscuras» (Gaudium et spes, 15).
Pero, más allá de la elevada estima que siente hacia la ciencia, Edita, una vez
convertida, reconocerá que «el corazón de la existencia cristiana no se
encuentra en la ciencia sino en el amor» (cf. Juan Pablo II, homilía por la
beatificación de Edith Stein, 1 de mayo de 1987).
En su búsqueda de la verdad, Edith
recibe la ayuda de providenciales acontecimientos. En noviembre de 1917, uno de
sus amigos y colaborador de Husserl, el profesor Reinach, muere en la guerra.
Era de origen israelí y había recibido el bautismo en una confesión protestante
un año antes, junto a su esposa, que se convertiría al catolicismo algunos años
después. La viuda de Reinach recurre a Edith para clasificar los escritos
filosóficos de su marido. Testigo como había sido de la intimidad y de la
felicidad de los esposos Reinach, la joven teme que su amiga se encuentre
destrozada por el dolor. Sin embargo, fortificada por su fe en Cristo, ésta
había aceptado pronto compartir los sufrimientos del Salvador en la Pasión, y
le invade una profunda paz. La Cruz, al penetrar en lo más íntimo de su ser, la
ha herido y curado al mismo tiempo. Edith, que la encuentra transformada por
aquella prueba, recibe una impresión imborrable, aunque no deja entrever los
sentimientos que la turban. Cuando ya era carmelita, le confió lo siguiente a
un sacerdote: «Fue mi primer encuentro con la Cruz, con esa fuerza divina que
confiere a quienes la soportan. La Iglesia, nacida de la Pasión de Cristo y
victoriosa de la muerte, se me apareció visiblemente por primera vez. En aquel
mismo instante cesó mi incredulidad, y el judaísmo se desvaneció ante mis ojos,
mientras se alzaba en mi corazón la luz de Cristo, esa luz de Cristo captada en
el misterio de la Cruz. Ese fue el motivo por el que, cuando tomé el hábito del
Carmelo, quise añadir a mi nombre el de la Cruz».
Cuando suena la hora
Un día, por puro interés intelectual, se
compra el libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Muy
afectada por esa lectura, está a punto de convertirse pero no acaba de
decidirse a dar el paso decisivo. «El mensaje de la fe llega hasta muchas
personas que no le dan acogida», escribirá al final de su vida, como si
continuara sin poder comprender su largo período de vacilación.
La «hora de la gracia» suena por fin
durante unas vacaciones en casa de unos amigos, en el verano de 1921. «Un día
–escribe–, fue a parar a mis manos, por casualidad, una obra bastante imponente
que llevaba por título Vida de Santa Teresa (de Jesús), escrita por ella misma.
Empecé a leerlo y enseguida me sentí cautivada, sin poder detenerme hasta
terminar su lectura. Cuando cerré el libro, me dije: ¡ahí está la verdad!».
Inmediatamente, se compra un catecismo católico y un misal, estudiándolos y
asimilándolos en poco tiempo. Estas son las impresiones que recibió tras
penetrar por primera vez en una iglesia: «Nada me pareció extraño, pues gracias
a lo que había estudiado entendía las ceremonias hasta en los mínimos detalles.
Un sacerdote de venerable aspecto subió hasta el altar y celebró el Santo
Sacrificio con profundo fervor. Después de la Misa, esperé a que el celebrante
hubiera terminado la acción de gracias... Lo seguí al presbiterio y le pedí que
me bautizara».
El párroco responde, algo turbado, que
para ser admitida en la Iglesia era necesaria cierta preparación. Pero Edith
insiste, por lo que el sacerdote se ve obligado a comprobar inmediatamente su
conocimiento de la fe. Tras una prolongada conversación, el párroco, lleno de
admiración por el trabajo que la gracia había operado en aquella alma, fija sin
demora la fecha del bautismo para el primer día del año de 1922. En recuerdo de
la lectura que había decidido su conversión, Edith elige como nombre de
bautismo el de Teresa.
¿Qué dirá su admirable madre, israelita
ejemplar? Edith procura anunciarle ella misma la noticia, diciéndole
simplemente de rodillas: «Mamá, soy católica». Por primera vez en la vida, la
joven ve llorar a su madre; ambas tienen el corazón destrozado, pero permanecen
profundamente unidas. Por piedad filial, Edita se queda durante seis meses con
su madre y la sigue acompañando a la sinagoga, donde va comprendiendo cada vez
mejor que el Antiguo Testamento alcanza su pleno significado en el Nuevo. Su
profundo recogimiento impresiona a la madre, quien dirá: «Nunca he visto rezar
a nadie como lo hace Edith».
La verdadera seguridad
En el momento de la instauración del
Tercer Reich, en 1933, Edita ya es catedrática en Munster. Una noche en que se
encuentra en casa de unos amigos, oye hablar de persecuciones masivas de judíos
alemanes. «De repente –escribe–, me dio claramente la impresión de que la mano
del Señor se abatía pesadamente sobre su pueblo (el pueblo judío), y de que me
convertía en partícipe del destino de ese pueblo». Algunos días después,
mientras asistía a una ceremonia en la capilla del Carmelo de Colonia, un
sacerdote comenta la Pasión del Salvador. «Desde mi interior me dirigí al Señor
–nos cuenta Edith–, diciéndole que sabía que era su Cruz lo que en aquel
momento caía sobre el pueblo judío. La mayor parte de los judíos no lo
comprendían, pero aquellos que sí lo entendían debían tomarla voluntariamente
en nombre de todos. Era lo que yo estaba deseando hacer. Le pedí únicamente que
me mostrara de qué modo podía hacerlo. Cuando terminó la meditación, recibí la
certeza de que me había sido otorgado, ignorando sin embargo de qué manera me
sería entregada la Cruz». Más tarde le dirá a la madre superiora del Carmelo:
«Lo que puede ayudarnos no es la actividad humana, sino los sufrimientos de
Cristo. Y yo aspiro a compartirlos».
En adelante, la persecución hará
imposible que Edith pueda dedicarse a la enseñanza en Alemania. «Casi me sentí
aliviada de ser alcanzada por el destino común –escribirá–, pero,
evidentemente, debía reflexionar sobre lo que tenía que hacer». Con objeto de
que pudiera proseguir sus trabajos investigadores, le proponen ocupar un puesto
en América del Sur, pero ella ya ha decidido cumplir su viejo sueño: «¿Acaso no
era ya el momento de entrar en el Carmelo? Hacía ya casi doce años que el
Carmelo era mi objetivo... Al final, me resultaba ya penoso seguir esperando.
Me había convertido en una extranjera en el mundo». Algunos años antes le había
ya pedido a su director espiritual que le permitiera entrar en la Orden del
Carmen, pero por consideración a su madre y a causa de la importancia de sus
actividades en la enseñanza, el sacerdote lo había rechazado. Pero en 1933, las
dificultades que se oponían a la vocación de Edita habían desaparecido: «Ya no
resultaba útil –escribe. Y seguro que mi madre habría preferido verme en un
convento en Alemania que en un colegio en América del Sur». Una carta de 1931
nos muestra que no tomó aquella decisión a la ligera y que tuvo que luchar para
encontrar el buen camino: «Es totalmente natural que, antes de dar un paso
decisivo, despleguemos delante de nosotros mismos todo lo que abandonamos,
considerando el riesgo que corremos. Y ya sin ninguna seguridad humana, debemos
entregarnos totalmente en manos de Dios. Sólo entonces alcanzamos una mejor y
más profunda seguridad».
La familia de Edith desconoce por
completo su decisión. Poco a poco, Edith se lo va confiando a sus hermanos y
hermanas, rogándoles que no revelen nada a su madre; ella misma busca un
momento propicio para hablarle. La ocasión esperada se presenta el primer
domingo de septiembre. He aquí el emocionado relato trazado por la propia Edith:
«Me encontraba sola en casa, junto a mi madre, sentada y tricotando cerca de la
ventana. De repente, ella me hizo la pregunta que tanto tiempo había esperado:
«¿Qué vas a hacer en Colonia en el convento de las religiosas? – Vivir con
ellas». Mamá no dejó de tricotar y se le enredó la madeja de lana. Intentó
arreglarla con sus manos temblorosas, y yo le ayudaba mientras continuábamos
conversando. A partir de aquel momento, la paz desapareció de la familia, y una
pesada opresión planeaba sobre la casa. De vez en cuando, mi madre intentaba de
nuevo hacer una y otra pregunta, pero eran seguidas de un silencio. Mis
hermanos y hermanas pensaban como mi madre, pero no querían acrecentar su
pena... Aquella decisión de entrar en el Carmelo era tan seria, estaba tan
cargada de consecuencias, que nadie podía asegurar con certeza cuál era el buen
camino... Tenía que dar aquel paso en la total oscuridad de la fe».
¿Por qué quiso hacerse Dios?
Edith acompaña por última vez a su madre
a la sinagoga el 12 de octubre. Durante el regreso, la madre le pregunta:
«¿Verdad que el sermón ha sido hermoso? – Claro que sí, mamá. – ¿Así que
también podemos ser piadosos siendo judíos? – Indudablemente, si no hemos
aprendido a conocer otra cosa. – ¿Y por qué has aprendido otra cosa? No es que
quiera reprocharle nada a Jesús. Quizás haya sido un ser muy bueno, pero ¿por
qué quiso hacerse Dios?». Edith comprende, por el tono de la conversación, que
todavía no ha llegado el momento de responder a esa pregunta, y prefiere
guardar silencio. «Aquel día –añade– había mucho movimiento en nuestra casa.
Uno tras otro, nuestros invitados se despidieron. Finalmente, me quedé sola en
la habitación con mi madre, quien, tapándose la cara con las manos, se puso a
llorar. Me puse a su lado y apreté suavemente contra mi pecho aquella venerable
cabeza de pelo gris. Permanecimos de ese modo durante mucho tiempo, hasta que
decidió ir a acostarse; pero aquella noche no pudimos conciliar el sueño ni un
solo instante».
El 15 de octubre de 1933, día de Santa
Teresa, Edith Stein entra en el Carmelo de Colonia, donde recibe el nombre de
Teresa Benedicta de la Cruz. Durante mucho tiempo, las cartas dirigidas a su
madre no obtienen respuesta... Pero después vuelven los intercambios regulares.
El 14 de septiembre de 1936, festividad de la Exaltación de la Santa Cruz, en
el momento en que Teresa Benita de la Cruz renueva sus votos, tiene un
clarísimo presentimiento: «Mi madre está junto a mí». Aquel mismo día, un
telegrama le avisa de la muerte de aquélla, acontecida a la misma hora de la
ceremonia. Poco tiempo después, sor Teresa Benedicta de la Cruz tiene el gozo
de acoger a su hermana Rosa, que llega a Colonia y recibe por fin el Bautismo,
aplazado durante mucho tiempo por temor a herir todavía más a la anciana madre.
Rosa se reunirá con Edita en el Carmelo en 1938.
Las alas de los ángeles
Poco tiempo después, ambas hermanas son
trasladadas al Carmelo de Echt, en Holanda, con el fin de evitar que fueran
detenidas como judías y enviadas a un campo de concentración; pero el peligro
sigue existiendo. Sor Teresa Benedicta de la Cruz escribe al respecto lo que
sigue: «Es bueno acordarnos en estos días de que la pobreza consiste incluso en
vernos privadas de nuestra clausura. Nosotras nos comprometimos a permanecer en
clausura, pero por su parte Dios no se ha comprometido a dejarnos siempre en el
interior de nuestros muros. Él no necesita de ello, pues posee otras murallas
con las que protegernos... Si permanecemos fieles a nuestras reglas de
clausura, aunque fuéramos arrojadas a la calle, Dios enviaría a sus ángeles
para cuidarnos, y sus alas nos rodearían con mayor seguridad que las más
gruesas y más altas murallas».
El 11 de julio de 1942, los dirigentes
religiosos de las confesiones cristianas de Holanda envían un telegrama al
comisario del Reich, en el que se alzan contra la deportación de las familias
judías. El 26 de julio, es leída en todas las iglesias del país una encendida
protesta en el mismo sentido. Los ocupantes nacional-socialistas reaccionan con
violencia, deteniendo a todos los judíos católicos de los Países Bajos,
incluidos los religiosos y las religiosas. El representante de Hitler no deja
entrever ninguna duda sobre la naturaleza represiva de aquella medida: «Ya que
los obispos católicos se han inmiscuido en un asunto que no les incumbía, todos
los judíos católicos serán expulsados a partir de esta semana. Cualquier
protesta resultará inútil». El 2 de agosto de 1942, Edita y Rosa Stein son
detenidas e internadas en el campo de Westerbork (Holanda). Parece ser que
aquella parada en Westerbork duró del 5 al 6 de agosto. En aquel campo hay mil
doscientos judíos católicos, de los cuales unos quince son religiosos.
Alrededor de mil son deportados con sor Teresa Benedicta durante la noche del 6
al 7.
Con motivo de aquellos hechos, el Papa
Pío XII prepara en primer lugar una enérgica carta de protesta contra la
persecución de los judíos. Pero después, reflexionando sobre las aún mayores
represiones que su mensaje corre el riesgo de provocar, renuncia a ello y le
explica a una persona de su confianza: «Más vale callarse en público y hacer en
silencio, como antes, todo lo que sea posible por esa pobre gente» (cf. Pie
XII, de Pascalina Lehnert, ed. Téqui, 1985). Y así fue cómo el Papa lo
dispuso todo para salvar a los judíos (cf. Pie XII et la deuxième
guerre mondiale, de Pierre Blet sj, ed. Perrin, 1997). Después de la
guerra, eminentes personalidades israelitas dieron testimonio de que su
actuación salvó la vida de decenas de miles de personas.
«Estoy contenta de todo»
Sor Teresa Benedicta de la Cruz consigue
mandar dos mensajes al Carmelo de Echt. El primero no indica ni la fecha ni el
lugar de procedencia, y podemos leer en él lo que sigue: «Estoy contenta de
todo... El conocimiento de la Cruz solamente puede adquirirse si uno siente
realmente la Cruz sobre sus hombros. Estaba convencida de ello desde el primer
momento, y me dije en mi interior: «Ave Crux, Spes unica; ¡te saludo, oh
Cruz, mi única esperanza!»».
El segundo mensaje, fechado el 6 de
agosto y expedido desde Westerbork, barracón 36, menciona lo siguiente: «Mañana
por la mañana parte el primer vagón hacia Silesia o Checoslovaquia... Hasta
ahora he podido rezar magníficamente bien».
Un testigo, que tuvo la suerte de
librarse de la deportación, escribió: «Entre los prisioneros que llegaron aquel
5 de agosto al campo de Westerbork, sor Teresa Benedicta destacaba netamente de
los demás por su actitud apacible y tranquila. Los gritos, los lamentos y el
estado de angustiosa sobreexcitación de los recién llegados eran
indescriptibles. Sor Teresa Benedicta iba entre las mujeres como un ángel del
consuelo, apaciguando a unas y curando a otras. Muchas madres parecían haber
caído en un estado de postración, parecido a la locura, y no hacían más que
gemir, como aturdidas, abandonando a sus hijos. Sor Teresa Benedicta se encargó
de los niños pequeños, lavándolos, peinándolos, procurándoles el alimento y los
cuidados indispensables. Durante todo el tiempo que estuvo en el campo,
dispensó a su alrededor una ayuda tan caritativa que todavía nos conmueve». El
Papa Juan Pablo II explica el origen de esa enorme caridad cuando dice: «El
amor de Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la
Cruz... El Verbo hecho carne lo fue todo para ella» (Homilía de la
canonización, 11 de octubre de 1998). La Santa había escrito: «Nuestro amor por
el prójimo es la medida de nuestro amor por Dios. Para los cristianos –y no solamente
para ellos– nadie es «extranjero». El amor de Cristo no conoce fronteras».
El calvario de Edith Stein y de su
hermana Rosa, que la acompaña hasta el final, termina en el campo de Auschwitz.
Allí, las dos encontrarán la muerte el 9 de agosto de 1942, en medio de un
drama desgarrador que solamente Dios conoce. La fecha podrá saberse de manera
segura a través del boletín oficial de Holanda del 16 de febrero de 1950, que
publica las listas de las víctimas muertas en la deportación. Solamente se sabe
que, antes de la salida del convoy que se dirigía a Auschwitz, los deportados
habían tenido que soportar frecuentes interrogatorios y múltiples vejaciones.
El 9 de agosto de 1942, los ojos de la Santa se cierran a la luz del día, y su
alma se abre de par en par a los esplendores de la vida eterna.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz,
saciada ahora de la gloria de Dios, supo dejarse llevar de la mano del Padre
celestial. En su completa confianza en Dios, había compuesto esta hermosa
plegaria: «Señor, déjame caminar sin ver por tus caminos. No quiero saber por
dónde me guías, pues ¿acaso no soy hija tuya? Tú eres el Padre de la Sabiduría,
y también mi padre. Aunque me guíes a través de la noche, el destino eres tú.
Señor, cúmplase en mí lo que tú quieras, pues yo estoy dispuesta, aunque nunca
llegues a saciarme en esta vida. Tú eres el Señor del Tiempo. Que todo se
cumpla según los planes de tu Sabiduría. Y cuando me llames dulcemente al
sacrificio, ayúdame a cumplirlo. Déjame que supere totalmente mi pequeño «yo»,
para que, muerta en mí misma, viva solamente para ti».
Esa es también la gracia que le pedimos
a la Santísima Virgen María y a San José, para usted y para todos sus seres
queridos, vivos y difuntos, en estos días en los que celebramos el misterio de
la Muerte y de la Resurrección de Nuestro Señor.
Dom Antoine Marie osb
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