SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de abril de 2000
La gloria de la Trinidad en la Transfiguración
1. En esta octava de
Pascua, considerada como un único gran día, la liturgia repite sin cesar el
anuncio de la resurrección: "¡Verdaderamente Jesús ha
resucitado!". Este anuncio abre un horizonte nuevo a la humanidad entera.
En la Resurrección se hace realidad lo que en la Transfiguración del monte
Tabor se vislumbraba misteriosamente. Entonces el Salvador reveló a Pedro,
Santiago y Juan el prodigio de gloria y de luz confirmado por la voz del
Padre: "Este es mi Hijo predilecto" (Mc 9, 7).
En la fiesta de
Pascua estas palabras se nos presentan en su plenitud de verdad. El Hijo
predilecto del Padre, Cristo crucificado y muerto, ha resucitado por nosotros.
A su luz, los creyentes vemos la luz y, "exaltados por el Espíritu ―como
afirma la liturgia de la Iglesia de Oriente―, cantamos a la Trinidad
consustancial a lo largo de todos los siglos" (Grandes Vísperas de la
Transfiguración de Cristo). Con el corazón rebosante de alegría pascual subamos
hoy espiritualmente al monte santo, que domina la llanura de Galilea,
para contemplar el acontecimiento que allí se realiza, anticipando los
sucesos pascuales.
2. Cristo es el
centro de la Transfiguración. Hacia él convergen dos testigos de la primera
Alianza: Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La
divinidad de Cristo, proclamada por la voz del Padre, también se manifiesta
mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos pintorescos. La luz y
la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia:
"Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los
puede blanquear lavandera sobre la tierra" (Mc 9, 3). Asimismo, la
nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de Israel y en la
tienda de la Alianza (cf. Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40,
34. 38).
Canta también la
liturgia oriental, en el Matutino de la Transfiguración: "Luz
inmutable de la luz del Padre, oh Verbo, con tu brillante luz hoy hemos visto
en el Tabor la luz que es el Padre y la luz que es el Espíritu, luz que ilumina
a toda criatura".
3. Este texto litúrgico subraya la dimensión trinitaria de la transfiguración de Cristo en el monte, pues es explícita la presencia del Padre con su voz reveladora. La tradición cristiana vislumbra implícitamente también la presencia del Espíritu Santo, teniendo en cuenta el evento paralelo del bautismo en el Jordán, donde el Espíritu descendió sobre Cristo en forma de paloma (cf. Mc 1, 10). De hecho, el mandato del Padre: "Escuchadlo" (Mc 9, 7) presupone que Jesús está lleno de Espíritu Santo, de forma que sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35).
Por consiguiente,
podemos subir al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el
misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan
a Dios, según una imagen muy frecuente en los místicos. Otro texto de la
Iglesia de Oriente nos invita a esta ascensión hacia las alturas y hacia la
luz: "Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y
celestial; detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y
contemplemos en espíritu la divinidad del Padre y del Espíritu que resplandece
en el Hijo unigénito" (tropario, conclusión del Canon de san Juan
Damasceno).
4. En la
Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz
(cf. Sal 36, 10), sino que también se nos invita a escuchar la
palabra divina que se nos dirige. Por encima de la palabra de la Ley en Moisés
y de la profecía en Elías, resuena la palabra del Padre que remite a la del
Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al "Hijo predilecto", el
Padre añade la invitación a escucharlo (cf. Mc 9, 7).
La segunda carta de
san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente de
relieve la voz divina. Jesucristo "recibió de Dios Padre honor y gloria,
cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo
predilecto, en quien me complazco". Nosotros mismos escuchamos esta voz,
venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme
la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a
lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en
vuestros corazones el lucero de la mañana" (2 P 1, 17-19).
5. Visión y
escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos
llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo.
«La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de
Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo
glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero nos recuerda también que
"es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino
de Dios" (Hch 14, 22)» (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 556).
La liturgia de la
Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente,
presenta en los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una "tríada"
humana que contempla la Trinidad divina. Como los tres jóvenes del horno de
fuego ardiente del libro de Daniel (cf. Dn 3, 51-90), la liturgia
"bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y
cambia el fuego en rocío, y exalta al Espíritu que da a todos la vida por los
siglos" (Matutino de la fiesta de la Transfiguración).
También nosotros
oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san
Juan Damasceno: "Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo,
y me has transformado con tu divino amor. Quema mis pecados con el fuego
inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno de alegría, exalte
tus manifestaciones".
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