HOMILÍA DEL SANTO PADRE SAN JUAN PABLO II
MISA DE BEATIFICACIÓN DE SOR TERESA DE LOS ANDES
Parque O’Higgins de Santiago de Chile
Viernes 3 de abril de 1987
Viernes 3 de abril de 1987
1. “Quedan la fe, la
esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor”(1Co 13, 13)
.
Estas palabras de
San Pablo, en las que culmina su “himno a la caridad” resuenan con tonos nuevos
en esta celebración eucarística.
Sí, “la más grande
es el amor”.
Son palabras que se
hicieron vida en la persona de sor Teresa de los Andes, que hoy he tenido
la gracia y el gozo de proclamar Beata. Hoy, amadísimos hermanos y hermanas de
Santiago y de Chile, es un día grande en la vida de vuestra Iglesia y de
vuestra nación. Hija predilecta de la Iglesia chilena, sor Teresa es ensalzada
a la gloria de los altares en la patria que la vio nacer. El Pueblo de Dios
peregrino encuentra en ella un guía para su caminar hacia la meta de la
Jerusalén celestial.
Deseo dirigir mi
cordial saludo a los hermanos en el Episcopado aquí presentes, en particular al
señor cardenal arzobispo de esta querida arquidiócesis. Saludo igualmente a las
autoridades, al prepósito general de los Carmelitas Descalzos, y a los
sacerdotes, religiosos, religiosas y amadísimos fieles de esta Iglesia que
peregrina en Chile y que hoy se alegra en torno a una joven, una religiosa
carmelita, modelo de virtud.
Movidos por la fe,
la esperanza y el amor, caminamos como peregrinos hacia Dios que es Amor, y
nuestra alma se llena de gozo al comprobar que esta peregrinación espiritual
tiene su corona en la gloria, a la que Cristo nuestro Señor desea conducirnos a
todos.
Hemos escuchado al
principio un breve perfil biográfico de sor Teresa de los Andes, una joven
chilena, símbolo de la fe y de la bondad de este pueblo; una carmelita
descalza, arrebatada para el reino de los cielos en la primavera de su vida;
una primicia de santidad del Carmelo Teresiano en América Latina.
En sus breves
escritos autobiográficos nos ha dejado el testamento de una santidad sencilla y
accesible, centrada en lo esencial del Evangelio: amar, sufrir, orar, servir.
El secreto de su
vida volcada hacia la santidad está cifrado en una familiaridad con Cristo,
presente y amigo, y con la Virgen Maria, Madre cercana y amorosa.
2. Teresa de
los Andes experimentó desde muy niña la gracia de la comunión con Cristo, que
se fue desarrollando progresivamente en ella con el encanto de su juventud,
llena de vitalidad y de jovialidad, en la que no faltó, como hija de su tiempo,
el sentido del sano esparcimiento y del deporte, el contacto con la naturaleza.
Era una joven alegre y dinámica; una joven abierta a Dios. Y Dios hizo florecer
en ella el amor cristiano, abierto y profundamente sensible a los problemas de
su patria y a las aspiraciones de la Iglesia.
El secreto de su
perfección, como no podía ser menos, es el amor. Un amor grande a Cristo, por
quien se siente fascinada y que la lleva a consagrarse a El para siempre, y a
participar en el misterio de su pasión y de su resurrección. Siente a la vez un
amor filial a la Virgen María que la inclina a imitar sus virtudes.
Para ella Dios
es alegría infinita. He ahí el nuevo himno del amor cristiano que brota
espontáneo del alma de esta joven chilena, en cuyo rostro glorificado
adivinamos la gracia de la transformación en Cristo, en virtud de ese amor que
es comprensivo, servicial, humilde, paciente. Un amor que no destruye los
valores humanos sino que los eleva y transfigura.
Sí. Como dice Teresa
de los Andes: “Jesús es nuestro gozo infinito”. Por eso la nueva Beata es
un modelo de vida evangélica para la juventud de Chile. Ella, que llegó a
practicar con heroísmo las virtudes cristianas transcurrió los años de su
adolescencia y de su juventud en los ámbitos normales de una joven de su tiempo:
en su vida de cada día se ejercitó en la piedad y en la colaboración eclesial
como catequista, en la escuela, entre sus amigos y amigas, en las obras de
misericordia, en los momentos de solaz y de recreo. Su vida ejemplar se reviste
de humanismo cristiano con el sello inconfundible de la inteligencia viva, de
la delicadeza premurosa, de la capacidad creadora del pueblo chileno. En ella
se expresa el alma y el carácter de vuestra patria y la perenne juventud del
Evangelio de Cristo, que entusiasmó y atrajo a sor Teresa de los Andes.
3. La Iglesia
proclama hoy Beata a sor Teresa de los Andes y. a partir de este día, la venera
y la invoca con este título.
Beata, dichosa,
feliz, es la persona que ha hecho de las bienaventuranzas evangélicas el centro
de su vida; que las ha vivido con intensidad heroica.
De esta forma,
nuestra Beata, habiendo puesto en práctica las bienaventuranzas, encarnó en su
vida el ejemplo más perfecto de la santidad que es Cristo.
En efecto, Teresa de
los Andes irradia la dicha de la pobreza de espíritu, la bondad y mansedumbre
de su corazón, el sufrimiento escondido con que Dios purifica y santifica a sus
elegidos. Ella tiene hambre y sed de justicia, ama a Dios intensamente y quiere
que Dios sea amado y conocido por todos. Dios la hizo misericordiosa en su
inmolación total por los sacerdotes y por la conversión de los pecadores;
pacífica y conciliadora, sembrando a su alrededor la comprensión y el diálogo.
En ella se refleja, sobre todo, la bienaventuranza de la pureza de corazón. En
efecto, se entregó a Cristo totalmente y Jesús le abrió los ojos a la
contemplación de sus misterios.
Dios le concedió,
además, gustar el gozo sublime de vivir anticipadamente en la tierra la
bienaventuranza y la alegría de la comunión con Dios en el servicio al prójimo.
Este es su mensaje:
Sólo en Dios se encuentra la felicidad; sólo Dios es alegría infinita. ¡Joven
chilena, joven latinoamericana, descubre en sor Teresa la alegría de vivir la
fe cristiana hasta sus últimas consecuencias! ¡Tómala como modelo!
4. En nuestra Misa
de hoy, en la que elevamos al honor de los altares a una hija predilecta de
Chile, oramos de un modo particular por la reconciliación. En el Salmo
responsorial, hemos invocado a Dios con estas palabras:
“Muéstranos, Señor,
tu misericordia y danos tu salvación. La misericordia y la fidelidad se
encuentran, la justicia y la paz se besan” (Sal 85 [84], 8, 11).
La actuación de la
reconciliación, que en la santa Misa tiene su expresión en el acto penitencial
inicial y en el rito de la paz, sigue siendo como un clamor de los
hombres y de los pueblos al Dios de la Alianza. A ese Dios que
ha reconciliado consigo mismo toda la humanidad en Cristo, su Unigénito, muerto
en la cruz. Ese Dios ha encomendado a los Apóstoles y a la Iglesia el
ministerio de la reconciliación (cf. 2Co 5, 18 s.).
Como señalaba en mi
Exhortación Apostólica Reconciliatio et
Paenitentia: “A toda la comunidad de los creyentes, a todo el
conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación,
esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la
reconciliación y llevarla a cabo en el mundo... En conexión íntima con la
misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión... de la Iglesia en la tarea
–para ella central– de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo,
con los hermanos, con todo lo creado” (Reconciliatio et
Paenitentia, 8). Pero no podemos olvidar que la reconciliación es un
don de Dios, es un fruto de la gracia “de Cristo redentor, reconciliador, que
libera al hombre del pecado en todas sus formas” (Ibíd., 7).
Por su parte, la Iglesia
vive en la celebración de la Eucaristía la forma más intensa y expresiva de su
condición de ser comunidad reconciliada y sacramento de comunión del hombre con
Dios y con el genero humano (cf. Lumen gentium,
1). En efecto, la celebración de la Eucaristía requiere la voluntad firme de
reconciliación y de perdón. Por eso, en nuestra plegaria pedimos al Padre
celestial que perdone nuestras ofensas, y atestiguamos la sinceridad de nuestra
súplica perdonando por nuestra parte a quienes nos han ofendido (cf. Mt 6,
12).
El nuevo espíritu
del Reino de Dios que Jesús nos revela, nos lo expresa también en esta
exhortación que la comunidad cristiana meditaría siempre en un contexto
eucarístico: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas
entonces de que un hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante
del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y
presentas tu ofrenda” (Ibíd., 5, 23-24).
Vemos, por tanto,
amadísimos hermanos, cuán exigente es la llamada del Señor a la reconciliación
fraterna. En una humanidad surcada por tantas divisiones, que tienen su causa
última en el pecado, la reconciliación es una necesidad, e incluso, una
condición de supervivencia: Si la paz y la concordia no brillan entre los
individuos y los pueblos, los conflictos pueden adquirir proporciones de
verdadera tragedia.
5. En esta ceremonia
de beatificación de sor Teresa de los Andes quiero dar, con toda mi alma,
gracias al Señor porque, mediante el espíritu de diálogo y reconciliación, fue
preservada la paz entre dos naciones hermanas, Chile y Argentina, con la
solución del diferendo sobre la zona austral. Gracias sean dadas al Padre
misericordioso por haber sostenido al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores en
sus esfuerzos durante la Mediación. Gracias sean dadas al Señor de la historia
por haber inspirado a los gobernantes y a estos dos pueblos hermanos sentimientos
de paz y entendimiento que evitaron tantos sufrimientos, tanta efusión de
sangre y unas consecuencias imprevisibles para todo el continente americano.
6. Y ahora me vais a
permitir que os hable, al igual que lo hice en mi encuentro con el Episcopado
chileno, de la reconciliación interna, es decir, dentro de vuestra patria.
Ciertamente, está
presente en el ánimo de todos la persuasión de que es imprescindible una
atmósfera de diálogo y de concordia, lo cual, por otra parte, no es ajeno a la
reconocida tradición democrática del noble pueblo chileno. Concuerda asimismo
con esta trayectoria de vuestro país la convicción, arraigada en las
conciencias, de que la reconciliación se expresa en la convergencia de las
voluntades hacia el logro del bien común, hacia ese alto objetivo que
confiere significado propio y su razón de ser a las funciones de la comunidad
política, como nos enseña el Concilio Vaticano II: “El bien común abarca el
conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las
familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su
propia perfección” (Gaudium et spes,
74).
Hay que decir pues
que responde a la condición social y comunitaria del hombre el que éste
participe activamente en la vida pública, con miras a promover el bien común y
a fomentar todo lo que asegure condiciones de justicia, de paz y de reconciliación,
como indica el mismo Concilio: “Es perfectamente conforme con la naturaleza
humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos
los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente,
posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de
los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa
pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las
diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Ibíd., 75).
7. La Iglesia, en
conformidad con su irrenunciable misión, ha sido y seguirá siendo “ signo y
salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana” (Gaudium et spes,
76), del hombre que es imagen de Dios. Según advierte la misma Constitución
pastoral Gaudium et spes: “La Iglesia por su parte, fundada en el amor del
Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de justicia y de caridad
en el seno de la nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e
iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el
testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la
responsabilidad del ciudadano” (Ibíd.).
Con esa misma
libertad evangélica y con el corazón puesto en el bien de esta amada nación,
pido al Señor que os conceda con abundancia esa reconciliación, que implica
para todos una conciencia más viva de la dignidad humana.
La búsqueda del bien
común exige también el rechazo de toda forma de violencia y de terrorismo
–viniere de donde viniere– que precipitan a los pueblos en el caos. La
reconciliación, como la propone la Iglesia, es el camino genuino de la
liberación cristiana, sin el recurso al odio, a la lucha programada de clases,
a las represalias, a la dialéctica inhumana, que no ve en los démas a hermanos,
hijos del mismo Padre, sino a enemigos que hay que combatir. No nos cansaremos
de repetir en todas partes que la violencia no es cristiana ni evangélica, ni
camino para solucionar las dificultades reales de los individuos o de los
pueblos.
En este parque, que
lleva el nombre de uno de los más ilustres padres de la patria, quiero
manifestar mi aliento y mi apoyo a los esfuerzos en favor de la concordia por
parte del Episcopado chileno; y en particular, al Pastor de esta arquidiócesis
por sus apremiantes llamadas a la pacificación y al entendimiento, y por su
enérgica condena de la violencia y del terrorismo.
8. Trabajar por la
reconciliación supone un amor universal, paciente y generoso, firme en la
proclamación de la verdad, e inflexible en resistir a toda clase de violencia.
Tiene como
fundamento la misión misma de la Iglesia que proclama la comunión de los hijos
de Dios en una misma familia, el respeto a los hermanos, especialmente a los
más necesitados, el trabajar por el bien común.
Ante esta
perspectiva, la Iglesia en Chile no puede renunciar a la tarea de convencer y
de unir a todos los chilenos en un empeño conjunto de solidaridad y de
participación para lograr el bien de la patria.
Como han proclamado
vuestros obispos: “Chile tiene vocación de entendimiento y no de
enfrentamiento”. No se puede progresar agudizando las divisiones. Es la hora
del perdón y de la reconciliación.
“Dejaos
reconciliar con Dios” (cf. 2Co 5, 20), nos exhorta San Pablo.
Esta búsqueda de la paz con Dios, en la que insiste el Apóstol, es una labor
que no admite pausa; es un programa de vida que tiene que ir enraizándose cada
vez más en las conciencias de todos hasta el final de los tiempos.
Para conseguir dicha
meta, nuestro camino está iluminado por el estilo de vida de las
bienaventuranzas.
Hay acuerdo en la
verdad, cuando confesamos sin temor que el reino de Dios pertenece a los pobres
de espíritu; cuando los tristes son consolados, cuando los pacíficos rigen los
destinos del mundo, cuando se ejerce la compasión y la misericordia.
Hay verdadera
reconciliación entre los hijos de un mismo pueblo, cuando con el aporte de un
diálogo abierto y sincero desaparecen prejuicios y recelos, cuando hombres y
mujeres –limpios de corazón– se esfuerzan en sentir, hablar y actuar como
artesanos de paz. Entonces Dios los llama hijos suyos y los colma de felicidad.
Hay concordia de
mentes y voluntades cuando, por amor a la justicia y a la verdad, se respeta la
dignidad de cada persona y se aprende la sabiduría de la cruz, experimentando
el precio y la razón profunda del amor y del perdón, en comunión con Cristo.
Sufrir a causa del
amor, de la verdad, de la justicia, es el signo de la fidelidad al Dios de la
vida y de la esperanza. Es la bienaventuranza de los que por Cristo sufren,
caen en tierra como los granos de trigo y son promesa de vida y de
resurrección.
He ahí cómo se
construye el futuro, mediante un amor paciente y comprensivo que cree y espera
siempre, porque se fía de Dios que tiene en sus manos los hilos de la historia.
9. Queridos hermanos
y hermanas, hijos e hijas de la patria chilena.
En este día elevo mi
oración al Señor, junto con todos vosotros, pidiéndole por el bien inestimable
de la reconciliación, por el don de la paz y de la justicia para toda vuestra
sociedad.
“El fruto de la
justicia es la paz” (Is 32, 17).
El Evangelio de las
bienaventuranzas es la carta magna del reino de Dios. Las palabras de Jesús
suenan como una invitación y un desafío a optar por el camino evangélico de la
paz, que es fruto de la justicia, contra toda tentación de violencia, con la
paciencia y la eficacia de quien sabe construir la paz, creando las condiciones
necesarias para renovar los corazones y reformar las estructuras injustas. Este
es el estilo y el talante de los discípulos del Maestro de la paz y del amor.
“Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán hijos de Dios”
(Mt 5, 9).
En esta Eucaristía
hemos pedido al Señor su luz y su gracia “para que podamos construir
perpetuamente la paz, basada en la justicia, en el amor y en la libertad”.
La paz es un don de
Dios, que el Papa implora con todos vosotros, por intercesión de Teresa de los
Andes, a Aquel que es el Señor de todos, el Dios de la vida, el Príncipe de la
Paz.
10. “El es nuestra
paz” (Ef 2, 14).
En Cristo Dios Padre
ha reconciliado consigo a todo el género humano, a todos los hijos e hijas del
“primer Adán”.
“Tanto amó Dios al
mundo, que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no
perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16). Los santos y las almas
escogidas son testigos excepcionales de este amor del Padre.
¡Y la Beata Teresa
de los Andes es uno de estos testigos!
Hoy, mientras damos
gracias al Señor para que inspire deseos de paz y reconciliación entre los
hombres y los grupos sociales, imploramos ardientemente el fruto maduro de esa
reconciliación para vuestra patria. No olvidemos jamás que Cristo nos ha
reconciliado con Dios en la perspectiva de la vida eterna .
¡No lo olvidemos!
En este día dichoso
para la nación chilena, porque sor Teresa ha sido elevada al honor de los
altares, parece como si ella nos repitiera, como mensaje de vida, las palabras
que aprendió de su padre y maestro San Juan de la Cruz: “donde no hay amor,
ponga amor y sacará amor”.
Aquí en la tierra
permanecen la fe, la esperanza y el amor, estas tres.
Ellas nos conducen
hacia la eternidad: a la salvación eterna en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. A
la unión con Dios. Con Dios que es Amor.
Y por eso: la más
grande es el amor.
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