La misión de la Iglesia es siempre anunciar a Jesucristo, procurar
que sea conocido y amado por todos los hombres de todos los tiempos, y que el
programa de vida formulado en su predicación sea abrazado y cumplido, en orden
a la salvación universal, y a la plena realización del Reino de Dios. Así lo
entendieron los Apóstoles, y así lo trasmitieron a sus sucesores.
Dos expresiones netas de ese mandato se encuentran en los últimos
versículos de los Evangelios de Mateo y de Marcos. Se considera que el de Mateo
fue compuesto alrededor del año 80. El encargo consiste en amaestrar (mathetéusate)
a todas las naciones (pánta tà éthnē), bautizarlas (baptídzontes), y
enseñarles (didáskontes) a cumplir todo lo que Él nos ha mandado. Hoy diríamos
que la evangelización incluye trasmitir la moral cristiana (Mt 28, 19 s.).
Según los especialistas, el Evangelio de Marcos fue escrito unos diez años
antes; sería el más antiguo de los cuatro. El mandato de Jesús aparece en un
apéndice, de fecha posterior, y que la Iglesia considera canónico, es decir,
que forma parte de la Revelación. Dice así: «Vayan por todo el mundo, anuncien (kērýxate)
el Evangelio a toda la creación (notar la totalidad, sin exclusiones: todo el
mundo, toda la creación). El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea,
se condenará» (Mc 16, 15s.). La cruda alternativa del resultado está expresada
en los términos que son habituales en el Nuevo Testamento: sothḗsetai -
katakri thesetai; el versículo 16 contrapone redención cumplida y
condenación en el juicio futuro: promesa y amenaza. No quiero ser suspicaz,
pero me llama la atención que en algunas citas del pasaje se suprima el
versículo 16.
El Leccionario litúrgico incluye el texto de Marcos el Sábado de la
Octava de Pascua; allí se omite el versículo en el que se registra la doble
respuesta posible (creer - no creer), y su consecuencia (salvación o
condenación). En la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Francisco, Querida
Amazonia (n. 64) se reproduce el mandato, pero también aquí se suprime el
versículo 16; el texto ha sido mochado. Ahora bien, es evidente que los vv. 15
y 16 son inseparables en la redacción. El padre Marie-Joseph Lagrange, en su
clásico comentario, decía: «Predicado el Evangelio, el mundo y cada persona
deberán tomar posición. De un lado la fe, seguida de la salvación; del otro el
rechazo de creer (rehusarse) y la condenación». No corresponde, entonces,
eliminar lo que allí el evangelista pone en boca del Señor, sobre las
consecuencias de aceptar o no aceptar el Evangelio. Parece un detalle, pero se
puede pensar que responde a una actitud generalizada en las últimas décadas; yo
suelo designarla como «buenismo».
En el Evangelio de Juan (3, 17-18) encontramos una formulación
paralela: Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve (hína sothe) no para
juzgarlo (hína kríne). Juzgar tiene aquí el sentido de condenar; poco más
adelante se dirá que el incrédulo «no verá la vida, sino que la cólera (orgé)
de Dios permanece sobre él» (ib. 36).
Lo dicho sobre el mandato del Señor y la misión de la iglesia es de
máxima seriedad para el destino humano. La fe en Jesús tiene una importancia
capital, y depende del anuncio de su Nombre: «No existe bajo el cielo otro
Nombre (ónoma) dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12).
Este es el kérygma que ha sido encomendado a la Iglesia.
Anunciar a Jesucristo es darlo a conocer, a Él ,Dios verdadero y
hombre verdadero; los misterios de su vida, su muerte y resurrección, y su
Parusía, que dará conclusión a la historia. Así comprendieron los Apóstoles el
mandato de evangelizar. Pablo conjura a Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo» -se
refiere a su mesianidad y su resurrección- «evitando los discursos huecos y
profanos» (2 Tim 2, 8). El discípulo debe «conservar lo que se le ha confiado»,
el auténtico y bello depósito (parathēkē) de la fe (ib. 1, 13). El que enseña
otra cosa (la heterodidaskalía) y no la kat eusébeian didaskalía, la
doctrina conforme al respeto y amor que se debe a la Palabra de Dios, es un
orgulloso (la expresión original indica que está vacío e inflado, lleno de
humo) (1 Tim 6, 3-4), que no sabe nada. Más todavía, Pablo ordena a su
discípulo que impida la enseñanza de doctrinas extrañas (otra vez, la heterodidaskalía),
de «mitos y genealogías interminables» (ib. 1, 3). Ya entonces asomaba el
gnosticismo, que se desarrollaría ampliamente en los siglos siguientes; esta
herejía aspiraba a un conocimiento superior y más amplio que la fe, en el cual
el «misterio que veneramos» (ib. 3, 6), Jesucristo y su obra salvadora, queda
diluido. Una cautela para tomar en cuenta en los procesos de evangelización de
culturas ancestrales, cuyos mitos, que pueden ser atrayentes y contener
valores, deberían ser cribados objetivamente, sin romanticismo.
En el centro de ese misterio que veneramos refulge la cruz
gloriosa; no saber otra cosa -era la aspiración del Apóstol- más que Cristo
crucificado (1 Cor 2, 2), «escándalo para los judíos y locura para los paganos»
(1 Cor 1, 23 ss.) Skándalon se llama el lazo puesto en el camino para
hacer caer, obstáculo o piedra de tropiezo; mōría equivale a locura,
insensatez. Hoy sigue siendo igual; la cuestión no es hacernos simpáticos,
disimulando ese rigor, con el propósito de ser aceptados. No resulta. Nos
complace hablar de la resurrección, pero no tanto de la cruz; ahora bien, sin
cruz no hay resurrección.
Es bastante común actualmente descalificar, de modo directo o
indirecto, la trasmisión de las verdades católicas, una predicación que tenga
por contenido a Jesucristo y los misterios de la fe: se hace de ello una
caricatura, como si pretendiera imponer un código doctrinal, y no se dirigiera
a la vez a la inteligencia y al corazón. San Francisco de Sales escribió que
«el Esposo celestial, queriendo dar comienzo a la publicación de su Ley,
derramó sobre la asamblea de discípulos que había reunido para ese oficio
lenguas de fuego, mostrando por ese medio que la predicación evangélica está
totalmente destinada a abrazar los corazones».
Se establece, muchas veces, una falsa oposición entre doctrina y
pastoral; ocuparse de la enseñanza de la doctrina, centrarse en esta actividad,
no sería «pastoral». Esta es una clásica muletilla, repetida desde hace varias
décadas. No se advierte que así se vacía a la Iglesia de sus tesoros, se la
deja anémica e inerme ante los errores que reinan en la cultura vivida, y se
hunde a los fieles en la confusión. La preocupación pastoral de la Iglesia le
impone iluminar las realidades del mundo de hoy, y juzgar acerca de ellas a la
luz del depositum fidei; su ejercicio no debe alienarse en los niveles
psicológico, sociológico y político. Contamos con una Tradición que no repite
constantemente lo mismo, sino que ofrece la riqueza de siglos de vivencia de la
fe, y de aplicación a la realidad mundana de cada época; tiene un carácter
homogéneo y analógico, que sirve de guía y modelo para afrontar los problemas
actuales desde nuestra identidad, con lucidez y posibilidad cierta de frutos.
La afirmación de la verdad de Cristo no es óbice para el desarrollo
de un sincero diálogo interreligioso; el desafío consiste en no confundir y
descartar como proselitismo la presentación oportuna de la verdad
cristiana, con la intención irrenunciable de que todas las naciones, todos los
hombres, lleguen a aceptar el Evangelio. El Concilio Vaticano II, en la
Declaración Nostra aetate, al referirse a las diversas religiones no
cristianas, recordaba que la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar
constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn
14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, y en
quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (n, 2).
Existe una dificultad mayor que los posibles escollos que surjan,
para la predicación, en el diálogo interreligioso; es el avance universal de
una oposición a toda trascendencia en el pensamiento y la conducta concreta de
muchos pueblos, por ejemplo, en naciones que fueron oficialmente católicas. La
cultura que se impone globalmente, con poderosos medios de comunicación, y
amplio sostén financiero, no solo se opone a la verdad cristiana, sino también
a todo sentimiento y pensamiento religioso.
Conviene, a propósito, obtener alguna inspiración meditando en la
experiencia de San Pablo, en el Areópago de Atenas. El hallazgo de un altar
dedicado al Dios Desconocido (Agnosto theo) sugiere a Pablo desarrollar un
discurso racional acerca de Dios -lo que empleando el nombre que acuñó Leibniz
podemos llamar teodicea-; lo presenta como un anuncio (katangéllō): en ese
Dios que es accesible al conocimiento racional «vivimos, nos movemos y
existimos». Contra los ídolos se afirma que «nosotros somos de su raza» (Hch
17, 23 ss.). La segunda parte de la intervención del Apóstol es el discurso
propiamente cristiano: Dios juzgará al mundo por medio del Hombre que ha
resucitado de entre los muertos, verdad en la cual se basa la invitación a
arrepentirse (v. 30 ss.). Algunos se burlan al oír anastásin nekron,
resurrección de los muertos; otros remiten el asunto para «otro día» -quizá se
interesaban de algún modo en él-. Dionisio y Dámaris aceptan el mensaje
cristiano.
En muchos ambientes parece imprescindible comenzar por esta
dimensión natural, metafísica, del conocimiento de Dios, para elevar a las
almas confundidas por el materialismo y el ateísmo siquiera implícito, por la
ausencia de Dios y el desinterés por él. En el diálogo interreligioso
desarrollado con sinceridad y rigor objetivo, se puede preparar ese «otro día»,
en que se esté en condiciones de poner atención a la proclamación del
Evangelio.
El anuncio de Cristo incluye la presentación del programa de vida
nueva asentada en la fe, y que debe desplegarse en el amor -agápe- hasta la
plenitud de la santidad. La predicación apostólica señala las implicancias de
ese desarrollo vital del cristiano. La vida nueva exige hacer morir (nekrōsate)
la persistencia del pecado. Pablo indica vicios típicamente paganos:
fornicación -pornéia, término que designa todos los desarreglos sexuales-,
impureza o inmundicia, depravación -akatharsía-, la agitación del alma
entregada a las pasiones -páthos-, los malos deseos -epithymía kake-, la
codicia, avaricia o amor al dinero, que es una idolatría -pleonexía-. También
exhorta el Apóstol a deponer la ira - orgḗ -, la indignación -thymós-,
la maldad -kakía-, la blasfemia -el nombre trascribe simplemente el
original griego-, y las palabras torpes o mentirosas -aisjología-. Este
desarrollo de la Carta a los Colosenses (3, 5 ss.) encuentra paralelos en la
Carta a los Romanos (1, 24-32), y Primera a los Corintios (6, 12 ss): las
costumbres paganas penetraban en las comunidades, compuestas por fieles
provenientes de la gentilidad.
Actualmente se verifica un fenómeno semejante entre los «paganos
bautizados» que no llevan una vida eclesial. Esta realidad cultural que sigue
creciendo no es reconocida por muchos pastores de la Iglesia, cuya miopía tiene
bases ideológicas. No se enseñan los mandamientos de la Ley de Dios, los
preceptos de la Torá de Israel asumidos y profundizados por Jesús, en el Sermón
de la Montaña. Especialmente se silencia el sexto mandamiento del Decálogo; y
se descalifica como obsesos sexuales a quienes advierten su importancia, sobre
todo para la educación en la vida cristiana de adolescentes y jóvenes. Inculcar
los mandamientos sería imponer un «código moral», incompatible con la visión
romántica que se difunde del proceso de evangelización e inculturación. Salta a
la vista una curiosa contradicción: los que desconocen el carácter plenario de
la moral cristiana, que comporta asimismo una dimensión negativa, como aparece
claro en los textos apostólicos citados anteriormente, incurren en un moralismo
social frenético: la predicación, que pierde el equilibrio objetivo de sus
contenidos, parece reducida a la insistente vindicación de los pobres, y a
menudo se le reconoce el colorido de ideologías políticas.
El Catecismo de la Iglesia Católica, y el Compendio de Doctrina
Social de la Iglesia ofrecen orientaciones seguras para el empeño en la
sociedad civil, y el compromiso de los fieles por la justicia. No es un
moralismo; se trata del anuncio plenario de Jesucristo, Salvador y Rey. En este
punto me permito una boutade: en la Iglesia se habla incansablemente de
los pobres, y los pobres se hacen evangélicos, porque quieren que se les hable
de Jesús. De Jesús, la Ley de Dios, la gracia y el pecado, el cielo y el
infierno. No son ricos, ni gente de educación eximia, quienes emigran hacia las
numerosas denominaciones evangélicas, sino bautizados católicos, algunos -o
muchos- de los cuales habrán recibido la catequesis elemental previa a la única
Comunión, pero que nunca se habían encontrado con Jesús. Tengo la impresión de
que estos hechos no son pensados, estudiados, evaluados, por aquellos que
deberían hacerlo.
Otra dimensión del olvido de Jesús es el descuido de los
sacramentos. San León Magno dijo que «lo que era visible en nuestro Salvador,
ha pasado a los misterios del culto» (in sacramenta transivit). En la
Eucaristía, como sabemos, se da la presencia verdadera, real y sustancial del
Señor bajo los velos del sacramento; en los otros, la presencia de su poder que
perdona, hace crecer en la gracia, alimenta la nueva vida recibida en el
bautismo, el rito que le da origen. Es esa la fuente del estilo de vida
propiamente cristiano.
El descuido que he señalado se verifica en la situación
prácticamente universal de la liturgia, que ha perdido la exactitud objetiva
que le corresponde, la solemnidad y la belleza; la forma queda al arbitrio del
celebrante, y de las «comunidades» que adoptan las creaciones arbitrarias. Me
consta que muchísimos fieles, no pudiendo hacer otra cosa, las sufren.
El moralismo social torna innecesarias las fuentes de la gracia. He
oído esta gansada clásica proferida por un sacerdote: no hay que quejarse de la
imposibilidad de comulgar porque en estos días de cuarentena las
iglesias están cerradas, «Jesucristo son los otros». No falta algún obispo que
piense lo mismo: el empeño social puede remplazar al culto, es más importante
que la Misa. El error fundamental es presentar como alternativas ambas
dimensiones, que son, ambas, modos muy diversos de presencia del Señor. Aquella
proposición es antiteológica.
No se advierte que la adoración y el culto sacramental es la fuente
sobrenatural de la misión de la Iglesia, de su justa crítica social, y de su
trabajo en favor de los pobres. Lo primero que les debemos a estos es
Jesucristo. Desgraciadamente, muchas actitudes actuales implican una
desfiguración naturalista y temporalista de la misión eclesial. ¿A eso se llama
«Iglesia en salida»?. Podríamos preguntarnos: ¿qué sitios abandona al salir, y
hacia dónde se dirige?. No son caminos valiosos en los procesos de
inculturación la adopción de paradigmas y místicas ajenos y entusiasmantes para
componerlos con lo propio, que es siempre actual porque se renueva desde dentro
de sí mismo.
El anuncio de Jesús, la predicación que presenta su Persona de
Verbo eterno encarnado en una humanidad unívoca con la nuestra, nos permite una
comprensión verdaderamente cristiana del misterio de Dios, y su designio de
salvación universal, así como nos abre a la participación en la comunión del
Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. Escribió muy bien Ratzinger - Benedicto
XVI; «El discípulo que camina con Jesús es, en ciento modo, coenvuelto con
Él en la comunión con Dios». En esta trascendencia de los límites del ser-
hombre consiste la salvación.
+ Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
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