La comunión a los divorciados en nueva
unión no es posible
El
Magisterio es claro y no es modificable
La célula básica de la sociedad, que es la familia, está
atravesando un período de evolución extraordinariamente rápido. Ahora parecen
obvias las relaciones prematrimoniales y casi normales los divorcios, muy a
menudo como resultado de la ruptura de la fidelidad conyugal. Nos alejamos así
de la tradicional fisonomía familiar, en los países y civilizaciones signadas
por el cristianismo.
En las últimas
décadas, entonces, al menos en Occidente, caminamos hacia territorios
inexplorados. Han ganado terreno, de hecho, las ideas de «género» y «matrimonio
homosexual».
En la raíz de todo
esto se halla la primacía y casi la absolutización de la libertad individual y
el sentimiento personal. Así, la relación de parentesco debe ser flexible a
voluntad y no rígida, hasta desaparecer o a ser prácticamente irrelevante.
En la misma lógica
de que esta vinculación debe ser accesible a todo tipo de pareja, basado en la
demanda de la plena igualdad que no acepta ninguna diferencia, vemos
especialmente las que se relacionan con una voluntad externa, ya sea humana
(leyes civiles) o divina (ley natural).
Sin embargo,
permanece todavía fuerte y generalizado, el deseo de tener una familia y una
familia estable: deseo que se traduce en la realidad de muchas familias
«normales» y muchas familias auténticamente cristianas. Estas últimas son una
minoría, pero consistente y suficientemente motivada.
La sensación de que
la familia así entendida está desapareciendo es en gran parte el resultado de
la distancia entre el mundo real y el mundo virtual construido por los medios
de comunicación, aunque no debemos olvidar que este mundo virtual de gran
alcance influye poderosamente sobre los comportamientos reales.
Pero ante una mirada
equilibrada y serena aparecen como poco razonables el pesimismo unilateral y la
resignación sobre la familia y su futuro. Esto es válido asimismo para la
pastoral de la familia, asumiendo la actitud del Concilio hacia los nuevos
tiempos, que se puede resumir en la combinación de hospitalidad y reorientación
hacia Cristo el Salvador.
Específicamente, en Gaudium et Spes, n. 47-52,
hallamos un nuevo enfoque sobre el matrimonio y la familia, atendiendo aspectos
mucho más personales pero sin romper con el concepto tradicional.
También las
catequesis sobre el amor humano de San Juan Pablo II y la exhortación
apostólica «Familiaris
consortio» constituyeron una gran profundización,
que abre nuevas perspectivas y direcciones para muchos de los problemas
actuales. Aunque estas catequesis no pudieran ocuparse explícitamente de los temas
más recientes y radicales como la teoría de «género» y la unión entre personas
del mismo sexo, aportan sin embargo ya, en gran parte, la base para
afrontarlos.
Sin duda, la
práctica pastoral no siempre ha estado a la altura de estas enseñanzas -y quizá
nunca puede estarlo completamente-, pero ha habido movimientos en esa línea con
resultados importantes: también son su fruto, de hecho, nuestras jóvenes
familias cristianas.
Ahora, con el Papa
Francisco, tenemos dos sínodos sobre los desafíos pastorales de la familia en
el contexto de la nueva evangelización, y después el consistorio de febrero que
ya ha entrado en el tema: un paso más en este camino y reorientación, que toda
la iglesia está llamada a recorrer con confianza.
La óptica de los dos
sínodos debe ser claramente universal y ningún área geográfica o cultural puede
esperar que se centren sólo en sus problemas.
En esas
circunstancias, para Occidente las cuestiones más relevantes parecen ser las
más radicales surgidas en las últimas décadas. Ellas nos obligan a repensar y
reutilizar, a la luz del Evangelio de la familia, el significado y el valor del
matrimonio como alianza de vida entre un hombre y una mujer, orientada hacia el
bien de ambos y a la generación y educación de los hijos, lo cual es de
decisiva relevancia social y pública.
Aquí la fe cristiana
debe mostrar una verdadera creatividad cultural, que no se pueden producir
automáticamente pero pueden estimularse en los creyentes y los que advierten
que lo que está en juego es una dimensión humana fundamental.
Sin embargo, estos
puntos nos siguen interpelando y parecen agudizarse cada vez más derivando
hacia otras cuestiones, ya afrontadas repetidamente por el Magisterio. Entre
estos temas recurrentes, tenemos el tema de los divorciados en nueva unión.
La «Familiaris
consortio», en el Nº 84, ya indica la actitud a tomar: no abandonar
a quienes están en esta situación, pero tener especial cuidado,
comprometiéndose a proporcionarles los medios de salvación que da la Iglesia.
Ayudarlos a no considerarse separados absolutamente de ella y asistir de hecho
a su vida. Discernir bien, también, ciertas situaciones, particularmente los de
cónyuges abandonados injustamente frente a aquellos que han destruido su
matrimonio culpablemente.
La misma «Familiaris
consortio» reitera, sin embargo, la práctica de la iglesia,
«fundada en las Escrituras», de «no admitir a personas divorciadas en nueva
unión a la comunión eucarística». La razón básica es que «su estado y condición
de vida contradicen objetivamente la unión de amor que existe entre Cristo y la
iglesia, que es significada y efectuada por la Eucaristía».
No se cuestiona aquí
su culpa personal, sino el estado objetivo en que se encuentran. Por eso el
hombre y la mujer que por graves motivos, tales como crianza de los niños, no
puede satisfacer la obligación de separarse, para recibir la absolución
sacramental y acercarse a la Eucaristía deben asumir «el compromiso de vivir en
continencia completa, es decir, abstenerse de actos conyugales».
Se trata sin duda de
una tarea muy difícil, que de hecho es asumida por muy pocas parejas, mientras
que hay un número creciente de divorciados en una nueva unión conyugal.
Se buscan sin
embargo, hace tiempo, otras soluciones. Una de ellas, pero manteniendo firme la
indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, cree que puede permitirse a
las personas divorciadas en nueva unión recibir la absolución sacramental y la
Eucaristía, con precisas condiciones pero sin tener que abstenerse de los
actos conyugales. Esta sería una segunda tabla de salvación ofrecida según el
criterio de «epikeia» para unir la verdad y la misericordia.
Sin embargo este camino no se puede recorrer, principalmente porque
se trata de un ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio, dada la
persistencia del matrimonio anterior, rato y consumado. En otras palabras, los
vínculos originarios seguirían existiendo pero en el comportamiento de los
fieles y en la vida litúrgica se procedería como si no existieran. Por lo tanto
nos enfrentamos a una cuestión de coherencia entre la práctica y la doctrina y
no sólo a un problema disciplinar.
En cuanto a la
«epikeia» y a la función de «aequitas» (equidad) canónica, son criterios muy
importantes en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiales pero no
se pueden aplicar a normas de derecho divino, sobre los cuales la Iglesia no
tiene ningún poder discrecional.
En apoyo de la
hipótesis anterior se pueden proporcionar ciertamente soluciones similares a
las propuestas por algunos Padres de la Iglesia que incidan en cierta medida en
la práctica, pero jamás se ha obtenido el consenso de los Padres ni han sido de
ningún modo doctrina o disciplina común de la Iglesia (Cf. carta de la Congregación para la
doctrina de la Fe a los obispos de la iglesia católica sobre la recepción de la
Sagrada comunión por los divorciados en nueva unión, del 14 de noviembre
de 1994, n.4). En nuestro tiempo, cuando, para la introducción del matrimonio
civil y del divorcio, el problema fue planteado en términos actuales, a partir
de la encíclica Casti
connubii de Pío XI,
ha habido una posición clara, constante y coherente del magisterio, que va en
la dirección opuesta y no parece modificable.
Se puede objetar que
el Concilio Vaticano II, sin violar la tradición dogmática, ha procedido a
nuevos desarrollos en temas como el de libertad religiosa, sobre el cual
existían encíclicas y decisiones del Santo Oficio que parecían impedirlos.
Pero la comparación
no es convincente porque sobre el derecho a la libertad religiosa se ha
producido una verdadera profundización conceptual, llevando este derecho a la
persona como tal y a su dignidad intrínseca, y no a la verdad concebida
abstractamente, como se hizo anteriormente.
La solución
propuesta para los divorciados en nueva unión no se basa en una profundización
similar. Los problemas de familia y el matrimonio tienen un impacto también en
la vida cotidiana de las personas de una manera incomparablemente mayor y más
concreta que el fundamento de la libertad religiosa, cuyo ejercicio, en los
países tradicionalmente cristianos, ya antes de Vaticano II en gran medida
seguía estando asegurado.
Por lo tanto debemos
ser muy cautelosos en relación con el matrimonio y la familia y las posiciones
que propone el Magisterio hace ya mucho tiempo y de manera suficientemente
autorizada; de lo contrario serían muy graves las consecuencias sobre la credibilidad
de la Iglesia.
Eso no quiere decir
que se excluya una posibilidad de desarrollo de la búsqueda de soluciones. Un
camino que parece viable es el de los procesos de revisión de nulidad
matrimonial: se trata de hecho de normas de derecho eclesial, y no de derecho
divino.
Pero hay que
examinar entonces la posibilidad de sustituir el proceso judicial por un
procedimiento administrativo y pastoral, para aclarar la situación de la pareja
delante de Dios y la Iglesia. Es muy importante, sin embargo, que cualquier
cambio de procedimiento no sea un pretexto para que se introduzca de manera
subrepticia lo que en realidad serían divorcios: una hipocresía de este tipo
sería un daño muy grave para toda la Iglesia.
Un problema que va
más allá de los aspectos de procedimiento es el de la relación entre la fe de
los contrayentes y el Sacramento del matrimonio.
La «Familiaris
consortio», nº 68, con razón, se centra en las razones que inducen
a creer que la persona que busca el matrimonio canónico tiene fe, aunque esté
en grado débil y haya que redescubrirla, reforzarla y llevarla a la
madurez. Subraya asimismo que hay razones sociales que pueden lícitamente
incidir en la solicitud para esta forma de matrimonio. Es suficiente, por lo
tanto, que los novios «por lo menos implícitamente acepten lo que la Iglesia
intenta hacer cuando celebra el matrimonio».
Querer establecer
criterios adicionales para la admisión a la celebración, que se relacionan con
el grado de fe de los contrayentes, comportaría más bien serios riesgos,
pudiendo pronunciarse juicios infundados y discriminatorios.
De hecho, sin
embargo, hoy por desgracia son muchos los bautizados que nunca han creído o que
ya no creen en Dios. Se plantea entonces la cuestión de si ellos pueden
válidamente contraer un matrimonio sacramental.
En este punto sigue
siendo fundamental la introducción del cardenal Ratzinger al folleto «La
pastoral de los divorciados en nueva unión» publicada en 1998 por
la Congregación para la doctrina de la fe. Ratzinger (introducción, III, 4,
pp. 27-28) cree que debemos aclarar «si cada matrimonio entre dos bautizados
«ipso facto» es un matrimonio sacramental». El código de derecho canónico
lo afirma (Canon 1055 § 2), sin embargo, como observa Ratzinger: el propio
Código dice que esto se aplica para la validez de un contrato matrimonial y en
este caso es precisamente la validez al ser en cuestión. Ratzinger ha añadido:
«a la esencia del Sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión
jurídica acerca de qué evidencia existirá de “ausencia de fe”, con la
consecuencia que no se realice un Sacramento». Por lo tanto se establece que si
realmente no hay fe, no habría tampoco Sacramento del matrimonio.
Con respecto a la fe
implícita, la tradición escolástica referente a Hebreos 11, 6 («quien se acerca
a Dios debe creer que él existe y que recompensa a los que le buscan»),
requiere por lo menos la fe en un Dios remunerador y Salvador.
Me parece sin
embargo que esta tradición debe actualizarse a la luz de la enseñanza del
Vaticano II, en base a la cual pueden alcanzar la salvación que requiere la fe
también «todos los hombres de buena voluntad en cuyos corazones la gracia
trabaja invisiblemente», incluyendo aquellos que se consideran ateos o no
poseen un conocimiento explícito de Dios (cf. Gaudium
et spes, 22; Lumen
gentium, 16).
De todos modos esta
enseñanza del Concilio de ninguna manera implica una salvación automática y una
disminución de la necesidad de la fe: pone el énfasis no en un reconocimiento
intelectual abstracto de Dios, sino en una adhesión a Él, aunque sea implícita,
como una opción fundamental de nuestra vida.
A la luz de este
criterio, en la situación actual son quizás aún más numerosos los bautizados
que realmente no tienen fe y por lo tanto, no puede contraer válidamente el matrimonio
sacramental.
Parece entonces
realmente oportuno y urgente empeñarse en esclarecer la cuestión jurídica
de «la evidencia de ausencia de fe» que haría inválido el matrimonio
sacramental y que impediría a los bautizados no creyentes a contraer tal matrimonio
en el futuro.
No debemos ocultar,
por otra parte, que se abre así el camino a cambios muy profundos y a un
montón de dificultades, no sólo para la pastoral de la iglesia sino también
para la situación de los bautizados no creyentes.
Está claro que, como
cada persona, ellos tienen derecho al matrimonio, que contraerían de forma
civil. La mayor dificultad no radica en el peligro de comprometer la relación
entre el orden civil y el derecho canónico: su sinergia se ha vuelto ya muy
débil y problemática, por el progresivo abandono de la unión civil, de aquellos
requisitos esenciales del propio matrimonio natural.
El compromiso de los
cristianos y de cuantos son conscientes de la importancia humana y social de la
familia basada en el matrimonio, más bien debe dirigirse a ayudar a los hombres
y mujeres de hoy a descubrir el significado de aquellos requisitos. Ellos se
basan en el orden de la creación y precisamente por eso son válidos para
siempre y pueden concretizarse de formas diferentes, adaptadas a los tiempos
más diversos.
Me gustaría terminar
invocando la intención común que anima a quienes intervienen en la discusión
sinodal: mantener juntos, en la pastoral de la familia, la verdad de Dios y del
hombre con el amor misericordioso de Dios por nosotros, que es el corazón del
Evangelio.
Cardenal Camilo Ruini
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