LA INTOLERANCIA DOCTRINAL
(Sermón predicado por el Cardenal Pie en la Catedral de Chartres,
publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, editorial religiosa H.
Oudin, 1901, Tomo I pág. 356-377)
“Unus Dominus, una fides, unum baptista” "No hay más que un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (San Pablo a los Efesios, IV, 5)
Un sabio ha dicho que las acciones del hombre
son las hijas de su pensamiento, y nosotros mismos hemos comprobado que tanto
los bienes como los males de una sociedad son fruto de los principios buenos o
malos que ella profesa. La verdad en el espíritu y la virtud en el corazón son
dos cosas que se corresponden casi puntualmente: cuando el espíritu se ha
entregado al demonio de la mentira, el corazón — no obstante que el desorden no
haya comenzado por él — está muy cerca de abandonarse al demonio del vicio. La
inteligencia y la voluntad son dos hermanas, entre las cuales la seducción es
contagiosa: si ven que la primera se ha abandonado al error, corren un velo
sobre la honra de la segunda.
Y porque esto es
así, mis hermanos, porque no existe ningún daño, ninguna lesión en el orden
intelectual que no tenga consecuencias funestas en el orden moral y aún en el
orden material, es que concedemos importancia a combatir el mal en su origen, a
secarlo en su fuente, esto es, en sus ideas. Mil prejuicios se han popularizado
entre nosotros: el sofisma, asombrado de sentirse atacar, invoca la
prescripción; la paradoja se vanagloria de haber adquirido carta de
nacionalidad y derechos de ciudadanía. Los mismos cristianos, viviendo en medio
de esta atmósfera impura, no han evitado totalmente su contagio: aceptan
demasiado fácilmente muchos de los errores.
Fatigados de
resistir en los puntos esenciales, a menudo cansados de luchar, ceden en otros
puntos que les parecen menos importantes, y no advierten nunca — a veces porque
no quieren percatarse — hasta dónde podrán ser llevados por su imprudente
debilidad. Entre esta confusión de ideas y de falsas opiniones nos toca a
nosotros, sacerdotes de la incorruptible verdad, salir al paso y censurar con
la acción y la palabra, satisfechos si la rígida inflexibilidad de nuestra
enseñanza puede detener el desborde de la mentira, destronar principios
erróneos que reinan orgullosamente en las inteligencias, corregir axiomas
funestos admitidos ya por la convalidación del tiempo, esclarecer finalmente y purificar
una sociedad que amenaza hundirse, que envejece en un caos de tinieblas y de
desórdenes, donde no será ya posible distinguir la índole y, menos aún, el
remedio de sus males.
Nuestra época grita: “¡Tolerancia!
¡Tolerancia!" Se admite que un sacerdote debe ser tolerante, que la
religión debe ser tolerante. Mis hermanos: en primer lugar, nada iguala a la
franqueza, y yo vengo a decirles sin rodeos que no existe en el mundo más que
una sola sociedad que posee la verdad, y que esta sociedad debe ser
necesariamente intolerante. Pero antes de entrar en materia, y para entendernos
bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras y no
confundamos nada.
La tolerancia puede
ser o civil o teológica. La primera no es de nuestra incumbencia, y yo me
permito sólo una palabra al respecto: si la ley pretende decir que ella
autoriza todas las religiones porque ante sus ojos todas ellas son igualmente
buenas, o aun hasta porque el poder público es incompetente para tomar partido
sobre este tema, la ley es impía y atea; ella profesa, no ya la tolerancia
civil tal como vamos a definirla, sino la tolerancia dogmática, y — por una
neutralidad criminal — ella justifica en los individuos la indiferencia
religiosa más absoluta. Por el contrario, si, aunque reconociendo que una sola
religión es buena, ella tolera y permite el libre ejercicio de las otras, la
ley en cuestión — como otros lo han observado antes que yo — puede ser sabia y
necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos en que es necesario decir,
con el famoso condestable: "Una fe, una ley“, habrá otros donde es preciso
decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: "Conceded a todos la
tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino sufriendo con
paciencia lo que Dios sufre“.
Pero dejo de lado
este campo erizado de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente
religiosa y teológica, expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del
cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de
tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que
venga en nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad:
Spiritum veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es
forzarla al suicidio
I. Es de la esencia de toda verdad no tolerar el principio
contradictorio.
La afirmación de una
cosa excluye la negación de esa misma cosa, como la luz excluye las tinieblas.
Allí donde nada es cierto, donde nada es definido, los sentimientos pueden
estar divididos, las opiniones pueden variar. Yo comprendo y pido la libertad
en las cosas discutibles: In dubiis libertas. Pero cuando la verdad se presenta
con los distintivos de certeza que la distinguen, por lo mismo que es verdad
ella es afirmativa, es necesaria y, por consecuencia, es una e intolerante: In
necessariis unitas.
Condenar la verdad a
la tolerancia es forzarla al suicidio. La afirmación se aniquila si ella duda
de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación se
coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la
conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee,
es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado.
Por eso, mis
hermanos, por la necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria en
todo, porque en todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en
todas partes lo verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden
combate el desorden. ¿Qué más intolerante, por ejemplo, que esta proposición:
“dos y dos son cuatro“? Si usted viene a decirme que dos y dos son tres, o que
dos y dos son cinco, le responderé que dos y dos son cuatro. Y si usted me
dijera que no impugna mi manera de contar, pero que mantiene la suya, y que me
pide ser tan indulgente con usted como usted lo es conmigo, permaneciendo yo
totalmente convencido de que tengo razón y que usted está equivocado,
posiblemente yo me callare, en rigor, porque después de todo me importa muy
poco que haya sobre la tierra un hombre para el que dos más dos sean tres o
cinco.
Sobre un cierto
número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las consecuencias
fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré
conciliador si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias
amenas, porque en todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí
lo bello y lo cierto son, más o menos, convenciones; y, por lo demás la
herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas que los del sentido
común y del buen gusto. Pero si se trata de la verdad religiosa, enseñada o
revelada por Dios mismo; si va en ello vuestro destino eterno y el de la
salvación de mi alma, por consiguiente ninguna transacción es posible.
Me encontrareis
inflexible, y debo serlo. Es condición de toda verdad el ser intolerante, pero
siendo la verdad religiosa la más absoluta y la más importante de todas las
verdades, es por lo tanto también la más intolerante y la más exclusivista. Mis
hermanos: nada es tan exclusivo como la unidad; por lo tanto, escuchad la
palabra de San Pablo: "Unus Dominus, una fides, unum baptisma". No
hay en el cielo más que un solo Señor: Unus Dominus. Ese Dios, cuyo gran
atributo es la unidad, no ha dado a la tierra más que un solo símbolo, una sola
doctrina, una sola fe: Una fides. Y esta fe, este símbolo, El no los ha
confiado más que a una sola sociedad visible, a una sola Iglesia, todos cuyos
niños son señalados con el mismo sello y regenerados por la misma gracia: Unum
baptisma.
De este modo la
unidad divina, que reside desde toda la eternidad en los esplendores de la
gloria, se manifiesta sobre la tierra por la unidad del dogma evangélico, cuyo
depósito ha sido dado en custodia por Jesucristo a la unidad jerárquica del
sacerdocio: Un Dios, una fe, una Iglesia ("Unus Dominus, una fides, unum
baptisma"). Un pastor inglés ha tenido la osadía de escribir un libro
sobre la tolerancia de Jesucristo, y el filósofo de Ginebra ha dicho, hablando
del Salvador de los hombres: "Yo no veo para nada que mi divino Maestro se
haya andado con ambigüedades acerca del dogma“.
Nada más cierto, mis hermanos: Jesucristo no
se ha andado para nada con ambigüedades acerca del dogma. Él ha traído a los
hombres la verdad, y ha dicho: "Si alguno no fuera bautizado en el agua y
en el Espíritu Santo; si alguien rehusase comer de mi carne y beber de mi
sangre, no tendrá ninguna parte en mi reino“. Lo reconozco, allí no hay ninguna
ambigüedad: es la intolerancia, la exclusión más indudable, la más franca.
Y además, Jesucristo
ha enviado a sus Apóstoles a predicar a todas las naciones, es decir, a
violentar todas las religiones existentes para establecer la única religión
cristiana por toda la tierra y sustituir, por la unidad del dogma católico,
todas las creencias adoptadas por los diferentes pueblos.
Y previendo las revueltas y las divisiones que
esta doctrina va a provocar sobre la tierra, Él no se detiene y declara que no
ha venido a traer la paz sino la espada, a encender la guerra no solamente
entre los pueblos sino aún en el seno de una misma familia, y separar — al
menos en cuanto a las convicciones — a la esposa creyente del esposo incrédulo,
al yerno cristiano del suegro idólatra.
Esto es así, y el
filósofo tiene razón: «Jesucristo no se ha andado con ambigüedades acerca del
dogma». El mismo sofista dice en otro lugar, en su Emilio: "Yo hago como
San Pablo, y coloco la caridad bien por encima de la fe. Pienso que lo esencial
de la religión consiste en que, en la práctica, no solamente es preciso ser
hombre de bien, humano y caritativo, sino que a todo el que es verdaderamente tal
le basta con creer para ser salvado, no importa cuál religión profese".
Tenemos ciertamente,
mis hermanos, un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin
la fe es imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no
está de manera alguna dividido, que en Él no existe el sí y el no: solamente el
sí; de San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a
evangelizar con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario
declararlo anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que
marcha derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo,
reduciendo todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo! Se nos habla
de la tolerancia de los primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles.
Mis hermanos, ¡ni lo
penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha
sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa. En tiempos de la
predicación de los Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa
tolerancia dogmática tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente
falsas e igualmente erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían
la guerra; como todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que
demonios — no eran para nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está
divido contra sí mismo. Roma, al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus
divinidades, y el estudio de su mitología se complicaba en la misma proporción
que el de su geografía. El triunfador que subía al Capitolio hacía marchar
delante suyo a los dioses conquistados, con mayor orgullo aún con el que
arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud de un
senado-consulto, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo con el
territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el imperio.
El cristianismo, al
momento de aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son esquemas históricos de
indudable valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su
primera aparición, no fue rechazado de plano. El paganismo se preguntaba si, en
lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la
Judea se había convertido en provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y
conciliar todas las religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto
venido de la Judea. Un emperador colocaba a Jesucristo tanto como a Abraham
entre las divinidades de su oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar
proponer rendirle homenajes solemnes. Pero la palabra del profeta no tardaría
en verificarse: la multitud de ídolos, que veían de ordinario sin celos a los
dioses nuevos y foráneos venir a situarse a su lado, a la llegada del Dios de
los cristianos repentinamente profirieron un grito de espanto y, sacudiendo su
apacible polvo, se estremecieron sobre sus altares amenazados: "Ecce
Dominus ascendit, et commovebuntur simulacra a facies ejus“.
Roma estuvo atenta a
ese espectáculo, y pronto, cuando se advirtió que ese Dios nuevo era el
irreconciliable enemigo de los otros dioses; cuando se vio que los cristianos,
cuyo culto se había admitido, no querían admitir el culto de la nación; en una
palabra, cuando se hubo comprobado el espíritu intolerante de la fe cristiana,
fue entonces cuando comenzó la persecución. Escuchen cómo los historiadores de
la época justificaban las torturas a los cristianos: ellos no dicen nada malo
de su religión, de su Dios, de sus prácticas; no fue sino más tarde que se
inventaron las calumnias.
Ellos les reprochan
solamente el no poder soportar ninguna otra religión que la suya. "Yo no
dudaba — dice Plinio el Joven — sea lo que fuere su dogma, que no fuese
necesario castigar su testarudez y su obstinación inflexible: Pervicaciam et
inflexibilem óbstinationem". "No son en absoluto criminales — dice
Tácito — pero son intolerantes, misántropos, enemigos del género humano. Tienen
dentro de ellos una fe obstinada a sus principios, y una fe exclusiva que
condena las creencias de todos los otros pueblos: Apud ipsos fides obstinata,
sed adversus omnes alios hostiles odium“. Los paganos decían bastante
frecuentemente de los cristianos lo que Celso ha dicho de los judíos, quienes
fueron confundidos mucho tiempo con ellos porque la doctrina cristiana había tenido
su nacimiento en Judea: "Que estos hombres adhieran inalterablemente a sus
leyes — decía este sofista — yo no se lo censuro; ¡yo no censuro más que a
aquellos que abandonan la religión de sus padres para abrazar una diferente!
Pero si los judíos o los cristianos quieren darse aires de una sabiduría más
sublime que la del resto del mundo, diré que no debe creerse que ellos sean más
agradables a Dios que los otros“.
De esta suerte, mis
hermanos, la principal queja contra los cristianos era la rigidez demasiado
rigurosa de su ley y, como se decía, el humor insociable de su teología. Si
sólo se hubiera tratado de un dios más, no habría habido reclamos, pero era un
Dios incompatible que excluía a todos los otros: he ahí el porqué de la
persecución.
Así, el establecimiento
de la Iglesia fue una obra de intolerancia dogmática y, de la misma manera,
toda la historia de la Iglesia no es más que la historia de esa intolerancia. ¿Qué
son los mártires? Unos intolerantes en materia de fe, que desean más los
suplicios que profesar el error. ¿Qué son los símbolos? Fórmulas de
intolerancia, que reglamentan lo que se debe creer y que imponen a la razón
misterios necesarios. ¿Qué es el Papado? Una institución de intolerancia
doctrinal, que por la unidad jerárquica mantiene la unidad de la fe. ¿Para qué
los concilios? Para detener los desvíos del pensamiento, condenar las falsas
interpretaciones del dogma, anatematizar las proposiciones contrarias a la fe.
Nosotros somos, por consiguiente, intolerantes, exclusivistas en materia de
doctrina: en suma, somos decididos. Si no lo fuéramos, es que no tendríamos la
verdad, puesto que la verdad es una y, en consecuencia, intolerante.
Hija del cielo, al
descender sobre la tierra la religión cristiana ha presentado los títulos de su
origen, ha ofrecido al examen de la razón hechos incontestables y que prueban
indiscutiblemente su divinidad. Por lo tanto, si ella viene de Dios; si
Jesucristo, su autor, ha podido decir: "Yo soy la verdad, Ego sum veritas“,
es indispensable, por forzosa conclusión, que la Iglesia cristiana conserve
íntegramente esta verdad tal como ella la ha recibido del mismo cielo; es
ineludible que ella rechace, que excluya todo lo que es contrario a esa verdad,
todo lo que la destruiría.
Reprochar a la
Iglesia católica su intolerancia dogmática, su afirmación absoluta en materia
de doctrina, es hacerle un reproche muy honroso: es reprochar a la centinela
por ser demasiado fiel y demasiado vigilante; es reprochar a la esposa por ser
demasiado delicada y demasiado exclusiva.
Nosotros los toleramos bien, dicen algunas
veces las sectas a la Iglesia, ¿por qué, entonces, vosotros no nos toleráis?
Mis hermanos, es como si las esclavas dijesen a la esposa legítima: Nosotras os
soportamos bien ¿por qué ser más exclusiva que nosotras? Las intrusas
soportando a la esposa, ¡es un gran favor, verdaderamente! Y la esposa es muy
injusta por pretender para ella sola los derechos y los privilegios, de los
cuales desean dejarle una parte, ¡al menos hasta lograr alejarla del todo!
¡Observen, pues, esta intolerancia de los católicos! — se dice a menudo a
nuestro alrededor — ¡No pueden soportar ninguna otra iglesia que la suya!; ¡los
protestantes los toleran bien!
Mis hermanos:
vosotros estáis en la tranquila posesión de vuestra casa y de vuestra finca, y
unos hombres armados se abalanzan sobre ellas, apoderándose de vuestra cama, de
vuestra mesa, de vuestro dinero; en una palabra, ellos se instalan en vuestra
casa, pero no os expulsan: tienen la condescendencia hasta de cederles vuestra
parte. ¿De qué tenéis que quejaros? ¡Sois demasiado exigente al no contentaros
con la porción conveniente! Los protestantes afirman que uno puede salvarse en
nuestra Iglesia. ¿Por qué pretendéis vosotros que uno no pueda salvarse en la
suya? Mis hermanos: trasladémonos a una de las plazas de esta ciudad; un
viajero me pregunta por la ruta que conduce a la capital, y yo se la indico.
Entonces uno de mis conciudadanos se aproxima y me dice: "Yo reconozco que
esa ruta conduce a París: se lo concedo. Pero usted me debe consideraciones
recíprocas, y no me discutirá que esta otra ruta — la ruta de Burdeos, por
ejemplo — conduce igualmente a París“. En verdad esta ruta de París será muy
intolerante y exclusivista al no querer que una ruta que le es directamente
opuesta conduce a la misma meta. Ella no tiene un espíritu conciliador, incluso
¿no incurre en el abuso y el fanatismo? Mis hermanos, yo podría incluso hasta
admitirlo, pues las rutas más opuestas terminarán tal vez por reencontrarse,
luego de haber dado la vuelta al mundo, en tanto que se seguirá eternamente el
camino del error sin llegar jamás al cielo. Entonces, no nos pregunten más
porqué, mientras los protestantes reconocen que uno puede salvarse en nuestra
religión, nosotros nos rehusamos a reconocer que — generalmente hablando y
excepto el caso de buena fe e ignorancia invencible — uno puede salvarse en la
suya. Los espinos pueden admitir que la viña produce racimos, sin que la viña
esté obligada a reconocer a los espinos la misma propiedad.
Mis hermanos, a
menudo estamos desconcertados de lo que escuchamos decir sobre todas estas
cuestiones a personas, por lo demás, sensatas. Les falla completamente la
lógica tratándose de religión. ¿Es la pasión, es el prejuicio lo que los ciega?
Es lo uno y lo otro. En el fondo, las pasiones saben bien lo que quieren cuando
buscan trastornar los fundamentos de la fe, hasta colocar a la religión entre
las cosas sin consistencia. No ignoran que, demoliendo el dogma, se preparan
una moral fácil. Se ha dicho con perfecta exactitud: "Es más bien el
decálogo que el símbolo lo que hace a los incrédulos". Si todas las
religiones pueden ser colocadas en un mismo nivel, es que todas son válidas; y
si todas son verdaderas, es que todas son falsas; y si todos los dioses se
toleran, es que no hay Dios. Y cuando se ha podido llegar hasta allí, ya no
queda más moral molesta. ¡Cuántas conciencias estarían tranquilas el día que la
Iglesia católica diera el beso fraternal a todas las sectas, sus rivales!
La indiferencia de
las religiones es, por consiguiente, un sistema que tiene sus raíces en las
pasiones del corazón humano; pero es necesario decir también que, para muchos
hombres de nuestro tiempo, se debe a los prejuicios de la educación.
Ciertamente,
ora se trate de hombres ya avanzados en edad y que han mamado la leche de la
generación precedente, o bien de quienes pertenecen a la nueva generación: los
primeros han buscado el espíritu filosófico y religioso en el Emilio de Juan
Jacobo; los otros, en la escuela ecléctica o progresista de esos
semi-protestantes y semi-racionalistas que retienen hoy día el cetro de la
enseñanza. Juan Jacobo Rousseau ha sido entre nosotros el apologista y propagador
de este sistema de tolerancia religiosa.
La invención no le
pertenece, aunque él audazmente superó al paganismo, que jamás llevó tan lejos
la indiferencia. Veamos, en un breve comentario, los principales puntos del
catecismo ginebrino, lamentablemente popularizado: "Todas las religiones
son buenas“, o dicho de otro modo, a la francesa, “todas las religiones son
malas“. "Es necesario practicar la religión de su país“, es decir, de la
comarca: verdadero de las cumbres para acá, falso tras las cumbres. Por
consiguiente, lo que es aún más grave, es necesario o no tener francamente
ninguna religión y actuar como hipócrita en todas partes, o teniendo una
religión en el fondo del corazón, convertirse en apóstata y renegado cuando las
circunstancias lo requieran. La mujer debe profesar la misma religión que su
marido, y los niños la misma religión que su padre; es decir, que aquello que
era falso y malo antes del contrato de matrimonio debe ser verdadero y bueno
después, ¡y que resultaría malo para los niños de los antropófagos apartarse de
las excelentes prácticas de sus padres! Pero ya los escucho decirme que el
siglo de la Enciclopedia ha pasado y que una refutación más extensa sería un
anacronismo. ¡En buena hora! Cerremos el libro de la Educación y abramos en su
lugar los eruditos Ensayos, que son como la fuente común desde donde la
filosofía del siglo XIX se irradia por mil canales escrupulosos sobre toda la
superficie de nuestro país.
Esta filosofía se
llama ecléctica, sincrética y — con una pequeña modificación — también
progresista. Este hermoso sistema consiste en decir que no hay nada de falso;
que todas las opiniones y todas las religiones pueden ser conciliadas; que el
error no es posible al hombre, salvo que se despoje de su humanidad; que el
único error de los hombres consiste en creer poseer exclusivamente toda la
verdad, cuando cada uno de ellos no tiene más que un eslabón y que de la
reunión de todos esos eslabones debe formarse la cadena completa de la verdad.
Así, según esta
inconcebible teoría, no hay religiones falsas, si bien son todas incompletas la
una sin la otra. La verdadera religión sería la religión del eclecticismo
sincrético y progresivo, que reunirá a todas las otras, pasadas, presentes y
por venir; todas las otras, es decir: la religión natural que reconoce un Dios;
el ateísmo que no conoce ninguno; el panteísmo, que lo reconoce en todo y por
doquier; el espiritualismo, que cree en el alma, y el materialismo, que no cree
más que en la carne, la sangre y los humores; las sociedades evangélicas, que
admiten una revelación, y el deísmo racionalista que la rechaza; el
cristianismo que cree en el Mesías venido, y el judaísmo que lo espera todavía;
el catolicismo que obedece al Papa, y el protestantismo que ve al Papa como
anticristo. Todo esto es conciliable: son diferentes aspectos de la verdad, y
del conjunto de estos cultos resultará un culto más amplio, más vasto, el gran
culto verdaderamente católico — es decir, universal — puesto que el contendrá a
todos los otros en su seno.
Mis hermanos, esta
doctrina, que todos habréis calificado de absurda, no es para nada de mi
creación: ella satura millares de volúmenes y de publicaciones recientes y, sin
que el fondo varíe jamás, todos los días toma nuevas formas bajo la pluma y
sobre los labios de los hombres en cuyas manos descansan los destinos de
Francia. Pero ¿a qué punto de locura hemos llegado? Hemos llegado, mis
hermanos, allí donde debe por lógica llegar quienquiera que no admita ese
principio indiscutible que hemos señalado, a saber: que la verdad es una, y por
consiguiente, intolerante, excluyente de toda doctrina que no sea la suya. Y,
para resumir en pocas palabras toda la sustancia de esta primera parte de mi
sermón, les diré: ¿Buscan la verdad sobre la tierra?, busquen a la Iglesia
intolerante. Todos los errores pueden hacerse concesiones mutuas, ellos son
parientes próximos porque tienen un padre común: "Vos ex patre diabolo
estis“. La verdad, hija del cielo, es la única que no capitula jamás.
Y ustedes, puesto
que quieren examinar esta gran cuestión, aprópiense de la sabiduría de Salomón.
Si en medio de esas sociedades diferentes, entre las que la verdad es motivo de
litigio así como estaba ese niño entre las dos madres, desean saber a quién
adjudicarlo, digan que les den una espada, finjan cortar, y examinen la cara
que ponen los pretendientes: habrá muchos que se resignarán, que se contentarán
con la parte que les va a ser entregada. Digan entonces: ellas no son las
madres. Hay una que, por el contrario, se rehusará a toda componenda, que dirá:
La verdad me pertenece y debo conservarla toda entera; no soportaré jamás que
ella sea disminuida, dividida. Entonces digan: Ésta es la verdadera madre. Sí,
Santa Iglesia católica, tú tienes la verdad porque tú tienes la unidad, y
porque eres intolerante a dejar deshacer esa unidad.
Éste es, mis
hermanos, nuestro primer principio: La religión que desciende del cielo es
verdadera, y en consecuencia es intolerante en cuanto a las doctrinas. Me queda
por añadir: La religión que viene del cielo es caridad, y en consecuencia,
plena de tolerancia en cuanto a las personas.
Una vez más, no haré más que enunciar apenas y
no intentaré su desarrollo. Tomemos un momento de respiro.
II. Es propio de la Iglesia católica, mis hermanos, el ser firme e
inquebrantable acerca de los principios y mostrarse dulce e indulgente en su
aplicación.
¿Qué tiene de
asombroso? ¿No es ella la esposa de Jesucristo y, como Él, no posee a la vez el
coraje intrépido del león y la mansedumbre pacífica del cordero? ¿Y no
representa ella sobre la tierra la suprema Sabiduría, que tiende con fuerza a
su fin y que aplica todo suavemente?
¡Ah!, es también por
este signo, es sobre todo por este signo, que la religión descendida del cielo
debe hacerse reconocer: por las indulgencias de la caridad, por las
inspiraciones de su amor.
Por lo tanto, mis
hermanos, piensen en la Iglesia de Jesucristo y vean con que miramiento
infinito, con que respetuosa consideración procede con sus hijos, sea en la
forma con la que presenta sus enseñanzas a su inteligencia, sea en la solicitud
con que obra en su conducta y sus acciones.
Pronto reconocerán que la Iglesia es una
madre, que invariablemente enseña la verdad y la virtud, que no puede aprobar
jamás el error ni el mal, pero que se esmera en hacer su enseñanza amable y
trata con indulgencia los yerros de la debilidad.
Acepten que les
trasmita, mis hermanos, una impresión que seguramente no me es propia y
personal, y que han experimentado como yo todos aquellos de mis hermanos que
han tenido la oportunidad de reflexionar serenamente sobre el incomparable
estudio de la ciencia sagrada.
Desde los primeros
pasos que me ha sido dado hacer en el terreno de la santa teología, lo que me
ha causado mayor admiración, lo que ha hablado más elocuentemente a mi alma, lo
que me habría inspirado la fe si yo no hubiese tenido la felicidad de poseerla
ya, es, por una parte, la tranquila majestad con la que la Iglesia católica
afirma lo que es seguro, y por la otra la moderación y discreción con la que
ella deja a las libres opiniones todo lo que no está definido. No, no es así
como los hombres enseñan las doctrinas de las cuales son los inventores, no es
así como ellos expresan los pensamientos que son los frutos de su ingenio.
Cuando un hombre ha
creado un sistema, lo sostiene con una tenacidad absoluta, no cede sobre ningún
punto. Cuando se ha prendado de una doctrina nacida de su cerebro, busca
hacerla prevalecer autoritariamente: no le objeten ni una sola de sus ideas; la
que se permitan discutirle es precisamente la más segura y la más necesaria.
Casi todos los libros salidos de la mano de los hombres son muestras de esa
exageración y de esa tiranía. ¿Trátase de literatura, de historia, de
filosofía, de ciencia? Cada uno se erige en oráculo, no quiere ser contradicho
en nada; es un alegato perpetuo, una crítica severa, mezquina, arrogante,
categórica.
La ciencia sagrada,
al contrario, la santa teología católica, ofrece una característica totalmente
diferente. Como la Iglesia no ha inventado la verdad, de la que es solamente
depositaria, no se encuentra nada de pasión ni de exceso en su enseñanza.
Plugo al Hijo de
Dios descendido sobre la tierra, en quien residía la plenitud de la verdad,
develar claramente ciertos aspectos de la verdad y dejar solamente entrever los
otros. La Iglesia no lleva más lejos su ministerio y, satisfecha de haber
enseñado, mantenido, reivindicado los principios indiscutibles y necesarios,
deja a sus hijos discutir, conjeturar, razonar libremente sobre los puntos
inciertos.
La enseñanza
católica ha sido de tal manera calumniada, mis hermanos, los hombres están tan
acostumbrados a juzgarla con sus prejuicios, que es posible que difícilmente
crean lo que voy a decirles: no hay una sola ciencia en el mundo que sea menos
despótica que la ciencia sagrada.
El depósito de la
enseñanza ha sido confiado a la Iglesia. Ahora bien ¿saben ustedes lo que la
Iglesia enseña? Un símbolo en doce artículos que no componen doce líneas,
símbolo compuesto por los Apóstoles y que los dos primeros concilios generales
han explicado y desarrollado con la adición de algunas palabras que llegaron a
ser necesarias.
Nosotros los católicos
proclamamos que la interpretación auténtica de las Sagradas Escrituras
pertenece a la Iglesia. Ahora bien, ¿saben ustedes, mis hermanos, con
referencia a cuántos versículos de la Biblia la Iglesia ha usado de ese derecho
supremo? La Biblia encierra alrededor de treinta mil versículos y la Iglesia
tal vez no ha llegado a definir el sentido de ochenta de esos versículos; el
resto lo ha dejado a los comentadores y, puedo decirlo, al libre examen del
lector cristiano de manera que, según la palabra de San Jerónimo, las
Escrituras son un vasto campo en el cual la inteligencia puede recrearse y
deleitarse y donde sólo encontrará, aquí y allá, algunas barreras alrededor de
los precipicios, y también algunos sitios fortificados, donde ella podrá
parapetarse y hallar un auxilio asegurado.
Los concilios son el
principal portavoz de la enseñanza cristiana, por lo que deseando el Concilio
de Trento resumir en una sola y misma declaración toda la doctrina obligatoria,
no le hicieron falta ni dos páginas para encerrar la más completa profesión de
fe. Y si se estudia la historia de ese Concilio se observa con admiración que
era igualmente celoso tanto por mantener los dogmas como por respetar las
opiniones, y así es corno una tal expresión que la asamblea de los Padres
rechazó es la que no les ha dejado reposo hasta no haberla sustituido por otra,
ya que su significación gramatical parecía exceder la medida de la verdad
segura y sustraer alguna cuestión a las libres controversias de los doctores.
Por último, el
incomparable Bossuet, habiendo opuesto a las calumnias de los protestantes su
célebre "Exposición de la fe católica", encontró que esta misma
Iglesia, a la que se acusaba de tiranizar las inteligencias, podía compendiar
sus verdades definidas y necesarias dentro de un cuerpo de doctrina mucho menos
voluminoso como resultaría el de las confesiones, sínodos y declaraciones de
las sectas que habían rechazado el principio de autoridad y profesaban el libre
examen.
Ahora bien, lo repito,
mis hermanos: en ese fenómeno extraordinario, que no se encuentra más que en la
Iglesia católica, esa tranquila majestad en la afirmación, esa moderación y esa
discreción en todas las cuestiones no definidas, allí está, a mi parecer, el
signo adorable por el cual debo reconocer la verdad venida del cielo. Cuando
contemplo sobre la frente de la Iglesia esa serena convicción y esa benigna
indulgencia, me arrojo entre sus brazos y le digo: Tú eres mi madre. Es así
como una madre enseña, sin pasión, sin exageración, con una autoridad calma y
una sabia mesura. Y ese carácter de la enseñanza de la Iglesia lo encontrarán
entre sus doctores más eminentes, cuyos escritos ella adopta y autoriza poco
más o menos que sin restricciones.
Agustín emprende su inmortal obra "La
ciudad de Dios“, que será hasta el final de los tiempos uno de los más valiosos
monumentos de la Iglesia, en la que va a reivindicar las santas verdades de la
fe cristiana contra las calumnias lanzadas por el paganismo. El sentía dentro
de sí hervir los ardores del celo, pero si había leído en las Escrituras que
Dios es la verdad, había leído también que Dios es caridad: Deus charitas est.
Comprende entonces que el exceso de la verdad puede convertirse en déficit de
la caridad; se pone de rodillas y dirige al cielo esta admirable plegaria:
"Envíame, Señor, envía a mi corazón la dulcificación, la moderación de
vuestro espíritu, a fin de que llevado por el amor a la verdad no pierda yo la
verdad del amor: Mitte, Domine, mitigationes in cor meum, ut charitate
veritatis non amittam veritatem charitatis".
Y, en el otro
extremo de la cadena de santos doctores, oíd estas bellas palabras del
bienaventurado obispo de Ginebra: "La verdad que no es caritativa deja de
ser la verdad, pues en Dios, que es la fuente suprema de la verdad, la caridad
es inseparable de la verdad“.
Entonces, leed a San
Agustín, leed a San Francisco de Sales: encontrarán en sus escritos la verdad
en toda su pureza y, por eso mismo, totalmente impregnada de caridad y de amor.
¡Oh, sacerdote de Cartago, ilustre apologista de los primeros tiempos! Yo
admiro el nervio de vuestro lenguaje enérgico, la pujanza irresistible de
vuestro sarcasmo, pero ¿cómo decirlo?: bajo la corteza de tus escritos más
ortodoxos yo busco el fervor de la caridad, mas tus sílabas incisivas no tienen
el acento humilde y dulce del amor. Yo temo que defiendas la verdad como se
defiende un sistema por el sistema mismo, y que un día tu orgullo herido
abandone la causa que tu celo amargo había sostenido. ¡Ah, mis hermanos! ¿Por
qué Tertuliano, antes de consagrar su inmenso talento al servicio del
Evangelio, no ha rogado al Señor, como Agustín, que enviará a su corazón los apaciguamientos,
las moderaciones de su espíritu? El amor lo habría mantenido en la doctrina,
pero porque no se mantuvo en la caridad el perdió la verdad. Y tú, ¡oh celebre
apologista de estos últimos días!, tú, cuyos primeros escritos fueron saludados
por los aplausos unánimes de todos los cristianos, yo te lo diré, ¡oh gran
escritor!: esa lógica aparente con cuyos nudos deseas asfixiar a tu adversario,
esos razonamientos ansiosos, frondosos, triunfantes con los que lo aplastabas,
todo eso me sugiere algo: tu celo se parece al odio, tratas a tu adversario
como enemigo, tu palabra impetuosa no tiene el fervor de la caridad ni el
acento del amor. ¡Oh, nuestro infortunado hermano en el sacerdocio! ¿Por qué
era necesario que antes de consagrar tu gran talento a la defensa de la
religión hubieras hecho al pie de tu crucifijo la plegaria de Agustín:
"Mitte, Domine, mitigationes in cor meum ut charitate veritatis non
amittam veritatem charítatis"? Más amor en tu corazón, y tu inteligencia
no hubiera hecho una tan deplorable defección: la caridad te hubiera mantenido
en la verdad.
Y si la Iglesia
católica, mis hermanos, presenta a nuestros espíritus la enseñanza de la verdad
con tantos miramientos y dulzura, ¡ah! es aún con mayor condescendencia y
bondad que ella aplica sus principios a nuestra conducta y nuestras acciones.
Incapaz de soportar jamás las malas doctrinas, la Iglesia es tolerante sin
medida hacia las personas; jamás confunde el error con quien lo enseña, ni al
pecado con quien lo comete. Ella condena el error, pero sigue amando al hombre;
al pecado lo denigra, pero al pecador lo persigue con su ternura, ambicionando
volverlo mejor, reconciliarlo con Dios, hacer entrar en su corazón la paz y la
virtud. Ella no hace acepción de personas: no hay para ella ni judío, ni griego
ni bárbaro; ella no se ocupa de las opiniones de ustedes, no les pregunta si
viven en una monarquía o en una república.
Ustedes tienen un
alma que salvar: es todo lo que ella necesita. Llámenla, ella está con ustedes,
llega con las manos llenas de gracias y de perdón. Ustedes han cometido más
pecados que pelos tienen en la cabeza: eso no la horroriza, borra todo en la
sangre de Jesucristo. ¿Algunas de sus leyes son para ustedes demasiado
pesadas?, ella accede a acomodarlas a vuestra debilidad, su rigor cede ante
vuestra enfermedad, y el oráculo de la teología, Santo Tomás, propone como
norma que si ninguno puede eximir de la ley divina, por el contrario la
condescendencia no debe ser demasiado difícil en las leyes de la Iglesia en
razón de la suavidad que constituye el carácter de su gobierno: Propter suave
regimen Ecclesiæ.
Además, mis
hermanos, en tanto que la ley civil es rígida e inflexible, la ley de la
Iglesia es especialmente dúctil y benigna. ¿Qué otra autoridad sobre la tierra
gobierna, administra como la Iglesia? Suave regimen Ecclesiæ. ¡Ah! ¡Que el
mundo, que nos predica la tolerancia, sea entonces tan tolerante como nosotros!
Nosotros no rechazamos más que los principios, y el mundo rechaza las personas.
¡Cuántas veces absolvemos, y el mundo continúa condenando! ¡Cuántas veces, en
nombre de Dios, hemos echado un manto de olvido sobre el pasado, y el mundo lo
recuerda siempre! ¿Qué digo? Las mismas bocas que nos reprochan la intolerancia
nos censuran nuestra bondad demasiado crédula y en exceso simple, y nuestra inagotable
paciencia hacia las personas es casi tan combatida como nuestra inflexibilidad
frente a las doctrinas.
Mis hermanos: no nos
pidan más, entonces, la tolerancia con respecto a la doctrina. Alienten, por el
contrario, nuestra solicitud por mantener la unidad del dogma, que es el único
vínculo de la paz sobre la tierra.
El orador romano lo
ha dicho: "La unión de los espíritus es la primera condición de la unión
de los corazones". Y este gran hombre hace entrar en la misma definición
de la amistad la unanimidad de pensamiento, por analogía entre las cosas
divinas y humanas: "Eadem de rebus divinis et humanis cure summa charitate
juncta concordia“. Nuestra sociedad, mis hermanos, es víctima de mil
divisiones: de ello nos lamentamos todos los días. ¿De dónde proviene ese
debilitamiento de los afectos, ese enfriamiento de los corazones?
¡Ah, mis hermanos!
¿Cómo podrán estar próximos los corazones allí donde los espíritus están tan
alejados? Porque cada uno de nosotros se aísla en su propio pensamiento, cada
uno de nosotros se encierra también en el amor de sí mismo. ¿Queremos poner fin
a esas innumerables disidencias, que amenazan destruir pronto todo espíritu de
familia, de ciudadanía y de patria? ¿Queremos no ser más extraños los unos para
los otros, adversarios y casi enemigos? Volvamos a un símbolo, y encontraremos
pronto la concordia y el amor. Todo símbolo relativo a las cosas de aquí abajo
está bien lejos de nosotros: miles de opiniones nos dividen y no hay más verdad
humana desde hace mucho tiempo, y no se si se reconstituirá jamás entre
nosotros. Felizmente el símbolo religioso, el dogma divino se ha mantenido
siempre en su pureza en manos de la Iglesia, y de ese modo un germen precioso
de salud nos ha sido conservado.
El día en que todos
los franceses digan: "Yo creo en Dios, en Jesucristo y en la
Iglesia", todos los corazones no tardarán en acercarse, y encontraremos la
única paz verdaderamente sólida y duradera, la que el Apóstol llama la paz en
la verdad.
Así sea.
Interesantísimo, gran artículo, gran hombre. Enhorabuena, muchas gracias por esto.
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