San Juan Bosco
Roma, 10 de mayo de 1884
Muy
queridos hijos en Jesucristo:
Cerca
o lejos, yo pienso siempre en vosotros. Uno solo es mi deseo: que seáis felices
en el tiempo y en la eternidad. Este pensamiento y deseo me han impulsado a
escribiros esta carta. Siento, queridos míos, el peso de estar lejos de
vosotros, y el no veros ni oíros me causa una pena que no podéis imaginar. Por
eso, habría deseado escribiros estas líneas hace ya una semana, pero las
continuas ocupaciones me lo impidieron. Con todo, aunque falten pocos días para
mi regreso, quiero anticipar mi llegada al menos por carta, ya que no puedo
hacerlo en persona. Son palabras de quien os ama tiernamente en Jesucristo y
tiene el deber de hablaros con la libertad de un padre. Me lo permitís, ¿no? Y
me vais a prestar atención y poner en práctica lo que os voy a decir.
He
dicho que sois el único y continuo pensamiento de mi mente. Pues bien, una de
las noches pasadas, me había retirado a mi habitación y, mientras me disponía a
entregarme al descanso, comencé a rezar las oraciones que me enseñó mi buena
madre. En aquel momento, no sé bien si víctima del sueño o fuera de mí por
alguna distracción, me pareció que se presentaban delante de mí dos antiguos
alumnos del oratorio.
Uno
de ellos se acercó y, saludándome afectuosamente, me dijo:
-
Don Bosco, ¿me conoce?
-
¡Pues claro que te conozco!, - le respondí.
-
¿Y se acuerda aún de mí? - añadió.
-
De ti y de los demás. Tú eres Valfré, y estuviste en el oratorio antes de 1870.
-
Oiga, continuó Valfré, - ¿quiere ver a los jóvenes que estaban en el oratorio
en mis tiempos?
-
Sí, házmelos ver, le contesté; me dará mucha alegría.
Entonces
Valfré me mostró todos los jovencitos con el mismo semblante, edad y estatura
de aquel tiempo. Me parecía estar en el antiguo oratorio en la hora de recreo.
Era una escena llena de vida, movimiento y alegría. Quien corría, quien
saltaba, quien hacía saltar a los demás; quien jugaba a la rana, quien a
bandera, quién a la pelota. En un sitio había reunido un corrillo de muchachos
pendientes de los labios de un sacerdote que les contaba una historia; en otro
lado había un clérigo con otro grupo jugando al burro vuela o a los oficios. Se
cantaba, se reía por todas partes; y por doquier, sacerdotes y clérigos; y
alrededor de ellos, jovencitos que alborotaban alegremente. Se notaba que entre
jóvenes y superiores reinaba la mayor cordialidad y confianza. Yo estaba
encantado con aquel espectáculo. Valfré me dijo:
-
Vea, la familiaridad engendra afecto, y el afecto, confianza. Esto es lo que
abre los corazones, y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros,
asistentes y superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella, y se
prestan con facilidad a todo lo que les quiera mandar aquel que saben que los
ama.
Entonces
se acercó a mí otro antiguo alumno que tenía la barba completamente blanca y me
dijo:
-
Don Bosco, ¿quiere ver ahora a los jóvenes que están actualmente en el
Oratorio? (Era José Buzzetti).
-
Sí, respondí, pues hace un mes que no los veo.
Y
me los señaló. Vi el oratorio y a lodos vosotros que estabais en recreo. Pero
ya no oía gritos de alegría y canciones, ya no veía aquel movimiento, aquella
vida de la primera escena.
En
los ademanes y en los rostros de algunos jóvenes se notaba aburrimiento,
desgana, disgusto y desconfianza, que causaron pena a mi corazón. Vi, es
cierto, a muchos que corrían y jugaban con dichosa despreocupación; pero otros
- no pocos - estaban solos, apoyados en las columnas, presos de pensamientos
desalentadores; otros andaban por las escaleras y corredores o estaban en los
balcones que dan al jardín para no tomar parte en el recreo común; otros
paseaban lentamente por grupos hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una
y otra parte miradas sospechosas y mal intencionadas; algunos sonreían, pero
con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino
creer que san Luis habría sentido sonrojo de encontrarse en compañía de los
tales; incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a
entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo.
-
¿Has visto a tus jóvenes? - me dijo el antiguo alumno.
-
Sí que los veo, contesté suspirando.
-
¡Qué diferentes de lo que éramos nosotros antaño!, exclamó aquel viejo alumno.
-
¡Por desgracia! ¡Qué desgana en este recreo!
-
De aquí proviene la frialdad de muchos para acercarse a los santos sacramentos,
el descuido de las prácticas de piedad en la iglesia y en otros lugares; el
estar de mala gana en un lugar donde la divina Providencia los colma de todo
bien corporal, espiritual e intelectual. De aquí la no correspondencia de
muchos a su vocación; de aquí la ingratitud para con los superiores; de aquí
los secretitos y murmuraciones, con todas las demás consecuencias deplorables.
-
Comprendo, respondí. Pero ¿cómo reanimar a estos queridos jóvenes para que
vuelvan a la antigua vivacidad, alegría y expansión?
-
Con el amor.
-
¿Amor? Pero ¿es que mis jóvenes no son bastante amados? Tú sabes cómo los amo.
Tú sabes cuánto he sufrido por ellos y cuánto he tolerado en el transcurso de
cuarenta anos, y cuánto tolero y sufro en la actualidad. Cuántos trabajos,
cuántas humillaciones, cuántos obstáculos, cuántas persecuciones para
proporcionarles pan, albergue, maestros, y especialmente para buscar la
salvación de sus almas. He hecho cuanto he podido y sabido por ellos, que son
el afecto de toda mi vida.
-
No hablo de ti.
-
¿Pues de quién, entonces? ¿De quienes hacen mis veces: los directores,
prefectos, maestros o asistentes? ¿No ves que son mártires del estudio y del
trabajo y que consumen los anos de su juventud en favor de quienes les ha
encomendado la divina Providencia?
-
Lo veo, lo sé; pero no basta; falta lo mejor.
-
¿Qué falta, pues?
-
Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les
ama.
-
Pero, ¿no tienen ojos en la cara? ¿No tienen luz en la inteligencia? ¿No ven
que cuanto se hace en su favor se hace por su amor?
-
No, repito; no basta.
-
¿Qué se requiere, pues?
-
Que, al ser amados en las cosas que les agradan, participando en sus
inclinaciones infantiles, aprendan a ver el amor en aquellas cosas que
naturalmente les agradan poco, como son la disciplina, el estudio, la
mortificación de sí mismos, y que aprendan a hacer estas cosas con amor.
-
Explícate mejor.
-
Observe a los jóvenes en el recreo.
Observé.
Después dije:
-
¿Qué hay que ver de especial?
-
¿Tantos años educando a la juventud y no comprende? Observe mejor. ¿Dónde están
nuestros salesianos?
Me
fijé y vi que eran muy pocos los sacerdotes y clérigos que estaban mezclados
entre los jóvenes, y muchos menos los que tomaban parte en sus juegos. Los
superiores no eran ya el alma de los recreos. La mayor parte de ellos paseaban,
hablando entre sí, sin preocuparse de lo que hacían los alumnos; otros jugaban,
pero sin pensar para nada en los jóvenes; otros vigilaban de lejos, sin
advertir las faltas que se cometían; alguno que otro corregía a los
infractores, pero con ceño amenazador y raramente. Había algún salesiano que
deseaba introducirse en algún grupo de jóvenes, pero vi que los muchachos
buscaban la manera de alejarse de sus maestros y superiores.
Entonces
mi amigo continuó:
-
En los primeros tiempos del oratorio, ¿usted no estaba siempre con los jóvenes,
especialmente durante el recreo? ¿Recuerda aquellos hermosos años? Era una
alegría de paraíso, una época que recordamos siempre con cariño, porque el amor
lo regulaba todo, y nosotros no teníamos secretos para usted.
-
¡Cierto! Entonces todo era para mí motivo de alegría, y en los jóvenes
entusiasmo por acercárseme y quererme hablar; existía verdadera ansiedad por
escuchar mis consejos y ponerlos en práctica. Ahora, en cambio, las continuas
audiencias, mis múltiples ocupaciones y la falta de salud me lo impiden.
-
De acuerdo; pero si usted no puede, ¿por qué no le imitan sus salesianos? ¿Por
qué no insiste y exige que traten a los jóvenes como los trataba usted?
-
Yo les hablo e insisto hasta cansarme, pero desgraciadamente muchos no se
sienten con fuerzas para arrostrar las fatigas de antaño.
-
Y así, descuidando lo menos, pierden lo más; y este más son sus fatigas. Que
amen lo que agrada a los jóvenes, y los jóvenes amarán lo que les gusta a los
superiores. De esta manera, el trabajo les será llevadero. La causa del cambio
presente del oratorio es que un grupo de jóvenes no tiene confianza con los
superiores. Antiguamente los corazones todos estaban abiertos a los superiores,
a quienes los jóvenes amaban y obedecían prontamente. Pero ahora, los
superiores son considerados sólo como tales y no como padres, hermanos y
amigos; por tanto, son temidos y poco amados. Por eso, si se quiere formar un
solo corazón y una sola alma por amor a Jesús, hay que romper esa barrera fatal
de la desconfianza y sustituirla por la confianza cordial. Así pues, que la
obediencia guíe al alumno como la madre a su hijo. Entonces reinará en el
oratorio la paz y la antigua alegría.
-
¿Cómo hacer, pues, para romper esta barrera?
-
Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo. Sin familiaridad no
se demuestra el afecto, y sin esta demostración no puede haber confianza. El
que quiere ser amado debe demostrar que ama. Jesucristo se hizo pequeño con los
pequeños y cargó con nuestras enfermedades. ¡He aquí el maestro de la
familiaridad! El maestro al cual sólo se ve en la cátedra es maestro y nada
más; pero, si participa del recreo de los jóvenes, se convierte en un hermano.
Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que no hace más que cumplir
con su deber, pero, si dice en el recreo una buena palabra, es palabra de quien
ama. ¡Cuántas conversiones no se debieron a alguna de sus palabras dichas de
improviso al oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es
amado, ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes.
Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y
superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y
manifiestan sus defectos. Este amor hace que los superiores puedan soportar las
fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las molestias, las faltas y las
negligencias de los jóvenes. Jesucristo no quebró la caña ya rota ni apagó la
mecha humeante. He aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por
vanagloria; ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se
retire del campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de
otros; ni quien murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes,
con exclusión de todos los demás superiores, mientras, en cambio, no cosecha
más que desprecio e hipócritas zalamerías; ni quien se deje robar el corazón
por una criatura y, para adular a ésta, descuide a todos los demás jovencitos;
ni quienes por amor a la propia comodidad, dejen a un lado el gravísimo deber
de la vigilancia, ni quien por falso respeto humano, se abstenga de amonestar a
quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo, no se buscará más
que la gloria de Dios y el bien de las almas. Cuando languidece este amor, es
que las cosas no marchan bien. ¿Por qué se quiere sustituir el amor por la
frialdad de un reglamento? ¿Por qué los superiores dejan de cumplir las reglas
que Don Bosco les dicto? ¿Por qué el sistema de prevenir desórdenes con
vigilancia y amor se va reemplazando poco a poco por el sistema, menos pesado y
más fácil para el que manda, de dar leyes que se sostienen con castigos,
encienden odios y acarrean disgustos, y si se descuida el hacerlas observar,
producen desprecio para los superiores y son causa de desórdenes gravísimos?
Esto
sucede necesariamente si falta familiaridad. Si, por tanto, se desea que en el
Oratorio reine la antigua felicidad, hay que poner en vigor el antiguo sistema:
El superior sea todo para todos, siempre dispuesto a escuchar toda duda o
lamentación de los jóvenes, todo ojos para vigilar paternalmente su conducta,
todo corazón para buscar el bien espiritual y temporal de aquellos a quienes la
Providencia ha confiado a sus cuidados. Entonces los corazones no permanecerán
cerrados ni reinarán ya ciertos secretitos que matan. Sólo en caso de
inmoralidad sean los superiores inflexibles. Es mejor correr el peligro de
alejar de casa a un inocente que quedarse con un escandaloso. Los asistentes consideren
como un gravísimo deber de conciencia el referir a los superiores todo lo que
sepan que de algún modo ofende a Dios.
Entonces
yo pregunté.
-
¿Cuál es el medio principal para que triunfe semejante familiaridad y amor y
confianza?
-
La observancia exacta del reglamento de la casa.
-
¿Y nada más?
-
El mejor plato en una comida es la buena cara.
Mientras
mi antiguo alumno terminaba de hablar así y yo seguía contemplando con
verdadero disgusto el recreo, poco a poco me sentí oprimido por un gran cansancio
que iba en aumento. Esta opresión llegó a tal punto, que no pudiendo resistir
por más tiempo, me estremecí y me desperté. Me encontré de pie junto a mi
lecho. Mis piernas estaban tan hinchadas y me dolían tanto, que no podía estar
de pie. Era ya muy tarde; por ello, me fui a la cama decidido a escribir estos
renglones a mis queridos hijos.
Yo
no deseo tener estos sueños, porque me cansan demasiado.
Al
día siguiente me sentía agotado; no veía la hora de irme a la cama por la
noche. Pero he aquí que, apenas me acosté, comenzó de nuevo el sueño.
Tenía
ante mí el patio, los jóvenes que están actualmente en el oratorio y el mismo
antiguo alumno. Comencé a preguntarle:
-
Lo que me dijiste se lo haré saber a mis salesianos; pero, ¿qué debo decir a
los jóvenes del Oratorio?
Me
respondió:
-
Que reconozcan lo mucho que trabajan y estudian los superiores, maestros y
asistentes por amor a ellos, pues si no fuese por su bien, no se impondrían tantos
sacrificios; que recuerden que la humildad es la fuente de toda tranquilidad;
que sepan soportar los defectos de los demás, pues la perfección no se
encuentra en el mundo, sino solamente en el paraíso; que dejen de murmurar,
pues la murmuración enfría los corazones; y, sobre todo, que procuren vivir en
la santa gracia de Dios. Quien no vive en paz con Dios, no puede tener paz
consigo mismo ni con los demás.
-
¿Entonces me dices que hay entre mis jóvenes quienes no están en paz con Dios?
-
Esta es la primera causa del malestar, entre las otras que tú sabes y debes
remediar sin que te lo tenga que decir yo ahora. En efecto, sólo desconfía el
que tiene secretos que ocultar, quien teme que estos secretos sean
descubiertos, pues sabe que le acarrearía vergüenza y descrédito. Al mismo
tiempo, si el corazón no está en paz con Dios, vive angustiado, inquieto,
rebelde a toda obediencia, se irrita por nada, se cree que todo marcha mal, y
como él no ama, Juzga que los superiores tampoco le aman a él.
-
Pues, con todo, ¿no ves amigo mío, la frecuencia de confesiones y comuniones
que hay en el oratorio?
-
Es cierto que la frecuencia de confesiones es grande, pero lo que falta en
absoluto en muchísimos jóvenes que se confiesan es la firmeza en los
propósitos. Se confiesan, pero siempre de las mismas faltas, de las mismas
ocasiones próximas, de las mismas malas costumbres, de las mismas
desobediencias, de las mismas negligencias en el cumplimiento de los deberes.
Así siguen meses y meses e incluso anos, y algunos llegan hasta el final de los
estudios. Tales confesiones valen poco o nada; por tanto, no proporcionan la
paz, y si un jovencito fuese llamado en tal estado al tribunal de Dios, se
vería en un aprieto.
-
¿Hay muchos de esos en el oratorio?
-
Pocos, en comparación con el gran número de jóvenes que hay en casa. Fíjate. -
Y me los iba indicando.
-
Miré, y vi uno por uno a aquellos jóvenes. Pero, en estos pocos, vi cosas que
amargaron grandemente mi corazón. No quiero ponerlas por escrito, pero cuando
vuelva quiero comunicarlas a cada uno de los interesados. Ahora os diré
solamente que es tiempo de rezar y de tomar firmes resoluciones; de hacer
propósitos no de boca, sino con los hechos, y de demostrar que los Comollo, los
Domingo Savio, los Besucco y los Saccardi viven todavía entre nosotros.
Por
último pregunté a aquel amigo mío:
-
¿Tienes algo más que decirme?
-
Predica a todos, mayores y pequeños, que recuerden siempre que son hijos de
María Santísima Auxiliadora. Que ella los ha reunido aquí para librarlos de los
peligros del mundo, para que se amen como hermanos y den gloria a Dios y a ella
con su buena conducta; que es la Virgen quien les provee de pan y de cuanto
necesitan para estudiar con innumerables gracias y portentos. Que recuerden que
están en vísperas de la fiesta de su Santísima Madre y que, con su auxilio,
debe caer la barrera de la desconfianza que el demonio ha sabido levantar entre
jóvenes y superiores, y de la cual sabe aprovecharse para ruina de algunas
almas.
-
¿Y conseguirernos derribar esta barrera?
-
Sí, ciertamente, con tal de que mayores y pequeños estén dispuestos a sufrir
alguna pequeña mortificación por amor a María y pongan en práctica cuanto he
dicho.
Entretanto
yo continuaba observando a mis jovencitos, y ante el espectáculo de los que
veía encaminarse a su perdición eterna, sentí tal angustia en el corazón que me
desperté. Querría contaros otras muchas cosas importantísimas que vi; pero el
tiempo y las circunstancias no me lo permiten.
Concluyo:
¿Sabéis qué es lo que desea de vosotros este pobre anciano que ha consumido
toda su vida por sus queridos jóvenes? Pues solamente que, guardadas las
debidas proporciones, vuelvan a florecer los días felices del antiguo oratorio.
Los días del amor y la confianza entre jóvenes y superiores; los días del
espíritu de condescendencia y de mutua tolerancia por amor a Jesucristo; los
días de los corazones abiertos con tal sencillez y candor, los días de, la
caridad y de la verdadera alegría para todos. Necesito que me consoléis dándome
la esperanza y la palabra de que vais a hacer todo lo que deseo para el bien de
vuestras almas.
Vosotros
no sabéis apreciar la suerte de estar acogidos en el oratorio. Os aseguro,
delante de Dios, que basta que un joven entre en una casa salesiana para que la
Santísima Virgen lo torne enseguida bajo su especial protección. Pongámonos,
pues, todos de acuerdo. La calidad de los que mandan y la caridad de los que
deben obedecer haga reinar entre nosotros el espíritu de san Francisco de
Sales. Queridos hijos míos, se acerca el tiempo en que tendré que separarme de
vosotros y partir para mi eternidad. (Nota del secretario: Al llegar aquí, Don
Bosco dejó de dictar; sus ojos se inundaron de lágrimas, no a causa del
disgusto, sino por la inefable ternura que se reflejaba en su rostro y en sus
palabras; unos instantes después continuó): Por tanto, mi mayor deseo, queridos
sacerdotes, clérigos y jóvenes, es dejaros encaminados por la senda del Señor,
que Él mismo desea para vosotros.
Con
este fin, el Santo Padre, al cual he visto el viernes, 9 de mayo, os envía de
todo corazón su bendición. El día de María Auxiliadora me encontraré en vuestra
compañía ante la imagen de nuestra amorosísima Madre. Quiero que esta gran
fiesta se celebre con toda solemnidad: que don José y don Segundo se encarguen
de que la alegría reine también en el comedor. La festividad de María
Auxiliadora debe ser el preludio de la fiesta eterna que hemos de celebrar
todos juntos un día en el paraíso.
Vuestro afectísimo amigo en
Jesucristo
JUAN BOSCO, Pbro.
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