PARTE I: EL CREDO
CAPÍTULO IV: LA CREACION
Y LOS ANGELES
¿Cómo
empezó la creación? A veces un modista, un pastelero o un perfumista se jactan
de hacer una nueva «creación». Cuando esto ocurre, utilizan la palabra «creación»
en un sentido muy amplio.
Por nueva que sea una moda, tiene que basarse en tejido de algún
tipo. Por agradable que resulte un postre o un perfume, tiene que basarse en
alguna clase de ingredientes.
«Crear» significa «hacer de la nada». Hablando con propiedad,
sólo Dios, cuyo poder es infinito, puede crear.
Hay científicos que se afanan hoy en día en los laboratorios
tratando de «crear» vida en un tubo de ensayo. Una y otra vez, tras fracasos
repetidos, mezclan sus ingredientes químicos y combinan sus moléculas. Si lo
conseguirán algún día o no, no lo sé. Pero aunque su paciencia fuera
recompensada, no podría decirse que habían «creado» nueva vida. Todo el tiempo
habrían estado trabajando con materiales que Dios les ha proporcionado.
Cuando Dios crea, no necesita materiales o utensilios para poder
trabajar. Simplemente, QUIERE que algo sea, y es. «Hágase la luz» dijo al
principio, «y la luz fue...» «Hágase un firmamento en medio de las aguas», dijo
Dios, «y así se hizo» (Gen 1, 3-6).
La voluntad creadora de Dios no sólo ha llamado a todas las
cosas a la existencia, sino que las MANTIENE en ella. Si Dios retirara el
sostén de su voluntad a cualquier criatura, ésta dejaría de existir en aquel
mismo instante, volvería a la nada de la que salió.
Las primeras obras de la creación divina que conocemos (Dios no
tiene por qué habérnoslo dicho todo) son los ángeles. Un ángel es un espíritu,
es decir, un ser con inteligencia y voluntad, pero sin cuerpo, sin dependencia
alguna de la materia. El alma humana también es un espíritu, pero el alma
humana nunca será ángel, ni siquiera durante el tiempo en que, separada del
cuerpo por la muerte, espere la resurrección.
El alma humana ha sido hecha para estar unida a un cuerpo
físico. Decimos que tiene «afinidad» hacia un cuerpo. Una persona humana,
compuesta de alma y cuerpo, es incompleta sin éste. Hablaremos más extensamente
de ello cuando tratemos de la resurrección de la carne. Pero, por el momento,
sólo queremos subrayar el hecho de que un ángel, sin cuerpo, es una persona
completa, y que un ángel es muy superior al ser humano.
Hoy en día hay mucha literatura fantástica sobre los
«marcianos». Estos supuestos habitantes de nuestro vecino planeta son
generalmente representados como más inteligentes y poderosos que nosotros,
pobres mortales ligados a la tierra. Pero ni el más ingenioso de los escritores
de ciencia ficción podrá nunca hacer justicia a la belleza deslumbradora, la
inteligencia poderosa y el tremendo poder de un ángel. Si esto es así del orden
inferior de las huestes celestiales -del orden de los propiamente llamados
ángeles-, ¿qué decir de los órdenes ascendentes de espíritus puros que se
hallan por encima de los ángeles? Se nos enumeran en la Sagrada Escritura como
arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines
y serafines. Es muy posible que un arcángel esté a tanta distancia en
perfección de un ángel como éste de un humano.
Aquí, por supuesto, bien poco sabemos sobre los ángeles, sobre
su naturaleza íntima o los grados de distinción que hay entre ellos. Ni
siquiera sabemos cuántos son, aunque la Biblia indica que su número es muy
grande «Millares de millares le sirven, y diez mil veces mil están ante El»,
dice el libro de Daniel (7, 10).
Sólo los nombres de tres ángeles se nos han dado a conocer:
Gabriel, «Fortaleza de Dios»; Miguel, «¿Quién como Dios?», y Rafael, «Medicina
de Dios». Con respecto a los ángeles parece como si Dios se hubiera contentado
con dejarnos vislumbrar apenas las maravillas y la magnificencia que nos
aguarda en el mundo más allá del tiempo y del espacio. Como las líneas de
perspectiva de un cuadro conducen la atención hacia el asunto central, así los
coros ascendentes de espíritus puros llevan irresistiblemente nuestra atención
hacia la suprema Majestad de Dios, de un Dios cuya infinita perfección es
inconmensurablemente superior al más exaltado de los serafines.
Y, recordemos que no estamos hablando de un mundo de fantasía e
imaginación. Es un mundo mucho más real que el planeta Marte, más sustancial
que el suelo que pisamos.
Pero, lo mejor de todo es que podemos ir a este mundo sin ayuda
de naves interplanetarias. Es un mundo al que, si queremos, iremos.
Cuando Dios creó los ángeles, dotó a cada uno de una voluntad que
le hace supremamente libre. Sabemos que el precio del cielo es amar a Dios.
Por un acto de amor de Dios, un espíritu, sea ángel o alma
humana, se adecua para ir al cielo. Y este amor tiene que probarse del único
modo con que el amor a Dios puede ser probado: por la libre y voluntaria
sumisión de la voluntad creada a Dios, por lo que llamamos comúnmente un «acto
de obediencia» o un «acto de lealtad».
Dios hizo a los ángeles con libre albedrío para que fueran
capaces de hacer su acto de amor a Dios, de elegir a Dios. Sólo después verían
a Dios cara a cara; sólo entonces podrían entrar en la unión eterna con Dios
que llamamos «cielo».
Dios no nos ha dado a conocer la clase de prueba a que sometió a
los ángeles. Muchos teólogos piensan que Dios dio a los ángeles una visión
previa de Jesucristo, el Redentor de la raza humana, y les mandó que le
adoraran... Jesucristo en todas sus humillaciones, un niño en el pesebre, un
criminal en la cruz. Según esta teoría, algunos ángeles se rebelaron ante la
perspectiva de tener que adorar a Dios encarnado. Conscientes de su propia
magnificencia espiritual, de su belleza y dignidad, no pudieron hacer el acto
de sumisión que la adoración a Jesucristo les pedía. Bajo el caudillaje de uno
de los- ángeles más dotados, Lucifer, «Portador de luz», el pecado de orgullo
alejó de Dios a muchos ángeles, y recorrió los cielos el terrible grito «Non
serviam», «No serviré».
Y así comenzó el infierno. Porque el infierno es, esencialmente,
la separación de Dios de un espíritu. Más tarde, cuando la raza humana pecó en
la persona de Adán, daría Dios al género humano una segunda oportunidad. Pero
no hubo segunda oportunidad para los ángeles rebeldes. Dadas la perfecta
claridad de su mente angélica y la inimpedida libertad de su voluntad angélica,
ni la misericordia infinita de Dios podía hallar excusa para el pecado de los
ángeles. Comprendieron (en un grado al que Adán jamás podía llegar) cuáles
serían las consecuencias de su pecado. En ellos no hubo «tentación» en el
sentido en que ordinariamente entendemos la palabra. Su pecado fue lo que
podríamos llamar «a sangre fría». Por su rechazo de Dios, deliberado y pleno,
sus voluntades quedaron fijas contra Dios, fijas para siempre. En ellos no es
posible el arrepentimiento, no quieren arrepentirse. Hicieron su elección por
toda la eternidad. En ellos arde un odio perpetuo hacia Dios y hacia todas sus
obras.
No sabemos cuántos ángeles pecaron; tampoco Dios ha querido
informarnos de esto. Por menciones de la Sagrada Escritura, inferimos que los ángeles
caídos (o «demonios», como les llamamos comúnmente) son numerosos. Pero, parece
lo más probable que la mayoría de las huestes celestiales permanecieran fieles
a Dios, hicieran su acto de sumisión a Dios, y estén con El en el cielo.
A menudo se llama «Satán» al demonio. Es una palabra hebrea que
significa «adversario». Los diablos son, claro está, los adversarios, los
enemigos de los hombres.
En su odio inextinguible a Dios, es natural que odien también a
su criatura, el hombre. Su odio resulta aún más comprensible a la luz de la
creencia de que Dios creó a los hombres precisamente para reemplazar a los
ángeles que pecaron, para llenar el hueco que dejaron con su defección.
Al pecar, los ángeles rebeldes no perdieron ninguno de sus dones
naturales. El diablo posee una agudeza intelectual y un poder sobre la
naturaleza impropios de nosotros, meros seres humanos. Toda su inteligencia y
todo su poder van ahora dirigidos a apartar del cielo a las almas a él
destinadas. Los esfuerzos del diablo se encaminan ahora incansablemente a
arrastrar al hombre a su misma senda de rebelión contra Dios. En con secuencia,
decimos que los diablos nos tientan al pecado.
No sabemos el límite exacto de su poder. Desconocemos hasta qué
punto pueden influir sobre la naturaleza humana, hasta qué punto pueden dirigir
el curso natural de los acontecimientos para inducirnos a tentación, para
llevarnos al punto en que debemos decidir entre la voluntad de Dios y nuestra
voluntad personal. Pero sabemos que el diablo nunca puede forzarnos a pecar. No
puede destruir nuestra libertad de elección. No puede, por decirlo así,
forzarnos un «Sí» cuando realmente queremos decir «No». Pero es un adversario
al que es muy saludable temer.
¿Es real el diablo? Alguien ha dicho que incluso el más
encarnizado de los pecadores dedica más tiempo a hacer cosas buenas o
indiferentes que cosas malas. En otras palabras, que siempre hay algún bien
incluso en el peor de nosotros.
Es esto lo que hace tan difícil comprender la real naturaleza de
los demonios. Los ángeles caídos son espíritus puros sin cuerpo. Son
absolutamente inmateriales. Cuando fijaron su voluntad contra Dios en el acto
de su rebelión, abrazaron el mal (que es el rechazo de Dios) con toda su
naturaleza. Un demonio es cien por cien mal, cien por cien odio, sin que pueda
hallarse un mínimo resto de bien en parte alguna de su ser.
La inevitable y constante asociación del alma con estos
espíritus, cuya maldad sin paliativos es una fuerza viva y activa, no será el
menor de los horrores del infierno. En esta vida nos encontramos a disgusto,
incómodos, cuando tropezamos con alguien manifiestamente depravado. A duras
penas podemos soportar la idea de lo que será estar encadenado por toda la
eternidad a la maldad viva y absoluta, cuya fuerza de acción sobrepasa
inconmensurablemente la del hombre más corrompido.
A duras penas soportamos el pensarlo, aunque tendríamos que
hacerlo de vez en cuando. Nuestro gran peligro aquí, en la tierra, es
olvidarnos de que el diablo es una fuerza viva y actuante. Más peligroso
todavía es dejarnos influir por la soberbia intelectual de los descreídos. Si
nos dedicamos a leer libros «científicos» y a escuchar a gente «lista», que
pontifican que el diablo es «una superstición medieval» hace tiempo superada, insensiblemente
terminaremos por pensar que es una figura retórica, un símbolo abstracto del
mal sin entidad real.
Y éste sería un error fatal. Nada conviene más al diablo que el
que nos olvidemos de él o no le prestemos atención, y, sobre todo, que no creamos
en él. Un enemigo cuya presencia no se sospecha, que puede atacar emboscado, es
doblemente peligroso. Las posibilidades de victoria que tiene un enemigo
aumentan en proporción a la ceguera o inadvertencia de la víctima.
Lo que Dios hace, no lo deshace. Lo que Dios da, no lo quita.
Dio a los ángeles inteligencia y poder de orden superior, y no los revoca, ni
siquiera a los ángeles rebeldes.
Si un simple ser humano puede inducirnos a pecar, si un
compañero puede decir «¡Hala!, Pepe, vámonos de juerga esta noche», si una
vecina puede decir «¿Por qué no pruebas esto, Rosa? También tú tienes derecho a
descansar y no tener más hijos en una temporada», el diablo puede más todavía,
colocándonos ante tentaciones más sutiles y mucho menos claras.
Pero no puede hacernos pecar. No hay poder en la tierra o en el
infierno que pueda hacemos pecar. Siempre tenemos nuestro libre albedrío,
siempre nos queda nuestra capacidad de elegir, y nadie puede imponemos esa
decisión. Pepe puede decir «¡No!» al compañero que le propone la juerga; Rosa
puede decir «¡No!» a la vecina que le recomienda el anticonceptivo. Y todas las
tentaciones que el diablo pueda ponernos en nuestro camino, por potentes que
sean, pueden ser rechazadas con igual firmeza. No hay pecado a no ser que, y
hasta que, nuestra voluntad se aparte de Dios y escoja un bien inferior en su
lugar. Nadie, nunca, podrá decir en verdad «Pequé porque no pude evitarlo».
Que todas las tentaciones no vienen del diablo es evidente.
Muchas nos vienen del mundo que nos rodea, incluso de amigos y conocidos, como
en el ejemplo anterior. Otras provienen de fuerzas interiores, profundamente
arraigadas en nosotros, que llamamos pasiones, fuerzas imperfectamente
controladas y, a menudo, rebeldes, que son resultado del pecado original. Pero,
sea cuál sea el origen de la tentación, sabemos que, si queremos, podemos
dominarla.
Dios a nadie pide imposibles. El no nos pediría amor constante y
lealtad absoluta si nos fuera imposible dárselos. Luego ¿debemos atribularnos o
asustarnos porque vengan tentaciones? No, es precisamente venciendo la
tentación como adquirimos mérito delante de Dios; por las tentaciones
encontradas y vencidas, crecemos en santidad. Tendría poco mérito ser bueno si
fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin tentaciones; en
la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron
venciéndolas.
Por supuesto, no podemos vencer en estas batallas nosotros
solos. Hemos de tener la ayuda de Dios para reforzar nuestra debilitada
voluntad. «Sin Mí, no podéis hacer nada» nos dice el Señor. Su ayuda, su
gracia, está a nuestra disposición en ilimitada abundancia, si la deseamos, si
la buscamos. La confesión frecuente, la comunión y oración habituales
(especialmente a la hora de la tentación) nos harán inmunes a la tentación, si
hacemos lo que está en nuestra parte.
No tenemos derecho a esperar que Dios lo haga todo. Si no
evitamos peligros innecesarios, si, en la medida que podamos, no evitamos las
circunstancias -las personas, lugares o cosas que puedan inducirnos a
tentación-, no estamos cumpliendo por nuestra parte. Si andamos buscando el
peligro, atamos las manos de Dios. Ahogamos la gracia en su mismo origen.
A veces decimos de una persona cuyas acciones son especialmente
malvadas, «Debe estar poseída del diablo». La mayoría de las veces cuando
calificamos a alguien de «poseso» no queremos ser literales; simplemente
indicamos un anormal grado de maldad.
Pero existe, real y literalmente, la posesión diabólica. Como
indicábamos antes, desconocemos la extensión total de los poderes del diablo
sobre el universo creado, en el que se incluye la humanidad. Sabemos que no
puede hacer nada si Dios no se lo permite.
Pero también sabemos que Dios, al realizar sus planes para la
creación, no quita normalmente (ni a los ángeles ni a los hombres) ninguno de
los poderes que concedió originalmente.
En cualquier caso, tanto la Biblia como la historia, además de
la continua experiencia de la Iglesia, muestran con claridad meridiana que
existe la posesión diabólica, o sea, que el diablo penetra en el cuerpo de una
persona y controla sus actividades físicas: su palabra, sus movimientos, sus
acciones. Pero el diablo no puede controlar su alma; la libertad del alma
humana queda inviolada, y ni todos los demonios del infierno pueden forzarla.
En la posesión diabólica la persona pierde el control de sus acciones físicas,
que pasan a un poder más fuerte, el del diablo. Lo que. el cuerpo haga, lo hace
el diablo, no la persona.
El diablo puede ejercer otro tipo de influencia. Es la obsesión
diabólica. En ella, más que desde el interior de la persona, el diablo ataca
desde fuera. Puede asir a un hombre y derribarlo, puede sacarlo de la cama,
atormentarlo con ruidos horribles y otras manifestaciones. San Juan Bautista
Vianney, el amado Cura de Ars, tuvo que sufrir mucho por esta clase de
influencia diabólica.
Tanto la posesión diabólica como la obsesión, raras veces se
encuentran hoy en tierras cristianas; parece como si la Sangre redentora de
Cristo hubiera atado el poder de Satán.
Pero son aún frecuentes en tierras paganas, como muchas veces
atestiguan los misioneros, aunque no tanto como antes del sacrificio redentor
de Cristo.
El rito religioso para expulsar un demonio de una persona posesa
u obsesa se llama exorcismo. En el ritual de la Iglesia existe una ceremonia
especial para este fin, en la que el Cuerpo Místico de Cristo acude a su
Cabeza, Jesús mismo, para que rompa la influencia del demonio sobre una
persona. La función de exorcista es propia de todo sacerdote, pero no puede
ejercerla oficialmente a no ser con permiso especial del obispo, y siempre que
una cuidadosa investigación haya demostrado que es un caso auténtico de
posesión y no una simple enfermedad mental.
Por supuesto, nada impide que un sacerdote utilice su poder
exorcista de forma privada, no oficial. Sé de un sacerdote que en un tren oía
un torrente de blasfemias e injurias que le dirigía un viajero sentado
enfrente. Al fin, el sacerdote dijo silenciosamente: «En nombre de Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, te ordeno que vuelvas al infierno y dejes tranquilo a este
hombre». Las blasfemias cesaron en el acto.
En otra ocasión ese mismo sacerdote usó el mismo exorcismo
privado ante un matrimonio que disputaba encarnizadamente, y, al momento,
amainó su ira. El diablo está presente y actúa con frecuencia: no sólo en casos
extremos de posesión u obsesión.
Hemos hablado con cierta extensión de los ángeles caídos por el
grave peligro que se corre si se toman a la ligera su presencia y su poder (que
Dios nos defienda de la trampa más sutil del diablo, la de negar su existencia
porque no está de moda creer en él).
Parece más fácil y agradable creer en la realidad de los ángeles
buenos y en su poder para el bien, que es, por supuesto, mucho mayor que el de
Satanás para el mal.
Los ángeles que permanecieron fieles a Dios están con El en el
cielo, en amor y adoración perpetuos, lo que (Dios lo quiera) será también
nuestro destino. Su voluntad es ahora la de Dios. Los ángeles, como Nuestra
Madre Santa María y los santos, están interesados intensamente en nuestro bien,
en vernos en el cielo. Interceden por nosotros y utilizan el poder angélico
(cuya extensión también desconocemos) para ayudar a aquellos que quieren y
aceptan esta ayuda.
Que los ángeles nos ayudan, es materia de fe. Si no lo creemos,
tampoco creemos en la Iglesia y en las Sagradas Escrituras. Que cada uno tiene
un ángel de la guarda personal no es materia de fe, pero sí algo creído
comúnmente por todos los católicos. Y del mismo modo que honramos a Dios con
nuestra devoción a sus amigos y a sus héroes, los santos, cometeríamos una gran
equivocación si no honráramos e invocáramos a sus primeras obras maestras, los
ángeles, que pueblan el cielo y protegen la tierra.
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