BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 14 de agosto de 2011
Queridos
hermanos y hermanas:
El
pasaje evangélico de este domingo comienza con la indicación de la región a
donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra
pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole
que cure a su hija atormentada por un demonio (cf. Mt 15, 22). Ya en
esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo
con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a
Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión recurrente en los Salmos (cf. 50,
1); lo llama «Señor» e «Hijo de David» (cf. Mt 15, 22), manifestando así
una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente a
este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio
de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero
no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín
comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por
rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo» (Sermo 77, 1: PL
38, 483). El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a
las ovejas descarriadas de Israel» (v. 24), no desalienta a la cananea, que
insiste: «¡Señor, ayúdame!» (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que
parece cerrar toda esperanza —«No está bien tomar el pan de los hijos y
echárselo a los perritos» (v. 26)—, no desiste. No quiere quitar nada a nadie:
en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo
una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una
respuesta de fe tan grande y le dice: «Que se cumpla lo que deseas» (v. 28).
Queridos
amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y
acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a
Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús
pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los
tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer
y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como
fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la
fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don
de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin
nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una
relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por
eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada
día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la
acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14), que se deja
interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.
Queridos
hermanos y hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha
profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la
oración personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en
su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y
testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario