CARTA A LAS FAMILIAS
DEL PAPA
JUAN PABLO II
La familia - camino de la Iglesia - El
Año de la familia – Oración - Amor y solicitud por todas las familias - LA CIVILIZACIÓN DEL
AMOR - «Varón y mujer los creó» - La alianza conyugal - Unidad de los dos - Genealogía
de la persona - El bien común del matrimonio y de la familia - La entrega
sincera de sí mismo - Paternidad y maternidad responsables - Dos civilizaciones
- El amor es exigente - Cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» - La
educación - La familia y la sociedad - EL ESPOSO ESTÁ CON VOSOTROS - En
Caná de Galilea - El gran misterio - La Madre del amor hermoso - El nacimiento
y el peligro - «... me habéis recibido» - Fortalecidos en el hombre interior –
Amadísimas familias:
1. La celebración del Año de la
familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la puerta de vuestros
hogares, deseoso de saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo
hago mediante esta carta, citando unas palabras de la encíclica Redemptor
hominis, que publiqué al comienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el
camino de la Iglesia»1.
Con estas palabras deseaba referirme
sobre todo a las múltiples sendas por las que el hombre camina y, al mismo
tiempo, quería subrayar cuán vivo y profundo es el deseo de la Iglesia de
acompañarle en recorrer los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma
parte en los gozos y esperanzas, tristezas y angustias2 del camino cotidiano de
los hombres, profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la
conduce por estos senderos: es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo
ha confiado como «camino» de su misión y de su ministerio.
La familia - camino de la Iglesia
2. Entre los numerosos caminos, la
familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque
particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del
cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno
de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de
existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene
al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante
toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven
semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia
está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale de
la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo
núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa
siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental
sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más
inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia
humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?
La familia tiene su origen en el
mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al
principio», en el libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de
ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,
16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de
Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo
de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros
excepto en el pecado»3. Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y
crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret:
«sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José,
el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de
aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante
la cual redimió al mundo?
El misterio divino de la encarnación
del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la
de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el
concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre»5. Siguiendo a Cristo, «que vino» al
mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la
familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la
familia constituyen «el camino de la Iglesia».
El Año de la familia
3. Precisamente por estos motivos la
Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por la Organización de las
Naciones Unidas,de proclamar el 1994 Año internacional de la familia. Tal
iniciativa pone de manifiesto que la cuestión familiar es fundamental para los
Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia toma parte en esta iniciativa es
porque ha sido enviada por Cristo a «todas las gentes» (Mt 28, 19). Por
otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hace suya una iniciativa internacional
de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año internacional de la juventud, en
1985. También de este modo, la Iglesia se hace presente en el mundo haciendo
realidad la intención tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la
constitución conciliar Gaudium et spes.
En la fiesta de la Sagrada Familia de
1993 se inauguró en toda la comunidad eclesial el «Año de la familia», como una de las
etapas significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del
año 2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del
nacimiento de Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y
nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido
inaugurado con una solemne celebración eucarística, presidida por el legado
pontificio.
A lo largo de este año será
importante descubrir lostestimonios del amor y solicitud de la Iglesia por
la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del
cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como
«iglesia doméstica». En nuestros días recordamos frecuentemente la
expresión «iglesia doméstica», que el Concilio ha hecho suya6 y cuyo contenido
deseamos que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser
conscientes de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo de
hoy. Precisamente por esto es mucho más significativo el título que el Concilio
eligió, en la constitución pastoral Gaudium et spes, para indicar los
cometidos de la Iglesia en la situación actual: «Fomentar la dignidad del
matrimonio y de la familia»7. Después del Concilio, otro punto importante
de referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio, de
1981. En este documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la
familia, la cual, entre pueblos y países diversos, es siempre y en todas partes
«el camino de la Iglesia». En cierto sentido, aún lo es más allí donde la
familia atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias culturales,
sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, si es
que no obstaculizan su misma formación.
Oración
4. Con la presente carta me dirijo no
a la familia «en abstracto», sino a cada familia de cualquier región de la
tierra, dondequiera que se halle geográficamente y sea cual sea la
diversidad y complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto
amó Dios al mundo» (Jn 3, 16), el amor con que Cristo «amó hasta el
extremo» a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible dirigir este
mensaje a cada familia, «célula» vital de la grande y universal «familia»
humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor de la
humanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como hermanos
y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza con
las hermosas palabras: «Padre nuestro».
La oración hace que el Hijo de Dios
habite en medio de nosotros: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Esta carta a las
familias quiere ser ante todo una súplica a Cristo para que permanezca en
cada familia humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres e
hijos, para que él esté presente en la gran familia de las naciones, a fin de
que todos, junto con él, podamos decir de verdad: «¡Padre nuestro!». Es
necesario que la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en
la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia.
Es significativo que, precisamente en
la oración y mediante la oración, el hombre descubra de manera sencilla y
profunda su propia subjetividad típica: en la oración el «yo» humano
percibe más fácilmente la profundidad de su ser como persona. Esto es válido
también para la familia, que no es solamente la «célula» fundamental de la
sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra
precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando sus
miembros invocan juntos: «Padre nuestro». La oración refuerza la solidez y la
cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la «fuerza»
de Dios. En la solemne «bendición nupcial», durante el rito del matrimonio, el
celebrante implora al Señor: «Infunde sobre ellos (los novios) la gracia del
Espíritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones,
permanezcan fieles a la alianza conyugal»8. Es de esta «efusión del Espíritu
Santo» de donde brota el vigor interior de las familias, así como la fuerza
capaz de unirlas en el amor y en la verdad.
Amor y solicitud por todas las
familias
5. ¡Ojalá que el Año de la familia
llegue a ser una oración colectiva e incesante de cada «iglesia doméstica» y de
todo el pueblo de Dios! Que esta oración llegue también a las familias en
dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se
encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como
«irregulares»9. ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la
solicitud de los hermanos y hermanas!
Que la oración, en el Año de la
familia, constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias
que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana.
¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente
que esas familias constituyen «la norma», aun teniendo en cuenta las no pocas
«situaciones irregulares». Y la experiencia demuestra cuán importante es el
papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que
nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito
siempre en su corazón. En nuestros días, ciertos programas sostenidos por
medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las
familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta
presentar como «regulares» y atractivas —con apariencias exteriores seductoras—
situaciones que en realidad son «irregulares».
En efecto, tales situaciones
contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar la recíproca relación
entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y divisiones en las
familias, con graves consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece
la conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la
libertad es suplantada por una verdadera y propia esclavitud. Ante todo esto,
¡qué actuales y alentadoras resultan las palabras del apóstol Pablo sobre la
libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por el
pecado (cf. Ga 5, 1)!
Vemos, por tanto, cuán oportuno e
incluso necesario es para la Iglesia un Año de la familia; qué indispensable es
el testimonio de todas las familias que viven cada día su vocación; cuán
urgente es una gran oración de las familias, que aumente y abarque el
mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por el amor en la
verdad, por la «efusión de la gracia del Espíritu Santo»10, por la presencia de
Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que «nos amó hasta el
extremo» (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este
amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es
capaz de superar victoriosamente todo lo que no sea amor.
¡Que se eleve incesantemente durante
este año la oración de la Iglesia, la oración de las familias, «iglesias
domésticas»! Y que sea acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que
no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no
cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo aparentes, como son los
que se proponen en toda tentación.
En Caná de Galilea, donde Jesús fue
invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a los sirvientes
diciéndoles: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). También a nosotros,
que celebramos el Año de la familia, dirige María esas mismas palabras. Y lo
que Cristo nos dice, en este particular momento histórico, constituye una
fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las familias. Con esta
plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a los sentimientos de su Hijo,
que ama a cada familia. Él manifestó este amor al comienzo de su misión de
Redentor, precisamente con su presencia santificadora en Caná de Galilea,
presencia que permanece todavía.
Oremos por las familias de todo el
mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y en Cristo, al Padre, «de quien
toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).
I
LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
«Varón y mujer los creó»
6. El cosmos, inmenso y
diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la
paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3, 14-16). Está inscrito,
naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual nos es posible
distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la
paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia
humana. Su clave interpretativa está en el principio de la «imagen» y
«semejanza» de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn 1,
26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡«Hágase»! (cf. Gn 1, 3). Es
significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre,
sea completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el
Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el
misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el
«Nosotros» divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser
humano: «Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó;
varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).
Bendiciéndolos, dice Dios a los
nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn
1, 28). El libro del Génesis usa expresiones ya utilizadas en el contexto
de la creación de los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido
analógico es claro. ?No es precisamente ésta, la analogía de la generación y de
la paternidad y maternidad, la que resalta a la luz de todo el contexto?
Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido creado «a imagen y
semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente
parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de
manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se
funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de
personas unidas en el amor (communio personarum).
A la luz del Nuevo Testamento es
posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en
Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino
constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel
«nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y
semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella verdad
sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad. El
hombre es creado desde «el principio» como varón y mujer: la vida de la
colectividad humana —tanto de las pequeñas comunidades como de la sociedad
entera— lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la
«masculinidad» y la «femineidad» de cada individuo, y de ella cada comunidad
asume su propia riqueza característica en el complemento recíproco de las
personas. A esto parece referirse el fragmento del libro del Génesis: «Varón y
mujer los creó» (Gn 1, 27). Ésta es también la primera afirmación de que
el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son igualmente personas.
Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad específica, muestra desde
«el principio» las características del bien común de la humanidad en todas sus
dimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer aportan su propia
contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raíz misma de la
convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.
La alianza conyugal
7. La familia ha sido considerada
siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del
hombre. En su núcleo esencial esta visión no ha cambiado ni siquiera en
nuestros días. Sin embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo
que en la familia —que es la más pequeña y primordial comunidad humana—
representa la aportación personal del hombre y de la mujer. En efecto, la
familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir
y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí,
salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge
la referencia ejemplar al «Nosotros» divino. Sólo las personas son capaces de
existir «en comunión». La familia arranca de la comunión conyugal que el
concilio Vaticano II califica como «alianza», por la cual el hombre y la
mujer «se entregan y aceptan mutuamente»11.
El libro del Génesis nos presenta
esta verdad cuando, refiriéndose a la constitución de la familia mediante el
matrimonio, afirma que «dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a
su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2, 24). En el evangelio,
Cristo, polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade: «De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no
lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Él revela de nuevo el contenido
normativo de una realidad que existe desde «el principio» (Mt 19, 8) y
que conserva siempre en sí misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma
«ahora», en el umbral de la nueva alianza, lo hace para que sea claro e
inequívoco el carácter indisoluble del matrimonio, como fundamento del bien
común de la familia.
Cuando, junto con el Apóstol,
doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad y
maternidad (cf. Ef 3, 14-15), somos conscientes de que ser padres es el
evento mediante el cual la familia, ya constituida por la alianza del
matrimonio, se realiza «en sentido pleno y específico»12. La maternidad
implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente, la paternidad
implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida
por el Creador al ser humano desde «el principio».
Me he referido a dos conceptos afines
entre sí, pero no idénticos: «comunión» y «comunidad». La «comunión» se
refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú». La «comunidad», en
cambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un «nosotros». La
familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera «sociedad»
humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los
esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de
manera específica al engendrar los hijos: la «comunión» de los cónyuges da
origen a la «comunidad» familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente
por lo que constituye la esencia propia de la «comunión». ¿Puede existir, a
nivel humano, una «comunión» comparable a la que se establece entre
la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y después lo da a luz?
En la familia así constituida se
manifiesta una nueva unidad, en la cual se realiza plenamente la relación «de
comunión» de los padres. La experiencia enseña que esta realización representa
también un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la
realización de su alianza originaria. Los hijos engendrados por ellos deberían
consolidar —éste es el reto— esta alianza, enriqueciendo y profundizando la
comunión conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que
preguntarse si el egoísmo, que debido a la inclinación humana hacia el mal se
esconde también en el amor del hombre y de la mujer, no es más fuerte que este
amor. Es necesario que los esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el
principio, orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre «de
quien toma nombre toda paternidad», para que su paternidad y maternidad
encuentren en aquella fuente la fuerza para renovarse continuamente en el amor.
Paternidad y maternidad son en sí
mismas una particular confirmación del amor, cuya extensión y profundidad
originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede automáticamente. Es más
bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la mujer. En su vida la
paternidad y la maternidad constituyen una «novedad» y una riqueza sublime, a
la que no pueden acercarse si no es «de rodillas».
La experiencia enseña que el amor
humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad y la maternidad, se ve
afectado a veces por una crisis profunda y por tanto se encuentra
amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los
servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y familiares, mediante
los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de psicólogos y
psicoterapeutas específicamente preparados. Sin embargo, no se puede olvidar
que son siempre válidas las palabras del Apóstol: «Doblo mis rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,
14-15). El matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas en
el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el
amor, aquel amor que es «derramado» en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La oración del Año de la Familia,
¿no debería concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amor
conyugal a la generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad?
¿No es precisamente entonces cuando
resulta indispensable la «efusión de la gracia del Espíritu Santo», implorada
en la celebración litúrgica del sacramento del matrimonio?
El Apóstol, doblando sus rodillas
ante el Padre, lo invoca para que «conceda... ser fortalecidos por la acción
de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3, 16). Esta «fuerza del
hombre interior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus
momentos críticos, es decir, cuando el amor —manifestado en el rito litúrgico
del consentimiento matrimonial con las palabras: «Prometo serte fiel... todos
los días de mi vida»— está llamado a superar una difícil prueba.
Unidad de los dos
8. Solamente las «personas» son
capaces de pronunciar estas palabras; sólo ellas pueden vivir «en comunión»,
basándose en su recíproca elección, que es o debería ser plenamente consciente
y libre. El libro del Génesis, al decir que el hombre abandonará al padre y a
la madre para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la elección
consciente y libre, que es el origen del matrimonio, convirtiendo en marido
a un hijo y en mujer a una hija. ¿Cómo puede entenderse adecuadamente esta
elección recíproca si no se considera la plena verdad de la persona, o sea, su
ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de la semejanza con Dios
usando términos muy significativos. Se refiere no solamente a la imagen y
semejanza divina que todo ser humano posee ya de por sí, sino también y sobre
todo a una «cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión
de los hijos de Dios en la verdad y el amor»13.
Esta formulación, particularmente
rica de contenido, confirma ante todo lo que determina la identidad íntima de
cada hombre y de cada mujer. Esta identidad consiste en la capacidad de
vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de
verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona. Tal
necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a las criaturas.
Lo abre a las demás personas, a la vida «en comunión», particularmente al
matrimonio y a la familia. En las palabras del Concilio, la «comunión» de las
personas deriva, en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y, por
tanto, la «comunión conyugal» se refiere también a este misterio. La familia,
que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del
misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la
mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas.
El hombre y la mujer en el matrimonio
se unen entre sí tan estrechamente que vienen a ser —según el libro del
Génesis— «una sola carne» (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque
somáticamente diferentes por constitución física como varón y mujer, participan
de modo similar de la capacidad de vivir «en la verdad y el amor». Esta
capacidad, característica del ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una
dimensión espiritual y corpórea. Es también a través del cuerpo como el hombre
y la mujer están predispuestos a formar una «comunión de personas» en el
matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo que
llegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), su unión debe
realizarse «en la verdad y el amor», poniendo así de relieve la madurez
propia de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios.
La familia que nace de esta unión
basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, que Cristo elevó a
sacramento. La familia recibe su propia naturaleza comunitaria —más aún, sus
características de «comunión»— de aquella comunión fundamental de los esposos
que se prolonga en los hijos. «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios
responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos...?», les pregunta el
celebrante durante el rito del matrimonio14. La respuesta de los novios
corresponde a la íntima verdad del amor que los une.
Sin embargo, su unidad, en vez de
encerrarlos en sí mismos, los abre a una nueva vida, a una nueva persona. Como
padres, serán capaces de dar la vida a un ser semejante a ellos, no solamente
«hueso de sus huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2, 23), sino imagen y
semejanza de Dios, esto es, persona.
Al preguntar: «¿Estáis dispuestos?»,
la Iglesia recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de
Dios. Están llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando
la vida. Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa
contribuir a la trasmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es
portador todo «nacido de mujer».
Genealogía de la persona
9. Mediante la comunión de personas,
que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia.
Con ella se relaciona la genealogía de cada hombre: la genealogía de la
persona. La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biología
y, al mismo tiempo, la superan. El Apóstol, «doblando las rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra»,
pone ante nuestra consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres
vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corpóreos de la tierra.
Cada generación halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin
embargo, en el caso del hombre, esta dimensión «cósmica» de semejanza con Dios
no basta para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad.
Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo
al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de
la generación está inscrita la genealogía de la persona.
Al afirmar que los esposos, en cuanto
padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un
nuevo ser humano15, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos
subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está
presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación
«sobre la tierra». En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella «imagen
y semejanza», propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación
es, por consiguiente, la continuación de la creación16.
Así, pues, tanto en la concepción
como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un «gran
misterio» (Ef 5, 32). También el nuevo ser humano, igual que sus
padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida «en la
verdad y en el amor». Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino
también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía de la persona, que
Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobre
el vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia
humana.
Como afirma el Concilio, el hombre
«es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»17. El
origen del hombre no se debe sólo a las leyes de la biología, sino directamente
a la voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogía de los
hijos e hijas de las familias humanas. Dios «ha amado» al hombre desde el
principio y lo sigue «amando» en cada concepción y nacimiento humano. Dios
«ama» al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este hombre, todo
hombre, es creado por Dios «por sí mismo». Esto es válido para todos,
incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. En la constitución
personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que ama al hombre, el
cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí mismo. Dios entrega al hombre a sí
mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la sociedad, como cometido
propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deberían tener plena
conciencia de que Dios «ama» a este hombre «por sí mismo».
Esta expresión sintética es muy
profunda. Desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el
nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse
plenamente» como persona18. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los
enfermos crónicos y los minusválidos. «Ser hombre» es su vocación fundamental;
«ser hombre» según el don recibido; según el «talento» que es la propia
humanidad y, después, según los demás «talentos». En este sentido Dios ama a
cada hombre «por sí mismo». Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de
la persona humana va más allá de los límites del tiempo. Es una respuesta a la
voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios quiere que el
hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
El destino último del hombre, ?no
está en contraste con la afirmación de que Dios ama al hombre «por sí mismo»?
Si es creado para la vida divina, ?existe verdaderamente el hombre «para sí
mismo»? Ésta es una pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio como
para el final de la existencia terrena: es importante para todo el curso de la
vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la vida divina, Dios lo
apartara definitivamente de su existir «por sí mismo»19. ¿Qué relación hay
entre la vida de la persona y su participación en la vida trinitaria? Responde
san Agustín: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»20. Este
«corazón inquieto» indica que no hay contradicción entre una y otra finalidad,
sino más bien una relación, una coordinación y unidad profunda. Por su misma
genealogía, la persona, creada a imagen y semejanza de Dios, participando
precisamente en su Vida, existe «por sí misma» y se realiza. El contenido
de esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf.
Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en
ella (cf. Mc 10, 45).
Los esposos desean los hijos para sí,
y en ellos ven la coronación de su amor recíproco. Los desean para la familia,
como don más excelente21. En el amor conyugal, así como en el amor
paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el hombre, expresada de manera
sintética y precisa por el Concilio al afirmar que Dios «ama al hombre por sí
mismo». Con el amor de Dios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido,
éstos deben amar a la nueva criatura humana como la ama el Creador. El
querer humano está siempre e inevitablemente sometido a la ley del tiempo y de
la caducidad. En cambio, el amor divino es eterno. «Antes de haberte formado yo
en el seno materno, te conocía —escribe el profeta Jeremías—, y antes
que nacieses, te tenía consagrado» (1, 5). La genealogía de la persona está,
pues, unida ante todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con la
paternidad y maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento
mismo de la concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios.
El bien común del matrimonio y de la
familia
10. El consentimiento matrimonial
define y hace estable el bien que es común al matrimonio y a la familia. «Te
quiero a ti, ... como esposa —como esposo— y me entrego a ti, y prometo serte
fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los
días de mi vida»22. El matrimonio es una singular comunión de personas. En
virtud de esta comunión, la familia está llamada a ser comunidad de personas.
Es un compromiso que los novios asumen «ante Dios y su Iglesia», como les
recuerda el celebrante en el momento de expresarse mutuamente el
consentimiento23. De este compromiso son testigos quienes participan en el
rito; en ellos están representadas, en cierto modo, la Iglesia y la sociedad,
ámbitos vitales de la nueva familia.
Las palabras del consentimiento
matrimonial definen lo que constituye el bien común de la pareja y de la
familia. Ante todo, el bien común de los esposos, que es el amor, la
fidelidad, la honra, la duración de su unión hasta la muerte: «todos los días
de mi vida». El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá ser también el
bien de los hijos. El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las
personas, asegura el verdadero bien de cada una. Si la Iglesia, como por otra
parte el Estado, recibe el consentimiento de los esposos, expresado con las
palabras anteriormente citadas, lo hace porque está «escrito en sus corazones»
(cf. Rm 2, 15). Los esposos se dan mutuamente el consentimiento
matrimonial, prometiendo, es decir, confirmando ante Dios, la verdad de su
consentimiento. En cuanto bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros
del sacramento del matrimonio. San Pablo enseña que este recíproco compromiso
es un «gran misterio» (Ef 5, 32).
Las palabras del consentimiento
expresan, pues, lo que constituye el bien común de los esposos e indican lo
que debe ser el bien común de la futura familia. Para ponerlo de manifiesto
la Iglesia les pregunta si están dispuestos a recibir y educar cristianamente a
los hijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere al bien común del futuro
núcleo familiar, teniendo presente la genealogía de las personas, que está
inscrita en la constitución misma del matrimonio y de la familia. La pregunta
sobre los hijos y su educación está vinculada estrictamente con el
consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respeto conyugal, de
fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación de los hijos —dos de los
objetivos principales de la familia— están condicionadas por el cumplimiento de
ese compromiso. La paternidad y la maternidad representan un cometido de
naturaleza no simplemente física, sino también espiritual; en efecto, por
ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y
que debe conducir a él.
El Año de la familia, año de especial
oración de las familias, debería concientizar a cada familia sobre esto de un
modo nuevo y profundo. ¡Qué riqueza de aspectos bíblicos podría constituir el
substrato de esa oración! Es necesario que a las palabras de la sagrada
Escritura se añada siempre el recuerdo personal de los esposos-padres, y
el de los hijos y nietos. Mediante la genealogía de las personas, la comunión
conyugal se hace comunión de generaciones. La unión sacramental de los
dos, sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se consolida con la
sucesión de las generaciones. Esta unión debe convertirse en unidad de oración.
Pero para que esto pueda transparentarse de manera significativa en el Año de
la familia, es necesario que la oración se convierta en una costumbre radicada
en la vida cotidiana de cada familia. La oración es acción de gracias, alabanza
a Dios, petición de perdón, súplica e invocación. En cada una de estas formas, la
oración de la familia tiene mucho que decir a Dios. También tiene mucho que
decir a los hombres, empezando por la recíproca comunión de personas unidas por
lazos familiares.
«¿Qué es el hombre para que te
acuerdes de él?» (Sal 8, 5), se pregunta el salmista. La oración es la
situación en la cual, de la manera más sencilla, se manifiesta el recuerdo
creador y paternal de Dios: no sólo y no tanto el recuerdo de Dios por parte
del hombre, sino más bien el recuerdo del hombre por parte de Dios. Por
esto, la oración de la comunidad familiar puede convertirse en ocasión de
recuerdo común y recíproco; en efecto, la familia es comunidad de generaciones.
En la oración todos deben estar presentes: los que viven y quienes ya han
muerto, como también los que aún tienen que venir al mundo. Es preciso que en
la familia se ore por cada uno, según la medida del bien que para él constituye
la familia y del bien que él constituye para la familia. La oración confirma
más sólidamente ese bien, precisamente como bien común familiar. Más aún, la
oración es el inicio también de este bien, de modo siempre renovado. En la
oración, la familia se encuentra como el primer «nosotros» en el que cada uno
es «yo» y «tú»; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o
madre, hijo o hija, hermano o hermana, abuelo o nieto.
¿Son así las familias a las que me
dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son así, pero en la época actual se
ve la tendencia a restringir el núcleo familiar al ámbito de dos generaciones.
Esto sucede a menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en las
grandes ciudades. Pero muchas veces esto se debe también a la convicción de que
varias generaciones juntas son un obstáculo para la intimidad y hacen demasiado
difícil la vida. Pero, ¿no es precisamente éste el punto más débil? Hay poca
vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días. Faltan las
personas con las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien,
por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: «el bien tiende a
difundirse» («bonum est diffusivum sui»)24. El bien, cuanto más común
es, tanto más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es la lógica
intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el hombre
sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser verdaderamente
una «entrega sincera».
La entrega sincera de sí mismo
11. El Concilio, al afirmar que el
hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, dice a
continuación que él « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la
entrega sincera de sí mismo ».25 Esto podría parecer una contradicción,
pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la
existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El
amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo.
Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo
regalar libre y recíprocamente.
La entrega de la persona exige, por
su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del
matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la
persona a la persona. En este entregarse recíproco se manifiesta el carácter
esponsal del amor. En el consentimiento matrimonial los novios se llaman
con el propio nombre: « Yo, ... te quiero a ti, ... como esposa (como
esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel... todos los días de mi vida ».
Semejante entrega obliga mucho más intensa y profundamente que todo lo que
puede ser « comprado » a cualquier precio. Doblando las rodillas ante el Padre,
del cual proviene toda paternidad y maternidad, los futuros padres se hacen
conscientes de haber sido « redimidos ». En efecto, han sido comprados a un
precio elevado, al precio de la entrega más sincera posible, la
sangre de Cristo, en la que participan por medio del sacramento.
Coronamiento litúrgico del rito matrimonial es la Eucaristía —sacrificio del «
cuerpo entregado » y de la « sangre derramada »—, que en el consentimiento de
los esposos encuentra, de alguna manera, su expresión.
Cuando el hombre y la mujer, en el
matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de « una sola
carne », la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el
matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre
esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la
vida al hijo, un nuevo « tú » humano se inserta en la órbita del « nosotros »
de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo: «
nuestro hijo...; nuestra hija... ». « He adquirido un varón con el favor del
Señor » (Gén 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser
humano, esperado durante nueve meses y « manifestado » después a los padres,
hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo en el seno
materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado
para que la nueva criatura pueda manifestarse como « don ». Así es,
efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera
diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y
encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por
el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a
la criatura.
En el recién nacido se realiza el
bien común de la familia. Como el bien común de los esposos encuentra su
cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva vida, así
el bien común de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal
concretado en el recién nacido. En la genealogía de la persona está inscrita la
genealogía de la familia, lo cual quedará para memoria mediante las anotaciones
en el registro de Bautismos, aunque éstas no son más que la consecuencia social
del hecho « de que ha nacido un hombre en el mundo » (Jn 16, 21).
Ahora bien, ¿es también verdad que el
nuevo ser humano es un don para los padres? ?Un don para la sociedad?
Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser humano parece a
veces un simple dato estadístico, registrado como tantos otros en los balances
demográficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa para los padres
ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros condicionamientos
prácticos. Estos motivos pueden llevarlos a la tentación de no desear otro
hijo.26 En algunos ambientes sociales y culturales la tentación resulta más
fuerte. El hijo, ¿no es, pues, un don? ¿Viene sólo para recibir y no para dar?
He aquí algunas cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual no se
libra fácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en
el mundo cada vez haya menos. Pero, ¿es realmente verdad que el hijo no
aporta nada a la familia y a la sociedad? ¿No es quizás una « partícula » de
aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se disgregan y corren el
riesgo de desaparecer? ¿Cómo negarlo? El niño hace de sí mismo un don a los
hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don
para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la
presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su
bien común y al de la comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su
simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, y también la eventual
patología, de la estructura psicológica de ciertas personas. El bien común
de toda la sociedad está en el hombre que, como se ha recordado, es « el
camino de la Iglesia ».27 Ante todo, él es la « gloria de Dios »: « Gloria
Dei, vivens homo », según la conocida expresión de san Ireneo,28 que podría
traducirse así: « La gloria de Dios es que el hombre viva ». Estamos aquí,
puede decirse, ante la definición más profunda del hombre: la gloria de Dios
es el bien común de todo lo que existe; el bien común del género humano.
¡Sí, el hombre es un bien común!: bien
común de la familia y de la humanidad, de cada grupo y de las múltiples
estructuras sociales. Pero hay que hacer una significativa distinción de grado
y de modalidad: el hombre es bien común, por ejemplo, de la Nación a la que
pertenece o del Estado del cual es ciudadano; pero lo es de una manera mucho
más concreta, única e irrepetible para su familia; lo es no sólo como individuo
que forma parte de la multitud humana, sino como « este hombre ». Dios
Creador lo llama a la existencia « por sí mismo »; y con su venida al mundo el
hombre comienza, en la familia, su « gran aventura », la aventura de la vida. «
Este hombre », en cualquier caso, tiene derecho a la propia afirmación
debido a su dignidad humana. Esta es precisamente la que establece el lugar
de la persona entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la
familia es —más que cualquier otra realidad social— el ambiente en que el
hombre puede vivir « por sí mismo » a través de la entrega sincera de sí. Por
esto, la familia es una institución social que no se puede ni se debe
sustituir: es « el santuario de la vida ».29
El hecho de que está naciendo un
hombre —« ha nacido un hombre en el mundo » (Jn 16, 21)—, constituye un signo
pascual. Jesús mismo, como refiere el evangelista Juan, habla de ello a los
discípulos antes de su pasión y muerte, parangonando la tristeza por su marcha
con el sufrimiento de una mujer parturienta: « La mujer, cuando va a dar a luz,
está triste 1, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño,
ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el
mundo » (Jn 16, 21). La « hora » de la muerte de Cristo (cf. Jn 13,
1) se parangona aquí con la « hora » de la mujer en los dolores de parto; el
nacimiento de un nuevo hombre se corresponde plenamente con la victoria de la
vida sobre la muerte realizada por la resurrección del Señor. Esta comparación
se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de Cristo es la
manifestación de la Vida más allá del umbral de la muerte, así también
el nacimiento de un niño es manifestación de la vida, destinada siempre, por
medio de Cristo, a la « plenitud de la vida » que está en Dios mismo:
« Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10,
10). Aquí se manifiesta en su valor más profundo el verdadero significado de la
expresión de san Ireneo: « Gloria Dei, vivens homo ».
Esta es la verdad evangélica de la
entrega de sí mismo, sin la cual el hombre no puede « encontrarse plenamente »,
que permite valorar cuán profundamente esta « entrega sincera » esté
fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la « gracia del
Espíritu Santo », cuya « efusión » sobre los esposos invoca el celebrante en el
rito del matrimonio. Sin esta « efusión » sería verdaderamente difícil
comprender todo esto y cumplirlo como vocación del hombre. Y sin embargo,
¡tanta gente lo intuye! Tantos hombres y mujeres hacen propia esta verdad llegando
a entrever que sólo en ella encuentran « la Verdad y la Vida » (Jn 14,
6). Sin esta verdad, la vida de los esposos no llega a alcanzar un sentido
plenamente humano.
He aquí por qué la Iglesia nunca se
cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad. Aun manifestando comprensión
materna por las no pocas y complejas situaciones de crisis en que se hallan las
familias, así como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia está
convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor
humano; de otro modo, se traicionaría a sí misma. En efecto, abandonar esta
verdad salvífica sería como cerrar « los ojos del corazón » (cf. Ef 1,
18), que, en cambio, deben permanecer siempre abiertos a la luz con que el
Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). La
conciencia de la entrega sincera de sí, mediante la cual el hombre « se
encuentra plenamente a sí mismo », ha de ser renovada sólidamente y garantizada
constantemente, ante muchas formas de oposición que la Iglesia encuentra por
parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso.30 La familia
expresa siempre un nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto
suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel
singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de
cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente « difícil » (« bonum
arduum »), pero atractivo.
Paternidad y maternidad responsables
12. Ha llegado el momento de aludir,
en el entramado de la presente Carta a las Familias, a dos cuestiones
relacionadas entre sí. Una, la más genérica, se refiere a la civilización
del amor; la otra, más específica, se refiere a la paternidad y
maternidad responsables.
Hemos dicho ya que el matrimonio
entraña una singular responsabilidad para el bien común: primero el de los
esposos, después el de la familia. Este bien común está representado por el
hombre, por el valor de la persona y por todo lo que representa la medida de
su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión en cada sistema social,
económico y político. Sin embargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia
esa responsabilidad se hace, por muchas razones, más « exigente » aún. No sin
motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes habla de « promover
la dignidad del matrimonio y de la familia ». El Concilio ve en esta «
promoción » una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda
cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio,
forman una determinada familia. La « paternidad y maternidad responsables »
expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en el mundo actual
presenta nuevas características.
En particular, la paternidad y maternidad
se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose « en
una sola carne », pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy
significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la
vida. Ambos pueden convertirse en procreadores —padre y madre— comunicando la
vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la
unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin
alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal.31
Esta es la enseñanza constante de la
Iglesia, y los « signos de los tiempos », de los que hoy somos testigos,
ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tan
atento a las necesidades pastorales de su tiempo, exigía con claridad y firmeza
« insistir a tiempo y a destiempo » (cf. 2 Tim 4, 2), sin temor alguno
por el hecho de que « no se soportara la sana doctrina » (cf. 2 Tim 4,
3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las
vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone « la
sana doctrina », sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los
actuales « signos de los tiempos » las razones para su ulterior y providencial
profundización.
Muchas de estas razones se encuentran
ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de la antropología, se han
desarrollado en varias especializaciones, como la biología, psicología,
sociología y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en
torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica),
al servicio de la vida y de la salud de la persona. Pero las razones insinuadas
aquí emergen sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y que, en
cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma.
Los esposos aprenden por propia
experiencia lo que significan la paternidad y maternidad responsables; lo aprenden también
gracias a la experiencia de otras parejas que viven en condiciones análogas y
se han hecho así más abiertas a los datos de las ciencias. Podría decirse que
los « estudiosos » aprenden casi de los « esposos », para poder luego, a su
vez, instruirlos de manera más competente sobre el significado de la
procreación responsable y sobre los modos de practicarla.
Este tema ha sido tratado ampliamente
en los Documentos conciliares, en la Encíclica Humanae vitae, en las «
Proposiciones » del Sínodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica
Familiaris consortio, y en intervenciones análogas, hasta la Instrucción
Donum vitae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La Iglesia
enseña la verdad moral sobre la paternidad y maternidad responsables, defendiéndola
de las visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por qué hace
esto la Iglesia? ?Acaso porque no se da cuenta de las problemáticas evocadas
por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de convencerla también
con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha
frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las
instancias del espíritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acción
nociva para la humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse
obstinadamente en sus propias posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por
perder popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.
Pero, ¿cómo se puede sostener que la
Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible
a problemas tan graves y actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos
cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Encíclica Humanae
vitae. El fundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia sobre la
paternidad y maternidad responsables es mucho más amplio y sólido. El
Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas sobre el hombre cuando
afirma que él « es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma » y que « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino es en la
entrega sincera de sí mismo ».32 Y esto porque ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios, y redimido por el Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por
nosotros y por nuestra salvación.
El Concilio Vaticano II,
particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la
unión conyugal —significada en la expresión bíblica « una sola carne »—
sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores
de la « persona » y de la « entrega ». Cada hombre y cada mujer se realizan
en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el
momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de
ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la « verdad » de su
masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del
matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los
esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que
hace de los dos « una sola carne » (Gén 2, 24).
Ellos viven entonces un momento de
especial responsabilidad, incluso por la potencialidad procreativa vinculada
con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre
y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después se
desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da
cuenta de que es madre, el hombre con el cual se ha unido en « una sola carne »
toma a su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido
en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva,
paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una
decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: « no
sé », « no quería », « lo has querido tú ». La unión conyugal conlleva en
cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad
potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto
vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artífice del inicio del
proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho
se desarrolla en la mujer. ¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es
necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante
los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.
Esta es una conclusión compartida por
las ciencias humanas mismas. Sin embargo, conviene profundizarla, analizando el
significado del acto conyugal a la luz de los mencionados valores de la «
persona » y de la « entrega ». Esto lo hace la Iglesia con su constante
enseñanza, particularmente con la del Concilio Vaticano II.
En el momento del acto conyugal, el
hombre y la mujer están llamados a ratificar de manera responsable la
recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial.
Ahora bien, la lógica de la entrega total del uno al otro implica la
potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a
realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la entrega
recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de
los hijos, sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero
siempre debe garantizarse la íntima verdad de tal entrega. « Íntima » no
es sinónimo de « subjetiva ». Significa más bien que es esencialmente coherente
con la verdad objetiva de aquéllos que se entregan. La persona jamás ha de ser
considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de «
placer ». La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces
la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona.
Al concluir nuestras reflexiones
sobre este tema tan importante y delicado, deseo alentaros particularmente a
vosotros, queridos esposos, y a todos aquéllos que os ayudan a comprender y a
poner en práctica la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la
maternidad y paternidad responsables. Pienso concretamente en los Pastores, en
tantos estudiosos, teólogos, filósofos, escritores y periodistas, que no se
plegan al conformismo cultural dominante, dispuestos valientemente a ir contra
corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más numeroso de
expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles laicos—, para quienes
promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un cometido importante
de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi gratitud. ¿Qué podrían
hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor de
Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis primeros años de
sacerdocio, cuando sentado en el confesionario empecé a compartir las
preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantos esposos. He encontrado
casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy
responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todos
estos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración.
Dos civilizaciones
13. Amadísimas familias, la cuestión
de la paternidad y de la maternidad responsables se inscribe en toda la
temática de la «civilización del amor», de la que deseo hablaros ahora. De lo
expuesto hasta aquí se deduce claramente que la familia constituye la base
de lo que Pablo VI calificó como «civilización del amor»33, expresión
asumida después por la enseñanza de la Iglesia y considerada ya normal. Hoy es
difícil pensar en una intervención de la Iglesia, o bien sobre la Iglesia, que
no se refiera a la civilización del amor. La expresión se relaciona con la
tradición de la «iglesia doméstica» en los orígenes del cristianismo, pero
tiene una preciosa referencia incluso para la época actual. Etimológicamente,
el término «civilización» deriva efectivamente de «civis», «ciudadano»,
y subraya la dimensión política de la existencia de cada individuo. Sin
embargo, el significado más profundo de la expresión «civilización» no es
solamente político sino más bien «humanístico». La civilización pertenece a la
historia del hombre, porque corresponde a sus exigencias espirituales y
morales: éste, creado a imagen y semejanza de Dios, ha recibido el mundo de
manos del Creador con el compromiso de plasmarlo a su propia imagen y
semejanza. Precisamente del cumplimiento de este cometido deriva la
civilización, que, en definitiva, no es otra cosa que la «humanización del
mundo».
Civilización tiene, pues, en cierto
modo, el mismo significado que «cultura». Por esto se podría decir también: «cultura
del amor», aunque es preferible mantener la expresión que se ha hecho ya
familiar. La civilización del amor, con el significado actual del término, se
inspira en las palabras de la constitución conciliar Gaudium et spes:
«Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación»34. Por esto se puede afirmar que la civilización
del amor se basa en la revelación de Dios, que «es amor», como dice Juan (1
Jn 4, 8. 16), y que está expresada de modo admirable por Pablo con el himno
a la caridad, en la primera carta a los Corintios (cf. 13, 1-13). Esta
civilización está íntimamente relacionada con el amor que «ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,
5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, de manera
tan sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los sarmientos: «Yo soy la
vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto,
lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Jn 15,
1-2).
A la luz de estos y de otros textos
del Nuevo Testamento es posible comprender lo que se entiende por «civilización
del amor», y por qué la familia está unida orgánicamente a esta
civilización. Si el primer «camino de la Iglesia» es la familia, conviene
añadir que lo es también la civilización del amor, pues la Iglesia camina por
el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las otras
instituciones sociales, nacionales e internacionales, precisamente en función
de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende por muchos
motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de
su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de
la civilización del amor.
Sin embargo, no hay verdadero amor
sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que el hombre es la única
criatura en la tierra que Dios ha llamado «por sí misma» a la existencia. El
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo puede «encontrar su plenitud»
mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la
persona y de la «comunión de personas» en la familia, no puede haber
civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto
de persona y de comunión de personas. La familia constituye la «célula»
fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —«vid» de la que
reciben savia los «sarmientos»— para que esta célula no esté expuesta a la
amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de
dentro como de fuera. En efecto, si por un lado existe la «civilización del
amor», por otro está la posibilidad de una «anticivilización» destructora,
como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.
¿Quién puede negar que la nuestra es
una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda «crisis
de la verdad»? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de
conceptos. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso
«persona», «derechos de la persona», ¿significan realmente lo que por su
naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan significativa e importante
para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidente la encíclica sobre el
«esplendor de la verdad» (Veritatis splendor). Solamente si la verdad
sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la
familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la
civilización del amor y será entonces posible hablar con eficacia —como hace el
Concilio— de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia»35.
¿Por qué es tan importante el
«esplendor de la verdad»? Ante todo, lo es por contraste: el desarrollo de la
civilización contemporánea está vinculado a un progreso científico-tecnológico
que se verifica de manera muchas veces unilateral, presentando como
consecuencia características puramente positivistas. Como se sabe, el
positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el
utilitarismo a nivel práctico y ético. En nuestros tiempos la historia, en
cierto sentido, se repite. El utilitarismo es una civilización basada en
producir y disfrutar; una civilización de las «cosas» y no de las «personas»;
una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el
contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto
para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una
institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de
ello, basta examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos
en las escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o
bien las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás
del llamado «derecho de elección» («pro choice») por parte de ambos
esposos, y particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos ejemplos
de los muchos que podrían recordarse.
Es evidente que en semejante
situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque
está acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a la
civilización del amor es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es
una amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni sentirse seguro
como esposo, como padre, como hijo. El llamado «sexo seguro», propagado por la
«civilización técnica», es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias
globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente
peligroso. En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está
en peligro la familia. ¿Cuál es el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre
la familia, a la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y,
por consiguiente, la pérdida del amor mismo. «Conoceréis la verdad —dice
Jesús— y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). La verdad, sólo la
verdad, os preparará para un amor del que se puede decir que es «hermoso».
La familia contemporánea, como la de
siempre, va buscando el «amor hermoso». Un amor no «hermoso», o sea,
reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a
un recíproco «uso» del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de
sus debilidades. ¿No favorecen esta esclavitud ciertos «programas
culturales» modernos? Son programas que «juegan» con las debilidades del
hombre, haciéndolo así más débil e indefenso.
La civilización del amor evoca la
alegría: alegría, entre otras cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn 16,
21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres. Civilización
del amor significa «alegrarse con la verdad» (cf. 1 Co 13, 6); pero una
civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni
puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante para
la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de
los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las
generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los
peligros que debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a
tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la civilización del
amor e incluso pueden ser su negación, una especie de antitestimonio. Una
familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de
«anticivilización», destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se
expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.
El amor es exigente
14. El amor, al que el apóstol Pablo
dedicó un himno en la primera carta a los Corintios —amor «paciente»,
«servicial», y que «todo lo soporta» (1 Co 13, 4. 7)—, es
ciertamente exigente. Su belleza está precisamente en el hecho de ser
exigente, porque de este modo constituye el verdadero bien del hombre y lo
irradia también a los demás. En efecto, el bien —dice santo Tomás— es por su
naturaleza «difusivo»36. El amor es verdadero cuando crea el bien de las
personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás. Sólo
quien, en nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede exigir amor
de los demás; porque el amor es exigente. Lo es en cada situación humana; lo es
aún más para quien se abre al Evangelio. ?No es esto lo que Jesús proclama en
«su» mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor
exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia;
un fundamento que es capaz de «soportar todo». Según el Apóstol, el amor no es
capaz de «soportar todo» si es «envidioso», si «es jactancioso», si «se
engríe», si no «es decoroso» (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor,
enseña san Pablo, es distinto: «Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta»
(1 Co 13, 7). Precisamente este amor «soportará todo». Actúa en él la
poderosa fuerza de Dios mismo, que «es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en
él la poderosa fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo.
Al meditar el capítulo 13 de la
primera carta de Pablo a los Corintios, nos situamos en el camino que nos ayuda
a comprender, de modo más inmediato e incisivo, la plena verdad sobre la
civilización del amor. Ningún otro texto bíblico expresa esa verdad de una
manera más simple y profunda que el himno a la caridad.
Los peligros que incumben sobre el
amor constituyen también una amenaza a la civilización del amor, porque
favorecen lo que es capaz de contrastarlo eficazmente. Piénsese ante todo en el
egoísmo, no sólo a nivel individual, sino también de la pareja o, en un
ámbito aún más vasto, en el egoísmo social, por ejemplo, de clase o de nación
(nacionalismo). El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone directa y
radicalmente a la civilización del amor. ¿Acaso se quiere decir que ha de definirse
el amor simplemente como «antiegoísmo»? Sería una definición demasiado pobre y,
en definitiva, sólo negativa, aunque es verdad que para realizar el amor y la
civilización del amor deben superarse varias formas de egoísmo. Es más justo
hablar de «altruismo», que es la antítesis del egoísmo. Pero aún más rico y
completo es el concepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la caridad
de la primera carta a los Corintios es como la carta magna de la
civilización del amor. En él no se trata tanto de manifestaciones individuales
(sea del egoísmo, sea del altruismo), cuanto de la aceptación radical del
concepto de hombre como persona que «se encuentra plenamente» mediante la
entrega sincera de sí mismo. Una entrega es, obviamente, «para los demás»: ésta
es la dimensión más importante de la civilización del amor.
Entramos así en el núcleo mismo de la
verdad evangélica sobre la libertad. La persona se realiza mediante el
ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendida como
facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno
mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de
entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también
la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la «comunión de las
personas». Nos situamos así en el corazón mismo de cada familia.
Nos encontramos también sobre las
huellas de la antítesis entre individualismo y personalismo. El amor, la
civilización del amor, se relaciona con el personalismo. ¿Por qué precisamente
con el personalismo? ?Por qué el individualismo amenaza la civilización del
amor? La clave de la respuesta está en la expresión conciliar: «una entrega
sincera». El individualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto
hace lo que quiere, «estableciendo» él mismo «la verdad» de lo que le gusta o
le resulta útil. No admite que otro «quiera» o exija algo de él en nombre de
una verdad objetiva. No quiere «dar» a otro basándose en la verdad; no quiere
convertirse en una «entrega sincera». El individualismo es, por tanto,
egocéntrico y egoísta. La antítesis con el personalismo nace no solamente en el
terreno de la teoría, sino aún más en el del «ethos». El «ethos» del
personalismo es altruista: mueve a la persona a entregarse a los demás y a
encontrar gozo en ello. Es el gozo del que habla Cristo (cf. Jn 15, 11;
16, 20. 22).
Conviene, pues, que la sociedad
humana, y en ella las familias, que a menudo viven en un contexto de lucha
entre la civilización del amor y sus antítesis, busquen su fundamento estable
en una justa visión del hombre y de lo que determina la plena «realización» de
su humanidad. Ciertamente contrario a la civilización del amor es el
llamado «amor libre», tanto o más peligroso porque es presentado
frecuentemente como fruto de un sentimiento «verdadero», mientras de hecho
destruye el amor. ¡Cuántas familias se han disgregado precisamente por el «amor
libre»! En cualquier caso, seguir el «verdadero» impulso afectivo, en nombre de
un amor «libre» de condicionamientos, en realidad significa hacer al hombre
esclavo de aquellos instintos humanos, que santo Tomás llama «pasiones del
alma»37. El «amor libre» explota las debilidades humanas dándoles un cierto
«marco» de nobleza con la ayuda de la seducción y con el apoyo de la opinión
pública. Se trata así de «tranquilizar» las conciencias, creando una «coartada
moral». Sin embargo, no se toman en consideración todas sus consecuencias,
especialmente cuando, además del cónyuge, sufren los hijos, privados del padre
o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos.
Como es sabido, en la base del
utilitarismo ético está la búsqueda constante del «máximo» de felicidad: una «felicidad
utilitarista», entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata del individuo,
por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero bien.
El proyecto del utilitarismo, basado
en una libertad orientada con sentido individualista, o sea, una libertad
sin responsabilidad, constituye la antítesis del amor, incluso como
expresión de la civilización humana considerada en su conjunto. Cuando este
concepto de libertad encuentra eco en la sociedad, aliándose fácilmente con las
más diversas formas de debilidad humana, se manifiesta muy pronto como una
sistemática y permanente amenaza para la familia. A este respecto, se podrían
citar muchas consecuencias nefastas, documentables a nivel estadístico, aunque
no pocas de ellas quedan escondidas en los corazones de los hombres y de las
mujeres, como heridas dolorosas y sangrantes.
El amor de los esposos y de
los padres tiene la capacidad de curar semejantes heridas, si las
mencionadas insidias no le privan de su fuerza de regeneración, tan benéfica y
saludable para la comunidad humana. Esta capacidad depende de la gracia divina del
perdón y de la reconciliación, que asegura la energía espiritual para empezar
siempre de nuevo. Precisamente por esto, los miembros de la familia necesitan
encontrar a Cristo en la Iglesia a través del admirable sacramento de la
penitencia y de la reconciliación.
En este contexto se puede ver cuán
importante es la oración con las familias y por las familias, en particular,
las que se ven amenazadas por la división. Es necesario rezar para que los
esposos amen su vocación, incluso cuando el camino resulta difícil o
encuentra tramos angostos y escarpados, aparentemente insuperables; hay que
rezar para que incluso entonces sean fieles a su alianza con Dios.
«La familia es el camino de la
Iglesia». En esta carta deseo profesar y anunciar a la vez este camino que,
a través de la vida conyugal y familiar, lleva al reino de los cielos (cf. Mt
7, 14). Es importante que la «comunión de las personas» en la familia sea
preparación para la «comunión de los santos». Por esto la Iglesia confiesa y
anuncia el amor que «todo lo soporta», viendo en él, con san Pablo, la virtud «mayor»
(cf. 1 Co 13, 7. 13). El Apóstol no pone límites a nadie. Amar es
vocación de todos, también de los esposos y de las familias. En efecto, en la
Iglesia todos están llamados igualmente a la perfección de la santidad (cf. Mt
5, 48)38.
Cuarto mandamiento: «Honra a tu padre
y a tu madre»
15. El cuarto mandamiento del
Decálogo se refiere a la familia, a su cohesión interna; y, podría decirse, a
su solidaridad.
En su formulación no se habla
explícitamente de la familia; pero, de hecho, se trata precisamente de ella.
Para expresar la comunión entre generaciones, el divino Legislador no
encontró palabra más apropiada que ésta: «Honra...» (Ex 20, 12).
Estamos ante otro modo de expresar lo que es la familia. Dicha formulación no
la exalta «artificialmente», sino que ilumina su subjetividad y los derechos
que derivan de ello. La familia es una comunidad de relaciones interpersonales
particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre
generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios
no encuentra garantía mejor que ésta: «Honra».
«Honra a tu padre y a tu madre, para
que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar»
(Ex 20, 12). Este mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales
que atañen a la relación del hombre y del pueblo de Israel con Dios: «Shemá,
Israel», «Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor» (Dt 6,
4). «No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 3). Éste es el
primer y mayor mandamiento del amor a Dios «por encima de todo»: él tiene que
ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,
5; cf. Mt 22, 37). Es significativo que el cuarto mandamiento se inserte
precisamente en este contexto. «Honra a tu padre y a tu madre», para que ellos
sean para ti, en cierto modo, los representantes de Dios, quienes te han dado
la vida y te han introducido en la existencia humana: en una estirpe, nación y
cultura. Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios es el
único bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente de
esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta
analogía con el culto debido a Dios.
El cuarto mandamiento está estrechamente
vinculado con elmandamiento del amor. Es profunda la relación entre
«honra» y «amor». La honra está relacionada esencialmente con la virtud de la
justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse
al amor a Dios y al prójimo. Y ¿quién es más prójimo que los propios
familiares, que los padres y que los hijos?
¿Es unilateral el sistema
interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga éste a honrar sólo a
los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también de
la «honra» que los padres deben a los hijos. «Honra» quiere decir:
reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona,
de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás
miembros de la familia. La honra es una actitud esencialmente desinteresada.
Podría decirse que es «una entrega sincera de la persona a la persona» y, en
este sentido, la honra coincide con el amor. Si el cuarto mandamiento exige
honrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la familia; pero,
precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres
—parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro
comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos!
¡No dejéis caer en un «vacío moral» la exigencia divina de honra para vosotros!
En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento
«honra a tu padre y a tu madre» dice indirectamente a los padres: Honrad a
vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto
es válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento,
expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su
cohesión interior.
El mandamiento prosigue: «para que
se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar»
(Ex 20, 12). Este «para que» podría dar la impresión de un cálculo
«utilitarista»: honrar con miras a la futura longevidad. Entre tanto, decimos
que esto no disminuye el significado esencial del imperativo «honra»,
vinculado por su naturaleza con una actitud desinteresada. Honrar nunca
significa: «prevé las ventajas». Sin embargo, no es fácil reconocer que de la
actitud de honra recíproca, existente entre los miembros de la comunidad
familiar, deriva también una ventaja de naturaleza diversa. La «honra» es
ciertamente útil, como «útil» es todo verdadero bien.
La familia realiza, ante todo, el
bien del «estar juntos», bien por excelencia del matrimonio (de ahí su
indisolubilidad) y de la comunidad familiar. Se lo podría definir, además, como
bien de los sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es también la
familia, al estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo
de comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la familia es
sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la nación, que el
Estado, más que la sociedad y que las organizaciones internacionales. Estas
sociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la
medida en que la reciben de las personas y de sus familias. ¿Son, éstas,
observaciones sólo «teóricas», formuladas con el fin de «exaltar» la familia
ante la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de expresar lo que
es la familia. Y esto se deduce también del cuarto mandamiento.
Es una verdad que merece ser
destacada y profundizada. En efecto, subraya la importancia de este mandamiento
incluso para el sistema moderno de los derechos del hombre. Los
ordenamientos institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio, Dios dice:
«honra». Todos los «derechos del hombre» son, en definitiva, frágiles e
ineficaces, si en su base falta el imperativo: «honra»; en otras palabras, si
falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es hombre,
«este» hombre. Por sí solos, los derechos no bastan.
Por tanto, no es exagerado afirmar
que la vida de las naciones, de los Estados y de las organizaciones
internacionales «pasa» a través de la familia y «se fundamenta» en el cuarto
mandamiento del Decálogo. La época en que vivimos, no obstante las múltiples
Declaraciones de tipo jurídico que han sido elaboradas, está amenazada en
gran medida por la «alienación», como fruto de premisas «iluministas» según
las cuales el hombre es «más» hombre si es «solamente» hombre. No es difícil
descubrir cómo la alienación de todo lo que de diversas formas pertenece a la
plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en la familia.
En efecto, la afirmación de la persona está relacionada en gran medida con
la familia y, por consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio
de Dios la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser humano.
¡Sé hombre! —es el imperativo que en ella se transmite—, hombre como
hijo de la patria, como ciudadano del Estado y, se dice hoy, como ciudadano del
mundo. Quien ha dado el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios «benévolo»
con el hombre, (filanthropos, decían los griegos). El Creador del
universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere que el hombre tenga
la vida y la tenga en abundancia, como proclama Cristo (cf. Jn 10, 10):
que tenga la vida ante todo gracias a la familia.
Parece claro, pues, que la
«civilización del amor» está estrechamente relacionada con la familia. Para
muchos la civilización del amor constituye todavía una pura utopía. En
efecto, se cree que el amor no puede ser exigido por nadie ni puede imponerse:
sería una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar.
Hay parte de verdad en todo esto. Sin
embargo, está el hecho de que Jesucristo nos dejó el mandamiento del amor, así
como Dios había ordenado en el monte Sinaí: «Honra a tu padre y a tu madre».
Pues el amor no es una utopía: ha sido dado al hombre como un cometido que
cumplir con la ayuda de la gracia divina. Ha sido encomendado al hombre y a la
mujer, en el sacramento del matrimonio, como principio fontal de su «deber», y
es para ellos el fundamento de su compromiso recíproco: primero el conyugal, y
luego el paterno y materno. En la celebración del sacramento, los esposos se
entregan y se reciben recíprocamente, declarando su disponibilidad a acoger y
educar la prole. Aquí están las bases de la civilización humana, la cual no
puede definirse más que como «civilización del amor».
La familia es expresión y fuente de
este amor; a través de ella pasa la corriente principal de la civilización
del amor, que encuentra en la familia sus «bases sociales».
Los Padres de la Iglesia, en la
tradición cristiana, han hablado de la familia como «iglesia doméstica», como
«pequeña iglesia». Se referían así a la civilización del amor como un posible
sistema de vida y de convivencia humana. «Estar juntos» como familia, ser los
unos para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de cada
hombre como tal, de «este» hombre concreto. A veces puede tratarse de personas
con limitaciones físicas o psíquicas, de las cuales prefiere liberarse la
sociedad llamada «progresista». Incluso la familia puede llegar a comportarse
como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente de quien es
anciano o está afectado por malformaciones o sufre enfermedades. Se actúa así
porque falta la fe en aquel Dios por el cual «todos viven» (Lc 20,
38) y están llamados a la plenitud de la vida.
Sí, la civilización del amor es
posible, no es una utopía. Pero es posible sólo gracias a una referencia
constante y viva a «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien proviene
toda paternidad 1 en el mundo» (cf. Ef 3, 14-15); de quien proviene cada
familia humana.
La educación
16. ¿En qué consiste la educación?
Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales.
La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La
segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo.
Esto es válido tanto para quien educa como para quien es educado. La educación
es, pues, un proceso singular en el que la recíproca comunión de las personas
está llena de grandes significados. El educador es una persona que «engendra»
en sentido espiritual. Bajo esta perspectiva, la educación puede ser
considerada un verdadero apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo
establece una relación profunda entre educador y educando, sino que hace
participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado
todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La paternidad y la maternidad suponen
la coexistencia y la interacción de sujetos autónomos. Esto es bien evidente en
la madre cuando concibe un nuevo ser humano. Los primeros meses de su presencia
en el seno materno crean un vínculo particular, que ya tiene un valor
educativo. La madre, ya durante el embarazo, forma no sólo el
organismo del hijo, sino indirectamente toda su humanidad. Aunque se trate
de un proceso que va de la madre hacia el hijo, no debe olvidarse la influencia
específica que el que está para nacer ejerce sobre la madre. En esta influencia
recíproca, que se manifestará exteriormente después de nacer el niño, no
participa directamente el padre. Sin embargo, él debe colaborar responsablemente
ofreciendo sus cuidados y su apoyo durante el embarazo e incluso, si es
posible, en el momento del parto.
Para la «civilización del amor» es
esencial que el hombre sienta la maternidad de la mujer, su esposa, como un
don. En efecto, ello influye enormemente en todo el proceso educativo.
Mucho depende de su disponibilidad a tomar parte de manera adecuada en esta
primera fase de donación de la humanidad, y a dejarse implicar, como marido y
padre, en la maternidad de su mujer.
La educación es, pues, ante todo una
«dádiva» de humanidad por parte de ambos padres: ellos transmiten juntos su
humanidad madura al recién nacido, el cual, a su vez, les da la novedad y el
frescor de la humanidad que trae consigo al mundo. Esto se verifica incluso en
el caso de niños marcados por limitaciones psíquicas o físicas. Es más, en tal
caso su situación puede desarrollar una fuerza educativa muy particular.
Con razón, pues, la Iglesia pregunta
durante el rito del matrimonio: «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable
y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su
Iglesia?»39. El amor conyugal se manifiesta en la educación, como verdadero
amor de padres. La «comunión de personas», que al comienzo de la familia se
expresa como amor conyugal, se completa y se perfecciona extendiéndose a los
hijos con la educación. La potencial riqueza, constituida por cada hombre que
nace y crece en la familia, es asumida responsablemente de modo que no degenere
ni se pierda, sino que se realice en una humanidad cada vez más madura. Esto es
también un dinamismo de reciprocidad, en el cual los padres-educadores
son, a su vez, educados en cierto modo. Maestros de humanidad de sus propios
hijos, la aprenden de ellos. Aquí emerge evidentemente la estructura
orgánica de la familia y se manifiesta el significado fundamental del
cuarto mandamiento.
El «nosotros» de los padres, marido
y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el «nosotros»
de la familia, que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una
gradual expansión. A este respecto, desempeñan un papel singular, por un lado,
los padres de los padres y, por otro, los hijos de los hijos.
Si al dar la vida los padres colaboran
en la obra creadora de Dios, mediante la educación participan de su
pedagogía paterna y materna a la vez. La paternidad divina, según san
Pablo, es el modelo originario de toda paternidad y maternidad en el cosmos
(cf. Ef 3, 14-15), especialmente de la maternidad y paternidad humanas.
Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado plenamente el Verbo eterno del Padre,
que al encarnarse ha revelado al hombre la dimensión verdadera e integral de su
humanidad: la filiación divina. Y así ha revelado también cuál es el verdadero
significado de la educación del hombre. Por medio de Cristo toda
educación, en familia y fuera de ella, se inserta en la dimensión salvífica
de la pedagogía divina, que está dirigida a los hombres y a las familias, y
que culmina en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. De este
«centro» de nuestra redención arranca todo proceso de educación cristiana, que
al mismo tiempo es siempre educación para la plena humanidad.
Los padres son los primeros
y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen
incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten
su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el
Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio
de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una
ayuda a los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su
derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas. El principio de
subsidiariedad, por tanto, se pone al servicio del amor de los padres,
favoreciendo el bien del núcleo familiar. En efecto, los padres no son capaces
de satisfacer por sí solos las exigencias de todo el proceso educativo,
especialmente lo que atañe a la instrucción y al amplio sector de la
socialización. La subsidiariedad completa así el amor paterno y materno,
ratificando su carácter fundamental, porque cualquier otro colaborador en el
proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento
y, en cierto modo, incluso por encargo suyo.
El proceso educativo lleva a la fase
de la autoeducación, que se alcanza cuando, gracias a un adecuado nivel
de madurez psicofísica, el hombre empieza a «educarse él solo». Con el
paso de los años, la autoeducación supera las metas alcanzadas previamente en
el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo sus raíces. El
adolescente encuentra nuevas personas y nuevos ambientes, concretamente los
maestros y compañeros de escuela, que ejercen en su vida una influencia que
puede resultar educativa o antieducativa.
En esta etapa se aleja, en cierto
modo, de la educación recibida en familia, asumiendo a veces una actitud
crítica con los padres. Pero, a pesar de todo, el proceso de autoeducación está
marcado por la influencia educativa ejercida por la familia y por la escuela
sobre el niño y sobre el muchacho. El joven, transformándose y encaminándose
también en la propia dirección, sigue quedando íntimamente vinculado a sus raíces
existenciales.
Sobre esta perspectiva se perfila, de
manera nueva, el significado del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a
tu madre» (Ex 20, 12), el cual está relacionado orgánicamente con
todo el proceso educativo. La paternidad y maternidad, elemento primero y
fundamental en el proceso de dar la humanidad, abren ante los padres y
los hijos perspectivas nuevas y más profundas. Engendrar según la carne
significa preparar la ulterior «generación», gradual y compleja, mediante todo
el proceso educativo. El mandamiento del Decálogo exige al hijo que honre a su
padre y a su madre; pero, como ya se ha dicho, el mismo mandamiento impone a
los padres un deber en cierto modo «simétrico». Ellos también deben «honrar» a
sus propios hijos, sean pequeños o grandes, y esta actitud es indispensable
durante todo el proceso educativo, incluido el escolar. El «principio de
honrar», es decir, el reconocimiento y el respeto del hombre como hombre,
es la condición fundamental de todo proceso educativo auténtico.
En el ámbito de la educación la
Iglesia tiene un papel específico que desempeñar. A la luz de la tradición
y del magisterio conciliar, se puede afirmar que no se trata sólo deconfiar
a la Iglesia la educación religioso-moral de la persona, sino de promover
todo el proceso educativo de la persona «junto con» la Iglesia. La
familia está llamada a desempeñar su deber educativo en la Iglesia, participando
así en la vida y en la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por
medio de la familia, habilitada para ello por el sacramento, con la
correlativa «gracia de estado» y el específico «carisma» de la comunidad
familiar.
Uno de los campos en los que la
familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias
a la cual la familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y
la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como
un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un
derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Las
familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger
para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo
con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a
instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es
necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa.
No hay que descuidar, en el contexto
de la educación, la cuestión esencial del discernimiento de la vocación y,
en éste, la preparación para la vida matrimonial, en particular. Son
notables los esfuerzos e iniciativas emprendidas por la Iglesia de cara a la
preparación para el matrimonio, por ejemplo, los cursillos prematrimoniales.
Todo esto es válido y necesario; pero no hay que olvidar que la preparación
para la futura vida de pareja es cometido sobre todo de la familia. Ciertamente,
sólo las familias espiritualmente maduras pueden afrontar de manera adecuada
esta tarea. Por esto se subraya la exigencia de una particular solidaridad
entre las familias, que puede expresarse mediante diversas formas
organizativas, como las asociaciones de familias para las familias. La
institución familiar sale reforzada de esta solidaridad, que acerca entre sí no
sólo a los individuos, sino también a las comunidades, comprometiéndolas a
rezar juntas y a buscar con la ayuda de todos las respuestas a las preguntas
esenciales que plantea la vida. ¿No es ésta una forma maravillosa de apostolado
de las familias entre sí? Es importante que las familias traten de
construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo, les permite
prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres son educados por
medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se crea así una
peculiar tradición educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de
«iglesia doméstica», que es propio de la familia.
Es el evangelio del amor la
fuente inagotable de todo lo que nutre a la familia como «comunión de
personas». En el amor encuentra ayuda y significado definitivo todo el proceso
educativo, como fruto maduro de la recíproca entrega de los padres. A través de
los esfuerzos, sufrimientos y desilusiones, que acompañan la educación de la
persona, el amor no deja de estar sometido a un continuo examen. Para superar
esta prueba se necesita una fuerza espiritual que se encuentra sólo en Aquel
que «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). De este modo, la educación se
sitúa plenamente en el horizonte de la «civilización del amor»; depende de
ella y, en gran medida, contribuye a construirla.
La Iglesia ora de forma incesante y
confiada durante el Año de la familia por la educación del hombre, para
que las familias perseveren en su deber educativo con valentía, confianza y
esperanza, a pesar de las dificultades a veces tan graves que parecen
insuperables. La Iglesia reza para que venzan las fuerzas de la «civilización
del amor», que brotan de la fuente del amor de Dios; fuerzas que la Iglesia
emplea sin cesar para el bien de toda la familia humana.
La familia y la sociedad
17. La familia es una comunidad de
personas, la célula social más pequeña y, como tal, es una institución fundamental
para la vida de toda sociedad.
La familia como institución, ¿qué
espera de la sociedad? Ante todo que sea reconocida en su identidad y
aceptada en su naturaleza de sujeto social. Ésta va unida a la identidad
propia del matrimonio y de la familia. El matrimonio, que es la base de la
institución familiar, está formado por la alianza «por la que el varón y la
mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma
índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la
prole»40. Sólo una unión así puede ser reconocida y confirmada como
«matrimonio» en la sociedad. En cambio, no lo pueden ser las otras uniones
interpersonales que no responden a las condiciones recordadas antes, a pesar de
que hoy día se difunden, precisamente sobre este punto, corrientes bastante
peligrosas para el futuro de la familia y de la misma sociedad.
¡Ninguna sociedad humana puede correr
el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia
del matrimonio y de la familia! Semejante permisivismo moral llega a perjudicar
las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se
comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y
exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la
política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la
tentación de una aparente y falsa modernidad.
La familia, como comunidad de amor y
de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad
soberana, aunque condicionada en varios aspectos. La afirmación de la
soberanía de la institución-familia y la constatación de sus múltiples
condicionamientos inducen a hablar de los derechos de la familia. A este
respecto, la Santa Sede publicó en el año 1983 la Carta de los derechos de
la familia, que conserva aún hoy toda su actualidad.
Los derechos de la familia están
íntimamente relacionados con los derechos del hombre. En efecto, si la
familia es comunión de personas, su autorrealización depende en medida
significativa de la justa aplicación de los derechos de las personas que la
componen. Algunos de estos derechos atañen directamente a la familia, como el
derecho de los padres a la procreación responsable y a la educación de la
prole; en cambio, otros derechos atañen al núcleo familiar sólo indirectamente.
Entre éstos, tienen singular importancia el derecho a la propiedad,
especialmente la llamada propiedad familiar, y el derecho al trabajo.
Sin embargo, los derechos de la
familia no son simplemente la suma matemática de los derechos de la
persona, siendo la familia algo más que la suma de sus miembros
considerados singularmente. La familia es comunidad de padres e hijos; a veces,
comunidad de diversas generaciones. Por esto, su subjetividad, que se construye
sobre la base del designio de Dios, fundamenta y exige derechos propios y
específicos. La Carta de los derechos de la familia, partiendo de los
mencionados principios morales, consolida la existencia de la institución
familiar en el orden social y jurídico de la «gran» sociedad: la nación, el
Estado y las comunidades internacionales. Cada una de estas «grandes»
sociedades debe tener en cuenta, al menos indirectamente, la existencia de la familia;
por esto, la definición de los cometidos y deberes de la «gran» sociedad para
con la familia es una cuestión extremamente importante y esencial.
En primer lugar está el vínculo casi
orgánico que se instaura entre familia y nación. Naturalmente, no en
todos los casos se puede hablar de nación en sentido propio. Pues existen
grupos étnicos que, aun no pudiendo considerarse verdaderas naciones, sin
embargo realizan en cierto modo la función de «gran» sociedad. Tanto en una
como en otra hipótesis, el vínculo de la familia con el grupo étnico o con la
nación se basa ante todo en la participación en la cultura. Los padres
engendran a los hijos, en cierto sentido, también para la Nación, para que sean
miembros suyos y participen de su patrimonio histórico y cultural. Desde el
principio, la identidad de la familia se va delineando en cierto modo sobre la
base de la identidad de la nación a la que pertenece.
La familia, al participar del
patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía específica que
deriva de la propia cultura y lengua. Hablé de este tema en la Asamblea de la
UNESCO en París, en 1980, y a ello me he referido luego varias veces por su
innegable importancia. Por medio de la cultura y de la lengua, no sólo la
nación, sino toda familia, encuentra su soberanía espiritual. De otro
modo sería difícil explicar muchos acontecimientos de la historia de los
pueblos, especialmente europeos; acontecimientos antiguos y modernos,
alentadores y dolorosos, de victorias y derrotas, que muestran cómo la familia
está orgánicamente vinculada a la nación, y la nación a la familia.
Ante el Estado, este vínculo
de la familia es en parte semejante y en parte distinto. En efecto, el Estado
se distingue de la nación por su estructura menos «familiar», al estar
organizado según un sistema político y de forma más «burocrática». No obstante,
el sistema estatal tiene también, en cierto modo, su «alma», en la medida en
que responde a su naturaleza de «comunidad política» jurídicamente ordenada al
bien común41. Este «alma» establece una relación estrecha entre la familia y el
Estado, precisamente en virtud del principio de subsidiariedad. En
efecto, la familia es una realidad social que no dispone de todos los medios
necesarios para realizar sus propios fines, incluso en el campo de la
instrucción y de la educación. El Estado está llamado entonces a intervenir en
virtud del mencionado principio: allí donde la familia es autosuficiente, hay
que dejarla actuar autónomamente; una excesiva intervención del Estado
resultaría perjudicial, además de irrespetuosa, y constituiría una violación
patente de los derechos de la familia; sólo allí donde la familia no es
autosuficiente, el Estado tiene la facultad y el deber de intervenir.
Además del ámbito de la educación y
de la instrucción a todos los niveles, la ayuda estatal —que de todas formas no
debe excluir las iniciativas privadas— se realiza, por ejemplo, en las
instituciones que se preocupan de salvaguardar la vida y la salud de los
ciudadanos, y, de modo particular, con las medidas de previsión en el mundo del
trabajo. El desempleo constituye, en nuestra época, una de las amenazas
más serias para la vida familiar y preocupa con razón a toda la sociedad.
Supone un reto para la política de cada Estado y un objeto de reflexión para la
doctrina social de la Iglesia. Por lo cual, es indispensable y urgente poner
remedio a ello con soluciones valientes que miren, más allá de las fronteras
nacionales, a tantas familias a las cuales la falta de trabajo lleva a una situación
de dramática miseria42.
Hablando del trabajo con relación a
la familia, es oportuno subrayar la importancia y el peso de la actividad
laboral de las mujeres dentro del núcleo familiar43. Esta actividad debe ser
reconocida y valorizada al máximo. La «fatiga» de la mujer —que, después de
haber dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se ocupa de su educación,
especialmente en los primeros años— es tan grande que no hay que temer la
confrontación con ningún trabajo profesional. Esto hay que afirmarlo
claramente, como se reivindica cualquier otro derecho relativo al trabajo. La
maternidad, con todos los esfuerzos que comporta, debe obtener también un
reconocimiento económico igual al menos que el de los demás trabajos afrontados
para mantener la familia en una fase tan delicada de su existencia.
Conviene hacer realmente todos los
esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad
primordial y, en cierto modo, «soberana». Su «soberanía» es
indispensable para el bien de la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y
espiritualmente fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes
de su vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro de
todos estos problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y
secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa
causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social.
II
EL ESPOSO ESTÁ CON VOSOTROS
En Caná de Galilea
18. Jesús, hablando un día con los
discípulos de Juan, alude a una invitación para una boda y a la presencia del
esposo entre los invitados: «El esposo está con ellos» (cf. Mt 9, 15).
Indicaba así el cumplimiento, en su persona, de la imagen de Dios-esposo, ya
utilizada en el Antiguo Testamento, para revelar plenamente el misterio de Dios
como misterio de amor.
Presentándose como «esposo», Jesús
revela, pues, la esencia de Dios y confirma su amor inmenso por el hombre. Pero
la elección de esta imagen ilumina indirectamente también la profunda verdad
del amor esponsal. En efecto, usándola para hablar de Dios, Jesús muestra cómo
la paternidad y el amor de Dios se reflejan en el amor de un hombre y de una
mujer que se unen en matrimonio. Por esto, al comienzo de su misión, Jesús se
encuentra en Caná de Galilea para participar en un banquete de bodas,
junto con María y los primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Con ello
trata de demostrar que la verdad de la familia está inscrita en la
Revelación de Dios y en la historia de la salvación. En el Antiguo
Testamento, y especialmente en los profetas, se encuentran palabras muy
hermosas sobre el amor de Dios: un amor solícito como el de una madre
hacia su hijo, tierno como el del esposo por la esposa, pero al mismo tiempo
igual y especialmente celoso; ante todo, no es un amor que castiga, sino que
perdona; un amor que se inclina ante el hombre como hace el padre con el hijo
pródigo, que lo levanta y lo hace partícipe de la vida divina. Un amor que
sorprende: novedad desconocida hasta entonces en el mundo pagano.
En Caná de Galilea Jesús es como el heraldo
de la verdad divina sobre el matrimonio; verdad sobre la que se puede
apoyar la familia humana, basándose firmemente en ella contra todas las pruebas
de la vida. Jesús anuncia esta verdad con su presencia en las bodas de Caná y
realizando su primera «señal»: el agua convertida en vino.
Él anuncia también la verdad sobre el
matrimonio hablando con los fariseos y explicando cómo el amor que viene de
Dios, amor tierno y esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales.
Menos exigente había sido Moisés, que permitió conceder acta de divorcio.
Cuando, en la fuerte controversia, los fariseos se refieren a Moisés, Jesús
responde categóricamente: «Al principio no fue así» (Mt 19, 8). Y
recuerda que Aquel que creó al hombre, lo creó varón y mujer, y estableció:
«Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne» (Gn 2, 24). Con lógica coherencia concluye Jesús:
«De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha
unido que no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). A la objeción de los
fariseos, que defienden la ley mosaica, responde Jesús: «Moisés, teniendo en
cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres;
pero al principio no fue así» (Mt 19, 8).
Jesús se refiere «al principio»,
encontrando en los orígenes mismos de la creación el designio de Dios, sobre el
que se fundamenta la familia y, a través de ella, toda la historia de la
humanidad. La realidad natural del matrimonio se convierte, por voluntad de
Cristo, en verdadero sacramento de la nueva alianza, marcado por el sello de la
sangre redentora de Cristo. ¡Esposos y familias, acordaos del precio con el
que habéis sido «comprados»! (cf. 1 Co 6, 20).
Sin embargo, esta maravillosa verdad
es humanamente difícil de ser aceptada y vivida. ¡Cómo asombrarse de la
concesión de Moisés ante las peticiones de sus compatriotas, si también los
mismos Apóstoles, al escuchar las palabras del Maestro, le replican: «Si tal es
la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,
10)! No obstante, por el bien del hombre y de la mujer, de la familia y de toda
la sociedad, Jesús ratifica la exigencia puesta por Dios desde el principio;
pero al mismo tiempo, aprovecha la ocasión para afirmar el valor de la opción
de no casarse por el reino de Dios. Esta opción permite «engendrar», aunque de
manera diversa. En esta opción se basan la vida consagrada, las órdenes y
congregaciones religiosas en Oriente y Occidente, así como la disciplina del
celibato sacerdotal, según la tradición de la Iglesia latina. No es, pues,
verdad que «no trae cuenta casarse», sino que el amor por el reino de los
Cielos puede llevar a no casarse (cf. Mt 19, 12).
Sin embargo, casarse se considera la vocación
ordinaria del hombre, la cual es asumida por la mayor parte del pueblo de
Dios. En la familia es donde se forman las piedras vivas del edificio
espiritual, del que habla el apóstol Pedro (cf. 1 P 2, 5). Los cuerpos
de los esposos son morada del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6, 19). Puesto
que la transmisión de la vida divina supone la transmisión de la vida humana,
del matrimonio nacen no sólo los hijos de los hombres, sino también, en virtud
del bautismo, los hijos adoptivos de Dios, que viven de la vida nueva recibida
de Cristo por medio de su Espíritu.
De este modo, queridos hermanos y
hermanas, esposos y padres, el Esposo está con vosotros. Sabéis que él
es el buen Pastor y que conocéis su voz. Sabéis a dónde os lleva, cómo lucha
para procuraros los pastos en los que podréis encontrar la vida y encontrarla
en abundancia; sabéis cómo afronta los lobos rapaces, dispuesto siempre a
arrancar de sus fauces a las ovejas: cada marido y cada mujer, cada hijo y cada
hija, cada miembro de vuestras familias. Sabéis que Cristo, como buen pastor,
está dispuesto a dar su vida por la grey (cf. Jn 10, 11). Él os conduce
por sendas que no son escarpadas e insidiosas como las de muchas ideologías
contemporáneas; él recuerda al mundo de hoy toda la verdad, como cuando se
dirigía a los fariseos o la anunciaba a los Apóstoles, los cuales la predicaron
después al mundo, proclamándola a los hombres de su tiempo: judíos y griegos.
Los discípulos eran muy conscientes de que Cristo había renovado todo; de que
el hombre había llegado a ser una «nueva criatura»: «ya no hay judío ni griego;
ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois «uno» en
Cristo Jesús» (Ga 3, 28), revestidos de la dignidad de hijos adoptivos
de Dios. El día de Pentecostés, este hombre recibió el Espíritu Paráclito, el
Espíritu de verdad. Así empezó el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia,
anticipación de un cielo nuevo y de una tierra nueva (cf. Ap 21, 1).
Los Apóstoles, antes temerosos
incluso respecto al matrimonio y la familia, se hicieron valientes. Comprendieron
que el matrimonio y la familia constituyen una verdadera vocación que proviene
de Dios mismo, un apostolado: el apostolado de los laicos. Éstos ayudan a la
transformación de la tierra y a la renovación del mundo, de la creación y de
toda la humanidad.
Queridas familias: vosotras debéis
ser también valientes y estar dispuestas siempre a dar testimonio de la
esperanza que tenéis (cf. 1 P 3, 15), porque ha sido depositada en
vuestro corazón por el buen Pastor mediante el Evangelio. Debéis estar dispuestas
a seguir a Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha preparado
con el misterio pascual de su muerte y resurrección.
¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La
fuerza divina es mucho más potente que vuestras dificultades! Inmensamente más
grande que el mal, que actúa en el mundo, es la eficacia del sacramento de
la reconciliación, llamado acertadamente por los Padres de la Iglesia
«segundo bautismo». Mucho más impacto que la corrupción presente en el mundo
tiene la energía divina del sacramento de la confirmación, que hace
madurar el bautismo. Incomparablemente más grande es, sobre todo, la fuerza de
la Eucaristía.
La Eucaristía es un sacramento
verdaderamente admirable. En él se ha quedado Cristo mismo como alimento y
bebida, como fuente de poder salvífico para nosotros. Nos lo ha dejado para que
tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10, 10): la vida
que tiene él y que nos ha transmitido con el don del Espíritu, resucitando al
tercer día después de la muerte. Es efectivamente para nosotros la vida que
procede de él. ¡Es también para vosotros, queridos esposos, padres y
familias! ¿No instituyó él la Eucaristía en un contexto familiar, durante
la última cena? Cuando os reunís para comer y estáis unidos entre vosotros, Cristo
está cerca. Y todavía más, él es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os
acercáis a la mesa eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le
reconozca solamente en la «fracción del pan» (cf. Lc 24, 35). A veces
también él está durante mucho tiempo ante la puerta y llama, esperando que la
puerta se abra para poder entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su
última cena y sus palabras pronunciadas entonces conservan toda la fuerza y la
sabiduría del sacrificio de la cruz. No existe otra fuerza ni otra sabiduría
por medio de las cuales podamos salvarnos y podamos contribuir a salvar a los
demás. No hay otra fuerza ni otra sabiduría mediante las cuales vosotros,
padres, podáis educar a vuestros hijos y también a vosotros mismos. La fuerza
educativa de la Eucaristía se ha consolidado a través de las generaciones y
de los siglos.
El buen Pastor está con nosotros en
todas partes. Igual que estaba en Caná de Galilea, como Esposo entre los
esposos que se entregaban recíprocamente para toda la vida, el buen Pastor
está hoy con vosotros como motivo de esperanza, fuerza de los corazones, fuente
de entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la «civilización del
amor». Jesús, el buen Pastor, nos repite: No tengáis miedo. Yo estoy con
vosotros. «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20). ¿De dónde viene tanta fuerza? ¿De dónde procede la certeza de que
tú, Hijo de Dios, estás con nosotros, aunque te hayan matado y hayas muerto
como todo ser humano? ¿De dónde viene esta certeza? Dice el evangelista: «Los
amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Por esto, tú nos amas, tú que eres el
primero y el último, el que vive; tú que estuviste muerto, pero ahora estás
vivo para siempre (cf. Ap 1, 17-18).
El gran misterio
19. San Pablo sintetiza el tema de la
vida familiar con la expresión: «gran misterio» (cf. Ef 5, 32).
Lo que escribe en la carta a los Efesios sobre el «gran misterio», aunque está
basado en el libro del Génesis y en toda la tradición del Antiguo Testamento,
presenta, sin embargo, un planteamiento nuevo, que se desarrollará
posteriormente en el magisterio de la Iglesia.
La Iglesia profesa que el matrimonio,
como sacramento de la alianza de los esposos, es un «gran misterio», ya que en
él se manifiesta el amor esponsal de Cristo por su Iglesia. Dice san
Pablo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño
del agua, en virtud de la palabra» (Ef 5, 25-26). El Apóstol se refiere
aquí al bautismo, del cual trata ampliamente en la carta a los Romanos,
presentándolo como participación en la muerte de Cristo para compartir su vida
(cf. Rm 6, 3-4). En este sacramento el creyente nace como hombre
nuevo, pues el bautismo tiene el poder de transmitir una vida nueva, la vida
misma de Dios. El misterio de Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el
acontecimiento bautismal: «Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios —dirá más
tarde san Ireneo, y con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de
Occidente— se hizo hijo del hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo
de Dios»44.
El Esposo es, pues, el mismo Dios que
se hizo hombre. En la antigua alianza, el Señor se presenta como el esposo de
Israel, pueblo elegido: un esposo tierno y exigente, celoso y fiel. Todas las
traiciones, deserciones e idolatrías de Israel, descritas de modo dramático y
sugestivo por los profetas, no logran apagar el amor con que el Dios-esposo
«ama hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1).
Cristo, en la nueva alianza,
consolida y lleva a cabo la comunión esponsal entre Dios y su pueblo. Cristo
mismo nos asegura que el Esposo está con nosotros (cf. Mt 9, 15). Está
con todos nosotros y está con la Iglesia. La Iglesia se convierte en esposa:
esposa de Cristo. Esta esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se
hace presente en cada bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada
de su esposo: «Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para...
presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni
cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). El amor,
con que el esposo «amó hasta el extremo» a la Iglesia, hace que ella se renueve
siempre y sea santa en sus santos, aunque no deja de ser una Iglesia de
pecadores. Incluso los pecadores, «los publicanos y las prostitutas», están
llamados a la santidad, como afirma Cristo mismo en el evangelio (cf. Mt 21,
31). Todos están llamados a ser Iglesia gloriosa, santa e inmaculada. «Sed
santos —dice el Señor— pues yo soy santo» (Lv 11, 44; cf. 1 P 1,
16).
Ésta es la más alta dimensión del
«gran misterio», el significado interior del don sacramental en la
Iglesia, el significado más profundo del bautismo y de la Eucaristía. Son los
frutos del amor con que el Esposo ha amado hasta el extremo; amor que se
difunde constantemente, concediendo a los hombres una creciente participación
en la vida divina.
San Pablo, después de decir: «Maridos,
amad a vuestras mujeres» (Ef 5, 25), con mayor fuerza aún añade a
continuación: «Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios
cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás
su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que
Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo» (Ef 5, 28-30). Y
exhorta a los esposos: «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo»
(Ef 5, 21).
Éste es ciertamente un nuevo modo de
presentar la verdad eterna sobre el matrimonio y la familia a la luz de la
nueva alianza. Cristo la reveló en el evangelio, con su presencia en Caná de
Galilea, con el sacrificio de la cruz y los sacramentos de su Iglesia. Así, los
esposos tienen en Cristo un punto de referencia para su amor esponsal. Al
hablar de Cristo esposo de la Iglesia, san Pablo se refiere de modo análogo al
amor esponsal y alude al libro del Génesis: «Por eso dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2,
24). Éste es el «gran misterio» del amor eterno ya presente antes en la
creación, revelado en Cristo y confiado a la Iglesia. «Gran misterio es éste
—repite el Apóstol—, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 32).
No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como
signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de
salvación, sin hacer referencia al «gran misterio», unido a la creación del
hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la paternidad y
a la maternidad. No existe el «gran misterio», que es la Iglesia y la humanidad
en Cristo, sin el «gran misterio» expresado en el ser «una sola carne» (cf. Gn
2, 24; Ef 5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de la
familia.
La familia misma es el gran misterio
de Dios. Como «iglesia doméstica», es la esposa de Cristo. La Iglesia
universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se manifiesta más
inmediatamente como esposa de Cristo en la «iglesia doméstica» y en el amor que
se vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor fraterno, amor de
una comunidad de personas y de generaciones. ¿Acaso se puede imaginar el amor
humano sin el esposo y sin el amor con que él amó primero hasta el extremo?
Sólo si participan en este amor y en este «gran misterio» los esposos pueden
amar «hasta el extremo»: o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen
verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias. Esto
constituye indudablemente un grave peligro para ellos.
La enseñanza de la carta a los
Efesios asombra por su profundidad y su fuerza ética. Mostrando el
matrimonio, e indirectamente la familia, como el «gran misterio» referido a
Cristo y a la Iglesia, el apóstol Pablo puede repetir una vez más lo que había
dicho previamente a los maridos: «¡Que cada uno ame a su mujer como a sí
mismo!» Y añade después: «¡Y la mujer, que respete al marido!» (Ef 5,
33). Respetuosa porque ama y sabe que es amada. En virtud de este amor los
esposos se convierten en don recíproco. El amor incluye el
reconocimiento de la dignidad personal del otro y de su irrepetible unicidad;
en efecto, cada uno de ellos, como ser humano, ha sido elegido por sí mismo45,
por parte de Dios, entre todas las criaturas de la tierra; sin embargo, cada
uno, mediante un acto consciente y responsable, hace libremente una entrega de
sí mismo al otro y a los hijos recibidos del Señor. San Pablo prosigue su
exhortación refiriéndose significativamente al cuarto mandamiento: «Hijos,
obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. "Honra a tu
padre y a tu madre", tal es el primer mandamiento que lleva consigo una
promesa: "Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la
tierra". Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien
mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 1-4). El
Apóstol ve, pues, en el cuarto mandamiento el compromiso implícito del respeto
recíproco entre marido y mujer, entre padres e hijos, reconociendo así en ello
el principio de la cohesión familiar.
La admirable síntesis paulina a
propósito del «gran misterio» se presenta como el resumen, la suma, en
cierto sentido, de la enseñanza sobre Dios y sobre el hombre, llevada a
cabo por Cristo. Por desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del
racionalismo moderno, se ha ido alejando de esta enseñanza. El filósofo
que formuló el principio «Cogito, ergo sum»: «Pienso, luego existo», ha
marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que
la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el
hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es
persona en la unidad de cuerpo y espíritu46. El cuerpo nunca puede reducirse a
pura materia: es un cuerpo «espiritualizado», así como el espíritu está
tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu
«corporeizado». La fuente más rica para el conocimiento del cuerpo es el
Verbo hecho carne. Cristo revela el hombre al hombre 47. Esta afirmación
del concilio Vaticano II es, en cierto sentido, la respuesta, esperada desde
hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado al racionalismo moderno.
Esta respuesta tiene una importancia
fundamental para comprender la familia, especialmente en la perspectiva de la
civilización actual, que, como se ha dicho, parece haber renunciado en tantos
casos a ser una «civilización del amor». En la era moderna se ha progresado
mucho en el conocimiento del mundo material y también de la psicología humana,
pero respecto a su dimensión más íntima, la dimensión metafísica, el hombre de
hoy es en gran parte un ser desconocido para sí mismo; por ello, podemos
decir también que la familia es una realidad desconocida. Esto sucede
cuando se aleja de aquel «gran misterio» del que habla el Apóstol.
La separación entre espíritu y cuerpo
en el hombre ha tenido como consecuencia que se consolide la tendencia a tratar
el cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios,
sino según las de su semejanza con los demás cuerpos del mundo creado,
utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para la producción
de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender inmediatamente cómo la
aplicación de tales criterios al hombre conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo
humano, considerado independientemente del espíritu y del pensamiento, es
utilizado como un material al igual que el de los animales —esto sucede,
por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y fetos—, se camina
inevitablemente hacia una terrible derrota ética.
En semejante perspectiva
antropológica, la familia humana vive la experiencia de un nuevo
maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el espíritu son contrapuestos
radicalmente entre sí: ni el cuerpo vive del espíritu, ni el espíritu vivifica
el cuerpo. Así el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No
obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte
exclusivamente en objeto. De este modo, por ejemplo, dicha civilización
neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana más como terreno de manipulación
y explotación, que como la realidad de aquel asombro originario que,
en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: «Es hueso de mis
huesos y carne de mi carne» (Gn 2, 23). Es el asombro que reflejan las
palabras del Cantar de los cantares: «Me robaste el corazón, hermana mía,
novia, me robaste el corazón con una mirada tuya» (Ct 4, 9). ¡Qué lejos
están, ciertas concepciones modernas de comprender profundamente la
masculinidad y la femineidad presentadas por la Revelación divina! Ésta nos
lleva a descubrir en la sexualidad humana una riqueza de la persona, que
encuentra su verdadera valoración en la familia y expresa también su vocación
profunda en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios.
El racionalismo moderno no soporta
el misterio. No acepta el misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere
reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo.
Concretamente, no tolera el «gran misterio», anunciado en la carta a los
Efesios, y lo combate de modo radical. Si, en un contexto de vago deísmo,
descubre la posibilidad y hasta la necesidad de un Ser supremo divino, rechaza
firmemente la noción de un Dios que se hace hombre para salvar al hombre. Para
el racionalismo es impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea «el
Esposo», fuente originaria y única del amor esponsal humano. El
racionalismo interpreta la creación y el significado de la existencia humana de
manera radicalmente diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios
que lo ama y, mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia
no se le da la posibilidad de participar en el «gran misterio», ?qué queda sino
la sola dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como
terreno de lucha por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la
económica ante todo.
El «gran misterio», el sacramento del
amor y de la vida, que tiene su inicio en la creación y en la redención, y del
cual esgarante Cristo-esposo, ha perdido en la mentalidad moderna sus
raíces más profundas. Está amenazado en nosotros y a nuestro alrededor. Que el
Año de la familia, celebrado en la Iglesia, se convierta para los esposos en
una ocasión propicia para descubrirlo y afirmarlo con fuerza, valentía y
entusiasmo.
La Madre del amor hermoso
20. La historia del «amor hermoso»
comienza en la Anunciación, con aquellas admirables palabras que el ángel
dirigió a María, llamada a ser la Madre del Hijo de Dios. De este modo, Aquel
que es «Dios de Dios y Luz de Luz» se convierte en Hijo del hombre; María es su
Madre, sin dejar de ser la Virgen que «no conoce varón» (cf. Lc 1, 34).
Como Madre-Virgen, María se convierte enMadre del amor hermoso. Esta
verdad está ya revelada en las palabras del arcángel Gabriel, pero su pleno
significado será confirmado y profundizado a medida que María siga al Hijo en
la peregrinación de la fe 48.
La «Madre del amor hermoso» fue
acogida por aquel que, según la tradición de Israel, ya era su esposo terrenal,
José, de la estirpe de David. Él habría tenido derecho a considerar a la
novia como su mujer y madre de sus hijos. Sin embargo, Dios interviene en esta
alianza esponsal con su iniciativa: «José, hijo de David, no temas tomar
contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt
1, 20). José es consciente, ve con sus propios ojos que en María se ha concebido
una nueva vida que no proviene de él y por tanto, como hombre justo, observante
de la ley antigua, que en su caso imponía la obligación de divorcio, quiere
disolver de manera caritativa su matrimonio (cf. Mt 1, 19). El ángel del
Señor le hace saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación, más aún,
que sería contrario al amor esponsal que lo une a María. Este amor esponsal
recíproco, para que sea plenamente el «amor hermoso», exige que José acoja a
María y a su Hijo bajo el techo de su casa, en Nazaret. José obedece el mensaje
divino y actúa según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24). También
gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto con él, el
misterio de la Sagrada Familia, se inscribe profundamente en el amor
esponsal del hombre y de la mujer e indirectamente en la genealogía de cada
familia humana. Lo que Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la Sagrada
Familia su expresión más alta. La familia se sitúa así verdaderamente en
el centro de la nueva alianza.
Se puede decir también que la
historia del «amor hermoso» comenzó, en cierto modo, con la primera pareja
humana, Adán y Eva. La tentación en la que cayeron y el consiguiente pecado
original no los privó completamente de la capacidad del «amor hermoso». Esto se
comprende leyendo, por ejemplo, en el libro de Tobías, que los esposos Tobías y
Sara, al explicar el significado de su unión, se refieren a los primeros padres
Adán y Eva (cf. Tb 8, 6). En la nueva alianza, lo atestigua también san
Pablo hablando de Cristo como nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45): Cristo no
viene a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos; viene a
renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuanto hay en él de eternamente
bueno y bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La historia
del «amor hermoso» es, en cierto sentido, la historia de la salvación
del hombre.
El «amor hermoso» comienza siempre
con la automanifestación de la persona. En la creación Eva se manifiesta a
Adán; a lo largo de la historia las esposas se manifiestan a sus esposos, las
nuevas parejas humanas se dicen recíprocamente: «Caminaremos juntos en la
vida». Así comienza la familia como unión de los dos y, en virtud del
sacramento, como nueva comunidad en Cristo. El amor, para que sea realmente
hermoso, debe ser don de Dios, derramado por el Espíritu Santo en los
corazones humanos y alimentado continuamente en ellos (cf. Rm 5, 5).
Bien consciente de esto, la Iglesia pide en el sacramento del matrimonio al
Espíritu Santo que visite los corazones humanos. Para que el «amor hermoso» sea
verdaderamente así, es decir, don de la persona a la persona, debe provenir de
Aquél que es Don y fuente de todo don.
Así sucede en el evangelio respecto a
María y José, los cuales, en el umbral de la nueva alianza, viven la
experiencia del «amor hermoso» descrito en el Cantar de los cantares. José
piensa y dice de María: «Hermana mía, novia» (Ct 4, 9). María, Madre de
Dios, concibe por obra del Espíritu Santo, del cual proviene el «amor hermoso»,
que el evangelio sitúa delicadamente en el contexto del «gran misterio».
Cuando hablamos del «amor hermoso»,
hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del amor y belleza del ser
humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor. Hablamos de la
belleza del hombre y de la mujer: de su belleza como hermanos y hermanas, como
novios, como esposos. El evangelio ilumina no sólo el misterio del «amor
hermoso», sino también el no menos profundo de la belleza, que procede de Dios
como el amor. El hombre y la mujer, personas llamadas a ser un don recíproco,
provienen de Dios. Del don originario del Espíritu Santo, «que da la vida»,
brota el don mutuo de ser marido o mujer, así como el don de ser hermano o
hermana.
Todo esto se verifica en el misterio
de la Encarnación, que ha llegado a ser, en la historia de los hombres, fuente
de una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras de arte.
Después de la severa prohibición de representar al Dios invisible con imágenes
(cf. Dt 4, 15-20), la época cristiana, por el contrario, ha ofrecido la
representación artística de Dios hecho hombre, de su madre María y de José, de
los santos de la antigua y la nueva alianza, y, en general, de toda la creación
redimida por Cristo, inaugurando de este modo una nueva relación con el mundo
de la cultura y del arte. Se podría decir que el nuevo canon del arte, atento
a la dimensión profunda del hombre y de su futuro, arranca del misterio de la
encarnación de Cristo, inspirándose en los misterios de su vida: el nacimiento
en Belén, la vida oculta en Nazaret, la misión pública, el Calvario, la
resurrección y su ascensión a los cielos. La Iglesia es consciente de que su
presencia en el mundo contemporáneo y, en particular, su aportación y apoyo a
la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia, están unidos
profundamente al desarrollo de la cultura; de ello se preocupa con razón.
Precisamente por esto la Iglesia
sigue con solícita atención las orientaciones de los medios de comunicación
social, cuya misión es formar, además de informar, al gran público49.
Conociendo bien la amplia y profunda incidencia de tales medios, la Iglesia no
se cansa de poner en guardia a los operadores de la comunicación de los peligros
de manipulación de la verdad. En efecto, ?qué verdad puede haber en las
películas, en los espectáculos, en los programas radiotelevisivos en los que
dominan la pornografía y la violencia? ?Es éste un buen servicio a la verdad
sobre el hombre? Son interrogantes que no pueden eludir los operadores de
esos instrumentos y los diversos responsables de la elaboración y
comercialización de sus productos.
Gracias a esta reflexión crítica,
nuestra civilización, aun teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y
cultural, debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización
enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede
esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la
plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer
son como personas. Por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que
son verdaderamente la entrega de las personas en el matrimonio, el amor
responsable al servicio de la paternidad y la maternidad, la auténtica grandeza
de la generación y la educación. Entonces, ¿es exagerado afirmar que los medios
de comunicación social, si no están orientados según sanos principios
éticos, no sirven a la verdad en su dimensión esencial? Éste es, pues, el
drama: los instrumentos modernos de comunicación social están sujetos a la
tentación de manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre. El
ser humano no es el que presenta la publicidad y los medios modernos de
comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma
y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al amor, que lo introduce
como varón y mujer en la dimensión del «gran misterio».
María entró la primera en esta
dimensión, e introdujo también a su esposo José. Ellos se convirtieron así en
los primeros modelos de aquel amor hermoso que la Iglesia no cesa de
implorar para la juventud, para los esposos y las familias. ¡Y cuántos de ellos
se unen con fervor a esta oración¡ ¿Cómo no pensar en la multitud de
peregrinos, ancianos y jóvenes, que acuden a los santuarios marianos y fijan la
mirada en el rostro de la Madre de Dios, en el rostro de la Sagrada Familia, en
los cuales se refleja toda la belleza del amor dado por Dios al hombre?
En el Sermón de la montaña,
refiriéndose al sexto mandamiento, Cristo proclama: «Habéis oído que sedijo: No
cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer, deseándola,
ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Con relación
al Decálogo, que tiende a defender la tradicional solidez del matrimonio y de
la familia, estas palabras muestran un gran progreso. Jesús va al origen del
pecado de adulterio, el cual está en la intimidad del hombre y se manifiesta en
un modo de mirar y pensar que está dominado por la concupiscencia. Mediante
ésta el hombre tiende a apoderarse de otro ser humano, que no es suyo,
sino que pertenece a Dios. A la vez que se dirige a sus contemporáneos, Cristo
habla a los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones; en
particular, habla a nuestra generación, que vive bajo el signo de una
civilización consumista y hedonista.
¿Por qué Cristo, en el Sermón de la
montaña, habla de manera tan fuerte y exigente? La respuesta es muy clara:
Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere
defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad.
Es solamente a la luz de esta verdad
como la familia puede llegar a ser verdaderamente la gran «revelación», el primer
descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y,
después, de cada hijo o hija que nace de ellos. Lo que los esposos se prometen
recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y en las penas, y
amarse y respetarse todos los días de la vida», sólo es posible en la dimensión
del «amor hermoso». El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos
de la moderna cultura de masas. El «amor hermoso» se aprende sobre todo
rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para usar una expresión
de san Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios: «vuestra
vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Sólo en semejante
escondimiento actúa el Espíritu Santo, fuente del «amor hermoso». Él derrama
ese amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en el corazón
de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla (cf. Lc
8, 15). El futuro de cada núcleo familiar depende de este «amor hermoso»:
amor recíproco de los esposos, de los padres y de los hijos, amor de todas las
generaciones. El amor es la verdadera fuente de unidad y fuerza de la
familia.
El nacimiento y el peligro
21. La breve narración de la infancia
de Jesús nos refiere casi simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento
y el peligro que hubo de afrontar enseguida. Lucas relata las
palabras proféticas pronunciadas por el anciano Simeón cuando el Niño fue
presentado al Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento.
Simeón habla de «luz» y de «signo de contradicción»; después predice a María:
«A ti misma una espada te atravesará el alma» (cf. Lc 2, 32-35). Sin
embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes:
informado por los Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que
debía nacer (cf. Mt 2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de
marchar ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de Belén y
alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes gracias a una particular
intervención divina y a la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su
Madre a Egipto, donde se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan
a Nazaret, su ciudad natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de
una existencia escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso
de los deberes cotidianos (cf. Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52).
Reviste una elocuencia profética el
hecho de que Jesús, desde su nacimiento, se encontrara ante amenazas y
peligros. Ya desde niño es «signo de contradicción». Elocuencia profética
presenta, además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados por orden
de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del
nacimiento y de la pasión redentora de Cristo»50. Mediante su «pasión», completan
«lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la
Iglesia» (Col 1, 24).
En los evangelios de la infancia, el anuncio
de la vida, que se hace de modo admirable con el nacimiento del Redentor,
se contrapone fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca
enteramente el misterio de la Encarnación y de la realidad divino-humana de
Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn 1, 14), Dios se hizo hombre. A
este sublime misterio se referían frecuentemente los Padres de la Iglesia:
«Dios se hizo hombre, para que el hombre, en él y por medio de él, llegara a
ser Dios»51. Esta verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser humano.
Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del niño en el seno de la
madre. Aquí, precisamente aquí, nos encontramos en las antípodas del
«amor hermoso». Pensando exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar
incluso a matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción
el «fruto bendito de tu seno» (Lc 1, 42) llega a ser, en cierto modo, un
«fruto maldito».
¿Cómo no recordar, a este respecto,
las desviaciones que el llamado estado de derecho ha sufrido en
numerosos países? Unívoca y categórica es la ley de Dios respecto a la vida
humana. Dios manda: «No matarás» (Ex 20, 13). Por tanto, ningún
legislador humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a matar,
deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en la historia de
nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de manera incluso democrática,
fuerzas políticas que han emanado leyes contrarias al derecho de todo hombre a
la vida, en nombre de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o
parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque consigue vasta
conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de las legislaciones que
no respetan el derecho a la vida desde su concepción. ¿Cómo se podrían aceptar
moralmente unas leyes que permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que
ya vive en el seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta manera,
en decisión exclusiva de los adultos, que se aprovechan de los mismos
parlamentos para realizar los propios proyectos y buscar sus propios intereses.
Nos encontramos ante una enorme
amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda
la civilización. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo
algunos aspectos, en «civilización de la muerte» recibe una preocupante
confirmación. ¿No es quizás un acontecimiento profético el hecho de que
el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del peligro por su existencia?
Sí, también la vida de Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de
Dios estuvo amenazada, estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro
evitó la muerte.
Sin embargo, en los últimos decenios
se notan algunos síntomas confortadores de un despertar de las conciencias, que
afecta tanto al mundo del pensamiento como a la misma opinión pública. Crece,
especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la vida
desde su concepción; se difunden los movimientos pro-vida. Es un signo
de esperanza para el futuro de la familia y de toda la humanidad.
«... me habéis recibido»
22. ¡Esposos y familias de todo el
mundo: el Esposo está con vosotros! El Papa desea deciros esto, ante
todo, en el año que las Naciones Unidas y la Iglesia dedican a la familia.
«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,
16-17); «lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es
espíritu... Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3, 6-7). Debéis nacer «de
agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Precisamente vosotros, queridos padres y
madres, sois los primeros testigos y ministros de este nuevo
nacimiento del Espíritu Santo. Vosotros, que engendráis a vuestros hijos
para la patria terrena, no olvidéis que al mismo tiempo los engendráis para
Dios. Dios desea su nacimiento del Espíritu Santo; los quiere como hijos
adoptivos en el Hijo unigénito que les da «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn
1, 12). La obra de la salvación perdura en el mundo y se realiza mediante
la Iglesia. Todo esto es obra del Hijo de Dios, el Esposo divino, que nos ha
transmitido el reino del Padre y nos recuerda a nosotros, sus discípulos: «El
reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17, 21).
Nuestra fe nos enseña que Jesucristo,
que «está sentado a la derecha del Padre», vendrá para juzgar a vivos y
muertos. Por otra parte, el evangelista Juan afirma que él fue enviado al mundo
no «para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,
17). Por tanto, ¿en qué consiste el juicio? Cristo mismo da la respuesta: El
juicio «está en que vino la luz al mundo... El que obra la verdad, va a la luz,
para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn
3, 19. 21). Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica Veritatis
splendor 52. ¿Cristo es, pues, juez? Tus propios actos te juzgarán a la
luz de la verdad que tú conoces. Lo que juzgará a los padres y madres, a
los hijos e hijas, serán sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado sobre los
mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta carta: cuarto, quinto,
sexto y noveno. Sin embargo, cada uno será juzgado ante todo sobre el amor, que
es el sentido y la síntesis de los mandamientos. «A la tarde te examinarán en
el amor», escribió san Juan de la Cruz53. Cristo, redentor y esposo de la
humanidad, «para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha su voz» (cf. Jn
18, 37). Él será el juez, pero del modo que él mismo ha indicado hablando
del juicio final (cf. Mt 25, 31-46). El suyo será un juicio sobre el
amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de que el Esposo
estaba con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo supiéramos.
El juez es el Esposo de la Iglesia
y de la humanidad. Por esto juzga diciendo: «Venid, benditos de mi Padre...
Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era
forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25,
34-36). Naturalmente esta relación podría alargarse y en ella podrían aparecer
una infinidad de problemas, que afectan también a la vida conyugal y familiar.
Podríamos encontrarnos también expresiones como éstas: «Fui niño todavía no
nacido y me acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis
para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un
hijo vuestro». Y también: «Ayudasteis a las madres que dudaban, o que estaban
sometidas a fuertes presiones, para que aceptaran a su hijo no nacido y le
hicieran nacer; ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para
mantener y educar a los hijos que Dios les había dado». Y podríamos continuar
con una relación larga y diferenciada, que comprende todo tipo de verdadero
bien moral y humano, en el cual se manifiesta el amor. Ésta es la gran mies
que el Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio, vendrá a
cosechar: es la mies de gracias y obras buenas, madurada bajo el soplo
del Esposo en el Espíritu Santo, que nunca cesa de actuar en el mundo y en la
Iglesia. Demos gracias por esto al Dador de todo bien.
Sabemos, sin embargo, que en la
sentencia final, referida por el evangelista Mateo, hay otra relación, grave y
aterradora: «Apartaos de mí... Porque tuve hambre, y no me disteis de comer;
tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba
desnudo, y no me vestisteis» (Mt 25, 41-43). Y en esta relación se
pueden encontrar también otros comportamientos, en los que Jesús se presenta
también como el hombre rechazado. Así, él se identifica con la mujer o
el marido abandonado, con el niño concebido y rechazado: «¡No me habéis
recibido!» Este juicio pasa también a través de la historia de nuestras
familias y de la historia de las naciones y de la humanidad. El «no me habéis
recibido» de Cristo implica también a instituciones sociales, gobiernos y
organizaciones internacionales.
Pascal escribió que «Jesús estará en
agonía hasta el fin del mundo»54. La agonía de Getsemaní y la agonía del
Gólgota son el culmen de la manifestación del amor. En una y otra se
manifiesta el Esposo que está con nosotros, que ama siempre de nuevo, que «ama
hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). El amor que hay en él y que de él va
más allá de los confines de las historias personales o familiares, sobrepasa
los confines de la historia de la humanidad.
Al final de estas reflexiones,
queridos hermanos y hermanas, pensando en lo que, durante este Año de la
familia, se proclamará desde diversas tribunas, quisiera renovar con vosotros
la confesión hecha por Pedro a Cristo: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn
6, 68). Digamos juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf. Mc 13,
31). ¿Qué puede desearos el Papa al final de esta larga meditación sobre el
Año de la familia? Desea que todos os veáis reflejados en estas palabras,
que «son espíritu y son vida» (Jn 6, 63).
Fortalecidos en el hombre interior
23. Doblo mis rodillas ante el Padre
del cual toma nombre toda paternidad y maternidad «para que os conceda... que
seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3,
16). Recuerdo gustoso estas palabras del Apóstol, a las que me he referido en
la primera parte de la presente carta. Son, en cierto modo, palabras-clave. La
familia, la paternidad y la maternidad caminan juntas, al mismo paso. A su
vez, la familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el «hombre
interior» del que habla el Apóstol. La consolidación de su fuerza es don del
Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.
El Año de la familia pone ante
nosotros y ante la Iglesia un cometido enorme, no distinto del que concierne a
la familia cada año y cada día, pero que en el contexto de este año adquiere
particular significado e importancia. Hemos iniciado el Año de la familia en
Nazaret, en la solemnidad de la Sagrada Familia; a lo largo de este año
deseamos peregrinar a ese lugar de gracia, que es el santuario de la Sagrada
Familia en la historia de la humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación
recuperando la conciencia del patrimonio de verdad sobre la familia, que desde
el principio constituye un tesoro de la Iglesia. Es el tesoro que se
acumula a partir de la rica tradición de la antigua alianza, se completa en la
nueva y encuentra su expresión plena y emblemática en el misterio de la Sagrada
Familia, en la cual el Esposo divino obra la redención de todas las familias.
Desde allí Jesús proclama el «evangelio de la familia». A este tesoro de
verdad acuden todas las generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando
por los Apóstoles, de cuya enseñanza nos hemos aprovechado abundantemente en
esta carta.
En nuestra época este tesoro es
explorado a fondo en los documentos del concilio Vaticano II55; interesantes
análisis se han hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a
los esposos56; en la encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las
intervenciones durante el Sínodo de los obispos dedicado a la familia (1980), y
en la exhortación apostólica Familiaris consortio. A estas
intervenciones del Magisterio ya me he referido al principio. Si las menciono
ahora es para destacar lo extenso y rico que es el tesoro de la verdad
cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan solamente lostestimonios
escritos. Mucho más importantes son los testimonios vivos. Pablo VI
observaba que, «el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los
testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son
testigos»57. Es sobre todo a los testigos a quienes, en la Iglesia, se confía
el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que a través de
la familia han encontrado el camino de su vocación humana y cristiana, la
dimensión del «hombre interior» (Ef 3, 16), de la que habla el Apóstol,
y han alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas
otras familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es la
vocación universal de los bautizados58. En nuestra época, como en el pasado, no
faltan testigos del «evangelio de la familia», aunque no sean conocidos o no
hayan sido proclamados santos por la Iglesia. El Año de la familia constituye
la ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de su existencia y su gran
número.
A través de la familia discurre la
historia del hombre, la historia de la salvación de la humanidad. He tratado de
mostrar en estas páginas cómo la familia se encuentra en el centro de la gran
lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto
se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo
para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo,
redentor del hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como propias
por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con ocasión del milenio
del cristianismo en Polonia, la familia sea «fuerte de Dios»59. He aquí
la razón por la cual la presente carta ha querido inspirarse en las
exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1 Co
7, 1-40; Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y en las cartas de Pedro y
de Juan (cf. 1 P 3, 1-7; Jn 2, 12-17). ¡Qué parecidas son, aunque en un
contexto histórico y cultural distinto, las situaciones de los cristianos y de
las familias de entonces y de ahora!
Os hago, pues, una invitación: una
invitación dirigida especialmente a vosotros, queridos esposos y esposas,
padres y madres, hijos e hijas. Es una invitación a todas las Iglesias
particulares, para que permanezcan unidas en la enseñanza de la verdad
apostólica; a los hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los
institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones
de fieles laicos; a los hermanos y hermanas, a los que nos une la fe común en
Jesucristo, aunque no vivamos aún la plena comunión querida por el Salvador 60;
a todos aquellos que, participando en la fe de Abraham, pertenecen como
nosotros a la gran comunidad de los creyentes en un único Dios61; a aquellos
que son herederos de otras tradiciones espirituales y religiosas; a todos los
hombres y mujeres de buena voluntad.
¡Que Cristo, que es el mismo «ayer,
hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8), esté con nosotros mientras doblamos las
rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad y maternidad y toda
familia humana (cf. Ef 3, 14-15) y, con las mismas palabras de la
oración al Padre, que él mismo nos enseñó, ofrezca una vez más el testimonio
del amor con que nos «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1)!
Hablo con la fuerza de su verdad al
hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes bienes son el
matrimonio, la familia y la vida; y qué gran peligro constituye el no respetar
estas realidades y una menor consideración de los valores supremos en los que
se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano.
Que el Señor Jesús nos recuerde estas
cosas con la fuerza y la sabiduría de la cruz (cf. 1 Co 1,
17-24), para que la humanidad no ceda a la tentación del «padre de la mentira»
(Jn 8, 44), que la empuja constantemente por caminos anchos y
espaciosos, aparentemente fáciles y agradables, pero llenos realmente de
asechanzas y peligros. Que se nos conceda seguir siempre a Aquel que es «el
camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).
Que sean éstos, queridísimos hermanos
y hermanas, el compromiso de las familias cristianas y el afán misionero de la
Iglesia durante este año, rico de singulares gracias divinas. Que la Sagrada
Familia, icono y modelo de toda familia humana, nos ayude a cada uno a caminar
con el espíritu de Nazaret; que ayude a cada núcleo familiar a profundizar su
misión en la sociedad y en la Iglesia mediante la escucha de la Palabra de
Dios, la oración y la fraterna comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor
hermoso, y José, custodio del Redentor, nos acompañen a todos con su incesante
protección!
Con estos sentimientos bendigo a cada
familia en el nombre de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de febrero,
fiesta de la Presentación del Señor, del año 1994, décimo sexto de mi
Pontificado.
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