PARTE I: EL CREDO
CAPÍTULO II: DIOS Y SUS
PERFECCIONES
¿Quién es Dios? Una vez leí que un
catequista pretendía haber perdido la fe cuando un niño le preguntó: «¿Quién
hizo a Dios»? y súbitamente se dio cuenta que no tenía respuesta que darle.
Cuesta creerlo, porque me parece que
alguien con suficiente talento para enseñar en una catequesis tendría que saber
que la respuesta es «Nadie».
La prueba principal de la existencia de
Dios yace en el hecho de que nada sucede a no ser que algo lo cause. Los
bizcochos no desaparecen del envase a no ser que los dedos de alguien se los
lleven. Un nogal no brota del suelo si antes no cayó allí una nuez. Los
filósofos enuncian este principio diciendo que «cada efecto debe tener una
causa».
Así, si nos remontamos a los orígenes de
la evolución del universo físico (un millón de años, o un billón, o lo que los
científicos quieran), llegaremos al fin a un punto en que nos tendremos que
preguntar: «Estupendo, pero ¿quién lo puso en marcha? Alguien tuvo que echar a andar
las cosas o no habría universo. De la nada, nada viene.» Los bebés vienen de
sus papás, y las flores de semillas, pero tiene que haber un punto de partida.
Ha de haber alguien no hecho por otro, ha de haber alguien que haya existido
siempre, alguien que no tuvo comienzo. Ha de haber alguien con poder e
inteligencia sin límites, cuya propia naturaleza sea existir.
Ese alguien existe, y ese Alguien es
exactamente Aquel a quien llamamos Dios. Dios es el que existe por naturaleza
propia. La única descripción exacta que podemos dar de Dios es decir que es «el
que es». Por eso, la respuesta al niño preguntón es sencillamente: «Nadie hizo
a Dios. Dios ha existido siempre y siempre existirá.» Expresamos el concepto de
Dios, el que sea el origen de todo ser, por encima y más allá de todo lo que
existe, diciendo que es el Ser Supremo. De ahí se sigue que no puede haber más
que un Dios. Hablar de dos (o más) seres supremos sería una contradicción.
La misma palabra «supremo» significa
«por encima de los demás». Si hubiera dos dioses igualmente poderosos, uno al
lado del otro, ninguno de ellos sería supremo. Ninguno tendría el infinito
poder que Dios debe tener por naturaleza. El «infinito» poder de uno anularía
el «infinito» poder del otro. Cada uno sería limitado por el otro. Como dice
San Atanasio: «Hablar de varios dioses igualmente omnipotentes es como hablar
de varios dioses igualmente impotentes.» Hay un solo Dios y es Espíritu Para
entenderlo tenemos que saber que los filósofos distinguen dos clases de sustancias:
espirituales y físicas. Una sustancia física es la hecha de partes. El aire que
respiramos, por ejemplo, está compuesto de nitrógeno y oxígeno. Estos, a su
vez, de moléculas, y las moléculas de átomos, y los átomos de neutrones,
protones y electrones. Cada trocito del universo material está hecho de
sustancias físicas. Las sustancias físicas llevan en sí los elementos de su
propia disolución, ya que sus partes pueden separarse por corrupción o
destrucción.
Por el contrario, una sustancia
espiritual no tiene partes. No hay nada que pueda romperse, corromperse,
separarse o dividirse. Esto se expresa en filosofía- diciendo que una sustancia
espiritual es una sustancia simple. Y ésta es la razón de que las sustancias
espirituales sean inmortales. Fuera de un acto directo de Dios, no hay modo de
que dejen de existir.
Conocemos tres clases de sustancias
espirituales. Primero de todo la de Dios mismo, el Espíritu infinitamente
perfecto. Luego, la de los ángeles, y, por último, las almas humanas.
En los tres casos hay una inteligencia
que no depende de sustancia física para actuar. Es verdad que, en esta vida,
nuestra alma está unida a un cuerpo físico y que depende de él para sus
actividades. Pero no es una dependencia absoluta y permanente. Cuando se separa
del cuerpo por la muerte, el alma aún actúa. Aún conoce y ama, incluso más
libremente que en esta vida mortal.
Si quisiéramos imaginar cómo es un
espíritu (tarea difícil, pues «imaginar» significa hacerse una imagen, y aquí
no hay imagen que podamos adquirir); si quisiéramos hacernos una idea de lo que
es un espíritu, podemos pensar cómo seríamos si nuestro cuerpo súbitamente se
evaporara. Aún conservaríamos nuestra identidad y personalidad propias; aún
retendríamos todo el conocimiento que poseemos, todos nuestros afectos.
Aún seríamos YO -pero sin cuerpo-.
Seríamos, pues, espíritu.
Si «espíritu» resulta una palabra
difícil de captar, «infinito» aún lo es más. «Infinito» significa «no finito»,
y, a su vez, «finito» quiere decir «limitado». Una cosa es limitada si tiene un
límite o capacidad que no puede traspasar. Todo lo creado es finito de algún
modo. Hay límite al agua que puede contener el océano Pacífico. Hay límite a la
energía del átomo de hidrógeno. Hay límite incluso a la santidad de la Virgen María.
Pero en Dios no hay límites de ninguna clase, no está limitado en ningún
sentido.
El catecismo nos dice, que Dios es «un
Espíritu infinitamente perfecto». Lo que significa que no hay nada bueno,
deseable o valioso que no se encuentre en Dios en grado absolutamente
ilimitado. Quizá lo expresaremos mejor si invertimos la frase y decimos que no
hay nada bueno, deseable o valioso en el universo que no sea reflejo (una
«chispita», podríamos decir) de esa misma cualidad según existe
inconmensurablemente en Dios. La belleza de una flor, por ejemplo, es un
reflejo minúsculo de la belleza sin límites de Dios, igual que el fugaz rayo de
luna es un reflejo pálido de la cegadora luz solar.
Las perfecciones de Dios son de la misma
sustancia de Dios. Si quisiéramos expresarnos con perfecta exactitud no
diríamos «Dios es bueno», sino «Dios es bondad». Dios, hablando con propiedad,
no es sabio: es la Sabiduría.
No podemos entretenernos aquí para
exponer todas las maravillosas perfecciones divinas, pero, al menos, daremos
una ojeada a algunas. Ya hemos tratado una de las perfecciones de Dios: su
eternidad. Hombres y ángeles pueden calificarse de eternos, ya que nunca
morirán. Pero tuvieron .principio y están sujetos a cambio. Sólo Dios es eterno
en sentido absoluto; no sólo no morirá nunca, sino que jamás hubo un tiempo en
que El no existiera. El será -como siempre ha sido- sin cambio alguno.
Dios es, como hemos dicho, bondad
infinita. No hay límites a su bondad, que es tal que verle será amarle con amor
irresistible. Y esta bondad se derrama continuamente sobre nosotros.
Alguien puede preguntar: «Si Dios es tan
bueno, ¿por qué permite tantos sufrimientos y males en el mundo? ¿Por qué deja
que haya crímenes, enfermedades y miseria?» Se han escrito bibliotecas enteras
sobré el problema del mal, y no se puede pretender que tratemos aquí este tema
como se merece. Sin embargo, sí podemos señalar que el mal, tanto físico como
moral, en cuanto afecta a los humanos, vino al mundo como consecuencia del
pecado del hombre. Dios, que dio al hombre libre albedrío y puso en marcha su
plan para la humanidad, no está interfiriendo continuamente para arrebatarle
ese don de la libertad. Con ese libre albedrío que Dios nos dio tenemos que
labrarnos nuestro destino hasta su final -hasta la felicidad eterna, si a ella
escogemos dirigirnos, y con la ayuda de la gracia divina, si queremos aceptarla
y utilizarla-, pero libres hasta el fin.
El mal es idea del hombre, no de Dios. Y
si el inocente y el justo tienen que sufrir la maldad de los males, su
recompensa al final será mayor. Sus sufrimientos y lágrimas serán nada en
comparación con el gozo venidero. Y mientras tanto, Dios guarda siempre a los
que le guardan en su corazón.
A continuación viene la realidad del
infinito conocimiento de Dios. Todo tiempo -pasado, presente y futuro-; todas
las cosas -las que son y las que podrían ser-; todo conocimiento posible es lo
que podríamos llamar «un único gran pensamiento» de la mente divina. La mente
de Dios contiene todos los tiempos y toda la creación, del mismo modo que el
vientre materno contiene a todo el niño.
¿Sabe Dios lo que haré mañana? Sí. ¿Y la
semana próxima? Sí. Entonces, ¿no es igual que tener que hacerlo? Si Dios sabe
que el martes iré de visita a casa de tía Lola, ¿cómo puedo no hacerlo? Esa
aparente dificultad, que un momento de reflexión nos resolverá, nace de
confundir a Dios conocedor con Dios causante. Que Dios sepa que iré a ver a mi
tía Lola no es la causa que me hace ir. O al revés, es mi decisión de ir a casa
de tía Lola lo que produce la ocasión de que Dios lo sepa. El hecho de que el
meteorólogo estudiando sus mapas sepa que lloverá mañana, no causa la lluvia.
Es al revés. La condición indispensable de que mañana va a llover proporciona
al meteorólogo la ocasión de saberlo.
Para ser teológicamente exactos conviene
decir aquí que, absolutamente hablando, Dios es la causa de todo lo que sucede.
Dios es, por naturaleza, la Primera Causa. Esto quiere decir que nada existe y
nada sucede que no tenga su origen en el infinito poder de Dios.
Sin embargo, no hay necesidad de entrar
aquí en la cuestión filosófica de la causalidad.
Para nuestro propósito basta saber que
la presciencia divina no me obliga a hacer lo que yo libremente decido hacer.
Otra perfección de Dios es que no hay
límites a su presencia; decimos de El que es «omnipresente». Está siempre en
todas partes. ¿Y cómo podría ser de otro modo si no hay lugares fuera de Dios?
Está en este despacho en que escribo, está en la habitación en que me lees. Si
algún día una aeronave llegara a Marte o Venus, el astronauta no estaría solo
al alcanzar el planeta: Dios estará allí.
La presencia sin límites de Dios,
nótese, nada tiene que ver con el tamaño. El tamaño es algo perteneciente a la
materia física. «Grande» y «pequeño» no tienen sentido si se aplican a un
espíritu, y menos aún a Dios. No, no es que una parte de Dios esté en este
lugar y otra en otro. Todo Dios está en todas partes. Hablando de Dios, espacio
es tan sin significado como tamaño.
Otra perfección divina es su poder
infinito. Puede hacerlo todo: es omnipotente. «¿Puede hacer un círculo
cuadrado?», alguno puede preguntar. No, porque un círculo cuadrado no es algo,
es nada, una contradicción en términos como decir luz del día por la noche.
«¿Puede Dios pecar?» No, de nuevo,
porque el pecado es un fallo en la obediencia debida a Dios. En fin, Dios puede
hacerlo todo menos lo que es no ser, lo que es nada.
Dios es también infinitamente sabio. En
principio, lo ha hecho todo, así que evidentemente sabe cuál es el modo mejor
de usar las cosas que ha hecho, cuál es el mejor plan para sus criaturas.
Alguno que se queje «¿Por qué hace Dios esto?» o «¿Por qué no hace Dios eso y
aquello?», debería recordar que una hormiga tiene más derecho a criticar a
Einstein que el hombre, en su limitada inteligencia, a poner en duda la
infinita sabiduría de Dios.
Apenas hace falta resaltar la infinita
santidad de Dios. La belleza espiritual de Aquel en quien tiene origen toda la
santidad humana es evidente. Sabemos que incluso la santidad sin mancha de
Santa María, ante el esplendor radiante de Dios, sería como la luz de una
cerilla comparada con la del sol.
Y Dios es todo misericordia. Tantas
veces como nos arrepentimos, Dios perdona. Hay un límite a tu paciencia y a la
mía, pero no a la infinita misericordia divina. Pero también es infinitamente
justo. Dios no es una abuelita indulgente que cierra los ojos a nuestros
pecados. Nos quiere en el cielo, pero su misericordia no anula su justicia si
rehusamos amarle, que es nuestra razón de ser.
Todo esto y más es lo que significamos
cuando decimos «Dios es un espíritu infinitamente perfecto».
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