Claves para Comprender la Cultura Contemporánea
Un Aporte desde la Relación entre
Cristología y Moral
Mons. Antonio Marino
Extracto de la
ponencia presentada en el Curso sobre “Cultura y Contracultura en Nuestro
Tiempo” del Centro Pieper, pronunciada el día 21 de Abril del 2012 en el CEDIER
de Mar del Plata.
I. Cristo y el Hombre
Entre el antropocentrismo y el
teocentrismo
Con la encíclica Veritatis splendor, cuyos
principales destinatarios son los obispos de la Iglesia Católica ,
el Papa Juan Pablo II, al proponer los fundamentos de la teología moral, ha
buscado llegar a la conciencia de los hombres de nuestro tiempo, poniendo las
bases para suscitar un diálogo orientado "no sólo a los creyentes sino a
todos los hombres de buena voluntad" (VS 3).
Desde la Introducción de este
magno texto, luego de afirmar que "la respuesta decisiva a cada
interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y
morales, la da Jesucristo", nos encontramos, en el n. 2, con el texto
conciliar de Gaudium et spes 22:
Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era
figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación.
Esta cita de la
constitución pastoral sobre la
Iglesia en el mundo contemporáneo, puede ser considerada como
la referencia obligada y el principio inspirador de todo el magisterio del Papa
actual, desde los inicios mismos de su pontificado hasta nuestros días.
Prolongaba, de este modo, una pasión que lo movía desde su temprana docencia,
cuando siendo un joven teólogo, se había empeñado en mostrar cómo la fe de los
cristianos en el misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios, brinda a los hombres de
pensamiento la clave para superar la tensión instalada en la cultura
occidental, desde la edad moderna, entre antropocentrismo y teocentrismo, dos
posturas que fueron presentadas como alternativas culturales irreconciliables[1].
En Cristo, Dios y el hombre están simultáneamente y sin contradicción en el
centro de la actividad cultural. Así lo afirmaba en su segunda gran encíclica
Dives in misericordia:
Cuanto más se centre en el hombre la misión
desarrollada por la Iglesia ,
cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y
realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús.
Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano
han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el
teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de
unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es
también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante del
Magisterio del último Concilio (...) [2].
No es difícil señalar en el texto de Veritatis
splendor cómo la herencia de la antropología de Gaudium et spes ha dejado
múltiples huellas en la doctrina moral del Papa. Numerosos pasajes de la
encíclica se apoyan expresamente en ella. Citamos a continuación el número 53,
que remite al texto de Gaudium et spes 10:
Poner en tela de juicio los elementos
estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión
corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que
haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio",
precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había
deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (Cfr. Mt
19, 1-9). En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los
cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento
último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos" (GS 10). Él
es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la
ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de
caridad hacia Dios y el prójimo.
II. Contexto
Entre un Cristo "puro paradigma" y
una moral universal sin Cristo
En nuestro sencillo aporte, donde procuramos
poner en evidencia, a modo de simple esbozo, sólo algunos de los principales
vínculos entre cristología y moral establecidos en la encíclica, juzgamos
oportuno partir de la breve presentación de un contexto doctrinal que vuelve
más comprensible la doctrina del Papa.
La preocupación de fondo, que recorre
transversalmente toda la encíclica, es el relativismo ético de nuestro tiempo,
con las tendencias subjetivistas y utilitaristas, que buscan consolidarse
teóricamente (VS 106), y que en diferentes formas de expresión han alcanzado
también a la teología moral, a través de una extensa literatura, dando lugar a
perplejidades graves, con repercusión práctica en la disciplina sacramental.
La encíclica tomará clara posición ante una de
las causas determinantes de la crisis, a saber, la negación de una ley natural,
entendida como expresión de la ley eterna y conocida por la razón natural, y
cuyos preceptos expresan verdades válidas universalmente, en todo tiempo y
lugar.
Simplificando un tanto las cosas, podemos
decir que la encíclica al volver a afirmar la doctrina tradicional sobre la ley
natural mantiene distancia frente a dos modelos o posturas contrapuestos entre
sí: una moral según la cual Cristo es "puro paradigma", sin un código
ético de normas concretas y universales; y una moral universal que no necesita
de Cristo para constituirse.
Por un lado, nos encontramos con una corriente
de teólogos moralistas, cuyas posiciones son sintetizadas en el n. 37 de la
encíclica. Estos buscan presentar una ética que responda a los planteos y
exigencias de un mundo secularizado y "post-cristiano":
Queriendo, no obstante, mantener la vida moral
en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas
una clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden ético
-que tendría origen humano y valor solamente mundano-, y un orden de la
salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y
actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia se ha llegado
hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido
moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se
limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la
razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas
verdaderamente "objetivas", es decir, adecuadas a la situación
histórica concreta.
Para estos autores, por tanto, el cristianismo
consiste en el "seguimiento de Cristo", en la opción por él, sin que
esto implique ni una moral nueva, ni la existencia de un código moral universal
y permanente, cuya vigencia, Cristo vendría a ratificar con su autoridad. Puede
entenderse, de este modo, que en nombre de la autonomía, se niegue a la Iglesia y al Magisterio
competencia alguna en el plano de las normas morales.
Es común reconocer en esta forma de pensar el
influjo del pensamiento de la
Ilustración , que tiene en Kant su máximo exponente, aun
cuando dichos autores no adhieran en su integridad a sus ideas sobre la figura
de Cristo. En la concepción kantiana, nos encontramos ante la reducción ética
del cristianismo [3]. La
idea de Dios encuentra cabida sólo en la razón práctica, como uno de sus
postulados, y la religión es recibida como valioso auxiliar de la moral, al
servicio de la ley universal del deber.
A fin de superar en el hombre la poderosa
inclinación hacia el mal, la función de la religión es dar al principio del
bien toda su fuerza atractiva. El cristianismo lo hace proponiendo en la figura
de Cristo el paradigma del principio moral, capaz de animar una comunidad
ética, donde los sencillos se sostienen mutuamente en la práctica de la virtud.
En esta perspectiva se sitúa su obra "La religión dentro de los límites de
la mera razón" (1793), desde la cual puede ser interpretado todo el
cristianismo y sus doctrinas [4].
La idea de la Encarnación , no es más
que un modo de hablar adaptado a las necesidades de la comunidad ética.
Igualmente, la "humillación del Hijo de Dios" debe ser entendida en
el sentido de la presencia de este Ideal de la razón práctica en nuestra
voluntad inclinada al mal. Y puesto que la realización de este Ideal exige a la
humanidad carnal el sacrificio de sus inclinaciones sensibles, nos
representamos su encarnación entre nosotros como un hombre que "estaría
dispuesto a tomar sobre sí todos los sufrimientos, hasta la muerte más
ignominiosa, por la salvación del mundo y a favor de sus enemigos".
Lo mismo que otros filósofos de la Ilustración , Kant,
educado en el pietismo protestante, ha sentido fascinación ante la figura de
Cristo. Pero en él contempla sólo la personificación perfecta del ideal de
moralidad humana.
Por una parte, dentro de su concepción
crítica, quiere poner a salvo la autonomía y la dignidad de la libertad humana,
ante la cual el influjo exterior ejercido por una religión histórico-positiva,
que tiene sus dogmas, sus normas y su jerarquía, aparece como una amenaza. El
hombre es un sujeto ético autónomo, con un deber moral personal e
irrenunciable.
Por otra parte, él está convencido de que el
hombre no puede superar su pecado con su sola razón, y se plantea el problema
de cómo Cristo puede salvar al hombre con una intervención sobrenatural sin
comprometer su autonomía ni su dignidad de sujeto ético autónomo.
Kant formula la Idea Christi. Así,
entre la heteronomía de Dios y la autonomía de la razón libre, propone la
interpretación ético-práctica de la persona de Cristo. Su influjo salvador no
proviene de su obra histórica y real sino del hecho de ser el ideal o modelo
ejemplar más sublime de la moralidad [5];
su evangelio moral ha ejercido en la historia una gran función pedagógica y una
"completa revolución" [6].
Nos hemos detenido en esbozar la
interpretación kantiana sobre el vínculo entre Cristo y la moral, pues a pesar
de todas las diferencias en cuanto a la base dogmática acerca de la identidad
divina del Salvador, sus ideas principales han servido de fuente inspiradora y
se han abierto amplio cauce en la producción literaria de muchos moralistas.
En el otro extremo, nos encontramos con
aquellos autores que se han empeñado en sostener la existencia de normas
concretas universales y necesarias. Durante algunos siglos han aparecido obras
presuntamente escritas ad mentem Sancti Thomae. Pero en su búsqueda de
fundamentos para una moral universalmente válida, han amputado a la moral
tomista sus elementos y bisagras esenciales, como el tratado de la
bienaventuranza, el tratado de la ley nueva, el tratado de los dones del
Espíritu Santo y el tratado de la gracia. Podemos decir que aquí nos
encontramos con una caricatura de la auténtica moral tomista [7].
En este caso, se ha reducido a la moral al
estudio de las obligaciones, convirtiendo a la misma, en la ciencia que
determina lo permitido y lo prohibido. Una cierta moral de la obligación, se ha
limitado a la enseñanza de la ley natural y a los mandamientos de la Antigua Alianza ,
con pocas referencias a la figura de Cristo y al Evangelio, ya que el aporte de
éste, en cuanto a nuevas obligaciones es muy reducido.
Si este fuese el cometido de la moral, se entiende
bien la dificultad para darle una presentación cristocéntrica, pues como el
mismo Santo Tomás reconocía, la "ley nueva" añadió muy pocas cosas a
la ley natural: "quae praeter preacepta legis naturae, paucissima
superaddidit in doctrina Christi et Apostolorum ..." (I-II, q.107, a.4).
Notemos finalmente, como tanto unos como
otros, de manera independiente, coinciden de hecho, más que en declaraciones
formales, en la negación de la existencia de una moral específicamente
cristiana.
III. Una moral Cristocéntrica,
de validez Universal
La imagen de Cristo en la naturaleza del
hombre
Para salir de esta falsa alternativa, la
encíclica, por un lado, reivindica la validez y la normatividad del lenguaje
acerca de una ley natural con vigencia universal e inmutable, como resulta
manifiesto a lo largo de la lectura de todo el texto; por otro, evita una
presentación abstracta de la misma, proponiendo dicha validez como si Cristo no
existiera.
Muy otro es el método seguido por el Papa. Su
marcado cristocentrismo no se convierte en barrera para el diálogo con todo
hombre, incluido el no cristiano o el no creyente; antes bien, en su método
expositivo, se muestra fiel al principio de que Cristo es el revelador del
hombre. Cristo en su identidad de Hijo eterno enviado por el Padre, Dios
verdadero y verdadero hombre, es el mejor punto de partida para salir al
encuentro de todo ser humano. Cristo en la integridad de su misterio, tal como
quedó manifestado en la
Revelación y como es confesado por el dogma eclesial, según
las diversas fases de su existencia: Verbo preexistente y creador; hijo de
María y Maestro de vida que compartió nuestra condición humana y trajo el don
de la ley nueva; y Señor victorioso que, mediante la gracia del Espíritu Santo,
ejerce su influjo sobre todos los hombres, domina sobre el tiempo y es la meta
final de la historia. El cristocentrismo del Papa, es al mismo tiempo
trinitario y antropológico. Cristo revela simultáneamente, en su propia
persona, la profundidad del misterio de Dios y la profundidad del misterio del
hombre. Estamos muy lejos de un Cristo encerrado "dentro de los límites de
la mera razón" o de la "Idea Christi".
Dicho de otro modo, Juan Pablo II no elige
como base primera para el diálogo con todo hombre de buena voluntad, el terreno
de la sola razón natural, para luego orientar la atención a la figura de
Cristo, sino que parte directamente de él. El misterio de Cristo, en su
bipolaridad indivisible de Encarnación y Salvación, o cristología y
soteriología, es una dimensión omnipresente y transversal, que sostiene toda la
reflexión moral de la encíclica. Hablar de Cristo como camino del hombre en
busca de felicidad y de plenitud, no implica proponer un fideísmo voluntarista,
sin fundamento ni referencia a sus exigencias racionales o a las aspiraciones
más profundas de su naturaleza. Por el contrario, como lo expresará también en
su posterior encíclica Fides et ratio: "La Verdad , que es Cristo, se
impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cfr Ef
4,15) tanto la teología como la filosofía" (FR 92).
Si por un lado, la revelación cristiana abre
al hombre a perspectivas que trascienden totalmente su capacidad natural de
conocimiento, por otro, esa misma revelación se presenta como plenitud
insospechada de sus anhelos más íntimos. En este sentido, podemos citar las
palabras que encontramos en el n. 25 de Veritatis splendor, donde el Papa
afirma la contemporaneidad de Cristo con todo hombre de la historia, y también
la perenne actualidad de la pregunta del joven rico:
El coloquio de Jesús con el joven rico
continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La
pregunta: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para alcanzar la vida
eterna?" brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo
quien ofrece la respuesta definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de
Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está
siempre presente y operante en medio de nosotros según su promesa: "He
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt
28,20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se
realiza en el cuerpo vivo de la
Iglesia.
La pregunta por el sentido último de la vida,
por la felicidad, coincide con el planteo del bien escatológico: "¿qué he
de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?". La respuesta de Cristo
consiste en indicar el camino de los mandamientos del Decálogo, que contienen
la ley moral, e invitar al "seguimiento" de su persona. Mirada en el
conjunto del Evangelio, la respuesta incluye el don del Espíritu Santo, cuya
gracia es la ley nueva. Cristo, así, compromete su asistencia permanente,
volviéndose contemporáneo con todo hombre. Esta contemporaneidad de Cristo,
apela a un encuentro personal con él, cuyo ámbito es el seno de la Iglesia , Madre y Maestra.
En el n. 95 nos encontramos con una cita literal de la Exhortación apostólica
Familiaris consortio 33, texto notable que vale la pena reproducir:
Como Maestra, no se cansa de proclamar la
norma moral... De tal norma la
Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En
obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y
en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a
todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad
y de perfección.
Juzgamos que este texto tiene una particular
importancia en orden a fundar en la cristología el diálogo de la Iglesia con el mundo
contemporáneo. Se mencionan palabras fundamentales y se establece entre ellas un
nexo orgánico: Cristo, identificado con la verdad; el hombre, hecho a imagen de
Cristo; la ley moral, grabada en la naturaleza del hombre; la Iglesia , intérprete de la
ley moral. De este modo, se establece un nexo intrínseco entre Cristo y la ley
natural. Ésta, en efecto, está inscrita en la misma naturaleza del hombre,
creado a su vez a imagen de Cristo, y tiene, por tanto, en él su fundamento. El
Papa funda, así, cristológicamente, el tema de la ley natural.
Según estos elementos, y muchos otros que habrá
que seguir recogiendo, podemos decir que la ley natural se vincula con Cristo,
no sólo por haber recibido de él su confirmación al referirse al Decálogo como
código de conducta o camino necesario "para alcanzar la vida eterna",
sino más profundamente, desde la ontología misma del hombre, hecho a imagen de
Cristo.
A este texto pueden añadirse muchos otros como
el que encontramos en el n. 53 de nuestra encíclica, que ya hemos citado:
"Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza
humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su
dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo". Naturaleza y gracia, por
tanto, sin confundirse, no se separan, y el misterio de la Encarnación del Verbo,
una vez más, es la luz decisiva que ilumina el misterio del hombre,
manifestándole de este modo su identidad y su vocación última.
La cuestión moral, que involucra a los hombres
de todo tiempo, quedó expresada en la pregunta del joven anónimo: "¿qué he
de hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?". Aun los no cristianos y
los no creyentes se la plantean a su manera, pues es la pregunta por el sentido
pleno y último de la vida humana.
La encíclica se ubica en una perspectiva
teológica más que histórica, al presentar a Cristo como aquel que suscita tal
pregunta y como el único capaz de brindar la respuesta definitiva (VS 25). Es
siempre él quien despierta ante todo hombre de la historia la pregunta moral, y
también es él quien da la respuesta. Pero no se trata solamente del Jesús
histórico, cuando hablaba a los hombres de su tiempo, sino del Cristo viviente
cuya gracia abarca todos los tiempos, e interpela y responde a todos los
hombres de la historia, por diversos caminos, a través de su Iglesia y de la
secreta acción del Espíritu Santo en el corazón de cada hombre.
IV. Cristo Maestro y
Modelo
Verdad y vida
Uno de los motivos recurrentes a lo largo del
texto de la encíclica, consiste en mostrar la imposible separación entre fe y
moral, entre orden ético y orden de la salvación (VS 37), y entre libertad y
verdad. Lo vemos desde el comienzo, cuando en el n. 4 (in fine) leemos:
Está también difundida la opinión que pone en
duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en
relación con la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad
interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de
opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva
individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales.
Ante tal opinión, el Papa no deja de recordar
que "Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto
de la verdad es condición para la auténtica libertad: "Conoceréis la
verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)" (VS 87).
Los teólogos moralistas de la etapa
post-conciliar, se fueron planteando preguntas acerca de la especificidad
cristiana de la moral. ¿Predicó Cristo una moral que añadiese contenidos nuevos
al código moral de la humanidad? Si la moral del Evangelio no aporta preceptos
nuevos, ¿no podríamos decir que su novedad consiste en una "nueva
actitud", en una exhortación o parénesis genérica? ¿No cabe afirmar que
moral natural y moral cristiana son idénticas en cuanto a sus "exigencias
categoriales", y que sólo las "exigencias trascendentales"
otorgan especificidad cristiana a la moral? ¿No existe un "orden
ético" autónomo y distinto respecto de un "orden de la
salvación"? Este trasfondo es tenido en cuenta en la lectura que el Papa
hace sobre la pregunta moral y su respuesta.
La pregunta del joven del Evangelio manifiesta
su conciencia de la íntima conexión entre el obrar moral y el destino último
del hombre. Ante tal pregunta, Cristo comienza orientando la mirada hacia el
"solo bueno", hacia Dios. Para Jesús, la moralidad de los actos es
inseparable de su raíz religiosa. El orden moral no es autónomo, y lo bueno y
lo malo se disciernen por relación al Bien absoluto que es Dios, teniendo en
cuenta la correspondencia de amor a él, a su voluntad y a su ley.
Jesús remite a los mandamientos del Decálogo:
"Si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos" (Mt 19, 17).
Ellos son "la condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna" (VS 72), "la condición básica para el amor al prójimo y al
mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el
camino hacia la libertad, su inicio" (VS 13). El bien auténtico del
hombre, según la reflexión de la encíclica,(...) es establecido como ley
eterna, por la Sabiduría
de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por
medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es "ley
natural"), cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la revelación
sobrenatural de Dios (y por ello es llamada "ley divina") (VS 72).
De donde se deduce, en conformidad con la
doctrina tomista [8], que
la valoración moral de los actos guarda relación con la libre opción por un
bien objetivamente verdadero y no "sólo porque sea funcional para alcanzar
este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea
buena" (VS 72).
Puesto que la respuesta de Jesús no satisface
todavía al joven, quien vuelve a preguntar acerca de cuáles mandamientos debe
practicar, el Maestro orienta ahora su mirada hacia los mandamientos de la
segunda tabla. Con ocasión de estos últimos, se afirma que son la expresión del
mandamiento de amor al prójimo. Tienen una formulación negativa y constituyen
normas universales e inmutables. Es doctrina repetida a lo largo de la
exposición: "Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay
privilegios ni excepciones para nadie" (VS 96).
Debemos preguntarnos: ¿qué trae de nuevo Jesús
respecto de los mandamientos del Decálogo, resumidos por él mismo en el
mandamiento del amor a Dios y el mandamiento del amor al prójimo? Cuando, ante
el camino de los mandamientos señalado por Jesús, el joven insiste en
preguntar: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?" (Mt 19, 20),
su pregunta denota que, ante la persona de Jesús siente "la nostalgia de
una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos"
(VS 16). Jesús le indica un camino de perfección: "Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego ven, y
sígueme" (Mt 19, 21).
La novedad de Cristo está principalmente en
indicar el espíritu y la radicalidad de los mandamientos, como ocurre en el Sermón
de la montaña, que comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace
también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón
muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la
perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son ante todo promesas
de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para
la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de
Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la
comunión de vida con él (VS 16).
La sangre derramada por Cristo en el
sacrificio de la Cruz ,
es la culminación de su actitud permanente de docilidad al Espíritu en su
perfecto amor al Padre. Es también la expresión suprema de esta verdad,
vinculada con el triunfo pascual y la efusión del Espíritu Santo, quien con su
gracia se convierte en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano (cf. VS 114).
Los rasgos del magisterio moral de Cristo, no
se limitan, por tanto, a los contenidos de sus enseñanzas, sino que se
extienden a su conducta, a su persona, que invita a la comunión y se convierte
en modelo a seguir. En palabras del Papa: "Él mismo se hace Ley viviente y
personal, que invita a su seguimiento, da, mediante su Espíritu la gracia de
compartir su vida y su amor..." (VS 15; cf. VS 87).
Según el apóstol San Pablo, Dios nos llamó a
reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que él sea el primogénito entre
muchos hermanos (cf. Rom 8, 29). Esta imagen ejemplar de Cristo se expresa en
nosotros a través de nuestros actos morales, ordenados hacia el bien verdadero
del hombre, objetivamente y no sólo según la intención. Pero antes aún, esa
imagen del Hijo se reproduce en lo profundo de nuestro ser, por la gracia de la
filiación adoptiva, que tiende hacia su perfección en la gloria escatológica
(cf. VS 73; ver 21). La asimilación a Cristo iniciada en el Bautismo, encuentra
su culminación en la participación en la Eucaristía , "principio y fuerza del don
total de sí mismo" (VS 21).
_______
Notas:
[1] Cf. H. DE LUBAC, Ateísmo y sentido del hombre. Madrid,
Euramérica, 1969; ID., Le drame de l' humanisme athée. Paris, 19504; M.-J. LE
GUILLOU, Le mystère du Père. Foi des apôtres. Gnoses actuelles. Paris, Fayard,
1973; A. LÉONARD, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo. Un
discernimiento intelectual cristiano. Madrid, Encuentro, 1985; J. L. ILLANES,
Antropocentrismo y teocentrismo en la enseñanza de Juan Pablo II, en Scripta
Theologica 20(1988)643-665.
[2] JUAN PABLO II, Dives in misericordia 1d.
[3] Cf. A. LÉONARD, o.c., p.187. En lo que sigue sobre Kant
nos valemos ampliamente de su exposición. Pueden también consultarse valiosos
resúmenes en X. TILLIETTE, La christologie idéaliste, o.c., pp.42-53; ID., Le
Christ de la philosophie. Paris, Cerf, 1990,
pp.96-101; R. LATOURELLE, o.c., pp.305-308.
[4] Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft. Cf. traducción
española Madrid, Alianza, 1969.
[5] Cf. F.-J. HERRERO, o.c., p.253: "La persona histórica
de Jesús, en cuanto histórica, no contiene ningún valor en sí. La historia
puede decirnos de él lo que quiera. En este sentido es interesante notar que en
Kant no aparece nunca el nombre de 'Jesús', que designaría el hombre histórico,
sino los términos 'hijo de Dios', 'prototipo', etc., para el ideal de
perfección, y 'maestro', 'hombre-Dios', etc., para el hombre concreto. El
significado de su persona sólo podrá estar en relación con el ideal de la
humanidad. En cuanto idea realizada en el fenómeno, difícilmente constatable a
nuestra experiencia, Jesús es un ejemplo válido para todos. En cuanto su
doctrina concuerda con la religión de razón o es vista como medio para su
consecución, adquiere un sentido moral y puede ser valorizada. Lo restante
[v.gr. los misterios de la encarnación, resurrección y ascensión] es abandonado
porque no contribuye con nada 'práctico'para nosotros".
[6] Cf. J. A. MERINO ABAD, Cristo interpela también a los
filósofos, en Carthaginensia 15(1999)79-80.
[7] Cf. S. PINCKAERS, Las fuentes de la teología moral.
Pamplona, Eunsa, 1988; pp. 331-361. Remitimos, además, a la tesis de
Licenciatura, presentada ante la
Facultad de Teología de la UCA , de A. TORRADO MOSCONI, El carácter
específicamente cristiano de la moral de Santo Tomás en la Suma Teológica ,
desde el tratado de la ley nueva. Buenos Aires, 1997, disertación que hemos
dirigido en carácter de moderador de la misma.
[8] Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. II-II, q.148, a. 3.
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