TRES FALSOS
DILEMAS
"ABIERTO"
O "CERRADO"
"PRECONCILIAR"
O "POSTCONCILIAR"
"CONSERVADOR"
O "PROGRESISTA"
Estamos
en la actualidad confrontados a una serie de dilemas. Y frente a tales dilemas
se nos obliga a tomar necesariamente partido por una de las dos posibilidades:
Ud. es integrista o es progresista, es conservador o moderno, es abierto o es
cerrado, elige la ortopraxis o la ortodoxia, es preconciliar o postconciliar...
Innúmeras disyuntivas que, al parecer, nos exigen perentoriamente una opción,
una elección.
Tipifiquemos
estos diversos dilemas en tres de ellos que comprenden a los restantes.
1. "ABIERTO" O
"CERRADO"
Los
católicos parecen dividirse ineludiblemente en dos clases: los que están
abiertos al mundo, al cambio, y los que se cierran a toda innovación.
Es
"abierto" aquel que ama la vida, el que no se ata a costumbres
ancestrales, aquel que tiene libertad de espíritu, el que sabe interpretar las
normas de la Iglesia con sentido amplio y vital, aquel que ama las experiencias
y las novedades porque ve en ellas expresiones diversas de la vida que no se
detiene...
Es
"cerrado" aquel que mira al mundo con hosquedad, tiene un carácter
ambivalente: el mundo hecho por Dios y el mundo puesto bajo el Maligno. No todo
"abrirse" al "mundo" es, por consiguiente, laudable. Y, en
ocasiones, puede ser mortal para la fe.
Bueno,
se nos dirá, si Ud. pone tantos reparos para abrirse al mundo, por lo menos
ábrase al cambio. Ya que los cambios son señal de juventud, de la perenne
juventud que debe caracterizar al cristiano. ¿Qué responder a tan gentil
invitación? Sin duda que hay cambios que son necesarios o, al menos,
convenientes. La misma Iglesia los ha preconizado y los seguirá preconizando,
ya que a lo largo de la historia trata siempre, en lo posible, de adaptarse a
las circunstancias para llegar a todos los hombres. Sin embargo, hoy se cae en
lo que podríamos llamar un triunfalismo del cambio. Se han hecho cambios:
quiere decir que vamos viento en popa. Cuando más bien habría que decir: ha
habido cambios; éstos son positivos y con ellos coincido, y estos otros son
perniciosos y con ellos me sé incompatible. El cambio no es algo mágico, no
tiene sentido único. Es esencialmente ambiguo. Lo cual muestra cuán innoble sea
el recurso de aquellos que no vacilan en tachar de inmovilistas a quienes no
comparten el sentido de algunos cambios concretos que de hecho se han ido
introduciendo en la vida de la Iglesia, a veces de manera subrepticia.
Además,
la esfera del cambio es secundaria, ya que afecta lo periférico de la Iglesia.
El cambio es más bien propio del mundo material. El mundo moral y sobre todo el
mundo sobrenatural se mueven en la categoría de la permanencia, y del
consiguiente repudio a las mudables ideologías de moda según las cuales el bien
se cambie en mal y el mal en bien, siguiendo los virajes de la historia. El
mundo material, cuantitativo, mensurable, es e mundo del cambio, el mundo al
que competen las innovaciones de los inventores, el mundo de los novadores y de
las novedades, el campo del progreso casi indefinido del que desconfía de la
historia y de los hombres, aquel que siente alergia cada vez que percibe la
mera posibilidad de un cambio, el que se aferra a lo de siempre...
Aclaremos
enseguida que esta tipología responde a las categorías de moda en sectores importantes
de la Iglesia, sectores que manejan buena parte de los medios de comunicación y
por ende la opinión pública. Sin embargo, digamos inmediatamente que se trata
de categorías ellas mismas "cerradas", cerradas a la realidad que no
es tan simple, cerradas a los matices.
Porque
toda la cuestión reside en saber a qué debemos abrirnos y a qué debemos
cerrarnos si es que que-remos seguir perteneciendo a la Iglesia. Porque si yo
me abro a Satanás y me cierro a Jesucristo, estoy haciendo una parodia del
bautismo. Hay cosas a las cuales debo abrirme si es que aspiro llegar a la vida
eterna. Y hay cosas a las cuales debo cerrarme herméticamente si es que
pretendo eludir la condenación eterna.
Pero
cuando hoy se nos exhorta: Ud. es muy cerrado, tiene que abrirse, nuestro
apóstol no se enreda en tales distinciones. ¿Abrirme a qué?, insistimos.
Abrirse al mundo, nos dirá ante todo, abrirse al maravilloso progreso técnico,
a las adquisiciones de nuestra época, al espíritu de libertad, de liberación,
de desalienación de nuestro siglo.
Si
por eso se entiende que debemos admirar los legítimos progresos de nuestro
tiempo, nada más justo. Pe-ro si con ello se pretende afirmar que los
cristianos fieles a la Iglesia, por el hecho de ser tales, están separados de
la vida moderna, y deben indiscriminadamente abrirse a ella, aun cuando
efectivamente se trata de una apertura, estamos frente a una apertura que deja
expedito el camino a todos los errores. Porque, de hecho, vivimos ya
suficientemente sumergidos en la vida moderna, en el mundo. Quizás lo estemos
demasiado. Además el "mundo" los descubrimientos técnicos y
científicos. En cambio la esfera del mundo moral y del mundo de la revelación
es incompatible con el cambio. Lo propio de ese mundo es más bien la profundización
de lo ya adquirido, el redescubrimiento de las verdades eternas. Aplicar al
mundo sobrenatural los criterios del mundo material es la quinta-esencia del
cambio que podemos llamar "subversivo" y destructor de la Iglesia.
De
todo lo dicho se deduce cuán falsa sea la disyuntiva en que se nos quiere
embretar: abierto o cerrado. No existe un cristianismo abierto y un
cristianismo cerrado. Existe tan sólo lo que podemos llamar un cristianismo
auténtico. El cristianismo, simplemente. El fundado por Jesucristo, cuyo
depositario e intérprete autorizado es la Iglesia.
De
este modo el problema de un cristianismo cerrado o abierto ni siquiera puede
ser planteado porque, como bien dice el profesor Sciacca, "el cristianismo
auténtico no es nunca cerrado en el sentido de conservador, reaccionario y
retrógrado, y no es nunca abierto en el sentido de cristianismo revolucionario,
progresista y subversivo, lenguaje éste impropio y equivoco. El cristianismo
auténtico está más allá y por sobre esta controversia que no afecta lo esencial
sino algunos aspectos históricos y re-formables de la Iglesia en el
mundo". No puedo "abrirme" a la herejía, a la rebelión contra el
magisterio de la Iglesia, a la negación del realismo y eficacia de los
sacramentos, a la ideología marxista, corno lo hacen algunos cristianos
sedicentes "abiertos" los cuales, a fuerza de abrirse, corren el
peligro de perder todo el tesoro de su fe. Ni puedo "cerrarme" a la
gracia de Dios, a la ortodoxia que recibí en el seno de la Iglesia, ni a la
fidelidad a mis compromisos bautismales, ni a los cambios legítimos aprobados
por la Iglesia.
No
soy, por tanto, ni abierto ni cerrado. O, si se prefiere, soy a la vez abierto
y cerrado. Depende de lo que se trate. Pero por sobre todo soy —quiero ser—
católico a secas.
2. "PRECONCILIAR" O
"POSTCONCILIAR"
Si
el primer dilema: "abierto-cerrado", intenta expresar más bien una
actitud psicológica, el segundo dilema: "preconciliar-postconciliar"
se coloca en el nivel de las categorías temporales.
Es
"preconciliar" todo aquel que sueña con las delicias que conoció en
la Iglesia anterior a 1962, el rumiante del Sacro Imperio, el nostálgico del
latín y del gregoriano, aquel que carece de imaginación para inventar nuevos
caminos de apostolado y nuevas formulaciones de la ver-dad... o incluso nuevas
verdades, aquel que es inepto para desposarse con las ideologías en boga...
Es
"postconciliar" aquel que, aceptando el curso de la historia, se ha
animado a despojarse de las ataduras de un pasado estéril en su inmovilidad, aquel
que posee la disponibilidad necesaria como para largar por la borda los fardos
odiosos de nuestros padres, que tiene inventiva intelectual y apostólica, aquel
que acepta el Vaticano II más en su "espíritu liberador" que en su
"letra cosificante" con lo cual ya está tendido al futuro Vaticano
III...
Tal
es la versión descriptiva que se nos da de los que integran este nuevo binomio.
Intentemos ahora un sucinto proceso "desmitologizador" de tales
categorías.
Propiamente
no hay un cristianismo postconciliar o preconciliar, así como no hay dos
Iglesias, una la que pre-cedió al Concilio, y otra la que lo siguió. Es siempre
la misma, una, santa, católica y apostólica. Aludiendo a lo que nos ocupa, el
Papa fustigó en una de sus audiencias a quienes creen que el Concilio dio
comienzo a una etapa histórica tan absolutamente nueva que se les llega a hacer
insoportable la Iglesia de "ayer". Insoportable en todo, en sus
hombres, en sus instituciones, en su doctrina, de modo tal que en la historia
de la Iglesia sólo ven sus culpas y defectos, su incapacidad e ineficacia
(Audiencia del 7 de enero de 1970). Naturalmente que tampoco sería lógico
cerrarse a lo que ha dicho el Concilio, como añade el Papa un poco más
adelante. Ambas actitudes supondrían, al menos implícitamente, la negación de
la Iglesia que es siempre una, siempre la misma, ayer, hoy y mañana, idéntica
en lo esencial, aun cuando diversa en sus manifestaciones periféricas.
Pero
los que se auto titulan "postconciliares" insisten: hay que adaptarse
a los signos de los tiempos. Sin du-da que es importante aprender a valorar los
"signos de los tiempos". Dios nos habla también a través de los
acontecimientos históricos, los cuales pueden involucrar una invitación divina
a la Iglesia para algún legítimo aggiornamento. Sin embargo esos
"signos" son ambiguos: pueden ser positivos o negativos. Por ejemplo,
una hecatombe mundial podría despertar en los hombres sobrevivientes la
necesidad de salvación. Y entonces la Iglesia tendría una palabra muy específica
que pronunciar. Sería un "signo" en favor de la evangelización. Pero
podría también darse una situación general de apostasía, o de un mundo dominado
por el Anticristo, en cuyo caso la Iglesia deberá fortalecer a sus hijos para
la lucha y para la oposición frontal a las seducciones del enemigo. En ambos
casos —hecatombe y dominio del Anticristo— se trataría de "signos del
tiempo". No corresponde, pues, a la Iglesia "adaptar-se" a esas
situaciones, sino "juzgarlas". Debe hacer un "discernimiento de
los signos". Todos los valores morales que hoy sean reconocidos como
tales, todas las verdades naturales que tengan influjo en la historia, la
belleza que crean los auténticos artistas, todo ello puede servir de en-tronque
al apostolado. Pero al mismo tiempo la Iglesia deberá señalar su repulsa frente
a todo aquello que, por más moderno que sea, no puede armonizar con una franca
afirmación de la fe y de la doctrina recibida. Intentar una adaptación de la
doctrina de la fe en todos sus aspectos a la mentalidad de una época implica
necesariamente moldear la revelación divina acomodándola a la moda y al
espíritu de los tiempos... aunque sean postconciliares. Lo cual es imposible
porque la revelación divina es inmutable.
No
podemos, por consiguiente, dividir de manera arbitraria las diversas épocas de
la Iglesia, y negar como espúreas algunas de ellas. Somos solidarios de todo el
bagaje cultural, material y espiritual, de una Iglesia que tiene veinte siglos
en su haber. La santidad del rey S. Luis, la obra de Dante, los vitreaux de
Chartres, nos pertenecen. E integran nuestro patrimonio cristiano. La Iglesia no
comenzó en 1962. No hay una Iglesia "nueva", como a veces se dice con
ligereza. Porque el espíritu católico de comunión no sólo se extiende por el
espacio, sino también por el tiempo. Los santos de todos los tiempos son
contemporáneos nuestros. Estamos en solidaridad con todos nuestros hermanos
"que nos han precedido con el signo de la fe y duermen el sueño de la
paz".
3. "CONSERVADOR" O
"PROGRESISTA"
En
estrecha relación con el binomio "preconciliar-postconciliar" está el
último de los dilemas que vamos a analizar:
"conservador-progresista".
Es
"conservador" aquel que está atado por la inercia de la tradición, el
que vive su fe de manera rutinaria, aquel que es incapaz de salir de los
carriles conocidos, el que gusta más de mirar hacia atrás que hacia adelante.
Es
"progresista" aquel que siempre está cuestionando su situación, el
eterno insatisfecho, aquel que se alimenta de futuro, el que considera al
cristianismo más como una semilla que como una herencia.
Tal
sería, una vez más, la tipología en boga. ¿Corresponde esta división a algo que
toque a la esencia del cristianismo?
El
cristiano es, por definición, un heredero. Y a un heredero —si pretende seguir
siendo tal— no le es lícito re-negar de su pasado. En uno de sus discursos el
Papa nos advierte que la causa de la actual y generalizada actitud negatoria
del brillante pasado histórico de la Iglesia es la depreciación del valor de la
tradición. “La tradición”, una palabra que ya no dice nada a los innovadores de
nuestros días... No sólo los jóvenes, sino también los sabios hablan de ruptura
con el pasado, con las generaciones precedentes, con las formas convencionales,
con la herencia de los antiguos. Una terminología superficial y un tanto
imprudente ha hecho furor también en el lenguaje común eclesial; se habla de
era constantiniana para descalificar toda la historia secular de la Iglesia
hasta nuestros días; o de mentalidad preconciliar para desvalorizar arbitrariamente
el patrimonio católico de pensamiento y de costumbres..." (Audiencia del 5
de noviembre de 1969). Como se ve, el Sumo Pontífice entronca el tema que nos
ocupa con uno de los términos del binomio al que nos hemos referido
anteriormente: el que ama la "tradición" es considerado
"preconciliar".
Es
cierto que no todo lo que proviene de la tradición es igualmente aceptable. Hay
en ella elementos caducos, tributarios de una época determinada, e incluso
cosas nocivas que deben ser desechadas. Es necesario hacer, como nos dice el
Papa en la misma audiencia, un "inventario del patrimonio antiguo".
La labor es delicada. Por eso el Papa termina su alocución recomendando a todos
que revisen su presunta antipatía por la tradición eclesiástica !a cual —nos
dice— representa el vehículo que nos trae la doctrina, la sucesión apostólica,
y constituye, además, la riqueza y el honor de nuestra casa, la Iglesia.
Matar
la tradición es disolver la historia, y esto sucede tanto en la vida de una
persona individual, como en la vida de un país, o en la vida de la Iglesia. Si
un hombre no tuviera la capacidad de conservar su pasado, sino que se nutriese
tan sólo del instante presente, entonces su vida no tendría ni continuidad ni
sustancia. No sería ya una persona. "Si el instante lo es todo —decía
Kierkegaard—, entonces el instante no es nada".
De
ningún modo es vejatorio para la dignidad del hombre el hecho de haber recibido
una herencia. En realidad, varias de las cosas que más apreciamos han quedado
de-terminadas desde el día de nuestro nacimiento: la nación, el sexo, la
familia. Y esto no es denigrante. Sino que, por el contrario, involucra una
exigencia de fidelidad y de coherencia. Asimismo no es denigrante haber
recibido la enseñanza de boca de un maestro, como si con ello el discípulo
hubiese quedado alienado por la autoridad de su profesor. Ni lo es el haber
heredado una tradición nacional por el hecho de haber nacido en la Argentina.
Tanto el padre, como el maestro, como la patria, transmiten una herencia. Su acción
es seminal. Las grandes figuras, los grandes aportes de la historia, sea en el
orden cultural como en el orden político, pertenecen a todas las épocas, no
envejecen con el tiempo.
Pues
bien, algo parecido sucede en la Iglesia cuando transmite de generación en
generación la doctrina heredada del Señor. Su herencia no se avejenta con el
correr de la historia. Más aún, tal herencia está en el origen de todas sus
manifestaciones de vitalidad a lo largo de los siglos.
No
hay, pues, contradicción alguna entre progreso y tradición. Como enseña muy
bien Michele Federico Sciacca "tener el sentido de la tradición, no
significa retornar al comienzo, a lo 'primitivo', sino sentir todo el pasado
presente en la presencia 'originaria' del ser y, ya que el ser es infinito,
sentirlo proyectado hacia infinitas posibilidades futuras" ("Gli
arieti contro la verticale"). El progreso se parece en algo a la cultura.
Es algo que brota de un cultivo.
Sólo
es capaz de dar fruto el que aprende a germinar en el surco de las generaciones.
Lo
que proviene de la verdadera tradición nunca podrá quedar "superado",
como hoy se dice con tanta frecuencia. Y con tanta injusticia. Ya que esta
palabra pertenece más bien al terreno de la mecánica: un auto puede
"superar" a otro auto en velocidad. En general, el mejor motor es
forzosamente el último. Pero tal categoría no se adecua al mundo moral, al
mundo de la verdad. Nunca Aristóteles podrá quedar "superado" en
alguna de sus afirmaciones filosóficas. O estaba en el error o estará siempre
vigente. En materia de verdad no hay antes y después.
Así,
pues, nos negamos a ser ubicados en uno de los términos de esta drástica
alternativa: ser "conservador" o "progresista". Pertenece a
la naturaleza misma de la fe católica la adhesión a una revelación divina que
no cambia ni puede cambiar. En este ámbito, ser tradicionalista es un elemento
esencial de la respuesta que debemos a Dios que se nos revela. Así como en
relación al magisterio infalible de la Iglesia hay que ser
"conservador". En cambio no se puede ser "progresista" en
lo que atañe a la fe católica. Sería una contradicción en los términos. Pero se
puede y se debe "progresar" en el perfeccionamiento de los métodos
apostólicos, así como en la vida interior, con la ayuda de Dios.
Se
advierte cómo la tal disyuntiva no hace a la esencia del cristianismo. A lo más
podría tener alguna vigencia en los elementos periféricos de nuestra religión.
En materia de fe y de magisterio infalible no es lícito admitir posibilidad
alguna de cambio, fuera de aquello que el Cardenal Newman llamó
"development", que sería la formulación explícita de lo que ya se
encuentra presente en la fe de los Apóstoles, o que se sigue necesariamente de
esa fe.
Por
lo tanto, ni "abierto" ni "cerrado", ni
"preconciliar" ni "postconciliar", ni
"conservador" ni "progresista".
El uso frecuente de
esta viciada nomenclatura ha tenido un efecto desvastador, el introducir la
dialéctica en el se-no de la Iglesia. Por razones prácticas podrá ser tolerable
valerse de ella en alguna ocasión pero con el convencimiento interno de su
carácter inevitablemente relativo. Son etiquetas peligrosas que obligan a veces
a tomar falso partido. El único Nombre sea Jesucristo y la fidelidad a la
Iglesia de siempre. Esto es lo esencial. Lo demás son falacias.
Artículo del P. Alfredo Sáenz, SJ,
publicado en Ediciones Mikael, Argentina 4 (1978)
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