domingo, 11 de mayo de 2014

Ni marxismo ateo, ni rebelión sistemática, ni esparcimiento de sangre y anarquía; la fuerza del amor - Pablo VI

El Papa Pablo VI con campesinos colombianos
en Bogotá (Agosto de 1968)
PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA
A BOGOTÁ
INAUGURACIÓN DE LA
II ASAMBLEA GENERAL
DE LOS OBISPOS
DE AMÉRICA LATINA
HOMILÍA DEL
SANTO PADRE
PABLO VI
24 de agosto de 1968
 
Venerados, queridos, carísimos Hermanos:
BENEDICAMUS DOMINO! Bendecimos y damos gracias al Señor que nos concede este fraternal encuentro. Saludamos a todos y a cada uno de vosotros con la veneración, con el afecto, con la profundidad y la riqueza de sentimientos que la caridad de nuestro Señor y la elección común al gobierno pastoral y al servicio generoso de la Iglesia pueden suscitar en el corazón del humilde sucesor de Pedro. Y con vosotros saludamos y bendecimos a todos los Obispos y Ordinarios de América Latina, representados aquí por vosotros, a los Sacerdotes, Religiosos y Religiosas y a todos los fieles, a toda la Santa Iglesia católica de este gran continente.
Venerables Hermanos! No podemos ocultaros la viva emoción que invade nuestro espíritu en estos momentos. Nos mismo estamos maravillado de encontrarnos entre vosotros. La primera visita personal del Papa a sus Hermanos y a sus Hijos en América Latina, no es en verdad un sencillo y singular hecho de crónica; es, a nuestro parecer, un hecho histórico, que se insiere en la larga, compleja y fatigosa acción evangelizadora de estos inmensos territorios y que con ello la reconoce, la ratifica, la celebra y al mismo tiempo la concluye en su primera época secular; y, por una convergencia de circunstancias proféticas, se inaugura hoy con esta visita un nuevo período de la vida eclesiástica. Procuremos adquirir conciencia exacta de este feliz momento, que parece ser por divina providencia conclusivo y decisivo. Quisiéramos deciros tantas cosas sobre vuestro pasado misionero y pastoral y rendir honor a cuantos han trazado los surcos del Evangelio en estos campos tan amplios, tan inaccesibles, tan abiertos y tan difíciles al mismo tiempo para la difusión de la fe y para la sincera vitalidad religiosa y social. Ha sido plantada la Cruz de Cristo, ha sido dado el nombre católico, se han realizado esfuerzos sobrehumanos para evangelizar estas tierras, se han llevado a cabo grandes e innumerables obras, se han conseguido, con escasez de hombres y de medios, resultados dignos de admiración, en resumen, se ha difundido por todo el continente el nombre del único Salvador Jesucristo, ha sido construida la Iglesia, ha sido difundido un Espíritu cuyo calor e impulso hoy estamos sintiendo. ¡Dios bendiga la grande obra! Dios bendiga a aquellos que han gastado su vida. ¡Dios bendiga a vosotros, Hermanos carísimos que estáis consagrados a esta empresa gigantesca!
La obra, como todos sabemos, no está acabada. Más aún, el trabajo realizado denuncia sus límites, pone en evidencia las nuevas necesidades, exige algo nuevo y grande. El porvenir reclama un esfuerzo, una audacia, un sacrificio que ponen en la Iglesia un ansia profunda. Estamos en un momento de reflexión total. Nos invade como una ola desbordante, la inquietud característica de nuestro tiempo, especialmente de estos Países, proyectados hacia su desarrollo completo, y agitados por la conciencia de sus desequilibrios económicos, sociales, políticos y morales. También los Pastores de la Iglesia, -¿no es verdad?- hacen suya el ansia de los pueblos en esta fase de la historia de la civilización; y también ellos, los guías, los maestros, los profetas de la fe y de la gracia advierten la inestabilidad que a todos nos amenaza. Nos compartimos vuestra pena y vuestro temor, Hermanos. Desde lo alto de la mística barca de la Iglesia, también Nos y no en menor grado, sentimos la tempestad que nos rodea y nos asalta. Pero escuchad también de nuestros labios, Hermanos, vosotros - personalmente más fuertes y más valientes que Nos mismo -, la palabra de Jesús, con la cual El, presentándose entre las olas borrascosas, en una noche llena de peligros, gritó a sus discípulos que navegaban: « Soy Yo, no temáis » (Matth. 14, 27). Sí, Nos queremos repetiros esa exhortación del Maestro: « No temáis » (Luc. 12, 32). Esta es para la Iglesia una hora de ánimo y de confianza en el Señor.

Permitid que condensemos brevemente en algunos párrafos lo mucho que tenemos en el corazón, para vuestro momento presente y para vuestro próximo futuro. No esperéis de Nos tratados completos; las reuniones de vuestra segunda Asamblea General del Episcopado Latino americano que sabemos preparadas con tanto esmero y competencia, abordarán más a fondo vuestros problemas. Nos limitamos a indicaros una triple dirección a vuestra actividad de Obispos, sucesores de los Apóstoles, custodios y maestros de la fe y Pastores del Pueblo de Dios.
Una orientación espiritual, en primer lugar. Entendemos, ante todo una orientación espiritual personal. Ninguno ciertamente querrá impugnar que nosotros, Obispos llamados al ejercicio de la perfección y a la santificación de los demás, tengamos un deber inmanente y permanente de buscar para nosotros mismos la perfección y la santificación. No podemos olvidar las exhortaciones solemnes que nos fueron dirigidas en el acto de nuestra consagración episcopal. No podemos eximirnos de la práctica de una intensa vida interior. No podemos anunciar la palabra de Dios sin haberla meditado en el silencio del alma. No podemos ser fieles dispensadores de los misterios divinos sin habernos asegurado antes a nosotros mismos sus riquezas. No debemos dedicarnos al apostolado, si no sabemos corroborarlo con el ejemplo de las virtudes cristianas y sacerdotales. Estamos muy observados: « spectaculum facti sumus » (1 Cor. 4, 9): el mundo nos observa hoy de modo particular con relación a la pobreza, a la sencillez de vida, al grado de confianza que ponemos para nuestro uso en los bienes temporales; nos observan los ángeles en la transparente pureza de nuestro único amor a Cristo que se manifiesta tan luminosamente en la firme y gozosa observancia de nuestro celibato sacerdotal; y la Iglesia observa nuestra fidelidad a la comunión, que hace de todos nosotros uno, y a las leyes, que siempre debemos recordar, de su ensambladura visible y orgánica. Dichoso nuestro tiempo atormentado y paradójico, que casi nos obliga a la santidad que corresponde a nuestro oficio tan representativo y tan responsable, y que nos obliga a recuperar en la contemplación y en la ascética de los ministros del Espíritu Santo aquel íntimo tesoro de personalidad del cual casi nos proyecta fuera la entrega a nuestro oficio extremamente acuciante.
Y después, haciendo puente entre nosotros y nuestro rebaño, las virtudes teologales asumen para nuestra alma y la del prójimo toda su soberana importancia. Nos hicimos una llamada a la Iglesia para celebrar un « año de la fe », como memoria y homenaje a la fecha centenaria del martirio de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, y también a vosotros ha llegado el eco de Nuestra solemne profesión de fe. La fe es la base, la raíz, la fuente, la primera razón de ser de la Iglesia, bien lo sabemos. Y sabemos cómo la fe es insidiada por las corrientes más subversivas del pensamiento moderno. La desconfianza, que, incluso en los ambientes católicos se ha difundido acerca de la validez de los principios fundamentales de la razón, o sea, de nuestra « philosophia perennis », nos ha desarmado frente a los asaltos, no raramente radicales y capciosos, de pensadores de moda; el « vacuum » producido en nuestras escuelas filosóficas por el abandono de la confianza en los grandes maestros del pensamiento cristiano, es invadido frecuentemente por una superficial y casi servil aceptación de filosofías de moda, muchas veces tan simplistas como confusas: y éstas han sacudido nuestro arte normal, humano y sabio de pensar la verdad; estamos tentados de historicismo, de relativismo, de subjetivismo, de neo-positivismo, que en el campo de la fe crean un espíritu de crítica subversiva y una falsa persuasión de que para atraer y evangelizar a los hombres de nuestro tiempo, tenemos que renunciar al patrimonio doctrinal, acumulado durante siglos por el magisterio de la Iglesia, y de que podemos modelar, no en virtud de una mejor claridad de expresión sino de un cambio del contenido dogmático, un cristianismo nuevo, a medida del hombre y no a medida de la auténtica palabra de Dios. Desafortunadamente también entre nosotros, algunos teólogos no siempre van por el recto camino. Tenemos gran estima y gran necesidad de la función de teólogos buenos y animosos; ellos pueden ser providenciales estudiosos y valientes expositores de la fe, si se conservan discípulos inteligentes del magisterio eclesiástico, constituido por Cristo en custodio e intérprete, por obra del Espíritu Santo, de su mensaje de verdad eterna. Pero hoy algunos recurren a expresiones doctrinales ambiguas, se arrogan la libertad de enunciar opiniones propias, atribuyéndoles aquella autoridad que ellos mismos, más o menos abiertamente, discuten a quien por derecho divino posee carisma tan formidable y tan vigilantemente custodiado, incluso consienten que cada uno en la Iglesia piense y crea lo que quiere, recayendo de este modo en el libre examen que ha roto la unidad de la Iglesia misma y confundiendo la legítima libertad de conciencia moral con una mal entendida libertad de pensamiento que frecuentemente se equivoca por insuficiente conocimiento de las genuinas verdades religiosas.
No toméis con desagrado, venerables Hermanos, constituidos maestros y pastores del Pueblo de Dios, si os repetimos y os exhortamos, en virtud del mandato dado por Cristo a Pedro de « confirmar a los Hermanos » (cfr. Luc. 22, 32), con las mismas palabras del Apóstol: « resistite fortes in fide » (1 Petr. 5, 9).
Ya comprendéis como de este principio nacen otros tantos criterios de vitalidad espiritual, con doble beneficio, es decir para nosotros y para el rebaño que se nos ha confiado. Y entre ellos sean los principales los siguientes. Los Hechos de los Apóstoles nos los recuerdan, a saber, la oración y el ministerio de la palabra (Act. 6, 4). Con respecto a esto, lo sabéis todo. Pero permitid que os recomendemos por lo que se refiere a la oración, la aplicación de la reforma litúrgica, en sus hermosas innovaciones y en sus normas disciplinares, pero’ sobre todo en sus finalidades primordiales y en su espíritu: purificar y dar autenticidad al verdadero culto católico, fundado sobre el dogma y consciente del misterio pascual que encierra, renueva y comunica; y asociar el Pueblo de Dios a la celebración jerárquica y comunitaria de los santos ritos de la Iglesia, al de la Misa, con conocimiento familiar y profundo, en ambiente de sencillez y de belleza (os recomendamos en particular el canto sagrado, litúrgico y colectivo), ejercitando no sólo formalmente sino también sincera y cordialmente la caridad fraterna. En cuanto al ministerio de la palabra, todo lo que se haga en favor de una instrucción religiosa de todos los fieles, una instrucción popular y cultural, orgánica y perseverante, estará bien hecho; no debe existir por más tiempo el analfabetismo religioso entre las poblaciones católicas.
Y estará bien todo ejercicio directo de la predicación o de la instrucción, que vosotros Obispos, singularmente y como grupos canónicamente constituidos, tengáis a bien proporcionar al Pueblo de Dios. Hablad, hablad, predicad, escribid, tomad posiciones, como se dice, en armonía de planes y de intenciones, acerca de las verdades de la fe, defendiéndolas e ilustrándolas, de la actualidad del evangelio, de las cuestiones que interesan la vida de los fieles y la tutela de las costumbres cristianas, de los caminos que conducen al diálogo con los Hermanos separados, acerca de los dramas, ora grandes y hermosos, ora tristes y peligrosos, de la civilización contemporánea. La Constitución Pastoral del Concilio « Gaudium et Spes » ofrece enseñanzas y estímulos de gran riqueza y de alto valor.
Llegamos así a la orientación pastoral que nos hemos propuesto presentar a vuestra atención. Estamos en el campo de la caridad. Valga lo que hemos dicho hasta aquí para trazar las primeras líneas de esta dirección, que por su naturaleza debe desarrollarse en muchas líneas prácticas, según las exigencias de la caridad.
Nos parece oportuno llamar la atención a este respecto sobre dos puntos doctrinales: el primero es la dependencia de la caridad para con el prójimo de la caridad para con Dios. Conocéis los asaltos que sufre en nuestros días esta doctrina de clarísima e incontestable derivación evangélica: se quiere secularizar el cristianismo, pasando por alto su esencial referencia a la verdad religiosa, a la comunión sobrenatural con la inefable e inundante caridad de Dios para con los hombres; su referencia al deber de la respuesta humana, obligada a osar amarlo y llamarlo Padre y en consecuencia llamar con toda verdad hermanos a los hombres,. para librar el cristianismo mismo de « aquella forma de neurosis que es la religión » (Cox), para evitar toda preocupación teológica y para ofrecer al cristianismo una nueva eficacia, toda ella pragmática, la sola que pudiese dar la medida de su verdad y que lo hiciese aceptable y operante en la moderna civilización profana y tecnológica.
El otro punto doctrinal se refiere a la Iglesia institucional, confrontada con otra presunta Iglesia llamada carismática, como si la primera, comunitaria y jerárquica, visible y responsable, organizada y disciplinada, apostólica y sacramental, fuese una expresión del cristianismo ya superada, mientras la otra, espontánea y espiritual, sería capaz de interpretar el cristianismo para el hombre adulto de la civilización contemporánea y de responder a los problemas urgentes y reales de nuestro tiempo. No tenemos necesidad de hacer ante vosotros, a quienes « Spíritus Sanctus posuit episcopos regere ecclesiam Dei » (Act. 20, 28), la apología de la Iglesia, como Cristo la fundó y como la tradición fiel y coherente nos la entrega hoy en sus líneas constitucionales que describen el verdadero Cuerpo místico de Cristo vivificado por el Espíritu de Jesús. Nos bastará reafirmar nuestra certeza en la autenticidad y en la vitalidad de nuestra Iglesia, una, santa, católica y apostólica, con el propósito de conformar cada vez más su fe, su espiritualidad, su aptitud para acercar y salvar la humanidad (tan diversa en sus múltiples condiciones y ahora tan mudable), su caridad que comprende todo y todo lo soporta (cfr. 1 Cor. 13, 7), con la misión salvadora que Cristo le confió. Haremos, sí, un esfuerzo de inteligencia amorosa para comprender cuanto de bueno y de admisible se encuentre en estas formas inquietas y frecuentemente erradas de interpretación del mensaje cristiano; para purificar cada vez más nuestra profesión cristiana y llevar estas experiencias espirituales, ya se llamen seculares unas, ya carismáticas otras, al cauce de la verdadera norma eclesial (cfr. 1 Cor. 14, 37: « Si quis videtur propheta esse aut spiritualis, cognoscat quae scribo vobis, quia Domini sunt mandata » ; y Enc. « Mystici Corporis » sobre la distinción abusiva entre la Iglesia jurídica y la Iglesia de la caridad: AAS, 1943, pág.. 223-225; Journet, L’Eglise du Verbe Incarné 1, introd. XII).
Estas alusiones nos llevan a recomendar vuestra caridad pastoral algunas categorías de personas a las cuales va nuestro pensamiento entrañable. Las indicamos brevemente, en exigencia del común interés apostólico, no para decir cuanto ellas merecerían; bien sabemos que están ya presentes en esta asamblea que se ocupa de ellas; por tanto nos limitamos a alentar vuestro estudio.
La primera categoría es la de los Sacerdotes. Nos sea consentido dirigirles un pensamiento afectuosísimo desde esta sede y en estos momentos. Los Sacerdotes están siempre dentro de nuestro espíritu, en nuestro recuerdo. Lo están también en nuestra estima y en nuestra confianza. Lo están en la visión concreta de la actividad de la Iglesia: son vuestros primeros e indispensables colaboradores, son los más directos y más empeñados « dispensadores de los misterios de Dios » (1 Cor. 4, l), es decir, de la palabra, de la gracia, de la caridad pastoral; son los modelos vivientes de la imitación de Cristo; son, con nosotros, los primeros participantes del sacrificio del Señor; son nuestros hermanos, nuestros amigos (cfr. Io. 15, 15); debemos amarlos mucho, cada vez más. Si un Obispo concentrase sus cuidados más asiduos, más inteligentes, más pacientes, más cordiales, en formar, en asistir, en escuchar, en guiar, en instruir, en amonestar, en confortar a su Clero, habría empleado bien su tiempo, su corazón y su actividad.
Trátese de dar a los Consejos presbiterales y pastorales la consistencia y la funcionalidad queridas por el Concilio; se prevenga prudentemente, con paternal comprensión y caridad en cuanto sea posible toda actitud irregular e indisciplinada del Clero; se procure interesarlo en las cuestiones del ministerio diocesano y sostenerlo en sus necesidades; se ponga todo cuidado en reclutar y en formar a los Alumnos seminaristas; se asocien también los Religiosos y las Religiosas, según sus aptitudes y posibilidades, a la actividad pastoral. Así, concentrando en el Clero las atenciones mejores, estamos seguros de que este método dará el fruto esperado, el de una Iglesia viva, santa, ordenada y floreciente en toda América Latina.
Después, venerados Hermanos, proponemos a vuestra sapiente caridad los jóvenes y los estudiantes. No se acabaría nuestro discurso si quisiésemos decir algo sobre este tema. Os baste saber que lo consideramos digno del máximo interés y de grandísima actualidad. De ello estáis todos vosotros perfectamente convencidos.
Este recuerdo nos lleva a recomendaros, con no menor calor, otra categoría de hombres, sean o no sean fieles: los trabajadores, del campo, de la industria y similares.
Hemos llegado así al tercer punto que ponemos a vuestra consideración: el social. No esperéis un discurso, también éste sería interminable en materia social, especialmente en América Latina. Nos limitamos a algunas afirmaciones que siguen a las que hemos hecho en los discursos de estos días.
Recordamos, ante todo, que la Iglesia ha elaborado en estos últimos años de su obra secular, animadora de la civilización, una doctrina social suya, expuesta en documentos memorables que haremos bien en estudiar y en divulgar. Las Encíclicas sociales del Pontificado Romano y las enseñanzas del Episcopado mundial no pueden ser olvidadas ni deben faltarles su aplicación práctica. No juzguéis parcial nuestra indicación si os recordamos la más reciente de la Encíclica sociales: la « Populorum Progressio ». Una mención particular merecerían también muchos de vuestros documentos; como la « Declaración de la Iglesia Boliviana » de febrero último; como la del Episcopado Brasileño, de noviembre de mil novecientos sesenta y siete, titulada « Misión de la Jerarquía en el mundo de hoy »; como las conclusiones del « Seminario Sacerdotal » celebrado en Chile de octubre a noviembre de mil novecientos sesenta y siete; como la Carta Pastoral del Episcopado Mexicano sobre el « Desarrollo e Integración del País », publicada en el primer aniversario de la Encíclica « Populorum Progressio »; y recordaremos igualmente la amplia carta de los Padres Provinciales de la Compañía de Jesús, reunidos en Río de Janeiro en el mes de mayo de este año y el Documento de los Padres Salesianos de América Latina reunidos recientemente en Caracas. Las testificaciones, por parte de la Iglesia, de las verdades en el terreno social no faltan: procuremos que’ a las palabras sigan los hechos. Nosotros no somos técnicos; somos, sin embargo, Pastores que deben promover el bien de sus fieles y estimular el esfuerzo renovador que se está actuando en los Países donde se desarrolla nuestra respectiva misión.
Nuestro primer deber en este campo es afirmar los principios, observar y señalar las necesidades, declarar los valores primordiales, apoyar los programas sociales y técnicos verdaderamente útiles y marcados con el sello de la justicia, en su camino hacia un orden nuevo y hacia el bien común, formar Sacerdotes y Seglares en el conocimiento de los problemas sociales, encauzar Seglares bien preparados a la gran obra de la solución de los mismos, considerándolo todo bajo la luz cristiana que nos hace descubrir al hombre en el puesto primero y los demás bienes subordinados a su promoción total en tiempo y a su salvación en la eternidad.
Tendremos también nosotros deberes que cumplir. Estamos informados de los rasgos generosos realizados en algunas diócesis que han puesto a disposición de las poblaciones necesitadas las propiedades de terrenos que les quedaban, siguiendo planes bien estudiados de reforma agraria que se están actuando. Es un ejemplo que merece alabanza y también limitación, allí donde ésta sea prudente y posible. De todas formas, la Iglesia se encuentra hoy frente a la vocación de la Pobreza de Cristo. Existen en la Iglesia personas que ya experimentan las privaciones inherentes a la pobreza, por insuficiencia a veces de pan y frecuentemente de recursos; sean confortadas, ayudadas por los hermanos y los buenos fieles y sean bendecidas. La indigencia de la Iglesia, con la decorosa sencillez de sus formas es un testimonio de fidelidad evangélica; es la condición, alguna vez imprescindible, para dar crédito a su propia misión; es un ejercicio, a veces sobrehumano de aquella libertad de espíritu, respecto a los vínculos de la riqueza, que aumenta la fuerza de la misión del apóstol.
¿La fuerza! Sí; porque nuestra fuerza está en el amor: el egoísmo, el cálculo administrativo separado del contexto de las finalidades religiosas y caritativas, la avaricia, el ansia de poseer como fin de sí mismo, el bienestar superfluo, son obstáculos para el amor, son en el fondo una debilidad, son una ineptitud para la entrega personal al sacrificio. Superemos estos obstáculos y dejemos que el amor gobierne nuestra misión confortadora y renovadora.
Si nosotros debemos favorecer todo esfuerzo honesto para promover la renovación y la elevación de los pobres y de cuantos viven en condiciones de inferioridad humana y social, si nosotros no podemos ser solidarios con sistemas y estructuras que encubren y favorecen graves y opresoras desigualdades entre las clases y los ciudadanos de un mismo País, sin poner en acto un plan efectivo para remediar las condiciones insoportables de inferioridad que frecuentemente sufre la población menos pudiente, nosotros mismos repetimos una vez más a este propósito: ni el odio, ni la violencia, son la fuerza de nuestra caridad.
Entre los diversos caminos hacia una justa regeneración social, nosotros no podemos escoger ni el del marxismo ateo, ni el de la rebelión sistemática, ni tanto menos el del esparcimiento de sangre y el de la anarquía. Distingamos nuestras responsabilidades de las de aquellos que, por el contrario, hacen, de la violencia un ideal noble, un heroísmo glorioso, una teología complaciente. Para reparar errores del pasado y para curar enfermedades actuales no hemos de cometer nuevos fallos, porque estarían contra el Evangelio, contra el espíritu de la Iglesia, contra los mismos intereses del pueblo, contra el signo feliz de la hora presente que es el de la justicia en camino hacia la hermandad y la paz.
¡La Paz! Vosotros recordáis el gran interés que la Iglesia tiene por ella y Nos, personalmente, que de ella, junto con la fe, hemos hecho uno de los motivos más relevantes de nuestro pontificado. Pues bien, aquí, durante la celebración del sacramento eucarístico, símbolo y fuente de unidad y de paz, repetimos nuestros augurios por la paz; la paz verdadera que nace de los corazones creyentes y fraternos; la paz entre las clases sociales en la justicia y en la colaboración; la paz entre los pueblos mediante un humanismo iluminado por el Evangelio; la paz de América Latina; vuestra paz.
La transformación profunda y previsora de la cual, en muchas situaciones actuales, tiene necesidad, la promoveremos amando más intensamente y enseñando a amar, con energía, con sabiduría, con perseverancia, con actividades prácticas, con confianza en los hombres, con seguridad en la ayuda paterna de Dios y en la fuerza innata del bien. El Clero ya nos comprende. Los jóvenes nos seguirán. Los pobres aceptarán gustosos la buena nueva. Es de esperar que los economistas y los políticos, que ya entreven el camino justo, no serán ya un freno, sino un estímulo, en la vanguardia.
Hemos tenido que decir una buena palabra, aunque grave, en defensa de la honestidad del amor y de la dignidad de la familia con nuestra reciente Encíclica. La gran mayoría de la Iglesia la ha recibido favorablemente con obediencia confiada, aun comprendiendo que la norma por Nos reafirmada comporta un fuerte sentido moral y un valiente espíritu de sacrificio. Dios bendecirá esta digna actitud cristiana. Esta no constituye una ciega carrera hacia la superpoblación; ni disminuye la responsabilidad ni la libertad de los cónyuges a quienes no prohíbe una honesta y razonable limitación de la natalidad; ni impide las terapéuticas legítimas ni el progreso de las investigaciones científicas. Esa actitud es una educación ética y espiritual, coherente y profunda; excluye el uso de aquellos medios que profanan las relaciones conyugales y que intentan resolver los grandes problemas de la población con expedientes excesivamente fáciles; esa actitud es, en el fondo, una apología de la vida que es don de Dios, gloria de la familia, fuerza del pueblo.
Os exhortamos, Hermanos, a comprender bien la importancia de la difícil y delicada posición que, en homenaje a la ley de Dios, hemos creído un deber reafirmar; y os rogamos que queráis emplear toda posible solicitud pastoral y social a fin de que esa posición sea mantenida, corno corresponde a las personas guiadas por un verdadero sentido humano, y ojalá que también la vivida discusión que nuestra Encíclica ha despertado conduzca a un mayor conocimiento de la voluntad de Dios, a un proceder sin reservas y a que nuestro servicio a las almas en estas grandes dificultades pastorales y humanas lo realicemos con corazón de Buen Pastor.
El Episcopado de América Latina, en su segunda Asamblea General, desde el puesto que le compete, ante cualquier problema espiritual, pastoral y social, prestara su servicio de verdad y de amor en orden a la construcción de una nueva civilización, moderna y cristiana.
 


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