TRATADO
74
ACERCA DE
LAS PALABRAS:
"SI ME
AMÁIS, OBSERVAD MIS MANDATOS",
HASTA:
"PERMANECERÁ CON VOSOTROS
Y ESTARÁ
DENTRO DE VOSOTROS"
1. En la lectura del
evangelio hemos oído estas palabras del Señor: Si me amáis, observad mis
mandatos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con
vosotros eternamente: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir,
porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis, porque morará con
vosotros y estará dentro de vosotros. Muchas son las cosas que hay que
indagar en estas breves palabras del Señor; pero mucho es para nosotros buscar
todas las cosas que hay que buscar en ellas o hallar todas las cosas que en
ellas buscamos. No obstante, prestando atención a lo que nosotros debemos decir
y vosotros debéis oír, según lo que el Señor se digna concedernos y de acuerdo
con nuestra capacidad y la vuestra, recibid, carísimos, lo que nosotros os
podemos decir, y pedidle a Él lo que nosotros no os podemos dar. Cristo
prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo
se lo ha prometido. Dice: Si me amáis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al
Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que
permanezca con vosotros eternamente. Este es, sin duda, el Espíritu Santo
de la Trinidad ,
al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y
el mismo de quien dice el Apóstol: La caridad de Dios ha sido derramada en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado. ¿Por qué,
pues, dice el Señor: Si me amáis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre
y os dará otro consolador, cuando dice que, si no tenemos al Espíritu
Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos? ¿Cómo hemos de amar
para recibirlo, si no podemos amar sin temerlo? ¿O cómo guardaremos los
mandamientos para recibirlo, si no es posible observarlos sin tenerle con
nosotros? ¿Acaso debe preceder en nosotros el amor que tenemos a Cristo, para
que, amándole y observando sus preceptos, merezcamos recibir al Espíritu Santo
a fin de que no ya la caridad de Cristo, que ha precedido, sino la caridad del
Padre se derrame en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha
sido dado? Perversa es esta sentencia. Quien cree amar al Hijo y no ama al
Padre, no ama verdaderamente al Hijo, sino lo que él se ha imaginado. Porque nadie,
dice el Apóstol, puede pronunciar el nombre de Jesús si no es por el
Espíritu Santo. ¿Y quién dice Señor Jesús del modo que dio a entender el
Apóstol sino aquel que le ama? Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan
del corazón y de sus obras, conforme de ellos dijo el Apóstol: Confiesan
conocer a Dios, pero con sus hechos lo niegan. Luego, si con los hechos se
niega, sin duda también con los hechos se habla. Nadie, pues, puede
pronunciar con provecho el nombre del Señor Jesús con la mente, con
la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, sino
por el Espíritu Santo; y de este modo solamente lo puede decir el que ama.
Y ya de este modo decían los apóstoles: Señor Jesús. Y si lo
pronunciaban sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus
hechos; es decir, si con verdad lo pronunciaban, era ciertamente porque amaban.
Y ¿cómo podían amar sino por el Espíritu Santo? Con todo, a ellos se les manda
amarle y guardar sus mandatos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya
presencia en sus almas no pudieran amar y observar los mandamientos.
2. No nos queda más
que decir que el que ama tiene consigo al Espíritu Santo, y que teniéndole
merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia, es
más intenso su amor. Ya los discípulos tenían consigo al Espíritu Santo, que el
Señor prometía, sin el cual no podían llamarle Señor; pero no lo tenían aún con
la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo
tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y
había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían
recibirlo manifiestamente; porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que
ellos se diesen cuenta de lo que tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros
no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de
Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado. Y no una, sino dos veces
les infundió el Señor manifiestamente al Espíritu Santo. Poco después de haber
resucitado, dijo soplando sobre ellos: Recibid al Espíritu Santo. ¿Acaso
por habérselo dado entonces no les envió después también al que les había
prometido? ¿O no es el mismo Espíritu Santo el que entonces les insufló y el
que después les envió desde el cielo? De aquí nace otra cuestión: por qué esta
donación, que hizo manifiestamente, la hizo dos veces. Quizá en atención a los
dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo; y para que
entendamos que al Espíritu Santo pertenece el amor, hizo esta doble
manifestación de su donativo. Y si otra causa hubiera de buscarse, no por eso
hemos de prolongar esta plática más de lo conveniente, con tal que tengamos
bien presente que, sin el Espíritu Santo, nosotros no podemos amar a Cristo ni
guardar sus mandamientos, y que tanto menos podremos hacerlo cuanto menos de El
tengamos, y que lo haremos con tanta mayor plenitud cuanto más de El
participemos. Por consiguiente, no sin motivo se promete no sólo al que no le
tiene, sino también al que le tiene: al que no le tiene, para que le tenga, y
al que ya le tiene, para que le tenga con mayor abundancia. Porque, si uno no
pudiera tenerle más abundantemente que otro, no hubiera dicho Elíseo al santo
profeta Elías: El Espíritu, que está en ti, hágase doble en mí.
3. Cuando Juan
Bautista dijo que Dios no da el Espíritu con medida, hablaba del mismo
Hijo de Dios, al cual no le fue dado con medida, porque en El habita toda la
plenitud de la
Divinidad. Ni aun el hombre Cristo Jesús sería el mediador
entre Dios y los hombres sin la gracia del Espíritu Santo, pues El mismo afirma
que en Él tuvo su cumplimiento aquel dicho profético: El Espíritu del Señor
ha venido sobre mí; por lo cual me ha ungido y me ha enviado a evangelizar a
los pobres. La igualdad que tiene con el Padre, no la tiene por gracia,
sino por naturaleza; pero la elevación del hombre a la unidad de persona en el
Unigénito no es efecto de la naturaleza, sino de la gracia, como lo atesta el
Evangelio, diciendo: Mas el Niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría,
y la gracia de Dios estaba en El. A todos los demás se les da con medida, y
después de dado se les vuelve a dar, hasta llenar en cada uno la medida de su
perfección. Y por esta razón exhorta el Apóstol a no saber más de lo que
conviene saber, sino saber con moderación según la medida de la fe que Dios ha
distribuido a cada uno. No se divide con esto el Espíritu; se dividen los
dones dados por el Espíritu, porque hay diversidad de dones, pero el Espíritu
es siempre el mismo.
4. Con estas palabras:
Yo rogaré al Padre y Él os dará otro paráclito, declara que también Él
es Paráclito, que en latín quiere decir abogado. Y de Cristo se ha dicho que tenemos
por abogado ante el Padre a Jesucristo, justo. Y en este sentido dijo que
el mundo no era capaz de recibir al Espíritu Santo, conforme lo que estaba
escrito: La prudencia de la carne es enemiga de Dios, porque no está ni
puede estar sometida a la ley; como si dijera que la injusticia no puede
ser justa. Llama mundo en este lugar a los amadores del mundo, cuyo amor no
procede del Padre. Y, por lo tanto, el amor de Dios, derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado, es contrario al amor de
este mundo, que tratamos de disminuir y desterrar de nosotros. El mundo, pues,
no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce, porque el amor mundano
no tiene esos ojos espirituales, sin los cuales no es posible ver al Espíritu
Santo, que es invisible a los ojos de la carne.
5. En cambio, dice: Vosotros
lo conoceréis, porque permanecerá con vosotros y estará dentro de vosotros. Estará
dentro de ellos para permanecer con ellos; no permanecerá con ellos para estar
en ellos, porque primero hay que estar en un lugar para permanecer en él. Pero
para que entendiésemos que, al decir que permanecerá con vosotros, no
era una permanencia semejante a la de un huésped en la casa, explicó esa
permanencia añadiendo que estará dentro de vosotros. Es invisiblemente
visible y no podemos conocerlo si no está dentro de nosotros. De este modo
vemos dentro de nosotros nuestra propia conciencia; vemos el rostro de los
otros, pero no vemos el nuestro; vemos, en cambio, nuestra conciencia y no
vemos la de los otros. Pero la conciencia no tiene existencia fuera de
nosotros, y el Espíritu Santo existe también sin nosotros y se da para estar
dentro de nosotros. No obstante, no podemos verlo y conocerlo como debe ser
visto y conocido si no está dentro de nosotros.
SAN
AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado
74, 1-5, BAC Madrid 1965, 335-41
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