ENCUENTRO PRIVADO CON
EL PATRIARCA ECUMÉNICO
DE CONSTANTINOPLA
Firma de una declaración conjunta
Delegación Apostólica
en Jerusalén
Domingo 25 de mayo de 2014
Domingo 25 de mayo de 2014
1. Como nuestros venerables
predecesores, el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, que se
encontraron aquí en Jerusalén hace cincuenta años, también nosotros, el Papa
Francisco y el Patriarca Ecuménico Bartolomé, hemos querido reunirnos en Tierra
Santa, “donde nuestro común Redentor, Cristo nuestro Señor, vivió, enseñó,
murió, resucitó y ascendió a los cielos, desde donde envió el Espíritu Santo
sobre la Iglesia naciente” (Comunicado común del Papa Pablo VI y el
Patriarca Atenágoras, publicado tras su encuentro del 6 de enero de 1964).
Nuestra reunión –un nuevo encuentro de los Obispos de las Iglesias de Roma y
Constantinopla, fundadas a su vez por dos hermanos, los Apóstoles Pedro y
Andrés– es fuente de profunda alegría espiritual para nosotros. Representa una
ocasión providencial para reflexionar sobre la profundidad y la autenticidad de
nuestros vínculos, fruto de un camino lleno de gracia por el que el Señor nos
ha llevado desde aquel día bendito de hace cincuenta años.
2. Nuestro encuentro fraterno de hoy
es un nuevo y necesario paso en el camino hacia aquella unidad a la que sólo el
Espíritu Santo puede conducirnos, la de la comunión dentro de la legítima
diversidad. Recordamos con profunda gratitud los pasos que el Señor nos ha
permitido avanzar. El abrazo que se dieron el Papa Pablo VI y el Patriarca
Atenágoras aquí en Jerusalén, después de muchos siglos de silencio, preparó el
camino para un gesto de enorme importancia: remover de la memoria y de la mente
de las Iglesias las sentencias de mutua excomunión de 1054. Este gesto dio paso
a un intercambio de visitas entre las respectivas Sedes de Roma y
Constantinopla, a una correspondencia continua y, más tarde, a la decisión
tomada por el Papa Juan Pablo II y el Patriarca Dimitrios, de feliz memoria, de
iniciar un diálogo teológico sobre la verdad entre Católicos y Ortodoxos. A lo
largo de estos años, Dios, fuente de toda paz y amor, nos ha enseñado a
considerarnos miembros de la misma familia cristiana, bajo un solo Señor y
Salvador, Jesucristo, y a amarnos mutuamente, de modo que podamos confesar
nuestra fe en el mismo Evangelio de Cristo, tal como lo recibimos de los
Apóstoles y fue expresado y transmitido hasta nosotros por los Concilios
Ecuménicos y los Padres de la Iglesia. Aun siendo plenamente conscientes de no
haber alcanzado la meta de la plena comunión, confirmamos hoy nuestro
compromiso de avanzar juntos hacia aquella unidad por la que Cristo nuestro
Señor oró al Padre para que “todos sean uno” (Jn 17,21).
3. Con el convencimiento de que dicha
unidad se pone de manifiesto en el amor de Dios y en el amor al prójimo,
esperamos con impaciencia que llegue el día en el que finalmente participemos
juntos en el banquete Eucarístico. En cuanto cristianos, estamos llamados a
prepararnos para recibir este don de la comunión eucarística, como nos enseña
san Ireneo de Lyon (Adv. haer., IV,18,5: PG 7,1028), mediante la
confesión de la única fe, la oración constante, la conversión interior, la vida
nueva y el diálogo fraterno. Hasta llegar a esta esperada meta, manifestaremos
al mundo el amor de Dios, que nos identifica como verdaderos discípulos de
Jesucristo (cf. Jn 13,35).
4. En este sentido, el diálogo
teológico emprendido por la Comisión Mixta Internacional ofrece una aportación
fundamental en la búsqueda de la plena comunión entre católicos y ortodoxos. En
los periodos sucesivos de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, y del
Patriarca Dimitrios, el progreso de nuestros encuentros teológicos ha sido
sustancial. Hoy expresamos nuestro sincero aprecio por los logros alcanzados
hasta la fecha, así como por los trabajos actuales. No se trata de un mero
ejercicio teórico, sino de un proceder en la verdad y en el amor, que requiere
un conocimiento cada vez más profundo de las tradiciones del otro para llegar a
comprenderlas y aprender de ellas. Por tanto, afirmamos nuevamente que el
diálogo teológico no pretende un mínimo común denominador para alcanzar un
acuerdo, sino más bien profundizar en la visión que cada uno tiene de la verdad
completa que Cristo ha dado a su Iglesia, una verdad que se comprende cada vez
más cuando seguimos las inspiraciones del Espíritu santo. Por eso, afirmamos
conjuntamente que nuestra fidelidad al Señor nos exige encuentros fraternos y
diálogo sincero. Esta búsqueda común no nos aparta de la verdad; sino que más
bien, mediante el intercambio de dones, mediante la guía del Espíritu Santo,
nos lleva a la verdad completa (cf. Jn 16,13).
5. Y, mientras nos encontramos aún en
camino hacia la plena comunión, tenemos ya el deber de dar testimonio común del
amor de Dios a su pueblo colaborando en nuestro servicio a la humanidad,
especialmente en la defensa de la dignidad de la persona humana, en cada
estadio de su vida, y de la santidad de la familia basada en el matrimonio, en
la promoción de la paz y el bien común y en la respuesta ante el sufrimiento
que sigue afligiendo a nuestro mundo. Reconocemos que el hambre, la pobreza, el
analfabetismo, la injusta distribución de los recursos son un desafío
constante. Es nuestro deber intentar construir juntos una sociedad justa y
humana en la que nadie se sienta excluido o marginado.
6. Estamos profundamente convencidos
de que el futuro de la familia humana depende también de cómo salvaguardemos
–con prudencia y compasión, a la vez que con justicia y rectitud– el don de la
creación, que nuestro Creador nos ha confiado. Por eso, constatamos con dolor
el ilícito maltrato de nuestro planeta, que constituye un pecado a los ojos de
Dios. Reafirmamos nuestra responsabilidad y obligación de cultivar un espíritu
de humildad y moderación de modo que todos puedan sentir la necesidad de
respetar y preservar la creación. Juntos, nos comprometemos a crear una mayor
conciencia del cuidado de la creación; hacemos un llamamiento a todos los
hombres de buena voluntad a buscar formas de vida con menos derroche y más
austeras, que no sean tanto expresión de codicia cuanto de generosidad para la
protección del mundo creado por Dios y el bien de su pueblo.
7. Asimismo, necesitamos urgentemente
una efectiva y decidida cooperación de los cristianos para tutelar en todo el
mundo el derecho a expresar públicamente la propia fe y a ser tratados con
equidad en la promoción de lo que el Cristianismo sigue ofreciendo a la
sociedad y a la cultura contemporánea. A este respecto, invitamos a todos los
cristianos a promover un auténtico diálogo con el Judaísmo, el Islam y otras
tradiciones religiosas. La indiferencia y el desconocimiento mutuo conducen
únicamente a la desconfianza y, a veces, desgraciadamente incluso al conflicto.
8. Desde esta santa ciudad de
Jerusalén, expresamos nuestra común preocupación profunda por la situación de
los cristianos en Medio Oriente y por su derecho a seguir siendo ciudadanos de
pleno derecho en sus patrias. Con confianza, dirigimos nuestra oración a Dios
omnipotente y misericordioso por la paz en Tierra Santa y en todo Medio
Oriente. Pedimos especialmente por las Iglesias en Egipto, Siria e Iraq, que
han sufrido mucho últimamente. Alentamos a todas las partes, independientemente
de sus convicciones religiosas, a seguir trabajando por la reconciliación y por
el justo reconocimiento de los derechos de los pueblos. Estamos convencidos de
que no son las armas, sino el diálogo, el perdón y la reconciliación, los
únicos medios posibles para lograr la paz.
9. En un momento histórico marcado
por la violencia, la indiferencia y el egoísmo, muchos hombres y mujeres se
sienten perdidos. Mediante nuestro testimonio común de la Buena Nueva del
Evangelio, podemos ayudar a los hombres de nuestro tiempo a redescubrir el
camino que lleva a la verdad, a la justicia y a la paz. Unidos en nuestras
intenciones y recordando el ejemplo del Papa Pablo VI y el Patriarca
Atenágoras, de hace 50 años, pedimos que todos los cristianos, junto con los
creyentes de cualquier tradición religiosa y todos los hombres de buena
voluntad reconozcan la urgencia del momento, que nos obliga a buscar la
reconciliación y la unidad de la familia humana, respetando absolutamente las
legítimas diferencias, por el bien de toda la humanidad y de las futuras
generaciones.
10. Al emprender esta peregrinación
en común al lugar donde nuestro único Señor Jesucristo fue crucificado,
sepultado y resucitado, encomendamos humildemente a la intercesión de la
Santísima siempre Virgen María los pasos sucesivos en el camino hacia la plena
unidad, confiando a la entera familia humana al amor infinito de Dios.
“El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se
fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6,25-26)
Jerusalén, 25 de
mayo de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario