La resurrección de Lázaro
(Jn 11,
1-44)
Este relato del evangelio se ha hecho tan célebre por ser tan
grande milagro, que ni aun infiel hay que no haya oído hablar de la
resurrección de Lázaro; ¿cuánto más conocido no será de los fieles, cuando ni
los infieles han podido ignorarlo? Y, sin embargo, cuando se lee, el alma
parece como que asiste a una escena siempre nueva. No está fuera de lo
razonable que repitamos nosotros lo que solemos decir sobre la resurrección
esta; ni debe daros fastidio, me parece, lo que yo diga; al fin, más veces oís
leerlo que comentarlo; porque, si acontece leerlo fuera de un sábado o de un
domingo, no se predica. Lo digo para que no torzáis el rostro ahora que vamos a
decir algo, ni salga nadie con un «Ya otras veces dijo eso»; también lo ha
leído el diácono más veces, y lo habéis oído con gusto. Atención, pues.
Enséñanos el santo evangelio haber Jesucristo resucitado tres
muertos: a la hija del príncipe de la sinagoga, pues, habiéndosele dicho que se
hallaba enferma de gravedad, fue a su casa, donde la encontró muerta; le dijo: Muchacha,
levántate; yo te lo mando, y se levantó.
Otro es un joven llevado ya fuera de las puertas de la ciudad y
amargamente llorado por su madre viuda; él lo vio, mandó que se detuviesen los
que le llevaban y dijo: Joven, levántate; yo te lo mando; y el muerto se sentó
y comenzó a hablar, y se le devolvió a su madre.
El tercero es este Lázaro al que acabamos de ver con los ojos de
la fe muriendo y resucitando en virtud de un prodigio mucho mayor que los
anteriores y blanco de una gracia extraordinaria, pues llevaba cuatro días muerto
y ya hedía; con todo, fue resucitado. ¿Qué significan estos tres muertos? Algo,
sin duda; los milagros del Señor son palabras de sentido misterioso. Tres
géneros de muerte hallamos en los pecados de los hombres.
Traed a la memoria estos tres muertos. Había primeramente muerto
aquella doncella en su casa; aún no había sido alzado su cadáver; al joven le
habían sacado fuera de las puertas de la ciudad; Lázaro ya estaba sepultado y oprimido
bajo la mole de piedra. ¿Cuáles son, pues, los tres géneros de muerte que hay
en los pecados? Digo: si uno consintió en su corazón el mal deseo, resolviendo
ceder a la suavidad de sus halagos, está ya muerto. Nadie lo sabe, aún no fue
sacado fuera; es muerte secreta, en su casa, en su cuarto; pero muerte. Nadie
diga que no cometió adulterio si determinó cometerle; si ha consentido a la delectación
que le impulsaba blandamente a cometerlo, ya lo cometió; él es adúltero, ella
casta. Preguntad a Dios, y él os responderá sobre esta muerte doméstica,
interior, de la muerte en el lecho, lechos de los que leemos: Compungíos en
el silencio de vuestros lechos de las cosas que andáis meditando en vuestros
corazones. Oye la sentencia del resucitador en punto a este morir: Quien
a una mujer casada mira para desearla, adulteró ya con ella en su corazón, si
bien no llevó aún a efecto la fornicación corporal. Más a las veces le mira el
Señor, y se arrepiente de haber determinado hacerlo, de haber consentido; en su
lecho ha muerto y en su lecho resucita. Pero, si ejecuta lo pensado, ya la
muerte se puso en marcha, ya salió fuera; mas por el arrepentimiento se le da
fin, y el muerto llevado a enterrar es devuelto a la vida. Pero si a la
consumación de la obra se allega la costumbre, ya hiede y tiene encima de sí la
losa de la mala costumbre; mas ni aun a éste le abandona Cristo; poderoso es
para resucitarle también, aunque llora. Hemos oído, cuando se leía el
evangelio, haber Cristo llorado a Lázaro. Los oprimidos por la costumbre están
aprisionados, y Cristo brama para resucitarlos. Mucho, en efecto, los increpa
la palabra divina, mucho les grita la Escritura, y también es mucho lo que yo
grito para ser oído y felicitarme de la resurrección de este Lázaro.
Quitad, dice, la piedra, pues ¿cómo puede
resucitar el consuetudinario si no se le quita el peso de la costumbre? Clamad,
ligadle, acusadle, removed la piedra; cuando veáis a uno de ésos, no queráis
daros tregua; es cosa trabajosa, más el trabajo ese remueve la piedra. Aquel
cuya voz traspasa los corazones sea el que grite: Lázaro, sal fuera; esto
es, vive, sal del sepulcro, muda la vida, da fin a la muerte. Y el muerto salió
atado con las vendas; porque, si bien el consuetudinario cesa de pecar, todavía
es reo de lo pasado, y necesario es que ruegue y haga penitencia por lo hecho,
no por lo que hace, pues ya no lo hace; está vivo, no lo hace, pero aún está ligado
por las cosas que hizo. Luego es a los ministros de la Iglesia, por medio de
los cuales se imponen las manos a los penitentes, a los que dice Cristo: Desatadle
y dejadle ir. Dejadle, desatadle: Lo que desatéis en la tierra, desatado
quedará en el cielo. (Quien me hubiese oído ya esto que ahora dije y lo
recordaba, imagínese estar leyendo lo que entonces escribió; y quien no lo
había oído, escríbalo ahora en su corazón para leerlo cuando guste.)
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º), t. XXIII, Sermón 139A, 1-2, BAC Madrid 1983, pág.
270-73
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