La entrada
en Jerusalén
El
Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el
tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del
templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y,
finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p.ej. 12,1; 13,1), que se ha
convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la
Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente
de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús
se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta
Jerusalén.
Es ante
todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente
a200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es
de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de
los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión,
aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo
largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde
Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del
Deuteronomio (12,11; 14,23).
La
última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una
entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los
Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre,
sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta
la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el
extremo» (cf. Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios.
Naturalmente,
la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa
con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se
había puesto encamino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a
ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al
salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf.
Mc 10,46).
En este
último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo
que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro
de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está
sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y
entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de
mí» (Mc10, 47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a
que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta:
«Anda, tu fe te ha curado».
Bartimeo
recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc10, 48-52). Una vez que ya
podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema
«David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre:
este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo
David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él
restablezca el reino de David?
Los
preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta
expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por
donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles
que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen
que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de
responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos
encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho
que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con
el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico
prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo
esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los
judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada
uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús
reivindica el derecho del rey are quisar medios de transporte, un derecho
conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markus evangelium, II, p. 180). El
hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite
también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras
del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo.
En
primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s, la bendición de Jacob, en las que
se asigna am Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus
rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos
deben obediencia». Sc dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11).Por
tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los
pueblos deben obediencia».
Más
importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente
para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a
tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de
acémila» (Mt 21,5;cf. Za 9,9; Jn 12,15).Ya hemos reflexionado ampliamente sobre
el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al
comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos(cf. primera parte,
pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un
rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna
un reino que se extiende de mar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p.
109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las
comunidades de la fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se
extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112).Todo esto no
podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido
apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por
ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que
se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo
Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y
viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios
programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del
Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo
tiempo, la referencia a Zacarías 9,9excluye una interpretación «zelote» de la
realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección
militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de
Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador.
Volvamos
al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo
inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo
(21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe:
«Y le ayudaron amontar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro
de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre.
Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a
Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo
Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el
profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s).
También
el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo
que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la
realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha
desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a
Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora
alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles
y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los
peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación
mesiánica: « ¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el
Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc
11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta
aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes
específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la
transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario
que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas
esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha
acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante
todo, aparece la exclamación: « ¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una
expresión de súplica, como: « ¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de
las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del
incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la
fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de
alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf.
Lohse, ThWNT, IX,p. 682).
La
palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los
tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una
expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con
Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de
aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al
mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y,
con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La
palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor»,
perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para
los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del
templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos
desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi
imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión
«que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más
aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido
prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la
expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que
viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las
promesas.
La
referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de
Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los
peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos
procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la
referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad:
«¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres
Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena
del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus
protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a
Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
Mateo
lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración
del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en
Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?".
La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de
Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente
es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el
rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén
«trastornada» (Mt 2,3).Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe
(seíö), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se
había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener
ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba
a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su
crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una
actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—,hay ya una cierta alusión a la
tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más
explícito en su discurso escatológico.
Pero en
Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida
de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos
niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: «¡Hosanna al hijo
de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos
sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los
niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo
sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos
aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8,
una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica.
Lo que
quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños
presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas
sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo
frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los
bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen
a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os
aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él»
(Mc10,13-15).Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser
pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el «ojo de una aguja»,
a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue
inmediatamente después (Mc 10,17-27).
Poco
antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre
quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y
abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a
mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho
pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a
partir del Padre y de cara a Él.
Si se
tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya
no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se
convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la comunidad de los
discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en
la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos
con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los
niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán
en su honor mucho más allá de esta hora.
En este
sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la
representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el
texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno
al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el
«Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo!
¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se
convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También
el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente
el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor
entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía
llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino.
La
Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el
que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que
sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos,
vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a
su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que,
en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús
de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 11 – 22)
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