La fe y el cuerpo - Diferentes del
"mundo" - El desafío de las sectas
La fe y el cuerpo
Sean o no verdaderos, los
"mensajes de las apariciones marianas" resultan embarazosos porque
parecen ir en una dirección poco acorde con cierta «espiritualidad
posconciliar".
Me interrumpe: «Repito que
no me gustan los términos pre o post conciliar; aceptarlos significaría aceptar
la idea de una ruptura en la historia de la Iglesia. En las
"apariciones" existe con frecuencia una implicación del cuerpo (señal
de la cruz, agua bendita, llamamiento al ayuno), pero todo esto se halla
plenamente en la línea del Vaticano II, que ha insistido en la unidad del
hombre y, por consiguiente, en la encarnación del espíritu en el cuerpo».
Este ayuno al que hace
referencia parece tener una importancia central en muchos de estos
"mensajes".
«Ayunar significa aceptar
un aspecto esencial de la vida cristiana. Es necesario descubrir de nuevo
el aspecto corporal de la fe: la abstención de la comida es uno de estos
aspectos. Sexualidad y alimentación son los elementos centrales de la
dimensión física del hombre: hoy, a una menor comprensión de la virginidad
corresponde una menor comprensión del ayuno. Y una y otra falta de
comprensión proceden de una misma raíz: el actual oscurecimiento de la tensión
escatológica, es decir, de la tensión de la fe cristiana hacia la vida
eterna. Ser vírgenes y saber practicar periódicamente el ayuno es atestiguar
que la vida eterna nos espera; más aún, que ya está entre nosotros, que
"pasa la figura de este mundo" (1 Cor 7,31). Sin virginidad y
sin ayuno, la Iglesia no es ya Iglesia; se hace intrascendente sumergiéndose en
la historia. En esto debemos tomar ejemplo de los hermanos de las
Iglesias ortodoxas de Oriente, grandes maestros —todavía hoy— de auténtico
ascetismo cristiano».
Eminencia, si las
"formas corporales" de expresión de la fe están en trance de
desaparecer entre los católicos de a pie (sobreviviendo, tal vez, en el círculo
restringido de la vida consagrada), ello se debe también a una orientación
determinada de la Iglesia institucional: viernes, vigilias, cuaresma, adviento
y otros " tiempos fuertes" han sido mitigados por medidas puestas en
práctica en estos años y provenientes de Roma.
«Es verdad, pero la
intención era buena —dice—. Se trataba de eliminar sospechas de
legalismo, de combatir la tentación de transformar la religión en prácticas
externas. Queda en pie, de todos modos, que los ayunos, las abstinencias
y otras "penitencias" deben continuar vinculadas a la responsabilidad
personal. Pero urge también encontrar expresiones comunitarias de la
penitencia eclesial. Sobre todo en un mundo en el que muchos hombres
mueren de hambre, debemos dar testimonio visible y comunitario de una privación
de comida aceptada libremente, por amor».
Diferentes del "mundo"
Para el Prefecto, de todos modos, se trata de un problema más amplio: «También
aquí debemos tener el coraje de ser inconformistas ante las tendencias del
mundo opulento. En lugar de acomodarnos al espíritu de la época,
deberíamos ser nosotros quienes imprimiéramos de nuevo en este espíritu el
sello de la austeridad evangélica. Hemos olvidado que los cristianos no
pueden vivir como vive "cualquiera". La necia opinión según la
cual no existiría una específica moral cristiana es sólo una expresión
particularmente atrevida de la pérdida de un concepto fundamental: la
"diferencia del cristiano" con relación a los modelos del
"mundo". Incluso en algunas órdenes y congregaciones
religiosas, en lugar de la verdadera reforma se ha introducido la relajación de
la austeridad hasta entonces practicada. Se ha confundido renovación con
acomodación. Un pequeño ejemplo concreto: me decía un religioso que la
disolución de su convento había comenzado en el preciso momento en que se
declaró que ya "no era practicable" que los frailes se levantaran
para el rezo del oficio nocturno previsto por la liturgia. El caso es que
este indudable, pero significativo, "sacrificio" se había sustituido
por un quedarse ante el televisor hasta horas avanzadas de la noche. Un
caso insignificante, en apariencia; pero también "casos
insignificantes" como éste están en el origen de la decadencia actual de
la indispensable austeridad de la vida cristiana. Comenzando por la de
los religiosos».
Continúa, completando su
pensamiento: «Hoy más que nunca, el cristiano debe tener conciencia clara de
pertenecer a una minoría y de estar enfrentado con lo que aparece como bueno,
evidente y lógico a los ojos del "espíritu del mundo", como lo llama
el Nuevo Testamento. Entre los deberes más urgentes del cristiano está la
recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura
ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad posconciliar».
¿Significa esto que junto a
la Gaudium et spes (el texto del Concilio sobre las relaciones de Iglesia y
mundo), podemos todavía tener la Imitación de Cristo?
«Se trata, evidentemente,
de dos espiritualidades de signo muy distinto. La Imitación es un texto
que refleja la gran tradición monástica de fines de la Edad Media. Pero
el Vaticano II no quería ciertamente quitar las cosas buenas de las manos de
los buenos».
¿Y la Imitación de Cristo
(tomada, claro está, como símbolo de cierta espiritualidad) se encuentra
todavía entre las cosas "buenas"?
«Más aún: entre los
objetivos más urgentes del católico moderno está precisamente la recuperación
de los elementos positivos de una espiritualidad como aquélla, con su
conciencia viva de la distancia cualitativa que media entre mentalidad de fe y
mentalidad mundana. Es cierto que hay en la Imitación una acentuación
unilateral de la relación privada del cristiano con su Señor. Pero en
demasiada producción teológico contemporánea hay una comprensión insuficiente
de la interioridad espiritual. Al condenar en bloque y sin apelación la
fuga saeculi, que ocupa un lugar central en la espiritualidad clásica, no se ha
comprendido que en aquella fuga había también un aspecto social. Se huía
del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determinados
centros de espiritualidad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por
consiguiente, humana. Se tomaba buena nota de la alienación de la
sociedad y —en el desierto o en el monasterio— se reconstruían oasis abiertos a
la vida y a la esperanza de salvación para todos».
Hay algo que da que pensar:
hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más
urgente del católico era encontrar una espiritualidad "nueva",
"comunitaria", "abierta", "no sacral",
"secular", "solidaria con el mundo". Ahora, después
de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encontrar un nuevo
punto de contacto con la espiritualidad antigua, aquella de la "huida del
siglo".
«El problema —responde—
estriba una vez más en encontrar el equilibrio. Dejando ahora al margen
las vocaciones monásticas o eremíticas, no sólo legítimas, sino incluso
preciosas para la Iglesia, el creyente se ha visto obligado a vivir el no fácil
equilibrio entre justa encarnación en la historia e indispensable tensión hacia
la eternidad. Es este equilibrio el que impide sacralizar el compromiso
terreno y, al mismo tiempo, recaer en la acusación de "alienación"».
El desafío de las sectas
Insistencia escatológica, huida del mundo, llamamientos exasperados al
"cambio de vida", a la "conversión", implicación del cuerpo
(abstención del alcohol, del tabaco, con frecuencia de la carne,
"sacrificios" de todo tipo) caracterizan a casi todas las sectas que
continúan difundiéndose entre los exfieles de las Iglesias cristianas
"oficiales". Con el paso de los años, el fenómeno asume
proporciones cada vez más alarmantes: ¿existe una estrategia común de la
Iglesia para responder a este avance?
«Hay iniciativas particulares
de obispos y episcopados —responde el Prefecto—. No excluyo que se decida
establecer una línea de acción común entre las Conferencias episcopales y los
órganos competentes de la Santa Sede, y, en lo posible, también con otras
grandes comunidades eclesiales. De todos modos , hay que decir que, en
todo tiempo y lugar, la cristiandad ha conocido grupos religiosos marginales
expuestos a la fascinación de este tipo de mensaje excéntrico y heterodoxo».
Pero parece que ahora estos
grupos se transforman en un fenómeno de masa.
«Su expansión —dice— indica
también vacíos y carencias de nuestro anuncio y de nuestra praxis. Por
ejemplo: el escatologismo radical, el milenarismo que distingue a muchas de
estas sectas, puede abrirse camino gracias también a la desaparición de este
aspecto del catolicismo auténtico en gran parte de la pastoral. Hay en
estas sectas una gran sensibilidad (que en ellas se lleva al extremo, pero que,
en medida equilibrada, es auténticamente cristiana) frente a los peligros de nuestro
tiempo Y. por lo tanto, ante la posibilidad del fin inminente de la
historia. La valoración correcta de mensajes como el de Fátima puede
significar un tipo de respuesta: la Iglesia, escuchando el mensaje vivo de
Cristo dirigido a los hombres de nuestro tiempo a través de María, siente la
amenaza de la destrucción de todos y de cada uno y responde urgiendo la
penitencia y la conversión decidida».
Para el cardenal, sin
embargo, la respuesta más radical que puede darse a las sectas pasa a través
«de un nuevo descubrimiento de la identidad católica: se hace necesaria una
nueva evidencia, una nueva alegría y, si puedo decirlo así, un nuevo
"orgullo" (que no se opone a la humildad, siempre indispensable) de
ser católicos. Es preciso también recordar que la favorable acogida que
se dispensa a estos grupos se debe también a que proponen a la gente, cada vez
más sola, aislada e insegura, una especie de "patria del alma", el
calor de una comunidad. Es justamente este calor y esta vida que por
desgracia parecen faltar a menudo entre nosotros: allí donde las parroquias,
ese núcleo de base irrenunciable, han sabido revitalizarse y ofrecer el sentido
de la pequeña iglesia que vive en unión con la gran Iglesia, los sectarios no
han podido penetrar de modo significativo. La catequesis, además, debe
desenmascarar el punto sobre el que más insisten estos nuevos
"misioneros": es decir, la impresión de que ellos leen la Escritura
de un modo "literal", mientras los católicos la habrían debilitado o
incluso olvidado. Esta literalidad significa a menudo una traición a la
fidelidad. El aislamiento de frases, de versículos, resulta desorientador,
porque hace perder de vista la totalidad: leída en su conjunto, la Biblia es
verdaderamente "católica". Pero es necesario que esto se explique
a través de una pedagogía catequética que habitúe de nuevo a los fieles a una
lectura de la Escritura en la Iglesia y con la Iglesia».
Card. Joseph Ratzinger en Informe sobre la Fe
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