La ley
se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han venido
por Jesucristo En esta pieza maestra, San León Magno, interpretando los
sentimientos de los apóstoles, expone la necesidad que los hombres sentimos de
gloria, de alegría, de gozo para poder superar las pruebas y experiencias
dolorosas de la vida. La contemplación de la gloria de Cristo, a la que el
evangelio de este domingo nos invita, podría ser un buen estímulo para apetecer
con más vehemencia la gloria del cielo. Pensemos que cualquiera de nosotros,
transformado por el amor puede llegar a ser el que los discípulos contemplaron
en el Tabor el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser. Así, la
experiencia de los apóstoles, de San León Magno, la nuestra, confirmada con los
testimonios de Moisés y de Elías, van conformando una historia de hombres que
procuran transfigurarse con Cristo. El Señor descubre su gloria en presencia de
unos testigos escogidos e ilumina con tan gran esplendor aquella forma
corporal, que le es común con todos, que su rostro se pone brillante como el
sol y sus vestidos blancos como la nieve. Sin duda esta transfiguración tenía
sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de
la cruz, 191 a fin de que la humillación de la pasión voluntariamente aceptada
no perturbara la fe de aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de
la dignidad oculta. Más, con igual providencia, daba al mismo tiempo un
fundamento a la esperanza de la Iglesia, ya que todo el cuerpo de Cristo pudo
conocer la transformación con que él también sería enriquecido, y todos sus
miembros cobraron la esperanza de participar en el honor que había
resplandecido en la cabeza. A este respecto, el mismo Señor había dicho,
refiriéndose a la majestad de su advenimiento: Los santos brillarán entonces
como el sol en el reino de su Padre. Y el apóstol san Pablo afirma lo mismo,
cuando dice: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que
un día se nos descubrirá; y también: Porque habéis muerto y vuestra vida está
oculta con Cristo en Dios: cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os
manifestaréis también vosotros con él revestidos de gloria. Además, los
apóstoles, que tenían que ser fortalecidos en su fe e iniciados en el
conocimiento de todas las cosas, hallaron también en este milagro una nueva
enseñanza.
En
efecto, Moisés y Elías, es decir, 4a ley y los profetas, se aparecieron,
hablando con el Señor; y ello para que se cumpliera con toda perfección, por la
presencia de estos cinco hombres, lo que está escrito: Sólo por la declaración
de dos o tres testigos se podrá fallar una causa. ¿Qué más estable, qué más
firme que esta causa? Para proclamarla, la doble trompeta del antiguo y del
nuevo Testamento resuena concorde, y de todo lo que en tiempos pasados sirvió
para testimoniarla coincide con la enseñanza evangélica. Las páginas de una y
otra alianza, en efecto, se confirman mutuamente, y el resplandor de la gloria
presente muestra, de una manera manifiesta y cierta, lo que las antiguas
figuras habían prometido bajo el velo del misterio; es que, como dice san Juan,
la ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han
venido por Jesucristo, ya que en él han llegado a su cumplimiento la promesa de
las figuras mesiánicas y el significado de los preceptos de la ley; pues, con
su presencia, enseña la verdad de la profecía y, con su gracia, hace posible la
práctica de los mandamientos. Que la proclamación del santo Evangelio sirva,
pues, para fortalecer la fe de todos, y que nadie se avergüence de la cruz de
Cristo, por la que el mundo ha sido redimido. Nadie, por tanto, tema el
sufrimiento por causa de la justicia, nadie dude que recibirá la recompensa
prometida, ya que a través del esfuerzo es como se llega al reposo y a través
de la muerte a la vida; el Señor ha asumido toda la debilidad propia de nuestra
pobre condición, y, si nosotros perseveramos en su confesión y en su amor,
vencemos lo que él ha vencido y recibimos lo que ha prometido. Ya se trate. en
efecto, de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad, debe resonar
siempre en nuestros oídos la voz del Padre que se dejó oír desde el cielo: Éste
es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo.
(Tomado de
los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos)
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