Las
tentaciones de Jesús en el Desierto
1- Suelen algunos dudar sobre que espíritu fue el que llevó a
Jesús al desierto, a causa de que luego se añade: Le transportó el diablo a
la ciudad santa, y después: Le subió el diablo a un monte muy
encumbrado; pero en realidad, y sin cuestión alguna, comúnmente se conviene
en creer que fue llevado al desierto por el Espíritu Santo; de manera que su
Espíritu le llevaría allí donde le hallaría el espíritu maligno para tentarle.
Mas he aquí que la mente se resiste a creer y los oídos humanos
se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo,
ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que
conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos.
No es, pues, indigno de nuestro Redentor, que había venido a que
le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había
venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones
las nuestras.
Debemos, pues, saber que la tentación se produce de tres
maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando
somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta el
consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros
el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de
la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí
mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del
pecado ni rozó siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica fue exterior,
no de dentro.
2- Ahora bien, mirando atentos al orden en que procede en El la
tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la
tentación.
El antiguo enemigo dirigióse
altivo contra el primer hombre, nuestro padre, con tres tentaciones; pues le
tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció,
porque el se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula
cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó
con la vanagloria cuando dijo: Seréis como dioses. Y le tentó con la
avaricia cuando dijo: Sabedores del bien y del mal; pues hay avaricia no
sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia
cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciera a la avaricia
la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de
Dios (Phil. 2,6): No tuvo por usurpación el ser igual a Dios. Y con esto
fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle
a la avaricia de grandezas.
3- Pero por los mismos modos por los que derrocó al primer
hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre.
En efecto, le tienta por la gula, diciendo: Di que esas piedras se
conviertan en pan; le tentó por la vanagloria cuando dijo: Si eres el
Hijo de Dios, échate de aquí abajo; y le tentó por la avaricia de la
grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: Todas
estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares. Mas, por
los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es
el vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se
introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros
aprisionado.
Pero en esta tentación del Señor hay, hermanos carísimos, una
cosa que nosotros debemos considerar, y es que el Señor, tentado por el diablo,
responde alegando los preceptos de la divina palabra, y El, que con esa misma
Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los
abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos
de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia,
a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombres malos, más
bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina.
Ponderad, os ruego, cuán grande
es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando
somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos
vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos. Ved cómo el Señor
soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de
mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza
suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole.
4- Es de notar lo que sigue: que, habiéndose retirado el diablo,
los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos
naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien
el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos,
pues, en El nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en El
al hombre, no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo
no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían.
5- Ahora bien, como la lección coincide en estos días en que
hemos oído referir el ayuno de nuestro Redentor por espacio de cuarenta días,
ya que también nosotros incoamos el tiempo de Cuaresma, debemos examinar por
qué esta abstinencia se guarda durante cuarenta días. Y hallamos que Moisés,
para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el
desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los
hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos
también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la
abstinencia durante el tiempo cuaresmal de cada año.
¿Por qué también se observa el
número cuarenta sino porque la virtud del Decálogo se completa por los cuatro
libros del santo Evangelio? Pues como el número diez, multiplicado por cuatro,
suma cuarenta, así, cuando observamos los cuatro evangelios, entonces cumplimos
perfectamente los preceptos del Decálogo.
Aunque también esto del tiempo cuaresmal puede entenderse de
otro modo. Desde el día de hoy hasta la solemnidad pascual pasan seis semanas,
que son cuarenta y dos días, de los cuales, como se substraen a la abstinencia
los seis días del Señor, no quedan para la abstinencia más que treinta y seis
días; ahora bien, como, de los trescientos sesenta y cinco días que tiene el
año, nosotros nos castigamos durante treinta y seis días, resulta como que
damos al Señor las décimas de nuestro año; de manera que nosotros, que vivimos
para nosotros mismos el año recibido, en las décimas de él nos mortificamos con
la abstinencia en obsequio de nuestro Creador. Por tanto, hermanos carísimos,
así como en la Ley se manda ofrecer los diezmos de las cosas, esforzaos de
igual modo en ofrecerle también los diezmos de los días.
Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su
carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias
torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se
ofrece y está viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y,
no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó
a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte,
comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por
consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso,
levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia.
6- Mas nadie crea que puede
bastarle la sola abstinencia, puesto que el Señor dice por el profeta (Is.
58,6): ¿Acaso el ayuno que yo estimo no consiste más bien en esto?; y
agrega (v.7): Que partas tu pan con el hambriento; y que a los pobres y a
los que no tienen hogar los acojas en tu casa, y vistas al que veas desnudo, y
no desprecies a tu propia carne. Luego el ayuno que Dios aprueba es el que
le ofrece una mano limosnera, el que se hace por amor del prójimo, el que está
condimentado con la piedad. Da, pues, al prójimo aquello de que tú te privas,
de modo que, de donde tu carne se mortifica, se alivie la carne del prójimo
necesitado; que por eso dice el Señor por el profeta (Zach. 7,5): Cuando
ayunabais y plañíais..., ¿acaso ayunasteis por respeto mío? Y cuando comíais y
bebíais, ¿acaso no lo hacíais mirando por vosotros mismos? Come, pues, y
bebe para sí quien toma para sí, sin atender a los indigentes, los alimentos
corporales, que son dones comunes del Creador; y cada cual ayuna para sí cuando
lo de que por algún tiempo se priva no lo da a los pobres, sino que lo reserva
para ofrecerlo después a su cuerpo. De ahí lo que se dice por Joel: Santificad
el ayuno; porque santificar el ayuno es ofrecer a Dios una digna
abstinencia de la carne junto con otras obras buenas. Cese la ira; apláquense
las disensiones, pues en vano se atormenta la carne si el alma no se reprime en
sus malos deseos, puesto que el Señor dice por el profeta (Is. 58,3-5): Es
porque en el día de vuestro ayuno hacéis todo cuanto se os antoja, y ayunáis
para seguir los pleitos y contiendas y herir con puñadas a otro sin piedad, y
apremiáis a todos vuestros deudores.
Cierto que quien reclama de su deudor lo que le dio, nada
injusto hace; pero digno es que quien se mortifica con la penitencia se prive
también de lo que justamente le corresponde. Así, así es como a nosotros,
afligidos y penitentes, perdona Dios lo que injustamente hemos hecho, si, por
amor a El, perdonamos lo que justamente nos corresponde.
(San Gregorio Magno, Obras,
B.A.C., Madrid, 1958, p. 596-600)
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