miércoles, 26 de marzo de 2014

Atención pastoral de personas divorciadas - Pontificio Consejo para la Familia

Recomendaciones
Pontificio Consejo para la Familia
14 de marzo de 1997
 
Queremos expresar nuestra fe en el sacramento del matrimonio: unión definitiva de un hombre y una mujer bautizados en Cristo; unión ordenada a la acogida y a la educación de los hijos (ver Gaudium et spes, 48).
Constatamos que el sacramento del matrimonio constituye una riqueza para los mismos esposos, para la sociedad y para la Iglesia. Implica una maduración bajo el signo de la esperanza para los que desean robustecer su amor en la estabilidad y fidelidad, con la ayuda de Dios que bendice su unión. Esa realidad redunda en beneficio también de todas las demás parejas.
En muchos países, los divorcios se han convertido en una auténtica «plaga» social (ver Gaudium et spes, 47). Las estadísticas señalan un crecimiento continuo de los fracasos, incluso entre personas que se hallan unidas en el sacramento del matrimonio. Este preocupante fenómeno lleva a considerar sus numerosas causas, entre las cuales se encuentran: el desinterés, de hecho, del Estado con respecto a la estabilidad del matrimonio y de la familia, una legislación permisiva sobre el divorcio, la influencia negativa de los medios de comunicación social y de las organizaciones internacionales y la insuficiente formación cristiana de los fieles.
Estos «jaques» son una fuente de sufrimiento tanto para los hombres de hoy como, sobre todo, para los que ven que fracasa el proyecto de su amor conyugal.
La Iglesia es muy sensible al dolor de sus miembros: al igual que se alegra con los que se alegran, también llora con los que lloran, (ver Rom 12, 15).
Como ha subrayado muy bien el Santo Padre en el discurso que nos dirigió durante los trabajos de la Asamblea Plenaria: «Estos hombres y estas mujeres deben saber que la Iglesia los ama, no está alejada de ellos y sufre por su situación. Los divorciados vueltos a casar son y siguen siendo miembros suyos, porque han recibido el bautismo y conservan la fe cristiana» (n. 2).

Así pues, los pastores han de mostrar su solicitud hacia los que sufren las consecuencias del divorcio, sobre todo hacia los hijos; se deben preocupar de todos y, siempre en armonía con la verdad del matrimonio y de la familia, traten de aliviar la herida infligida al signo de la alianza de Cristo con la Iglesia.
La Iglesia Católica, al mismo tiempo, no puede quedar indiferente frente el aumento de esas situaciones, ni debe rendirse ante una costumbre, fruto de una mentalidad que devalúa el matrimonio como compromiso único e indisoluble, así como no puede aprobar todo lo que atenta contra la naturaleza propia del matrimonio mismo.
La Iglesia, además, no se limita a denunciar los errores, sino que, según la constante doctrina de su magisterio -reafirmada especialmente en la exhortación apostólica Familiaris consortio (nn. 83 y 84)- quiere hacer uso de cualquier medio para que las comunidades locales puedan sostener a las personas que viven en esas condiciones.
Por esto, nosotros, en la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia, presentamos las siguientes recomendaciones a los obispos -como moderadores de la pastoral matrimonial-, así como a sus respectivas comunidades. Podrán ser útiles para concretar las orientaciones pastorales y para adecuarlas a las situaciones particulares.
Además, invitamos a todos los que tienen responsabilidades en la Iglesia a un esfuerzo especial con respecto a los que viven las consecuencias de las heridas causadas por el divorcio, teniendo presente:
- la solidaridad de toda la comunidad;
- la importancia de la virtud de la misericordia, que respeta la verdad del matrimonio;
- la confianza en la ley de Dios y en las disposiciones de la Iglesia, que protegen amorosamente el matrimonio y la familia;
- y un espíritu animado por la esperanza.
Ese esfuerzo especial supone una adecuada formación de los sacerdotes y de los laicos comprometidos en la pastoral familiar. El primer signo del amor de la Iglesia es no permitir que caiga el silencio sobre una situación tan preocupante (ver Famiiaris consortio, 84).
Para ayudar a redescubrir el valor y el significado del matrimonio cristiano y de la vida conyugal, proponemos tres objetivos y los correspondientes medios pastorales.
 
PRIMER OBJETIVO: LA FIDELIDAD
Conviene que toda la comunidad cristiana utilice los medios para sostener la fidelidad al sacramento del matrimonio, con un esfuerzo constante encaminado a:
- cuidar la preparación y la celebración del sacramento del matrimonio;
- dar toda su importancia a la catequesis sobre el valor y el significado del amor conyugal y familiar,
- acompañar a los hogares en su vida diaria (pastoral familiar, recurso a la vida sacramental, educación cristiana de los niños, movimientos familiares, etc.);
- alentar y ayudar a los cónyuges separados o divorciados, que viven solos, a permanecer fieles a los deberes de su matrimonio;
- preparar un directorio de los obispos sobre la pastoral familiar (ver Familiaris consortio, 66), donde aún no se haya realizado;
- cuidar la preparación del clero y en particular de los confesores, para que formen las conciencias según las leyes de Dios y de la Iglesia sobre la vida conyugal y familiar;
- promover la formación doctrinal de los agentes pastorales;
- animar la oración litúrgica para los que atraviesan dificultades en su matrimonio;
- y difundir estas orientaciones pastorales también mediante folletos sobre la situación de los divorciados vueltos a casar.
 
SEGUNDO OBJETIVO: ACOMPAÑAR A LAS FAMILIAS EN DIFICULTAD
Los pastores deben exhortar en particular a los padres, en virtud del sacramento del matrimonio que han recibido, para que sostengan a sus hijos casados; a los hermanos y hermanas, para que rodeen a las parejas con su fraternidad; y a los amigos, para que ayuden a sus amigos.
Además, los hijos de los separados y de los divorciados necesitan una atención específica, sobre todo en el marco de la catequesis.
Se debe promover también la asistencia pastoral de los que se dirigen o podrían dirigirse al juicio de los tribunales eclesiásticos. Conviene ayudarles a tomar en cuenta la posible nulidad de su matrimonio.
No hay que olvidar que a menudo las dificultades matrimoniales pueden degenerar en drama, si los esposos no tienen la voluntad o la posibilidad de acudir con confianza, cuanto antes, a una persona -sacerdote o laico competente- para que les ayude a superarlas.
En cualquier caso, es preciso hacer todo lo posible para llegar a una reconciliación.
 
TERCER OBJETIVO: ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL
Cuando los cristianos divorciados pasan a una unión civil, la Iglesia, fiel a la enseñanza de nuestro Señor (ver Mc 10, 2-9), no puede expresar signo alguno, ni público ni privado, que significara una especie de legitimación de la nueva unión.
Con frecuencia se constata que la experiencia del anterior fracaso puede provocar la necesidad de solicitar la misericordia de Dios y su salvación. Es preciso que los divorciados que se han vuelto a casar den la prioridad a la regularización de su situación en la comunidad eclesial visible e, impulsados por el deseo de responder al amor de Dios, se dispongan a un camino destinado a hacer que se supere todo desorden. La conversión, sin embargo, puede y debe comenzar sin dilación ya en el estado existencial en que cada uno se encuentra.
 
SUGERENCIAS PASTORALES
El obispo, testigo y custodio del signo matrimonial -junto con los sacerdotes, sus colaboradores-, con el deseo de llevar a su pueblo hacia la salvación y la verdadera felicidad, deberá:
a) expresar la fe de la iglesia en el sacramento del matrimonio y recordar las directrices para una preparación y una celebración fructuosa;
b) mostrar el sufrimiento de la Iglesia ante los fracasos de los matrimonios y sobre todo ante las consecuencias para los hijos;
c) exhortar y ayudar a los divorciados, que han quedado solos, a ser fieles al sacramento de su matrimonio (ver Familiaris consortio, 83);
d) Invitar a los divorciados que han pasado a una nueva unión a:
- reconocer su situación irregular, que implica un estado de pecado, y a pedir a Dios la gracia de una verdadera conversión;
- observar las exigencias elementales de la justicia hacia su cónyuge en el sacramento y hacia sus hijos;
- tomar conciencia de sus propias responsabilidades en estas uniones;
- comenzar inmediatamente un camino hacia Cristo, único que puede poner fin a esa situación: mediante un diálogo de fe con la persona con quien convive, para un progreso común hacia la conversión, exigido por el bautismo, y sobre todo mediante la oración y la participación en las celebraciones litúrgicas, pero sin olvidar que, por ser divorciados vueltos a casar, no pueden recibir los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía;
e) llevar a la comunidad cristiana a una comprensión más profunda de la importancia de la piedad eucarística, como por ejemplo: la visita al Santísimo Sacramento, la comunión espiritual, la adoración del Santísimo;
f) invitar a meditar en el sentido del pecado, llevando a los fieles a comprender mejor el Sacramento de la Reconciliación;
g) y estimular a una comprensión adecuada de la contrición y de la curación espiritual, que supone también el perdón de los demás, la reparación y el compromiso efectivo al servicio del prójimo.
 
Publicado en L'Osservatore Romano, edición en castellano, 14 de marzo de 1997.
 


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