Los hijos conocen bastante bien a los padres, tanto
en lo bueno como en lo menos bueno. No podemos menospreciar su perspicacia,
aunque parezcan pequeños e ingenuos. Todo lo que los padres dicen o hacen o
dejan de hacer es un mensaje que forma o deforma. Es preciso que encuentren en
la familia ‘modelos’ que atraigan y sirvan de referencia. Los padres parten con
todo a favor para lograrlo
Charla a padres de
niñas del Colegio Guadalaviar, de Valencia,
interesados en la iniciación a la fe de los más pequeños.
El mejor legado
La
fe es el mejor legado que se puede dejar en herencia a los hijos. Benedicto XVI
recordaba en Valencia que la familia es el elemento fundamental para transmitir
la fe y vivir el amor. Pero ¿cómo hacerlo? Procuraré dar algunas
orientaciones sirviéndome de anécdotas, hechos concretos o experiencias
vividas, todas sencillas, que hará, así lo espero, más comprensivo y práctico
los puntos que deseo resaltar, que con una exposición conceptual. Ante todo una
idea básica. Los padres son los primeros educadores. Por eso no olvidan que
aunque la elección de los colegios para sus hijos haya sido acertada no pueden
descargar en ellos su responsabilidad. Ellos siguen siendo los principales
educadores. Y éste es el criterio que dio San Josemaría: “en el colegio son,
primero los padres; después, los profesores; y luego los alumnos, en unidad de
intenciones, de alegrías y de sacrificios gustosos”. Por otra parte si bien
el papel de la madre en un hogar es imprescindible no es menos el del padre.
Quizás hoy se hace más necesario que nunca defenderlo. No ejercitarlo además es
fuente de desequilibrios en la familia y en la sociedad.
El papel del padre
En
la transmisión de la fe una de las verdades fundamentales que hay que enseñar
es que Dios es nuestro Padre. Que el bautismo nos ha hecho hijos suyos.
Sin embargo, esto que es tan elemental, no hay que dar por supuesto de que se
entiende correctamente. Y es que a comienzos del siglo XXI nos encontramos con
corrientes de pensamiento muy influyentes que desconfían del papel del padre y
del valor de su autoridad (que naturalmente ha de compartir con la madre),
originando en gran parte de la sociedad una crisis en la relación
paterno-filial.
No
todo uso de la autoridad es un abuso autoritario de ésta. El autoritarismo es
claramente un mal sistema educativo. Un caso llevado al extremo es el que
denuncia Franz Kafka. En una larga carta que dirige a su padre y publicada
después de su muerte, comienza diciendo: “Me preguntaste una vez por qué
afirmaba yo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestar, en
parte, justamente por el miedo que te tengo”. Después de dibujarnos un rostro
severo, exigente y amenazador de su padre le reprocha: “Yo era un niño tímido,
pero seguramente también terco, como deben ser los niños; sin duda mi madre me
mimaba también, pero no puedo creer que fuera tan difícil tratarme que una
palabra cariñosa, un silencioso asirme de la mano, una mirada dulce no hubieran
podido obtener de mí lo que quisieran”. En este contexto no es difícil pensar
que si a Kafka le dijésemos que Dios es Padre no le ayudaríamos a formarse una
imagen adecuada de Dios.
Pero
no es necesario llegar al caso patológico de este escritor para afirmar que
para muchos la paternidad de Dios resulte compatible con la imagen de un ser
inmenso y temible, un ser todopoderoso y lejano que gobierna arbitrariamente el
mundo. Se han forjado la idea que entre la autoridad-potestad y la paternidad
no puede haber verdadera afinidad. Quizá por todo esto el Catecismo, saliendo
al paso de equívocos, afirma:
“Dios
es Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente.
Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida
de nuestras necesidades; por la adopción filial que nos da (“yo seré
para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor
todopoderoso, 2Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues
muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados”
(CIC n.270). Su omnipotencia es modo alguno arbitraria.
También
hemos de considerar que, dentro de esta crisis en las relaciones
paterno-filiales, se ha dado en muchos progenitores una reacción contraria a
todo lo que en tiempos anteriores pudiera considerarse como autoritarismo o
dominio despótico, de tal manera que ahora “buen padre” es el que “deja hacer”,
no pone límites o encauza la libertad del hijo. Del modelo de “padre dominante”
se ha pasado a la del “padre complaciente”. Pero es fácil apreciar que los
extremos se tocan, y que ambos están equidistantes de la verdadera paternidad.
Veámoslo con el ejemplo recogido en el guión de la película “Indiana Jones y la
última cruzada”. Indiana y su padre después de muchas peripecias huyen de los
nazis a bordo de un zeppelín. El Dr. Jones le dice a Indi que ha sido un buen
padre: “¿Alguna vez te dije que te comieras toda la comida del plato? ¿Que
te fueras a la cama? ¿Que te limpiaras las orejas? No. Respeté tu privacidad y
te enseñé a confiar en ti mismo”. A lo que Indi contesta: “Lo único que
me enseñaste es que era menos importante para ti que gente que llevaba muerta
quinientos años y en otros países. Y lo aprendí tan bien que apenas hemos
hablado en veinte años”
Es
fácil de advertir la importancia de la dedicación de los padres. Ya Juan Pablo
II alentaba: “sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen
fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto a la familia o bien a una
presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere
socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y
por la familia son de una importancia única e insustituible” (Familiaris
consortio n.25).
Los
padres que creen que cumplen sus obligaciones porque sufragan todos los gastos
y caprichos que exigen sus hijos, pero sin dedicarles el tiempo que éstos
necesitan ¿qué imagen del padre puede tener un niño o una niña que crece en
estas condiciones? La figura paterna que resulta de este planteamiento es la de
un padre distante, atento a satisfacer las necesidades materiales, débil y
falto de autoridad, entre otras cosas porque cree que el modo de querer a sus
hijos consiste en no imponerse y dejar que éstos hagan siempre su voluntad. El
padre “complaciente” encubre bajo este calificativo una falta de compromiso con
su papel de progenitor.
Lo
que nos interesa a nosotros ahora es poner de relieve qué concepto de la
paternidad de Dios tiene o va adquiriendo el niño que crece en esa situación.
Lo habitual será que nos encontremos con dos actitudes antitéticas: el niño
que, ante la falta de unos padres que se preocupen afectivamente de él,
encuentra en Dios un padre más cariñoso y fuerte que el suyo; o lo que
posiblemente sea más frecuente, la proyección en la figura de Dios de los aspectos
negativos que encuentra en su padre, con lo que Dios no se caracterizaría por
el atributo del amor, sino que se identificaría con el padre ausente. El niño
crecería con la idea de un Dios lejano cuando no se sentiría movido a vivir
como si Dios no existiese.
Resulta
fácil de entender que para quien no ha experimentado de pequeño, la solicitud
amorosa de un padre físico, sea impensable acceder a la idea de Dios Padre. No
es posible, ni siquiera, recurrir a la analogía, porque el concepto de padre que
tienen estos hijos es algo frío, despojado de toda o casi toda relación
afectiva, desprovisto de calor personal. El resultado es que la palabra
“paternidad”, aplicada a Dios, no significa nada, porque carece de referente,
está desposeída de significado, de contenido conceptual. (M. Viejo)
En
esta misma línea conviene que no olvidemos lo que también nos enseña el
Catecismo: “Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje
de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo
y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa
para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también
mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que
indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su
criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los
padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el
hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles
y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene
recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No
es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad
humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef
3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios”.
Qué
distinto es el caso del niño o la niña que ha tenido la experiencia tan humana
de saberse hijo querido de verdad: comprendido y exigido a la vez. Se siente
seguro junto a las personas que lo aman. El niño sabe abandonarse a la mirada
atenta del padre. Una experiencia así la narra Víctor Frankl de cuando él era
niño: “Debía de tener yo cinco años, cuando desperté una soleada mañana
durante nuestro veraneo en Hainfeld. Mientras tenía los ojos aún cerrados, me
embargó una indescriptible sensación que me llenaba de alegría y felicidad: me
sentía seguro, vigilado, protegido. Cuando abrí los ojos, mi padre estaba
inclinado sonriente junto a mí”. De este modo, además, es más fácil
descubrir que Dios no nos mira con la mirada de un tribunal examinador o de un
juez implacable, como sostiene erróneamente en una de sus obras Sartre. La
mirada de Dios es como la mirada de aquellos padres y de aquellas personas que
nos aman, unas miradas que nos transforman para que vayamos dando lo mejor de
nosotros mismos, precisamente porque nos aman.
Aprender a arrodillarse ante
Dios
Prosiguiendo
en el itinerario de la fe, los niños han de aprender a reconocer a Dios Padre
Creador. Nosotros somos criaturas. Él nos ha hecho. Y la primera actitud del
hombre que se reconoce criatura ante su Creador es la adoración
(cfr. CIC n. 2628). Es reconocer a Dios como Dios. Un modo de manifestarla es arrodillarnos
en su presencia, dirigiéndonos a Él con sencillez, “sabiéndonos nada” (cfr. CIC
n. 2097), pero escuchados siempre en nuestras súplicas (2628), pues es
Amor infinito y misericordioso (2096). “Arrodillarse —comenta Chevrot— es
la expresión sensible de la adoración. Nos empequeñecemos en cierto modo para
confesar la grandeza de Dios; al estar más cerca del suelo, actualizamos
nuestra condición de criaturas ante la majestad de Aquel que nos sacó del limo
de la tierra para unirnos a Él. Jesús se hincó de rodillas en Getsemaní”.
Allí mantuvo un coloquio filial con el Padre, llamándole abbá, sabiéndose
escuchado. Santo Tomás enseña que “la adoración exterior se hace a causa de
la interior, para que mediante signos de reverencia, que corporalmente hacemos,
se excite nuestro afecto a Dios”, y aprendamos a quererlo.
La
tradición cristiana lo ha enseñado desde el comienzo y los hijos de familias
cristianas lo han aprendido de los padres desde pequeños. Un ejemplo de cómo
crece de esta manera la semilla de la fe en los niños lo da Aimé Duval
al explicar poco después del Concilio, junto con otros insignes sacerdotes, el
origen de su vocación sacerdotal:
“Era
el quinto hijo de una familia de nueve hermanos. Me precedían Lucía, María,
Elena y Marcelo. Detrás de mí vinieron René, Raimundo, Susana y Andrés. En
casa, nada de piedad expansiva y solemne. Sólo cada día la oración de la
noche en común, pero es algo que recuerdo claramente y lo recordaré mientras
viva. Mi hermana Elena recitaba las oraciones. Demasiado largas para los niños
—un cuarto de hora—; poco a poco iba aumentando en velocidad, embrollándose,
abreviando, hasta que mi padre le decía «vuelve a empezar». Y entonces yo iba
aprendiendo que hace falta hablar con Dios despacio, seria y delicadamente.
Es
curioso cómo me acuerdo de la postura de mi padre. Él, que por sus trabajos en
el campo o por el acarreo de madera siempre estaba cansado, que no se
avergonzaba de manifestarlo al volver a casa, después de cenar se
arrodillaba, los codos sobre una silla, la frente entre sus manos, sin
mirar a sus hijos, sin un movimiento, sin toser, sin impaciencia. Y yo pensaba
: «Mi padre que es tan valiente, que manda en casa y tan bien entiende a los
dos grandes bueyes, que es insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante
el alcalde, los ricos y los malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios.
¡Cómo cambia para hablar con Él! Debe ser muy grande Dios para que mi
padre se arrodille ante Él y también muy bueno para que se ponga a hablarle sin
mudarse de ropa»
“En
cambio, a mi madre nunca la vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba
en medio, el más pequeño en sus brazos, el vestido negro hasta los tacones, los
hermosos cabellos castaños caídos sobre su cuello, y todos nosotros a su
alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las oraciones de punta a cabo, sin
perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más curioso es que no paraba de
miramos, uno tras otro, una mirada para cada uno, más larga para los más
pequeños. Nos miraba pero no decía nada. Nunca, aunque los pequeños enredasen o
hablasen en voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la casa, aunque el gato
volcase algún puchero. Y yo pensaba: «Debe ser muy sencillo Dios cuando
se le puede hablar teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe ser una
persona muy importante para que mi madre no haga caso ni del gato ni de la
tormenta». Las manos de mi padre, los labios de mi madre, me enseñaron de Dios
mucho más que mi catecismo. Dios es una persona. Muy cercana. A la que se habla
con gusto después del trabajo”.
Todo
esto se traducirá en la práctica en rezar con confianza y en arrodillarse
delante del Sagrario de un oratorio o de una iglesia (cfr. CIC n. 1378)
para adorar con fe al Señor o en el momento de rezar las oraciones de la noche
y acabar el día dando gracias. Buen momento para rezar con los hijos
enseñándoles a comportarse con devoción.
El testimonio personal
Los
hijos conocen bastante bien a los padres —como explica Alfonso Aguiló—, tanto
en lo bueno como en lo menos bueno. No podemos menospreciar su perspicacia,
aunque parezcan pequeños e ingenuos. Todo lo que los padres dicen o hacen o
dejan de hacer es un mensaje que forma o deforma. Es preciso que encuentren en
la familia modelos que atraigan y sirvan de referencia. Los padres
parten con todo a favor para lograrlo.
Del
beato Juan Pablo II sabemos cómo se quedó sólo con su padre en la familia, con
doce años de edad, pues su madre y su hermano fallecieron antes. De su padre
contaba cómo le enseñó a ser piadoso también con el ejemplo, y narraba que en
cierta ocasión se despertó a media noche y vio a su padre de rodillas rezando.
Aquello no solo no se le olvidó sino que germinó profundamente en su alma. San
Josemaría aconsejaba en el colegio Retamar de Madrid en 1972: “...que os
vean rezar: es lo que yo he visto hacer a mis padres y se me ha quedado
en el corazón. De modo que cuando tus hijos lleguen a mi edad, se acordarán con
cariño de su madre y de su padre, que les obligaron sólo con el ejemplo, con la
sonrisa, y dándoles la doctrina cuando era conveniente, sin darles la lata”.
Ejemplos que hay que llevar a la práctica en la normalidad de la vida diaria.
Pero no basta ser ejemplar
Se
requiere además desarrollar con los hijos un ambiente de confianza y de
amistad. La confianza no puede imponerse sino que se inspira, con una
actitud afable, serena, cercana, asequible, que sabe escuchar, ser leal. Los
padres han de hacerse amigos de los hijos, amigos cercanos, y de esta manera se
facilita la sinceridad, que cuenten sus inquietudes y sentimientos, que
consulten sus problemas. Para esto, como repetía San Josemaría “Es necesario
que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos.
Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el
trabajo, que el descanso”. Y de este modo podrán formar la conciencia de
sus hijos, de modo particular cuando son aún pequeños.
Conviene
no olvidar que una de las señas de identidad de este inicio de siglo es un
fuerte mimetismo acrítico; desde niños se observa una acusada
tendencia a imitar modelos que ofrecen los distintos medios de comunicación que
imponen estilos de vida en ocasiones poco convenientes o deformantes. Todo esto
con una publicidad agresiva, con modas y modos que influyen a través de la
música, las redes sociales, las series de la televisión, el cine, etc. Es
decisivo enseñar a tener criterio propio y un comportamiento coherente con
quien se sabe hijo de Dios. Para lograrlo hay que hacer pensar, aprender a ser
reflexivos, dando los argumentos adecuados a su edad.
La
formación de la conciencia —distinguir el bien del mal— pasa por reconocer el
mal moral: el pecado. También cuando son pequeños, a la vez que se les
enseña a amar la virtud. El pecado es una ofensa voluntaria a Dios. Pero a
Dios, como Padre bueno, dejándonos obrar en libertad, lo que le duele es vernos
por caminos que nos apartan de la verdadera felicidad. Una verdad que queda
reflejada en la parábola del hijo pródigo. Así por otra parte lo enseña Santo
Tomás: “Dios no es ofendido por nosotros, sino en aquello mismo en que
actuamos en contra de nuestro propio bien” (CG, 122). Como orientación
puede servir una pequeña enumeración de algunas de esas faltas en las que
pueden caer los menores de edad: no cumplir los deberes, no rezar las
oraciones, portarse mal en la Iglesia, no obedecer a los padres, ser
caprichosos a la hora de comer, enfados, rebeldías, ser egoístas con sus cosas,
pegarse con sus hermanos, envidias, insultar, hacer rabiar, falta de
compañerismo, perezas, mentiras...
A
los cinco o seis años comienzan a ser conscientes de la “seriedad” de algunas
faltas y han de empeñarse en evitarlas y dolerse de ellas. San Josemaría cuando
aún era niño, rezaba el “Señor mío Jesucristo”. Sabía que debía pedir perdón
por sus faltas y ponía todo su esfuerzo infantil para recitar esa oración con
piedad. Al llegar a las palabras “me propongo la enmienda de nunca más pecar”,
confundía “enmienda” con “almendra”; y añadía que las almendras le gustaban
mucho: “por lo tanto —comentaba—, que cosa más lógica que dar algo
que me gustaba mucho por el propósito de no pecar nunca más, porque
verdaderamente mis padres me enseñaron a no querer ofender nunca al Señor, y
esa insistencia caló ya entonces en mi alma”.
Progresivamente
hay que ayudarles a que se conozcan a sí mismos, comenzando por sus cualidades
pero a la vez con sus faltas. Es un gran paso que reconozcan lo que han hecho
mal y pidan perdón. Una anécdota lo ilustra bien (I. Juez). Un matrimonio había
insistido a sus hijos en que todas las noches hicieran una breve revisión de la
jornada. Pensaban con acierto que así aprenderían a ser reflexivos, a
corregirse y a buscar el agrado de Dios. Poco a poco el examen de conciencia
había pasado a ser una costumbre familiar, de grandes y chicos. Los
protagonistas de este episodio —rondaban la edad de la Primera Comunión— hacían
su examen de una manera singular que llamaban rebobinar. El día en que sucedió
esta anécdota, la pequeña se había portado realmente mal durante la comida, con
una rabieta de campeonato. Esa noche, después de cenar se fue con su hermana a
la habitación para rebobinar y acostarse. Como siempre, la mayor dirigía las operaciones:
—Por la mañana,
nada más despertar, rezamos. ¿Lo ves?
—Si, lo veo
—Después el
desayuno y la salida hacia el colegio. ¿Lo ves?
—Sí, lo veo
—Al mediodía
volvimos a casa. ¿Lo ves?
—Sí, lo veo.
—Luego vino la
comida, ¿lo ves?
—...(Silencio)
—¿Lo ves?
—...(Más silencio)
—(La mayor
maliciosa) ¿No lo ves?
—(La pequeña,
compungida) Se me ha roto el video...
La
educación moral —que es educación en la libertad y en la verdad— se transmite a
los hijos vinculada a las creencias religiosas, si no se reduciría todo a unas
reglas de educación, sin fundamentación alguna. Para ello han de aprender a
vivir la unidad de vida: es decir que la fe informe la vida diaria. Por
otra parte la lucha por mejorar ha de ser positiva y alentadora: se trata de
que vayan adquiriendo hábitos y virtudes. Como son: la
amabilidad, la laboriosidad, la sinceridad, la pureza, la obediencia, la generosidad:
dar y compartir, saber perdonar, el orden, la alegría, la fortaleza frente a la
pereza y para no quejarse por una molestia, la sobriedad, el servicio a los
demás, el compañerismo... En definitiva ir pareciéndose a Jesús que es nuestro
modelo.
La práctica de los sacramentos
Estamos
hablando de padres que tienen hijos aún pequeños; en algunos casos que no han
hecho aún la Primera Comunión, ni por tanto la Primera Confesión, sin embargo
esto no quiere decir que no puedan empezar a calibrar el valor de los
sacramentos y fomentar la ilusión de recibirlos cuando llegue el momento.
Una manera de prepararse es verlo en hermanos o compañeros del colegio. Es lo
que le sucedió a un hijo de José María López Barajas según cuenta en una obra
colectiva sobre las enseñanzas de San Josemaría sobre la familia: “En sus
escritos habíamos leído que era conveniente llevar a los hijos a confesar desde
pequeñitos: porque no les causa trauma alguno y, en cambio, les hace mucho bien
a sus almas. Pues recuerdo que un día estaba ayudando a preparar la
confesión de mis hijos mayores, de ocho y siete años, cuando se nos unió el
tercero, Manolo, que no había cumplido los seis. Estábamos sentados en un banco
de la iglesia, justo frente al sacerdote, y les hacía preguntas sencillas
apropiadas para su edad:
—¿Habéis obedecido
a mamá?
Y mientras los
mayores, en su reflexión interior, callaban, Manolo respondió:
—Yo sí
Le expliqué que la
pregunta no era para él, y que no tenía edad de discernimiento. Añadió una
nueva pregunta:
—¿Habéis dicho
alguna mentira?
De nuevo los
mayores callaron, y Manolo arrancó:
—Yo sí
Como a la tercera
pregunta volviera a contestar afirmativamente, recordé la enseñanza del
Fundador y le dije que, si quería, también él podía confesarse. Así lo hizo, y regresó
feliz del confesionario, después de haber hecho sonreír con sus faltas al
sacerdote que le impuso de penitencia tomar una dulce golosina”.
De
la misma manera pueden ir aprendiendo a amar la Eucaristía —tener familiaridad
con Jesús— y ambicionar el deseo de recibirle un día en la Comunión. Jesús nos
enseñó: “Es mi Padre el que os da el verdadero Pan del Cielo”. Según
cuentan sus biógrafos, Tolkien, autor de “El Señor de los anillos”, obra
llevada magistralmente al cine, en los últimos años de su vida asistía a diario
a Misa y comulgaba. Ese descubrimiento cada vez mayor del valor del sacramento
le llevó a “idear” el pan de los Elfos, “las lembas”, que daba fuerzas
renovadas para acometer el proyecto de realizar el bien y combatir el mal. Cómo
no recordar que la Iglesia llama Pan de los Ángeles a la Eucaristía, en uno de
sus himnos litúrgicos, con palabras de un salmo. Era una manera de hablar de
ella para la imaginación infantil de sus hijos.
La fuerza del ambiente
Junto
con la piedad y la virtud, se precisa atender a la doctrina y el ambiente para
transmitir la fe (A. Aguiló). Los hijos pueden ir haciendo su pequeña
biblioteca, donde haya un devocionario con las principales oraciones, un
pequeño catecismo, libros sencillos sobre santos, alguna película de Historia
Sagrada o sobre un santuario conocido de la Virgen como Fátima, etc. Pero
aunque haya piedad, doctrina y virtud, el ambiente tiene una enorme fuerza de
arrastre. Por eso es clave crear un ambiente que facilite el crecimiento de la
fe y la virtud; como sucede en un jardín: nosotros no hacemos crecer a las
plantas, proporcionamos la ayuda y el ambiente adecuado para que crezcan.
Una
parte muy importante de ese ambiente se refleja en el modo de vivir el domingo.
La prioridad que se da a la asistencia a Misa, aunque suponga un
sacrificio, por estar de viaje o cualquier otro motivo. Participando toda la
familia junta si es posible. Sería un contrasentido que en el colegio se les
ayude a valorarlo con particular relieve y luego no lo vean así en casa. Claro
que son muchos los detalles que integran un ambiente cristiano, ya hemos
comentado algunos, pero se podrían añadir otros: rezar cuando se realiza un
viaje, bendecir la mesa, el cariño a los ancianos y los enfermos, el valor del
sacrificio, la preocupación por los demás, los lugares donde se veranean, los
amigos... cada uno de ellos van creando el estilo de vida propio de un hijo de
Dios.
La belleza de la devoción
mariana
Entre
los grandes amores de un cristiano se encuentra la Virgen María. Se
trata de un amor de correspondencia, pues, desde que Jesús nos la dio en la
Cruz, nos sabemos amados por un corazón materno; un amor —el de María— que nos
muestra la proximidad con cada uno de nuestro Padre Dios. En uno de sus
libros Alexandra Borghese escribe: “Como su amado predecesor, Karol Wojtyla,
también Joseph Ratzinger es un Papa con un fuerte sello mariano. Como ha
declarado, para él, “María es la expresión de la cercanía de Dios... es
conmovedor el hecho de que el Hijo de Dios tenga una madre humana, y que todos
nosotros hayamos sido confiados a esta Madre”. La relación de nuestro Papa con
María ha crecido con los años, como él mismo ha explicado: “a medida que
envejezco, me resulta más querida e importante la Madre de Dios”.
Resulta
lógico que unos padres cristianos fomenten la devoción a Santa María, como es
el uso del Escapulario y el rezo del rosario en familia, y si son pequeños
algún misterio, aunque dejando libertad para que lo hagan. Algunas de las hijas
quizás llevarán como nombre alguna advocación mariana. Y en la casa se
encontrarán imágenes suyas, junto el Crucifijo, particularmente en la
habitación de los más pequeños. Será fácil de esta manera, saludarla, mantener
un coloquio filial con Ella, invocarla pidiendo su ayuda.
El horizonte de un hijo de
Dios
Dios
nos llama a todos a la santidad. Esto vale también para los niños. También a
ellos los veremos en los altares. En 1981, la Congregación para la Causas de
los Santos abolió la restricción según la cual el ejercicio heroico de las
virtudes debiera darse por un “periodo duradero”. Con ese paso se abrió la vía
al reconocimiento canónico de la santidad de los niños no mártires por parte de
la Iglesia. La medida liberadora llevó después, en el Jubileo de 2000, a la
beatificación de los dos pastorcillos de Fátima, Jacinta y Francisco
Marto. Más reciente en el tiempo, el Papa Benedicto XVI presentaba como
ejemplo a una niña italiana, Antonia Meo, que falleció, de un tumor en
los huesos, con olor de santidad, en 1937 si haber cumplido los siete años.
Antes fue recibiendo los sacramentos: hizo su Primera Confesión y su Primera
Comunión a la que se preparó con gran ilusión. También se confirmó y recibió
los santos óleos. El 17 de diciembre de 2007 Benedicto XVI autorizaba la promulgación
de un decreto en el que se reconocían las virtudes heroicas de esta niña.
“Espero que su causa de beatificación pueda clausurarse pronto con éxito”
confesó el Papa. Para ello se necesita el reconocimiento de un milagro
atribuido a la intercesión de la niña. “Su existencia, tan sencilla y al
mismo tiempo tan importante, demuestra que la santidad es para todas las
edades: para los niños y los jóvenes, para los adultos y los ancianos”
explicó el Papa.
El
cuerpo de Antonia descansa ahora en una pequeña capilla adyacente a la que
conserva las reliquias de la pasión de Jesús, dentro de la basílica de la Santa
Cruz en Jerusalén, en la que fue bautizada y que se encuentra en el barrio de
Roma en el transcurrió su breve vida.
Con
el paso de los años veremos a muchos niños en los altares ejemplo para todos
pero especialmente cercano para los más pequeños.
Conclusiones
No
se ha pretendido ser exhaustivo en un tema tan capital como la iniciación a la
fe de los niños en la infancia, sino ilustrar con ejemplos algunos de los pasos
más fundamentales. Es evidente que esta tarea requiere en los padres un deseo
eficaz de formarse como padres para realizar del mejor modo esta función. Entre
los puntos tratados se encuentran:
• la imagen que se
forman de Dios depende en buena medida del ejemplo y la dedicación de los
padres
• un primer deber
para el cristiano es adorar a Dios y darle gracias
• para transmitir
la fe se precisa no sólo ayudarles a rezar sino rezar con los hijos
• fomentar hábitos
y virtudes cristianas
• formar la
conciencia moral, en primer lugar con el ejemplo y haciéndoles personas de
criterio
• hacer amar los
sacramentos
• centralidad del
domingo con la participación en la Misa.
• ir adquiriendo la
doctrina adecuada a su edad
• cuidar el
ambiente donde se desarrollan como personas e hijos de Dios
• aspirar a la
santidad
• amor a la Virgen
Eduardo Peláez
López
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ResponderEliminarEl cuerpo de Antonia descansa ahora en una pequeña capilla adyacente a la que conserva las reliquias de la pasión de Jesús, dentro de la basílica de la Santa Cruz en Jerusalén, en la que fue bautizada y que se encuentra en el barrio de Roma en el transcurrió su breve vida.