Cristo y la omnipotencia divina.
Potencia divina,
natural y sobrenatural
e instrumental en Cristo
Conferencia de Mons. Antonio Marino
En la Sociedad Tomista Argentina
10 de septiembre de 2012
DE POTENTIA ANIMAE CHRISTI
III, q.13
I. La indisoluble unidad de
encarnación y redención en la doctrina tomista
Santo
Tomás de Aquino dedica la cuestión 13 de la III Pars de la Suma Teológica
al tema que en latín lleva por título: De potentia animae Christi.
Camino obligado para la recta interpretación de un texto es procurar ubicarlo
en su contexto, mostrando su articulación dentro del todo del que forma parte.
En un pensamiento tan sistemático como es el de Santo Tomás, esta búsqueda de
la inserción orgánica de un tema dentro del conjunto de la reflexión se propone
captar su sentido con mayor profundidad.
Después
de haber expuesto sobre el misterio de Dios en sí mismo y como principio y fin
de todo lo que existe (I Pars) y del camino moral del hombre hacia su
propia bienaventuranza, que consiste en la participación en la vida de Dios (II
Pars), la Suma se cierra (III Pars) con la reflexión sobre Cristo,
quien muestra en sí mismo el camino de la salvación, seguida de la reflexión
sobre los sacramentos que nos la otorgan, y sobre la vida inmortal hacia la que
nos lleva mediante la resurrección.
El
tratado sobre Cristo, con el cual se abre la III Pars, abarca 59
cuestiones, subdivididas del siguiente modo: las cuestiones 1-26 tratan “sobre
el misterio de la encarnación en sí mismo, es decir, el misterio de un Dios
hecho hombre para salvarnos”; las cuestiones 27-59, nos hablan de “todo cuanto
hizo y sufrió ese Dios encarnado, nuestro Salvador” (Prólogo).
Conforme a estas palabras del mismo
Santo Tomás, la primera serie de cuestiones (1-26), está centrada en el
misterio de la encarnación (de ipso incarnationis mysterio), mientras
que la segunda serie (27-59) lo está en la obra salvadora de Cristo (de his
quae per ipsum Salvatorem nostrum … sunt acta et passa).
Encarnación
y salvación del hombre parecen brindar el criterio de subdivisión dentro de su
tratado sobre Cristo. Sin embargo, inmediatamente añadimos que ambos aspectos
están inseparablemente unidos en la mente del santo doctor, lo cual se
manifiesta a lo largo del tratado, en el recorrido de las 59 cuestiones. El
hecho de que hasta la cuestión 26 la mirada esté centrada en “el misterio de la
encarnación en sí mismo”, no significa que quede en el olvido la dimensión
soteriológica que tiene la encarnación. Viceversa, el estudio de la obra
salvadora a través de los misterios de su vida, nunca queda aislado de la
referencia a la encarnación, puesto que los actos humanos de Cristo resultan salvadores
precisamente por tener sustento en la Persona del Hijo de Dios hecho hombre.
Esto
que acabamos de decir, y que resulta de fundamental importancia para la recta
interpretación del pensamiento cristológico de Santo Tomás, se pone de
manifiesto desde los prólogos que preceden a ambas series de cuestiones. En
cuanto al primer prólogo, volvemos sobre sus palabras:
“En
el estudio del Salvador en sí mismo, hemos de considerar ante todo el misterio
de la encarnación en sí mismo, es decir el misterio de un Dios hecho hombre
para salvarnos; y en segundo lugar, todo cuanto hizo y sufrió ese Dios
encarnado, nuestro Salvador” (III q.1, prol.).
Notemos,
por tanto, que Santo Tomás no considera la encarnación abstrayéndola de la
salvación que es su finalidad y sentido. En estas breves palabras, la salvación
queda incluida en “el misterio de la encarnación en sí mismo”. A su vez, al
estudiar la obra de nuestro Salvador, se hace mención explícita de su
fundamento, la identidad divina: “todo cuanto hizo y sufrió ese Dios
encarnado”.
Si
vamos al prólogo que introduce las cuestiones 27-59, encontramos la misma
coherencia:
“Después
de lo expuesto sobre la unión de Dios y del hombre y de las consecuencias de
esta unión, resta que consideremos cuanto el Hijo de Dios encarnado hizo y
padeció en su naturaleza humana” (III q.27, prol.)
Se
trata ahora de his quae Filius Dei incarnatus in natura humana sibi unita
fecit vel passus est. Al inicio, por tanto, del estudio de la obra
salvadora, se comienza recordando la identidad personal de Cristo: “Hijo de
Dios encarnado”, cuyos actos por tanto se revisten de valor salvador.
Lo
formulado en los prólogos se pone en evidencia a lo largo de las cuestiones que
forman el tratado. Hemos querido recordar este rasgo de la cristología tomista,
en plena coincidencia con la revelación bíblica y la tradición patrística, pues
vendrían tiempos en la historia de la teología, en que la doctrina de la
encarnación y el estudio de la salvación (cristología y soteriología)
comenzaron a separarse en dos tratados con débil conexión entre sí.
Es
lo que comprobamos en la época llamada de los manuales, en la cual
aparecen obras supuestamente escritas ad mentem sancti Thomae, donde un
primer tratado se dedicaba a la ontología de la encarnación dejando con
frecuencia en la penumbra el vínculo con la salvación de los hombres. Un
segundo tratado, se centraba en la salvación, pero en él la reflexión sobre los
misterios de la vida de Cristo, que en la más genuina tradición daba concreción
al misterio de la encarnación redentora, quedaba en el olvido, relegada a las
consideraciones de la piedad o a la predicación. Del misterio pascual, se
privilegiaba la reflexión sobre la pasión y la muerte, prevaleciendo la categoría
de satisfacción por el pecado como su mejor interpretación, abstracción hecha
de las circunstancias históricas concretas que desencadenaron su condena y de
su vinculación con todo su ministerio público. La resurrección ocupaba poco
espacio en la reflexión y era más estudiada con interés apologético que en su
intrínseco valor de salvación: su lugar privilegiado era el tratado de la
teología fundamental, como prueba de la divinidad de Cristo y confirmación de
la verdad de sus enseñanzas.
II. Ubicación y sentido de la
cuestión 13
La
cuestión que queremos presentar, se ubica, por tanto en la primera parte del
tratado sobre Cristo. Tras el planteo del sentido o “conveniencia” de la
encarnación (q.1), se adentra Santo Tomás en un estudio detenido de la unión
hipostática que abarca las cuestiones 2 a 6. Tras lo cual, desde la cuestión 7
a la 15, se inicia la reflexión de las condiciones en las cuales el Hijo de
Dios asume nuestra naturaleza humana (de coassumptis a Filio Dei in humana
natura).
Al
comienzo de la cuestión 7 lo dice Santo Tomás con las siguientes palabras:
“Pasamos
ahora a tratar de las cosas que el Hijo de Dios tomó junto con la naturaleza
humana. Y, en primer lugar, de las que afectan a la perfección; luego de las
que atañen a las deficiencias. Sobre lo primero se plantean tres problemas:
primero la gracia de Cristo; segundo, su ciencia; tercero su poder” (III q.7
prol.).
Estas
cosas que el Hijo de Dios asumió junto con la naturaleza humana (coassumpta)
son tanto condiciones de perfección, como la gracia (qq.7-8), la ciencia
(qq.9-12), el poder (q.13); o bien, condiciones de debilidad, corporales
y anímicas (qq.14-15). Ambos aspectos dicen relación a la misión salvadora de
Cristo.
En
efecto, si en Cristo encontramos la plenitud absoluta de la gracia creada
(habitual o santificante), es porque la naturaleza humana no se confunde con la
divina y necesita ser elevada al orden sobrenatural. De este modo, se convierte
en fuente de cuya plenitud todos nosotros recibimos gracia tras gracia (cf. Jn 1,16).
Si en la naturaleza humana de Cristo se da la plenitud del conocimiento
(creado) de Dios, es porque todo acceso a la bienaventuranza es una
participación en ese conocimiento que él posee y comunica. Y si, llegados a
nuestra cuestión 13, nos planteamos la pregunta sobre si el alma de Cristo
gozaba de la omnipotencia que corresponde a Dios, sabemos que la respuesta
consistirá en distinguir entre la omnipotencia absoluta o simpliciter,
que sólo es propia de la naturaleza divina, y el poder o potencia que el alma
de Cristo tenía “en cuanto instrumento del Verbo unido a ella. Citemos sus
palabras tomadas del artículo 2 de la cuestión 13:
“En
cambio, si consideramos el alma de Cristo en cuanto instrumento del Verbo unido
a ella, sí que tuvo una potencia instrumental para producir aquellas mutaciones
que pueden ordenarse al fin de la encarnación, que consiste en recapitular
(en Cristo) todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra (Ef
1,10)” (III q.13, a.2).
Por
el momento, comprobemos una vez más la estrecha vinculación entre estas
cuestiones y el fin de la encarnación, que es conducir a los hombres a la
salvación. La plenitud de gracia, de ciencia y de poder instrumental que
encontramos en Cristo, constituyen condiciones de perfección asumidas por el
Hijo de Dios en orden a llevarnos a nuestro fin último.
Lo
mismo hemos de decir respecto de las condiciones de debilidad o deficiencia que
también asumió en su condición humana. Se trate de las limitaciones corporales
comunes a todos los hombres, como el cansancio, el dolor físico, el hambre y la
sed, y la misma muerte; o bien, de las pasiones anímicas que no implican
complicidad con el pecado o desorden interior, como la tristeza, el temor, la
ira y otras semejantes, el sentido de haberlas asumido es el mismo en ambos
casos: la asunción voluntaria de tales limitaciones por parte del Hijo de Dios.
Ellas constituyen la materia para brindar satisfacción por el pecado del género
humano; además, manifiestan el realismo de la encarnación y nos libran de la
tentación de considerar como ideal o imaginaria la condición humana de Cristo;
por último, tales límites nos ofrecen un ejemplo de paciencia ante los
sufrimientos propios de nuestra condición humana (cf. III q.14, a.1; q.15,
a.1). De este modo, tanto las condiciones de grandeza o perfección, como las
condiciones de debilidad o imperfección, que quedan englobadas en la categoría de
coassumptis a Filio Dei in humana natura, permanecen siempre en el marco de
nuestra salvación.
III. Apuntes sobre la cuestión 13.
¿Jesús era omnipotente?
Como
no podía ser de otra manera, en ésta como en otras cuestiones, el
desencadenante de la pregunta acerca del poder o potencia del alma de Cristo lo
encontramos en los Evangelios. La obra cumbre de síntesis teológica no debe
hacernos olvidar la tarea previa de Santo Tomás como comentarista de la Sagrada
Escritura, de cuya lectura asidua en el marco de la tradición eclesial
patrística, fue sacando la sustancia de la comprensión orgánica del misterio.
En
el fondo se trata de entender qué papel juega la humanidad de Cristo en el
cumplimiento del misterio de nuestra salvación. En los Evangelios, Jesús
aparece ejerciendo un poder taumatúrgico notable. Cura todo tipo de
enfermedades, domina las fuerzas de la naturaleza, resucita muertos, y hasta
llega a perdonar los pecados. Obra siempre en comunión con la voluntad del
Padre, pero al mismo tiempo actúa con un poder que tiene como propio. Un
ejemplo entre muchos lo tenemos en Mt 8,2-3: “Entonces un leproso fue a
postrarse ante él y le dijo: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Jesús
extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». Y al
instante quedó purificado de su lepra”.
Este
poder taumatúrgico de Cristo, conducía espontáneamente al planteo de la
pregunta acerca del misterio de su identidad personal. “¿Quién es éste que
hasta el viento y el mar le obedecen”? (Mc 4,41), exclaman atemorizados los
apóstoles ante la tempestad calmada por la orden del Maestro. “¿Quién es este
hombre, que llega hasta perdonar los pecados?” (Lc 7, 49), se preguntan los
invitados a casa del fariseo, al oír que Jesús perdonaba a la mujer pecadora.
El recorrido por los textos bíblicos ha llevado también a la tradición
teológica al planteo de la cuestión de si Jesús era omnipotente.
Tal
es la pregunta del artículo 1 de la cuestión 13: “Si el alma de Cristo gozó de
la omnipotencia”. Poco antes, en la breve presentación del orden de la
cuestión, planteaba la pregunta en estos téminos: utrum habuerit
omnipotentiam simpliciter, que traducimos: “si gozó de omnipotencia
absoluta”. El santo doctor, en posesión de la doctrina calcedónica de las dos
naturalezas unidas en la única persona del Verbo, responderá negativamente. En
efecto: “en el misterio de la encarnación la unión en la persona se realizó de
tal suerte que se mantuvo la distinción de las naturalezas, conservando, a
saber, cada una de ellas lo que le es propio” (III q.13, a.1).
Puesto
que “la potencia activa de cualquier ser sigue a su naturaleza”, el Angélico
argumentará de este modo: “en este aspecto, la omnipotencia es consecuencia de
la naturaleza divina. Y, puesto que la naturaleza divina es el mismo ser de
Dios incircunscrito, como expone Dionisio en el c.5 De divinis nominibus,
de ahí se sigue que posee potencia activa respecto de todas las cosas que
tienen razón de ser, lo que equivale a tener omnipotencia (…). Por
consiguiente, siendo el alma de Cristo una parte de su naturaleza humana, es
imposible que posea la omnipotencia” (ibid.).
La omnipotencia absoluta o simpliciter
es, sin duda, propiedad exclusiva de Dios y encuentra su fundamento en la
misma naturaleza divina ilimitada. El carácter limitado de la potencia humana
de Cristo guarda relación con su naturaleza limitada de hombre.
Una
cita de San Ambrosio, aducida como objeción, le brinda la oportunidad para
admitir en el plano de la “comunicación de idiomas” o propiedades, la
afirmación de que el hombre Jesús es omnipotente, del mismo modo que decimos
que es Dios. Esto es un uso correcto en cuanto a que se entiende dicha
expresión por referencia a la persona del Verbo, a la cual la naturaleza humana
está hipostáticamente unida.
Con
el artículo 2 entramos en lo más vivo de la cuestión: “Si el alma de Cristo
gozó de omnipotencia para producir cambios en las criaturas”. Poco antes, en la
presentación del orden de los artículos proponía la pregunta de este modo: utrum
habuerit omnipotentiam respectu corporalium creaturarum.
En
el cuerpo de la respuesta vemos aparecer una doble distinción. Ante todo, respecto
de los cambios en las criaturas, que pueden ser causados por el agente
propio y dentro del orden natural; o bien, aquellos cambios milagrosos, cuyo
agente es sobrenatural y exceden el orden natural, como la resurrección de un
muerto; o bien, por último, el caso de la aniquilación.
Pero,
el santo doctor introduce también una distinción respecto del diverso rol que
le cabe al alma de Cristo según determinados actos. Escuchamos su magisterio:
“La
segunda distinción se refiere al alma de Cristo, que puede considerarse de dos
modos. Primero, según su propia naturaleza y virtud, sea ésta natural o
gratuita. Segundo, en cuanto instrumento del Verbo de Dios (instrumentum
Verbi) unido personalmente a ella”.
Si
miramos el conjunto doctrinal, según el Aquinate, en conformidad con sus dos
naturalezas unidas en la persona del Verbo, podemos distinguir en Cristo, su
potencia divina, de su potencia humana que puede ser natural, sobrenatural
(o gratuita), e instrumental.
Ha
quedado claro que la omnipotencia sólo guarda proporción con la naturaleza
divina. En cuanto a la naturaleza humana, siendo Cristo hombre verdadero y
perfecto, esta naturaleza gozaba del poder propio proporcionado a sus
facultades, y de este modo decimos que podía lo que puede cualquier otro
hombre: moverse, pensar, hablar, etc. En el orden sobrenatural, al poseer la
plenitud de la gracia, su naturaleza poseía gratuitamente, como propio, un
poder para producir los actos de todas las virtudes, para instruir con la
verdad y mover con el ejemplo. Tanto en las obras que proceden de sus
facultades naturales, como en aquellas que tienen como principio la gracia y
que permiten a sus facultades obrar en el orden sobrenatural, en ambos casos la
causa o principio de esos actos puede ser llamada virtus propria, o
poder propio.
Pero
en Cristo hay actos cuyo principio inmediato no se encuentra ni en sus
facultades naturales ni en el hábito entitativo de la gracia ni en los hábitos
de las virtudes, sino que en ellos la naturaleza humana actúa como instrumento
de otra causa principal. Es aquí cuando Santo Tomás habla de la naturaleza
humana como instrumento del Verbo de Dios (instrumentum Verbi) unido
personalmente a ella.
IV. Aspectos de la causalidad
salvífica del alma de Cristo
A
la hora de explicar la función instrumental de la humanidad de Cristo en la
producción de la gracia, en la justificación y santificación de los hombres y
en la realización de los milagros, el mismo Santo Tomás fue evolucionando desde
el Comentario a las Sentencias (In Sent. I d.16 q.1 a.3) hasta su
doctrina en la Suma Teológica. Aquí apenas podemos aludir a su progreso en
apretados términos.
En
su obra de juventud sostuvo la causalidad instrumental de eficiencia
dispositiva que tiene la gracia de Cristo, lo cual equivale a afirmar una causalidad
moral. La súplica y la caridad de Cristo serían infaliblemente eficaces
ante el Padre. Mientras que en la Suma, gracias a un mayor conocimiento del
aporte de los Padres griegos, se dará cuenta de que no basta afirmar una
causalidad sólo moral de la humanidad de Cristo en la comunicación de la gracia
y en nuestra santificación, y por eso sostendrá también una causalidad
perfectiva, lo cual equivale a sostener que tanto en los milagros como en
la producción de la gracia la humanidad de Cristo es instrumento unido a la
divinidad y ejerce una causalidad directa que es más que moral. Por
contraposición a la causalidad sólo moral se la llama “física”.
Esta misma explicación de la
causalidad de la humanidad de Cristo se aplica a los sacramentos. En cuanto a
la comunicación de la gracia, entre la humanidad de Cristo y los sacramentos,
la diferencia será la del instrumento unido (instrumentum coniunctum) y
el instrumento separado (instrumentum separatum), distinción que le
viene de los Padres griegos.
Procurando
ahondar sobre lo expuesto, y teniendo en cuenta el conjunto de la doctrina de
Santo Tomás sobre la causalidad salvífica de la humanidad de Cristo, podemos
decir lo siguiente. Por una razón intrínseca esta cuestión se conecta con la
doctrina de las dos voluntades en Cristo, conforme a la definición del Concilio
de Constantinopla III, del año 681. Santo Tomás estudiará el tema en las
cuestiones 18 y 19. El dogma podemos resumirlo valiéndonos de las palabras del
Catecismo de la Iglesia católica:
“Cristo
posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y humanas, no
opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en su obediencia
al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el
Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación... La voluntad humana de
Cristo ‘sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino
todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente’ ” (cf. CCE
475; DS 556-559).
Así
como las dos naturalezas de Cristo son inconfundibles e inseparables, también
lo son sus operaciones. Pero ambas operaciones que proceden de principios
naturales diversos, pertenecen a la misma persona y actúan juntas en íntima
armonía.
Conforme
a esto, podemos distinguir en las obras de Cristo dos formas de causalidad
instrumental salvífica. Están las obras que siendo propiamente divinas porque
exceden el poder operativo de las potencias de la naturaleza humana, aun
elevada por la gracia, (como obrar los milagros, perdonar los pecados, otorgar
la gracia del Espíritu Santo), son sin embargo hechas humanamente por
Cristo mediante sus gestos o palabras. Baste recordar aquí algún ejemplo:
“Hijo, tus pecados te son perdonados” dice Jesús al paralítico. Lo cual suscita
el escándalo de los escribas: “¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está
blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” Ante lo cual
Jesús responde: “Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la
tierra el poder de perdonar los pecados –dijo al paralítico– yo te lo mando,
levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 5.7.10). Análogamente, en
el Evangelio de San Juan, Jesús resucitado sopla sobre los apóstoles y les
dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22).
Pero
en los Evangelios también encontramos otras obras que siendo humanas por
su inmediato principio operativo, (como la oración de Cristo, su libre
aceptación de la voluntad divina en incondicional y amorosa obediencia al
Padre, la caridad que anima todos sus sufrimientos, su pasión y su entrega a la
muerte por amor a los hombres), participan simultáneamente de la operación
de la voluntad divina, como el instrumento participa de la operación del
agente principal: son la libre (y meritoria) expresión humana de todo lo que
ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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