El 30 de mayo de 1862, dijo Don Bosco a todo el
alumnado reunido: – “Les voy a contar un sueño que tuve. A mis discípulos les
tengo tanta confianza que les contaría hasta mis pecados, sino fuera porque al
contárselos saldrían todos huyendo asustados y se caería el techo de la casa.
Pero lo que les voy a contar esta noche es para su bien espiritual”.
Soñé que estaba en la orilla del mar, sobre una
alta roca, desde la cual no se divisaba más piso firme que el que tenía bajo
los pies.
En aquella inmensa superficie líquida se veía
una multitud incontable de barcos dispuestos en orden de batalla, y cada barco
tenía en su extremo una enorme y afilada punta de hierro dispuesta a destrozar
todo lo que se le atravesara por delante. Los barcos estaban armados de cañones
y llenos de fusiles y de diferentes armas y con muchísimas bombas incendiarias,
y también con libros dañosos.
Y todos aquellos barcos se dirigían contra su
barco mucho más alto tratando de destruirlo con sus puntas de hierro, o
incendiarlo o de hacerle el mayo daño posible.
A este majestuoso barco que estaba provisto de
todo lo que necesitaba, le hacían escolta numerosos barcos pequeños, que
recibían órdenes de él, realizando maniobras necesarias para defenderse de la
flota enemiga. El viento soplaba en dirección contraria a la dirección que
llevaba el gran barco, y las olas encrespadas del mar favorecían a los
enemigos.
Y en plena batalla vi salir de en medio de la
inmensidad del mar dos grandes columnas, que se elevaron hasta enormes alturas.
Sobre la una había una estatua de María Inmaculada y debajo un gran letrero que
decía: “María Auxiliadora de los Cristianos”. Sobre la ora había una Santa
Hostia muy grande, y debajo un enorme letrero con esta inscripción: “Salvación
para los que creen”.
El Comandante Supremo de la nave mayor, que era
el Sumo Pontífice, al darse cuenta del furor con el que atacaban los enemigos y
la situación tan complicada en la que se encontraban sus leales servidores,
dispuso convocar a una reunión a todos los pilotos de las naves menores. Todos
los pilotos subieron a la nave capitana y se reunieron alrededor del Papa. Pero
al comprobar que el huracán se volvía cada vez más violento y que la tempestad
era cada día más peligrosa, fueron enviados otra vez los capitanes, cada uno a dirigir
su barco.
Se restableció por un poco tiempo otra vez la
calma y el Papa volvió a reunir junto a él a los demás capitanes, pero la
tempestad se volvió enormemente espantosa.
Entonces el Papa tomó personalmente el timón de
la nave capitana y se esforzó con todas sus energías en dirigir la nave hasta
colocarla en medio de las dos columnas desde las cuales colgaban áncoras, y
defensas para fortalecerse y salvavidas.
Y todos los barcos enemigos se lanzaron a atacar
el barco donde iba el Papa, y trataban de hundirlo o destrozarlo. Unos lo
atacaban con libros malos, otros con escritos malvados en los periódicos,
muchos disparaban sus cañones y trataban de atacarle con los extremos afilados
de hierro que tenían sus barcos, los cuales chocaban violentísimamente contra
la gigantesca nave capitana sin lograr hundirla ni detenerla en su marcha.
De vez en cuando los barcos enemigos lograban
hacerle inmensas hendiduras por los lados al barco del Pontífice, pero
enseguida soplaba una suave brisa desde las dos columnas y milagrosamente
cerraba esas hendiduras.
Otro dato curioso: Muchas naves enemigas al
tratar de disparar contra la nave capitana, explotaban y se hundían en el mar,
y muchos fusiles también al ir a disparar contra la Iglesia, estallaban.
Entonces los enemigos se propusieron atacar con armas cortas: insultos, golpes,
maldiciones, calumnias y así siguió el combate.
De pronto el Papa cayó gravemente herido. Los
que lo acompañaban corrieron a socorrerlo. Se repuso, pero fue herido por
segunda vez, cayó y murió. Un grito de victoria resonó en todas las naves
enemigas y el gozo de los contrarios era inmenso. Pero los demás pilotos se
reunieron y eligieron un nuevo Pontífice, el cual tomó fuertemente entre sus
manos el timón de la nave capitana. Los enemigos comenzaron a desanimarse.
El nuevo Pontífice, manejando muy bien la nave
la llevó hasta colocarla en medio de las dos columnas y con una cadena amarró
la parte delantera del barco (o proa) a la columna donde estaba la Santa Hostia
y con otra cadena ató el otro extremo (la popa) a la columna donde estaba la
estatua de María Santísima Auxiliadora.
Entonces se produjo una gran confusión. Todos
los barcos que habían luchado contra la nave capitaneada por el Papa, se dieron
a la fuga, se dispersaron, chocaron entre sí y se destruyeron mutuamente. Unos
al hundirse hundieron a otros más.
Los barcos que habían permanecido fieles al Papa
se acercaron a las dos columnas y se amarraron fuertemente a ellas.
Otras naves que por miedo al combate se habían
retirado y se encontraban distantes observando prudentemente los
acontecimientos, al ver que desaparecían en el abismo las naves enemigas,
navegaron entonces también hacia las dos columnas y allí permanecieron
tranquilas y serenas en compañía de la nave capitana dirigida por el Papa. En
el mar reinaba una calma absoluta….
Al llegar a este punto de la narración, Don
Bosco preguntó al Padre Rúa: – “¿Qué le parece que significa este sueño?”.
Don Rúa respondió: – “Me parece que la nave
capitana es la Iglesia Católica, y los otros barcos que ayudan a la nave
capitana son los fieles católicos dirigidos por sus obispos. Y que los barcos
enemigos son todos los que atacan nuestra Santa religión. Y me parece que las
dos columnas son la devoción al Santísimo Sacramento de la Eucaristía y a María
Santísima”.
Don Bosco añadió: – “Sí, y en los barcos que
atacan están representadas las persecuciones que le llegan a la Iglesia
Católica, a la cual le van a venir terribles peligros y ataques de enemigos.
Pero nos quedan dos remedios: frecuentar los sacramentos y tener una gran
devoción a la Virgen Santísima. Hagamos todo lo posible para practicar nosotros
estos dos remedios y para obtener que otros los practiquen también siempre y en
todo momento”.
Nota: Varios de los oyentes copiaron este sueño
y cada uno le daba sus interpretaciones. Se ha pensado que el capitán que llama
a los otros pilotos a reunión fue el Papa Pío IX que llamó a los obispos al
Concilio Vaticano I. Después de algunas reuniones los obispos tuvieron que
volverse a sus ciudades porque estallaba la guerra de 1870. En 1878 murió el
Papa Pío IX que había sido muy combatido por los enemigos de la religión. Más
tarde llegó el Papa San Pío X que propagó muchísimo la devoción al Santísimo
Sacramento y a María Santísima (acercó la Iglesia a esas dos columnas y
organizó a los católicos para defenderse unidos en Senados, Cámaras y gobierno
del mundo entero, quitándoles así a los enemigos de la Santa Iglesia el poder
omnímodo que tenían casi todos los países. Antes de este Papa los católicos no
participaban casi en elecciones ni se hacían elegir, y los enemigos podían
hacer desde el gobierno todo el mal que se les antojaba contra la religión. Pío
X dijo: “Los católicos elegirán y serán elegidos”. Y así hubo pronto en cada
país un grupo fuerte de católicos en el Congreso y en el gobierno, y los
anticatólicos les sucedió como a las naves del sueño: retrocedieron y empezaron
a hundirse. Y los que eran indiferentes y miraban la lucha desde lejos, al ver
que la Iglesia Católica volvía a ser respetada y estimada, se fueron acercando
también a ella en señal de amistad.
¿Fueron tres los pontífices? En canónigo Bourlot
que era estudiante y estuvo presente cuando Don Bosco narró este sueño, fue a
almorzar con Don Bosco y sus salesianos 24 años después en 1866, y en pleno
almuerzo dijo: – “Aquella vez Don Bosco dijo que los pontífices eran tres”.
El Padre Lemoyne que fue el que escribió la
redacción del sueño, estaba en ese momento charlando con otro y Don Bosco lo
llamó y le dijo: “Oiga lo que está diciendo este Padre”… y dio a entender que
estaba de acuerdo con lo que afirmaba el canónigo. Este afirmaba que Don Bosco
les contó que los Papas eran tres: el primero, aquel cuya muerte se alegraron
los malos. El segundo, el que reemplazó al anterior y con mano fuerte tomó el
timón y guió con seguridad la nave. Y el tercero, el que llevó la nave hasta
colocarla entre las dos columnas.
Después de 1907, el canónigo Bourlot volvió a la
Casa Salesiana de Turín y les dijo a sus superiores: – “¿Se dan cuenta de que
sí eran tres los pontífices del sueño? El primero, el Papa Pío IX que reunió el
Concilio y de cuya muerte se alegraron los enemigos de la religión. El segundo,
León XIII, que dirigió con mano segura y fuerte la Iglesia. Y el tercero, Pío X
que se dedicó a propagar la devoción a Jesús Sacramentado y a la Santísima
Virgen”.
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