miércoles, 4 de diciembre de 2013

Miles de cristianos son asesinados cada año por causa de la fe

LA PERSECUCIÓN DE LOS CRISTIANOS
EN EL SIGLO XXI
Javier Rupérez, del Patronato de FAES,
es miembro correspondiente de la
Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
 
Este texto va dedicado a Asia Noreen, más conocida por Asia Bibi, cristiana pakistaní condenada a muerte por un delito de blasfemia, con la esperanza de que la razón prevalezca y su vida sea respetada. Y a la memoria de Salman Taseer, gobernador del Punjab, de religión musulmana,
asesinado el 4 de enero de 2011 por mostrarse contrario a la ley sobre la blasfemia que condena a Asia Bibi a muerte. Y también a la memoria del ministro pakistaní de Minorías, Shabbaz Bhatti, el único miembro cristiano del gobierno, asesinado el 2 de marzo de 2011 por la misma razón.
 
I- Los hechos y las opiniones
El 24 de agosto de 2008 en el Estado de Orissa, en el nordeste de la India,los ataques contra la población cristiana local impulsados por la formación nacionalista hindú “Vishua Hindu Parishad” culminaron en el asesinato de 57 personas, muchas de ellas quemadas vivas, amén de centenares de heridos y decenas de mujeres violadas. Las autoridades locales calcularon que al menos 50.000 ciudadanos de fe cristiana se vieron obligados a buscar refugio en otros lugares del Estado, mientras la violencia continuaba durante dos meses después de la fecha en que se desencadenaron los ataques.
El 31 de octubre de 2010, la organización afiliada a Al Qaeda “El Estado Islámico de Irak” se hizo responsable de la matanza que había tenido lugar la noche anterior en la catedral católica asiria de Bagdad, Nuestra Señora de la Salvación, y en la cual murieron 52 personas, centenares resultaron heridas y la iglesia seriamente dañada. Treinta fieles cristianos, de los 120 que los atacantes habían tomado como rehenes en el asalto a la catedral, murieron al hacer estallar los islamistas radicales sus cinturones explosivos.
El 12 de septiembre de 2013, la organización islamista radical “Boko Haram” –cuyo nombre significa “la educación occidental es un pecado”, incluida en la lista de organizaciones terroristas internacionales del Departamento de Estado americano en noviembre de 2013– atacó una población en el nordeste de Nigeria dejando a su paso 142 cadáveres de personas de confesión cristiana. Unos días más tarde, el 17 de septiembre, la misma agrupación terrorista islámica prendió fuego a más de cien casas y tiendas en la misma localidad.
Noticias como las arriba reproducidas han cobrado presencia habitual y prácticamente diaria en los medios informativos de todo el mundo, hasta el extremo de generalizar la indiferencia que proviene de la repetición, y sus primeras manifestaciones datan ya de una buena decena de años. Los ejemplos reproducidos no son otra cosa que muestras especialmente violentas de una tendencia conocida y multiplicada a lo largo de la época contemporánea y no pueden ser entendidas como manifestaciones aisladas y por tanto insignificantes.
Por el contrario, representan una voluntad extendida en el tiempo y en el espacio que tiene como objetivo la eliminación de las formas cristianas de creencia y culto religiosas. Las organizaciones a las que se hace referencia en la India, en Irak y en Nigeria siguen actuando en estos momentos con esos objetivos y, como se podrá comprobar, se sitúan en coordenadas geográficas lo suficientemente distantes como para, de por sí, describir la amplitud del fenómeno. Si bien dos de ellas son de inspiración islámica otra lo es de obediencia hinduista, lo cual contribuye también a situar los impulsos del odio anticristiano en puntos diversos de la convicción dogmática. Y los actos de barbarie cuya narración se reproduce afectan en este y otros muchos casos a comunidades cristianas por el simple hecho de serlo.
Los seguidores de Jesucristo asesinados en Irak, o en la India, o en Nigeria no se habían distinguido por su participación en acciones sociales o políticas de ningún signo, y sin temor a error cabría calificarles como ciudadanos respetuosos de las leyes y del Estado al que pertenecían. No eran los activistas, por otra parte tan admirables, que movidos por su fe cristiana luchan por la justicia y la libertad antes y ahora en diversos puntos del mundo, y que por ello sufrieron y siguen sufriendo persecución y muerte, y cuya motivación trascendente puede quedar confundida y debatida en el marco temporal de sus consecuencias. El nigeriano cristiano que ha muerto a manos de “Boko Haram”, o el indio de la misma religión que ha perdido su vida tras los ataques de los nacionalistas radicales hindúes, o el asirio católico que pereció en el atentado de Al Qaeda contra su catedral en Bagdad tenía solo un estigma a los ojos de sus asesinos: ser cristiano. Y a tales efectos daba lo mismo que la obediencia fuera a la iglesia latina de Roma, a la asiria de Bagdad o a algunas de las múltiples ramas en las que se diversifica el protestantismo: todos eran cristianos, todos murieron porque lo eran.
A esas terribles muestras de vesania anticristiana habría que añadir, para comprender adecuadamente el panorama global que deberíamos tener en cuenta, otras igual de crudas y contundentes que encuentran su asiento en países y regímenes que tienen el ateísmo por creencia estatal y la persecución religiosa como norma.

Y tantos otros casos en que sin llegar al asesinato se multiplican las limitaciones para la práctica religiosa, o se somete a los cristianos a un estatus reducido de ciudadanía, o en el que las comunidades de creyentes deben sufrir acosos constantes.
Es cierto que muchos de esos recortes a la libertad religiosa pueden afectar a diversas confesiones y no únicamente a las cristianas. No es menos cierto que son estas últimas las que en este comienzo del siglo XXI se han convertido en blanco preferido de las iras de los que niegan la trascendencia y desprecian y persiguen a los que creen en ella. Además de serlo de los que no conciben compatible el orden de su creencia con las enseñanzas y las prácticas cristianas.
La dimensión del problema es bien comprendida, aunque quizás no suficientemente sentida, por la mayoría de las confesiones cristianas. Benedicto XVI, en su mensaje con motivo del Día Universal de la Paz hecho público en diciembre de 2010, semanas después de las matanzas en Bagdad, señaló que los cristianos sufrían más persecución que otros grupos religiosos, haciendo referencia a los problemas a los que debían hacer frente las comunidades de esa fe en África, Asia, el Oriente Medio y Tierra Santa. Añadió que “la situación es intolerable, ya que representa un insulto a Dios, a la dignidad humana y una amenaza contra la paz y la seguridad”.
Además se dirigió a las autoridades civiles para que tomaran medidas y protegieran las vidas y las haciendas de los cristianos de tales ataques. Y el Papa Francisco, en septiembre de 2013, tres días después de que hubiera tenido lugar en Peshawar, en Pakistán, un ataque contra una iglesia anglicana que había dejado 85 muertos, urgió a la comunidad católica a preguntarse por su respuesta ante tales actos de persecución anticristiana. “Tantos cristianos en el mundo están sufriendo. ¿Me deja ello indiferente o me afecta como a miembro que soy de la misma familia cuando tantos hermanos y hermanas están dando su vida por Jesucristo?”.
El 22 de octubre de 2013, los senadores republicanos de los Estados Unidos Bob Corker –Tennessee–, Lamar Alexander –Tennessee– y Roy Blunt –Missouri–, dirigieron al secretario de Estado John Kerry una carta en la que haciendo referencia a los ataques que venían sufriendo los coptos cristianos en Egipto y subrayando que la supervivencia de la misma minoría y su capacidad de practicar su creencia están en peligro, exigían una clara respuesta por parte de la Administración Obama. Los senadores terminaban su misiva constatando que en su opinión “Egipto es parte de una tendencia más general: la libertad religiosa en todo el Oriente Medio y en Asia Central, particularmente para los cristianos, está bajo asedio. Los Estados Unidos deben responder a ese desafío y continuar siendo un poderoso defensor de la libertad religiosa en todo el mundo”.
El 6 de febrero de 2012, en el semanal americano Newsweek, la escritora y activista somalo-holandesa Aayan Hirsi Ali había publicado un controvertido artículo titulado “La guerra global contra los cristianos en el mundo musulmán” en el que, abandonando cualquier pretensión de rendir pleitesía a lo políticamente correcto, afirmaba sin ambages que “los cristianos están siendo asesinados en el mundo islámico a causa de su religión. Es un creciente genocidio que debería provocar la alarma global”. Y añadía: “La escala y la gravedad de la ‘islamofobia’ palidece en comparación con la sangrienta ‘cristofobia’ que actualmente recorre las naciones con mayoría musulmana de uno a otro extremo del globo. La conspiración del silencio que rodea esta violenta expresión de intolerancia religiosa debe detenerse.
Nada menos que el destino de la Cristiandad –y en última instancia de todas la minorías religiosas en el mundo musulmán– está en juego”. El cardenal de Nueva York Timothy Dolan, pocas semanas después, publicaba en el boletín de la diócesis Catholic New York un artículo titulado “Aumento de la violencia contra los cristianosen los países musulmanes”, en donde sin mayores contemplaciones y de manera expresa acogía las tesis de Hirsi Ali, lamentándose del silencio que rodeaba los actos de violencia anticristiana en los medios de comunicación y del escaso esfuerzo que los informadores dedicaban a situarlos en un contexto que fuera más allá de la incidencia diaria. De una manera algo más matizada pero no por ello menos clara, y con referencia explícita a su artículo, el mismo cardenal Dolan se refería al tema en el seminario que la Catholic University of America en colaboración con la Conferencia Episcopal católica de los Estados Unidos había organizado el 12 de septiembre de 2012 bajo el título “Libertad Religiosa Internacional: Un imperativo para la paz y el bien de todos”.
Y para describir el alcance del fenómeno quedaba por abordar otra espinosa cuestión conceptual: la de dilucidar si la persecución anticristiana tenía algo de comparable al Holocausto que la Alemania nazi dirigió contra los ciudadanos de origen judío durante la Segunda Guerra Mundial. Una respuesta parcial la vino a dar David Harris, el secretario ejecutivo del American Jewish Committee, en un artículo titulado “Silencio ante la persecución de cristianos”, publicado en El País el 2 de octubre de 2013, y en el que, tras referirse a los actos de barbarie de los que son objeto los cristianos en varios países musulmanes, en una enumeración que califica de incompleta pero suficiente para alarmar la conciencia de la humanidad, añade: “Pero por desgracia lo que ha habido es silencio. Como judío encuentro ese silencio incomprensible.
Los judíos sabemos muy bien que el pecado del silencio no es una solución ante los actos de opresión. Lo cual puede aplicarse no solo con relación al obvio ejemplo del Holocausto sino también en la postguerra a la grave situación vivida por los judíos en varios países de mayoría musulmana”. Para terminar con un evidente y lógico desgarro: “¿Cuántos ataques más, cuántos más fieles muertos, cuántas iglesias destruidas más y cuántas familias más tendrán que huir antes de que el mundo encuentre su voz, manifieste su indignación moral, exija algo más que fugaces declaraciones oficiales de aflicción y no abandone a las comunidades cristianas en peligro?”. El periodista John Allen, especializado en temas religiosos y colaborador habitual del National Catholic Reporter, situaba el tema en un contexto histórico tan comprensible como exigente: “No tenías que ser judío en los años 70 para estar preocupado por los judíos disidentes en la Unión Soviética; no tenías que ser negro en los 80 para sentirte afectado por el apartheid en Sudáfrica; y de la misma manera no tienes que ser un cristiano hoy en día para reconocer que los cristianos constituyen el grupo religioso más perseguido en el planeta”.
 
II- Los números de las víctimas
Según Open Doors, una organización americana protestante dedicada al seguimiento de las persecuciones de los cristianos en el mundo y a la difusión global de la Biblia, en la actualidad el 75% de la población mundial estaría viviendo en países con serias restricciones al ejercicio de la libertad religiosa y cien millones de cristianos, que equivaldrían a un poco menos del 5% del total, sufrirían persecución en más de sesenta países. Esos datos coinciden en lo esencial con los publicados en el detallado estudio del Pew Research Center sobre restricciones globales a la religión correspondiente al año 2011. La International Society for Human Rights, una ONG domiciliada en Fráncfort, Alemania, estima que el 80% de la discriminación religiosa que actualmente tiene lugar en el mundo está dirigida contra los cristianos. Y de acuerdo con el Center for the Study of Global Christianity del Gordon Conwell Theological Seminary, una institución evangélica situada en South Hamilton, Massachusetts, más de 100.000 cristianos han sido asesinados cada año de los trascurridos entre 2000 y 2011, lo que supondría la muerte de once cristianos cada hora durante ese periodo. La cifra ha sido acogida como cierta por la Santa Sede, cuyo representante diplomático, el arzobispo Silvano María Tomasi, la utilizó en la sesión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en mayo de 2013, y ha sido repetida sistemáticamente por sus portavoces. Entre ellos, el cardenal Dolan en las intervenciones a las que más arriba se hizo referencia. También ha recibido críticas y dudas por su volumen y por la manera en que se ha llegado a ella. En efecto, sus autores introdujeron en la cifra global la derivada de las matanzas en el Congo durante el largo periodo de las guerras civiles a principios del siglo XXI, con el argumento, sometido a una razonable duda, de que todas sus víctimas eran cristianos. Una versión más restrictiva reduciría la cifra global a 100.000 durante el decenio, que nos llevaría a la de 10.000 anuales, con veinte cristianos muertos cada día y casi uno por hora. Posiblemente más adecuada a la realidad que la citada en primer lugar. Y en cualquier caso estremecedora.
Pero si las cifras absolutas y relativas de la persecución son importantes y significativas, no lo son menos las que afectan a países concretos en los que la población cristiana, como consecuencia del acoso al que ha sido sometida, se ha visto reducida drásticamente, hasta el punto de la casi desaparición, en relativamente pocos años. En el caso de Irak, por ejemplo, que resulta comparable a la situación de los cristianos en otros países del Oriente Medio, el éxodo de los cristianos, establecidos en la zona poco tiempo después de la muerte de Jesucristo y desde luego mucho antes del establecimiento del islam en la región, ha cobrado proporciones bíblicas.
En el censo de 1987 el país contaba con una población cristiana de 1,4 millones. En 2003 esa cifra se había reducido a los 800.000 y en 2011 se consideraba que la cifra era de solo 500.000. Pero según la organización católica Ayuda a la Iglesia Necesitada, los mismos católicos iraquíes reconocían que probablemente el número no sobrepasara los 150.000, muchos de los cuales vivían en circunstancias precarias como personas desplazadas y deseando encontrar los medios para salir del país y encontrarse con familiares en el extranjero.
No es baladí el tema de los cómputos, como en tantas otras ocasiones históricas se ha podido comprobar, y si es cierto que la pérdida injustificada de una sola vida humana merece reprobación y enmienda, no es menos cierto que a la postre son los volúmenes del sacrificio, normalmente relacionados con una evidente voluntad de exterminio, los que convierten una banalidad criminal en genocidio. La actual persecución contra los cristianos tiene diversas fuentes de inspiración y conoce diferentes niveles de vesania, algunos de los cuales están directamente relacionados con el designio criminal de borrar su rastro de la faz de la Tierra. O con el menos truculento, pero no menos eficaz, de procurar que el cristianismo, es decir, los cristianos, se vean desplazados por la fuerza de una determinada parte del mundo. Otros, en nivel descendente, incluyen acosos personales o colectivos, discriminaciones de iure o de facto, limitaciones a la hora de practicar los ritos cristianos y un variado etcétera, todo ello pensado para colocar al cristiano en un nicho de incomodidad e incertidumbre. Todo eso es también persecución y sean cuales sean los números definitivos, y simplemente estando a la escucha de lo que las noticias mundiales nos traen cada día, aqueja hoy de manera grave y aguda a la comunidad de habitantes de este planeta que practica el cristianismo en sus diversas formas.
La evidencia empírica disponible, aun con sus imperfecciones, abona la convicción de que los cristianos están sufriendo hoy una persecución insidiosa en una buena parte del mundo, constante y en muchos casos letal. Sería harto conveniente que la certificación de las cifras, realizada por el simple aunque enojoso procedimiento de comprobarlas día a día en la sucesión de incidentes y de sus consecuencias, fuera realizada de manera eficaz por alguno de los múltiples centros de seguimiento de los derechos humanos que, con base religiosa o sin ella, existen hoy en el mundo y algunos de los cuales han quedado más arriba referidos. Sería además importante que los criterios para la inclusión fueran unívocos y comprensibles y reducidos a una experiencia tan simple como directa: son víctimas de la persecución anticristiana aquellos miembros que profesando la fe del Evangelio de Cristo se han visto atacados en sus derechos o en sus vidas por ese simple hecho. Los judíos que integran la voluminosa nomenclatura del Holocausto perecieron por su pertenencia a la raza hebrea, con independencia de cuales fueran sus convicciones políticas, sociales o económicas o sus acciones en esos terrenos. Esa es la materia esencial, aunque no sea la única, de la que está compuesto el martirologio.
 
III- Los lugares del crimen y sus responsables
En 1998 el Congreso de los Estados Unidos aprobaba la International Religious Freedom Act con el propósito de situar el respeto universal de la libertad religiosa en el marco de las exigencias y responsabilidades de la política exterior norteamericana.
El texto legislativo establecía a tales efectos una Comisión independiente, una oficina sobre libertad religiosa en el Departamento de Estado y un embajador “at large”, también en el Departamento de Estado, para dar seguimiento al tema. En cumplimiento de las disposiciones de la ley, tanto la Comisión como el Departamento de Estado publican anualmente sendos informes sobre el respeto a la libertad religiosa en el mundo. Siguiendo la práctica habitual para el tratamiento de los temas relativos a los derechos humanos, los informes en cuestión practican lo que en la jerga multilateral habitual se conoce como “naming and shaming”: las descripciones no se andan con rodeos e identifican a los vulneradores con sus nombres y apellidos, al tiempo que los someten a la vergüenza pública.
Como bien se comprenderá, son documentos destinados a examinar las violaciones del derecho a la libertad religiosa contra cualquier confesión, no únicamente las cristianas.
En su informe del año 2013, que fue publicado en enero de ese año, la Comisión introducía un nuevo sistema de análisis, agrupando a los países que se habían distinguido por sus violaciones de la libertad religiosa en dos categorías iniciales, según el nivel de las violaciones. En el primer grupo de culpabilidad los países, que son expresamente considerados de “especial preocupación”, fueron Birmania (Myanmar), China, Egipto, Eritrea, Irán, Irak, Nigeria, Corea del Norte, Pakistán, Arabia Saudita, Sudán*, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán y Vietnam. En el segundo grupo, solo distinguible del primero por una cuestión de grado, figuran Afganistán, Azerbaiyán, Cuba, la India, Indonesia, Kazajistán y Laos.
Para el Informe del Departamento de Estado correspondiente al año 2011 y publicado en mayo de 2012, la denominación Countries of Particular Concern –la especial preocupación– tiene consecuencias sancionadoras concretas y quizás por ello ofrece una lista restringida de los mismos, aquí limitada a Birmania (Myanmar), China, Eritrea, Irán, Corea del Norte, Sudán y Uzbekistán. Según el International Religious Freedom Act, los países que merecen “especial preocupación” son aquellos que han cometido “violaciones especialmente graves de la libertad religiosa”.
Y Open Doors en su lista de los 50 países del mundo que en 2012 atentaron específicamente contra los ciudadanos pertenecientes a confesiones cristianas, ofrece cuatro categorías: “persecución extremada” (Corea del Norte, Arabia Saudita, Afganistán, Irak, Somalia, Maldivas, Mali, Irán, Yemen, Eritrea, Siria), “persecución severa” (Sudán, Nigeria, Pakistán, Etiopía, Uzbekistán, Libia, Laos, Turkmenistán, Qatar, Vietnam, Omán, Mauritania), “persecución moderada” (Uganda, Kazajistán, Kirguistán, Níger, Tanzania, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Brunei, Bután, Argelia, Túnez, la India, Myanmar, Kuwait, Jordania, Bahréin, Territorios Palestinos, China, Azerbaiyán, Marruecos, Kenia, Comoras, Malasia), y “persecución escasa” (Yibuti, Tayikistán, Indonesia, Colombia).
Las clasificaciones suelen ser siempre discutibles, como discutibles son los criterios sobre los cuales se basan, pero el examen de los tres ejemplos reproducidos, de mayor a menor, arroja una primera y evidente constatación: se podría discutir si están todos los que son –produce una cierta sorpresa la presencia de Colombia en lista de Open Doors mientras que no pocos se extrañarán de que Rusia, Bielorrusia y Cuba, e incluso Turquía, quedan ausentes de la misma–, pero indudablemente son todos los que están, sin que ello quede afectado por el lugar que unos y otros ocupan en el poco honroso “ranking”. Del cual cabe extraer otra inicial consecuencia: de los 50 países que Open Doors identifica como en mayor o en menor medida responsables de persecuciones contra los cristianos, 39 de ellos cuentan con una población mayoritariamente musulmana, que suele coincidir con la presencia de la “sharia” como ley estatal. Habrá que apresurarse a añadir que esa constatación no supone una condena sin matices ni paliativos de todos los creyentes islámicos en esos países por los desmanes que sufren los cristianos en los mismos, pero sí de las consecuencias que trae consigo una concepción teocrática del Estado que niega la libertad de credo a los que no participan del mayoritario, que establece penas brutales contra los que pretenden cambiar de religión, que prohíbe con rigor cualquier actividad proselitista por parte de otras religiones que el islam, que impide contraer matrimonios a creyentes musulmanes con otros de convicción diferente, y que bajo la forma penal de la “blasfemia” llega a condenar a muerte a los que ponen públicamente en duda los elementos principales del islam y de su fundador y que, en esta enumeración incompleta, llega a prohibir terminantemente, incluso en privado, la práctica comunitaria de religiones distintas al islam.
Los predicadores de tales creencias –muchos de ellos con origen y encargo en Arabia Saudita– son en última instancia responsables de las vertientes en que se traducen sus propuestas, y que oscilan desde las limitaciones legales de los cristianos en los territorios de la ley islámica hasta su exterminio físico por parte de aquellos que creen cumplir la voluntad de Alá acabando con las vidas de los cristianos en sitios como Egipto, Siria, Nigeria, Pakistán, Irak, Irán, Somalia, Afganistán o Sudán.
Se distinguen también en su persecución anticristiana los países todavía anclados en el comunismo (China, Vietnam, Laos, Cuba y Corea del Norte) en los que el ateísmo sigue figurando como creencia oficial del sistema y, en consecuencia, prohibida, coartada o controlada cualquier propuesta religiosa.
Ello alcanza niveles especialmente dramáticos para los cristianos en Corea del Norte, convertido en un gigantesco “gulag” sin salida para cualquier ciudadano que ose dejar asomo de una brizna de disidencia. Pero tiene también graves repercusiones en China, donde el partido comunista recela de cualquier confesión que no sea la “patriótica” patrocinada por el régimen, y en Cuba, domicilio engañoso de una tolerancia solo permitida si no pone en duda los anclajes ideológicos del sistema. Vietnam y Laos son versiones surasiáticas de la mezcla represiva que con diversos ingredientes marxistas leninistas y/o budistas acaban por caer sobre las espaldas cristianas.
Paul Marshall, Lela Gilbert y Nina Shea, acreditados analistas del tema, introducen otras variables significativas en la agrupación de los países conocidos por su anticristianismo, y sitúan así en el mismo bloque a los países poscomunistas del área soviética (Rusia, Uzbekistán, Turkmenistán, Azerbaiyán, Tayikistán, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, Armenia y Georgia), a los hindú/budistas asiáticos (la India, Nepal, Sri Lanka y Bután), seleccionan en cuatro diferentes capítulos al mundo musulmán (Malasia, Turquía, Marruecos, Argelia, Jordania, Yemen, Territorios Palestinos/Arabia Saudita, Irán/Egipto, Pakistán, Afganistán, Sudán/Irak, Nigeria, Indonesia, Bangladesh y Somalia) y colocan en lo que denominan “abuso cruel y habitual” a Birmania (Myanmar), Etiopía y Eritrea.
Cuando se contempla el mapamundi y en él se sitúan las zonas coloreadas que corresponden a la intolerancia practicada contra los cristianos, nos encontramos con un panorama abrumador: gran parte del África subsahariana, toda la costa mediterránea de ese continente, el Oriente Medio, el Golfo Pérsico y todo el continente asiático hasta las mismas orillas rusas y chinas del Pacífico están poblados por países y sociedades en los que en diversa pero confirmada medida el cristianismo sufre acoso.
No es en absoluto exagerado reafirmar lo que tantos ahora, en el cristianismo y fuera de él, piensan y a veces dicen: los cristianos en el mundo, más que ninguna otra comunidad religiosa, constituyen hoy en día un grupo perseguido y amenazado, urgentemente necesitado de protección y ayuda. La descripción descarnada y exacta de la situación debe venir acompañada de las medidas que lo hagan posible. Lo exige una mínima consideración por la decencia y el respeto que la humanidad se merece.
En el año 2011, el Pew Research Center publicó los resultados de su estudio Global Christianity: Report on the Size and Distribution of the World’s Christian Population.
Deben ser tenidos en cuenta a la hora de considerar el impacto de la persecución, porque así como en 1910 dos tercios de los cristianos habitaban en Europa, hoy en día solo el 26% está en ese continente, mientras que un 37% es americano, un 24% africano-subsahariano y un 13% de Asia y el Pacífico. El 63% de toda la población subsahariana es hoy cristiana –solo un 9% lo era en 1910– y en la región del Asia-Pacifico ha llegado al 7% –un 3% lo era hace cien años–. Concluye el Pew Research Center: “La Cristiandad hoy en día, a diferencia de hace un siglo, es una religión global”.
En total la población cristiana del mundo alcanza los 2,18 mil millones de habitantes, que representa casi un tercio de los 6,9 mil millones de la población total. “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16,15-20).
 
IV- Conclusiones y algunas (modestas) recomendaciones
La evidencia de la gravedad de la persecución contra los cristianos en el siglo XXI no debe conducir a la ignorancia o al menosprecio de otros asaltos que la libertad religiosa sufre en el mundo. Es posible que el mayor número de víctimas producidas por la intolerancia religiosa provenga sobre todo de las producidas por musulmanes sobre otros musulmanes, en la permanente y sangrienta pendencia entre chiítas y suníes. Sin olvidar las que las minorías musulmanas en Rusia o en China sufren a manos de los correspondientes gobiernos, los bahais a manos del chiísmo iraní, los tibetanos del comunismo chino o los judíos allí donde pervive el antisemitismo.
La lista es larga y conduce a una conclusión inevitable: por desgracia la intolerancia religiosa condiciona todavía los comportamientos de importantes sectores gubernamentales y sociales de la población universal, impidiendo la plena realización de la libertad humana tal como está concebida desde los albores de la modernidad y recogida como obligación inexcusable en tantos textos constitucionales nacionales y en tantos instrumentos internacionales. Al llamar la atención sobre la vesania que en estos momentos se concentra sobre los cristianos y sobre su fe en algunas partes del mundo, debe ser tenido en cuenta que la reclamación no es en absoluto la exigencia de un privilegio sino la demanda de una libertad por igual para todos, en la conciencia de que el cese de la persecución contra los cristianos allá donde se produzca revertirá en beneficio paralelo para todas las creencias religiosas que en mayoría o en minoría se sienten atacadas en sus derechos elementales.
La Declaración Universal sobre los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1946, establece en su artículo 18: “Todos tienen el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o creencia y la libertad, solo o en comunidad con otros y en público o en privado, de manifestar su religión o creencia por medio de la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
El punto VII de la Declaración sobre los Principios que deben regir las Relaciones entre los Estados del Acta Final de Helsinki, aprobada por la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa en 1975, establece: “Los Estados participantes respetarán los derechos humanos y las libertades fundamentales, incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia, para todos sin distinciones por raza, sexo, lengua o religión. En este contexto, los Estados participantes reconocerán y respetaran la libertad del individuo para profesar y practicar, solo o en comunidad con otros, la religión o la creencia de acuerdo con los dictados de su propia conciencia”.
El artículo 16 de la Constitución Española de 1978 reza: “1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las  comunidades sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden publico protegido por la ley. 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. 3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Y el primer artículo del Bill of Rights americano, de 1791, que a su vez constituye la primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, declara enfáticamente: “El Congreso no aprobará ninguna ley con respecto al establecimiento de una religión o a su prohibición o a la limitación de la libertad de palabra, o de prensa; o del derecho del pueblo a reunirse pacíficamente, o del derecho de petición al Gobierno para la resolución de las quejas”.
En realidad bastaría con que los miembros de la comunidad internacional siguieran tan sabios principios y a menudo tan conspicuamente conculcados para evitar que los cristianos se vieran forzados a levantar su voz en defensa de sus derechos. Pero es lo que tienen que hacer.
Y la primera recomendación es que lo hagan con fuerza y sin complejos, buscando de manera inmediata la solidaridad de todas las confesiones cristianas, todas igualmente amenazadas, en la consecución de un mensaje poderoso y común. Esa renovación ecuménica bien se podría ver acompañada con la presencia de confesiones no cristianas potencialmente amenazadas por las mismas persecuciones.
Los judíos vienen a la mente en primer lugar, pero también los sectores islámicos que explícitamente quieren disociarse de las barbaridades que en nombre de su religión cometen algunos de sus correligionarios. Lo mismo podría aplicarse a los responsables hindúes, que involuntariamente comparten la dudosa luz de los terribles incidentes anticristianos en el nordeste de la India. Y la protesta religiosa debería también dirigirse hacia los regímenes que institucionalmente practican la represión religiosa o hacia aquellos que por lasitud o conveniencia la toleran. La complacencia con la que las jerarquías religiosas o civiles se arropan en la comodidad de las “Alianzas de Civilizaciones” o en los “Centros para el Diálogo Intercultural e Interreligioso” –como el que lleva el nombre del Rey Abdullah Bin Abdulaziz de Arabia Saudita en Viena–, debe ser sustituida por la denuncia profética ante los que practican la persecución, los que la alientan, los que la permiten o los que la comprenden. El catálogo es largo y fácil de establecer.
La segunda es que hagan lo propio ante las respectivas autoridades civiles nacionales, exigiendo consecuencias en el mantenimiento de las relaciones bilaterales para con aquellos gobiernos caracterizados por perseguir a los cristianos o limitar los derechos de la libertad religiosa. La noción de que no puede haber gratuidad o impunidad en este terreno es imprescindible para corregir los desmanes, y las consideraciones de prudencia diplomática no pueden ceder ante la barbarie. Los Estados Unidos, a través de la Ley de Libertad Religiosa Internacional de 1998, mantienen un sistema gradual de sanciones para los violadores y no tienen el más mínimo complejo en describir en detalle las violaciones a la libertad religiosa incluso por parte de algunos de sus más firmes aliados, como es el caso de Arabia Saudita. O Pakistán. O de los que no lo son tanto, como China, la India o Cuba.
Y la tercera es que eleven la voz, y exijan que sus gobiernos respectivos lo hagan, ante las instancias internacionales. Hay que interpelar vivamente a la Unión Europea en todos sus niveles. Y hacer lo propio con las Naciones Unidas. O con la Conferencia Islámica. O con la Organización de la Unidad Africana.
Porque los cristianos están sufriendo y muriendo en muchas partes del mundo. Y con ellos la libertad. El silencio, como bien decía David Harris, no es remedio. Y como solía predicar el pastor protestante alemán Martin Niemoller: “Primero vinieron a buscar a los comunistas, y no dije nada porque no era comunista. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos, y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí, pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada.”
 
* Nota: El 9 de julio de 2011 se produjo la independencia de Sudán del Sur del resto de Sudán.

 

V- Bibliografía

 

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