Altar sobre el lugar de nacimiento del Redentor (Belén) |
Mensaje de
Belén
Mons. Tihamér Tóth
En "El mensaje de navidad" (3)
¡Noche
de Navidad!... ¡Es el natalicio de Cristo, «Príncipe de la paz»...! Y no
obstante, ¡qué lejos de nosotros está la paz de Cristo!
¡Noche
de Navidad!... Natalicio del Redentor del género humano, quien por amor a
nosotros, por nuestra salvación, bajó de los cielos... Y con todo, una gran
parte de la humanidad no sabe todavía que ha sido redimida.
¿Qué
sucede con nosotros, Dios mío? ¿Qué ocurre? ¿Qué maldita sordera es la nuestra
para no oír el mensaje que nos trae la Navidad? Porque sin duda nuestro mal
consiste en no querer prestar atención a las palabras del Hombre-Dios que vino
a nosotros, en no haber comprendido su mensaje.
Uno
de los mejores maestros de la pintura cristiana, Fray Angélico, representa en
uno de sus frescos el momento en que Jesucristo bajó después de su muerte a los
infiernos —según dice el Credo— para sacar las almas de los justos y llevarlas
a Dios. En el cuadro se ve abrir una pesada puerta de hierro; una claridad
deslumbradora inunda la cárcel y los justos, que hacía tiempo esperaban a
Cristo, caminan hacia El, que extiende sus manos, llenas de resplandor. Todos ellos
vivieron honradamente, pasando como justos, pero vivieron antes de Cristo y
sólo en Cristo encuentran su plenitud.
Ciertamente,
antes de la venida de Cristo, muchos hombres hicieron grandes esfuerzos por ser
mejores, por ser más virtuosos, pero al hacerlo no podían dejar de tener
también muchas imperfecciones. Le faltaba la gracia de Cristo, Camino, Verdad y
Vida.
Esto
se refleja de una manera contundente en el influjo que ha ejercido Cristo sobre
la cultura, en primer lugar, sobre la cultura europea.
En
la antigüedad florecieron grandes y magníficas culturas... Recordemos tan sólo
las civilizaciones de Babilonia, Asiria, Egipto, en las que se construyeron
obras monumentales, y tuvieron una legislación y unos conocimientos que aun hoy
son admirados... Sin embargo, todas ellas se vinieron abajo y perecieron al
paso de los siglos.
La
cultura de China y la India todavía persisten, pero apenas han ejercido una
influencia más allá del extremo Oriente.
¡Cuán
distinta es la cultura de Europa! ¡Cómo ha influido en el mundo! ¡Cuántas cosas
ha dado a los habitantes de todo el orbe! ¡Qué principios morales le dio, cómo
ha dignificado del hombre, cómo ha promovido el arte, la misma ciencia!
¿Y
qué o quién pudo darle a esta cultura europea tal fuerza benéfica capaz de
influir en el mundo entero? ¿Acaso la retórica y el arte griegos, o la técnica
y el Derecho romanos, que, desde luego, le prepararon el camino? No. Todo esto
lo aprovechó la cultura europea, pero su fuerza no brotaba de ahí, no
constituía esto su esencia. Lo que dio a esta cultura tal fuerza fue
ciertamente el cristianismo.
Gracias
al cristianismo se salvaron los buenos valores que había en la cultura griega y
romana, y que corrían peligro de desaparecer. Los salvó y los ennobleció. Y el
cristianismo no sólo culturizó y evangelizó el imperio romano, sino a todo el
resto de los pueblos de Europa, haciendo de este continente una gran unidad
cultural, en la que se cultivaron el humanismo, el arte, las ciencias...
¿Cuál
es, por tanto, la esencia de la cultura europea? ¿Acaso la filosofía? ¿Tal vez
la arquitectura, las artes o las ciencias? ¿Quizá la agricultura o su sistema
económico o comercial? Sí; todo esto es corolario de la cultura occidental,
pero no su esencia, ni su alma. El alma de la cultura es... la cultura del
alma, es decir, el cristianismo, quien amplió los estrechos y rastreros
horizontes estrechos del hombre, y le abrió perspectivas eternas.
Porque
el Evangelio no es un simple libro, sino una buena noticia, cómo dice su
nombre, capaz de transformar al hombre. Las palabras de Jesucristo,
pronunciadas hace dos mil años, permanecen tan actuales como entonces. Hasta la
venida de Cristo —tal como ocurre hoy día, cuando el hombre vive de espaldas al
Evangelio— el hombre vivía sin más horizontes que su bienestar terreno,
perdiéndose en el materialismo y el hedonismo. Sus ojos tan sólo miraban la
tierra, sus deseos olían a tierra, sus horizontes se limitaban a los confines
de la tierra...; pero he ahí que llega Cristo y amplía nuestra perspectiva, y
nos anuncia que estamos llamados a la vida eterna. «He venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia». Una vida eterna que se nos da con
una sola condición: que aceptemos a Jesucristo como al Hijo de Dios, que vino a
salvarnos; que orientemos toda nuestra vida según el Evangelio que nos
proclamó.
Jesucristo
nos anunció esta «buena nueva», que tenemos un Padre celestial que nos ama, lo
cual nos eleva a una dignidad que no podíamos ni imaginar, la de ser hijos de
Dios.
Y
para darnos la prueba de su amor, quiso compartir con nosotros nuestras
tristezas y nuestras alegrías, hasta llegar a morir por nosotros. No hay más
que ver la predilección que Cristo sentía por los niños, por los pobres, por
los enfermos, por los que sufren... ¡Cuántas veces consignan los evangelistas
que «se compadecía de las gentes»! (Mt 9, 36; Lc 7, 13).
Jesucristo
llegó a llorar en dos ocasiones, compadecido de nuestras desgracias. Lloró al
vislumbrar la destrucción de Jerusalén; lloró al ver llorar a los familiares de
Lázaro junto a su tumba: «se conmovió interiormente, se turbó» (Jn 11,
33).
Si
la cultura europea saca su fuerza del cristianismo, entonces tiene que
preocuparnos seriamente el neopaganismo actual, que se va extendiendo por todo
el occidente y que amena con echar por tierra tantos logros alcanzados.
Si
Europa ha sido grande por el cristianismo; por lo tanto, le es de vital
importancia, si no quiere perecer, que permanezca fiel a Jesucristo. Este
proceso de apostasía del cristianismo en los pueblos de Europa comenzó en los
albores de la Era Moderna y desde entonces cada día se ha ido intensificando
más. Los ámbitos de la cultura, de la economía, de las leyes se alejan cada día
más del espíritu cristiano. Pero que es lo que nos espera si nos separamos por
completo de Cristo. ¿Qué nos aguarda? Nos aguarda lo mismo que al cuerpo
cuando es separado del alma.
Cuando
un hombre muere y el alma abandona el cuerpo, éste pierde su cohesión, y sólo
queda reducido a un montón de elementos orgánicos e inorgánicos en proceso de
descomposición. Lo mismo le ocurre a la sociedad en cuanto pierde el alma
cristiana, no hay nada que le pueda dar cohesión y unidad...; donde había una
sociedad humana, orgánica y ordenada, no queda más que un montón de casas, de
fábricas, de instituciones, cada cual a lo suyo, buscando sus propios
intereses. Y conforme se vacían las cárceles, se van llenando las cárceles de
delincuentes.
¿Qué
nos espera si nos alejamos de Cristo? Que nos quedamos tuertos. No vemos más
que el aspecto material del mundo, quedamos ciegos para lo espiritual. Consecuencia:
el hombre sufre porque vive sin esperanza, por pensar que todo se acaba con la
muerte. No hay más que ver los países que han estado bajo el comunismo, hasta
que abismos de frustración y desencanto espiritual han caído.
Volvamos
a escuchar el mensaje de Navidad: El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que
el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios. Mientras Cristo no nazca en el
corazón del hombre y transforme su vida —«conversión», cambio de mentalidad,
mentalidad según Cristo— de poco le valdrá que el Salvador haya querido nacer
en Belén hace dos mil años, en la noche santa de la primera Navidad.
Por
eso, no dejemos de implorar: Ven, Señor, a nuestro corazón, porque te
necesitamos. Ven, ¡Señor Jesús!
No hay comentarios:
Publicar un comentario