Card. Joseph Ratzinger
El siguiente texto corresponde a una homilía del Cardenal Ratzinger, en la que ensaya una reflexión sobre el Adviento, como espera, que golpea al hombre y le exige a éste audacia: la audacia de ir al encuentro de la misteriosa presencia de Dios.
Desde tiempos remotos la liturgia de la Iglesia ha
encabezado el Adviento con un salmo en que el Adviento de Israel, la
inconmensurable espera de ese pueblo, halla una expresión condensada: «Hacia
ti, Señor, elevo el alma mía, en ti, mi Dios, confío» (Sal 25 [24], 1). Tal vez
esta frase nos resulte trillada y gastada, puesto que ya estamos
desacostumbrados a las aventuras que llevan a los hombres hacia su propia
interioridad. Mientras que nuestros mapas se han hecho cada vez más completos,
el interior del hombre se ha convertido cada vez más en terra incógnita, a
pesar de que en él habría que hacer descubrimientos aún mayores que en el
universo visible.
«Hacia ti, Señor, elevo el alma mía»: el sentido
dramático que subyace en este versículo se me ha hecho consciente de manera
renovada en estos días al leer el relato que publicara el escritor francés
Julien Creen sobre el camino de su conversión a la Iglesia católica. Creen
narra que en su juventud se hallaba atrapado por los «placeres de la carne». No
tenía convicción religiosa alguna que pudiese haberle servido de contención. Y
sin embargo, hay en su experiencia algo notable: de cuando en cuando entraba en
una iglesia, impulsado por el anhelo -que él no se admitía a sí mismo- de verse
súbitamente liberado. «No hubo milagro alguno», continúa Green, «pero sí, desde
la lejanía, el sentimiento de una presencia.» Esa presencia tenía algo cálido y
prometedor para él, pero todavía le molestaba la idea de que para su salvación
tuviese que pertenecer, por ejemplo, a la Iglesia.
Quería la presencia de lo nuevo, pero la quería sin
renuncias, casi como por autodeterminación y sin ninguna imposición. Es así
como se encontró con la religiosidad india y esperó encontrar a través de ella
un camino mejor. No obstante, no faltó la decepción, e inició su búsqueda en la
Biblia. Y con tanta intensidad la llevó a cabo que comenzó a aprender hebreo
tutelado por un rabino. Un día le dijo el rabino: «El próximo jueves no vendré,
pues es feriado». «¿Feriado?», preguntó Green sorprendido. «Es la fiesta de la
Ascensión -¿Tendré que decírselo yo a usted?-», fue la respuesta del rabbi. En
ese momento, el joven buscador se sintió alcanzado como por un rayo: era como
si sobre él llovieran fragorosas las palabras del profeta. «Yo era Israel»,
dice Green, «a quien Dios clamaba, suplicante, que regresara a El. Sentía que
para mí regía la frase: "Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de
su amo,- Israel no conoce, mi pueblo no entiende"» (Is 1,3).
Una experiencia tal de la verdad de la Escritura en
nosotros mismos sería el Adviento. Esto es lo que quiere significar el
versículo del salmo que nos habla de elevar el corazón, un versículo que puede
pasar de moneda desgastada a algo novedoso y grande, en una aventura, si uno
comienza a adentrarse en su verdad.
Lo que Julien Green cuenta de su agitada juventud
reproduce de una forma asombrosamente precisa la lucha a la que también se ve
expuesto nuestro tiempo. Es la obviedad del tráfago de la vida moderna, que por
un lado nos parece la forma imprescindible de nuestra libertad, pero que al
mismo tiempo sentimos como una esclavitud de la que lo mejor sería que nos
librara un milagro -pero ciertamente no el camino de la Iglesia, que ha pasado
de moda y no nos parece digno de consideración alguna como alternativa: antes
que él cuenta en todo caso el extraño atractivo de religiones exóticas-, Y sin
embargo, algo decisivo acontece ya en el hecho de no pisotear el anhelo de
liberación y que, de cuando en cuando, ese anhelo pueda ejercer su acción en
momentos de silencio vividos en la iglesia. Tal disposición a exponerse a una
presencia misteriosa, a aceptar lentamente esa presencia, a dejarla entrar en
uno mismo, es lo que hace que se dé el Adviento: una primera luz en medio de la
noche, por oscura que sea.
En algún momento se hará pasmosamente claro: sí, yo soy
Israel. Yo soy el buey que no conoce a su dueño. Y cuando entonces descendemos,
estremecidos, del pedestal de nuestra soberbia, sucede lo que dice el salmista:
el corazón se eleva, gana altura, y la presencia oculta de Dios penetra más
hondamente en nuestra enmarañada vida. Adviento no es ningún milagro súbito,
como prometen los predicadores de la revolución y los mensajeros de nuevos
caminos de salvación. Dios actúa para con nosotros de forma muy humana, nos
conduce paso a paso y nos espera. Los días del Adviento son como una llamada
silenciosa a la puerta de nuestra sepultada alma para que tengamos la audacia
de ir al encuentro de la presencia misteriosa de Dios, lo único capaz de
liberarnos.
El texto
está extraído de la obra reunida por la Editorial Herder, bajo el título:
"El resplandor de Dios en nuestro tiempo.
Meditaciones del año litúrgico"
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