1. El Concilio
Vaticano II, de cuyo inicio celebraremos el 50º aniversario el próximo 11 de
octubre, trató con particular atención del matrimonio y la familia[1], y
recordó a todos que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples
géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu
de Dios»[2]. En este mismo sentido, hace treinta años el papa Juan Pablo II,
tras el Sínodo de Obispos sobre la misión de la familia, promulgó la exhortación
apostólica Familiaris consortio (1981). Los obispos españoles, siguiendo
las directrices de esta carta magna de la pastoral familiar, publicamos
posteriormente los documentos: La Familia, Santuario de la Vida y Esperanza
de la Sociedad (2001) y el Directorio de la Pastoral Familiar en España
(2003). Con ellos, se pretendía aplicar en nuestras diócesis las enseñanzas y
orientaciones pastorales del pontífice sobre el matrimonio y la familia.
2. La
Conferencia Episcopal Española llamaba la atención sobre las nuevas
circunstancias en las que se desarrollaba la vida familiar, y la presencia en
la legislación española de presupuestos que devaluaban el matrimonio, causaban
la desprotección de la familia y llevaban a una cultura que, sin eufemismos,
podía calificarse como una “cultura de la muerte”. De manera particular se
querían poner de manifiesto las consecuencias sociales de una cultura anclada
en la llamada revolución sexual, influida por la ideología de género,
presentada jurídicamente como “nuevos derechos” y difundida a través de la
educación en los centros escolares.
3. El tiempo
transcurrido permite, ciertamente, advertir que, desde entonces, no son pocos
los motivos para la esperanza. Junto a otros factores se advierte, cada vez más
extendida en amplios sectores de la sociedad, la valoración positiva del bien
de la vida[3] y de la familia; abundan los testimonios de entrega y santidad de
muchos matrimonios y se constata el papel fundamental que están suponiendo las
familias para el sostenimiento de tantas personas, y de la sociedad misma, en
estos tiempos de crisis. Además cabe destacar las multitudinarias
manifestaciones de los últimos tiempos en favor de la vida, las Jornadas de la
Familia, el incremento de los objeciones de conciencia por parte de los profesionales
de la medicina que se niegan a practicar el aborto, la creación por ciudadanos
de redes sociales en defensa del derecho a la maternidad, etc. Razones para la
esperanza son también las reacciones de tantos padres ante la ley sobre “la
educación para la ciudadanía”. Con el recurso a los Tribunales han ejercido uno
de los derechos que, como padres, les asiste en el campo de la educación de sus
hijos. Hemos de reconocer que a la difusión de esta conciencia ha contribuido
grandemente la multiplicación de movimientos y asociaciones a favor de la vida
y de la familia.
4. Estas luces,
sin embargo, no pueden hacernos olvidar las sombras que se extienden sobre
nuestra sociedad. Las prácticas abortivas, las rupturas matrimoniales, la
explotación de los débiles y de los empobrecidos –especialmente niños y
mujeres–, la anticoncepción y las esterilizaciones, las relaciones sexuales
prematrimoniales, la degradación de las relaciones interpersonales, la
prostitución, la violencia en el ámbito de la convivencia doméstica, las
adicciones a la pornografía, a las drogas, al alcohol, al juego y a internet,
etc., han aumentado de tal manera que no parece exagerado afirmar que la
nuestra es una sociedad enferma. Detrás, y como vía del incremento y
proliferación de esos fenómenos negativos, está la profusión de algunos
mensajes ideológicos y propuestas culturales; por ejemplo, la de la
absolutización subjetivista de la libertad que, desvinculada de la verdad,
termina por hacer de las emociones parciales la norma del bien y de la
moralidad. Es indudable también que los hechos a que aludimos se han visto
favorecidos por un conjunto de leyes que han diluido la realidad del matrimonio
y han desprotegido todavía más el bien fundamental de la vida naciente[4].
5. Ante estas
nuevas circunstancias sociales queremos proponer de nuevo a los católicos
españoles y a todos los que deseen escucharnos, de manera particular a los
padres y educadores, los principios fundamentales sobre la persona humana
sexuada, sobre el amor esponsal propio del matrimonio y sobre los fundamentos
antropológicos de la familia. Nos mueve también el deseo de contribuir al
desarrollo de nuestra sociedad. De la autenticidad con que se viva la verdad
del amor en la familia depende, en última instancia, el bien de las personas,
quienes integran y construyen la sociedad.
1.
La verdad del amor, un anuncio de esperanza
a)
El amor de Dios, origen de todo amor humano
6. «Dios es
amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn
4, 16). Estas palabras de la primera carta del apóstol san Juan, expresan con
claridad meridiana el corazón de la fe cristiana[5]. Dios ha elegido la vía
maestra del amor para revelarse a los hombres. El amor posee una luz y da una
capacidad de visión que hace percibir la realidad de un modo nuevo.
7. El origen del
amor, su fuente escondida, se encuentra en el misterio de Dios. Los relatos de
la creación son un testimonio claro de que todo cuanto existe es fruto del amor
de Dios, pues Dios ha querido comunicar a las creaturas su bondad y hacerlas
partícipes de su amor. «Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser,
pero este principio creativo de todas las cosas –el Logos, la
razón primordial– es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un
verdadero amor»[6]. De un modo totalmente singular lo es respecto del hombre.
Entre todos los seres de la creación visible, solo él ha sido creado para
entablar con Dios una historia de amor. Solo él ha sido llamado a entrar en su
divina intimidad.
8. El amor
creador no es un amor impersonal, indiferenciado, sino que es un amor
trinitario, interpersonal, en el que el Padre y el Hijo se aman mutuamente en
el Espíritu. El amor originario es, por tanto, un amor de comunión, de la cual
surge todo amor. De este modo, como afirma Benedicto XVI: «La Sagrada Escritura
revela que la vocación al amor forma parte de esa auténtica imagen de Dios que
el Creador ha querido imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a
Él precisamente en la medida en la que está abierta al amor»[7].
9. El origen del
amor no se encuentra en el hombre mismo, sino que la fuente originaria del amor
es el misterio de Dios mismo, que se revela y sale al encuentro del hombre. Esa
es la razón de que el hombre no cese de buscar con ardor esa fuente escondida[8].
b)
El amor humano, respuesta al don divino
10. «Tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16). El designio
amoroso de Dios, dado a conocer en la creación y recordado insistentemente por
los profetas al pueblo de Israel, se manifestó y se cumplió plenamente en su
Hijo Jesucristo. La Persona y la Vida del Señor son la revelación suprema y
definitiva del amor de Dios. Así ama Dios al hombre. Y esa misma Vida de Cristo
es, a la vez, la revelación de la verdad del amor humano; da a conocer la
naturaleza del amor humano y también cómo ha de ser la respuesta de la persona
humana al don del amor.
11. Cuando san
Pablo, alcanzado por el amor de Cristo, escribe que «el Dios que dijo: “Brille
la luz del seno de las tinieblas” ha brillado en nuestros corazones, para que
resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de
Cristo» (2 Cor 4, 6), habla ya del dinamismo por el que, a través del
Espíritu, el amor originario alcanza el corazón del hombre.
12. Dios ha
brillado con su amor en nuestros corazones primero al crearnos, en Cristo, «a
su imagen y semejanza» (cf. Gén 1, 26-27); y después, al “re-crearnos” y
llamarnos a incorporarnos a Cristo y participar de su misma Vida. La Revelación
dice claramente que el hombre, ya antes de ser creado, ha sido pensado y
querido con miras a su inserción en Cristo (cf. Jn 1, 14; Col 1,
15-20; Ef 1, 3-11). El designio de Dios, desde la eternidad, es que el
hombre sea, en Cristo, partícipe de la naturaleza divina. Su destino es llegar
a ser hijo de Dios en el Hijo (en Cristo) por el don del Espíritu Santo. Esa
ordenación o finalidad es constitutiva de la auténtica humanidad del hombre; y,
en consecuencia, la filiación divina –la llamada a “ser en Cristo”– revela la
verdad más profunda del ser humano y da a conocer también lo que comporta obrar
como imagen de Dios (en definitiva, como hijo de Dios). Predestinados por Dios
«a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29), «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15), somos capaces de conocer y vivir «el amor de
Dios [que] ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos ha dado» (Rom 5, 5).
13. Atraído por
el Padre, cada ser humano es invitado a encontrarse personalmente con Cristo, y
descubrir así la verdad y el camino del amor. «Dios (...) llamándolo (al ser
humano) a la existencia por amor, le ha llamado también al mismo tiempo al amor
(...). El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano»[9]. Las
solas fuerzas de la razón permiten ya al hombre tener un conocimiento, aunque
no pleno, de la naturaleza de la persona y del obrar humano. Es capaz de saber,
con sus luces naturales, si sus relaciones con los demás son o no conformes con
su dignidad personal, si son o no respetuosas con el bien de los otros como personas,
es decir, si son auténticas manifestaciones de amor[10]. Pero penetrar de
manera plena en la verdad del amor solo es posible desde el misterio de Cristo,
desde la manifestación que Cristo hace del hombre mismo[11]. Es el misterio de
la encarnación y redención de Cristo, el que da a conocer la altísima dignidad
de la persona y obrar humano en la perspectiva del entero plan de Dios[12].
Cristo, la imagen de Dios, es la verdad más profunda del hombre, y de su
vocación al amor. Solo con la ayuda de la Revelación será posible llegar a ese
conocimiento «sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error»[13].
14. En Cristo,
el Hijo Amado del Padre, Dios ama a cada hombre como hijo en el Hijo. El amor
de Dios es lo primero (cf. 1 Jn 4, 10). Es la fuente de la que derivan
todas las formas de amor, también el amor humano. Advertir el origen divino del
auténtico amor humano lleva, entre otras cosas, a percibir que el amor de los
padres que se actúa en la transmisión de la vida humana, ha de ser expresión y
signo de verdadero amor. Solo de esa manera será respetuosa con el amor de
Dios, que, como sabemos por la fe, interviene directamente en el origen de cada
ser humano.
15. A partir de
ese amor originario se descubre además, que el ser humano, creado por amor “a
imagen de Dios” que “es amor” (1 Jn 4, 8), ha sido creado también para
amar. «Dios nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de
Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta»[14]. El amor
humano, en su dimensión apetitiva, nace de este principio de movimiento que nos
viene ofrecido. Conduce a descubrir que la lógica del don pertenece a la
naturaleza del amor. Y si la fuente del amor no es la persona humana, la medida
y la verdad del amor no puede ser exclusivamente el deseo humano. Ha de
buscarse sobre todo en el origen del que procede.
16. Por tanto,
descubrir un amor que nos precede, un amor que es más grande que nuestros
deseos, un amor mayor que nosotros mismos, lleva a comprender que aprender a
amar consiste, en primer lugar, en recibir el amor, en acogerlo, en
experimentarlo y hacerlo propio. El amor originario, que implica siempre esta
singular iniciativa divina, previene contra toda concepción voluntarista o
emotiva del amor.
2.
La verdad del amor, inscrita en el lenguaje del cuerpo
17. El hombre
creado a imagen de Dios es todo hombre –todo miembro de la raza humana: el
hombre y la mujer– y todo el hombre –el ser humano en su totalidad: cuerpo y
alma. Y, como tal, está orientado a revelar esa imagen primigenia en toda su
grandeza y alcanzar así su realización personal[15].
a)
«A imagen de Dios» (Gén 1, 27).
18. El ser
humano es imagen de Dios en todas las dimensiones de su humanidad. En el
hombre, «el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su
unión constituye una única naturaleza»[16]: la naturaleza humana.
19. Entre
cuerpo, alma y vida se da una relación tan íntima que hace imposible pensar el
cuerpo humano como reducible únicamente a su estructuración orgánica, o la vida
humana a su dimensión biológica. El cuerpo es la persona en su
visibilidad. Eso explica que, según afirma la antropología y es un dato de la
experiencia universal, la persona perciba su corporalidad como una dimensión
constitutiva de su “yo”. Sin necesidad de discurso, se da cuenta de que no
puede relacionarse con su cuerpo como si fuera algo ajeno a su ser, o que es
irrelevante hacerlo de una u otra manera. Advierte, en definitiva, que
relacionarse con el cuerpo es hacerlo con la persona: el cuerpo humano está
revestido de la dignidad personal. Esa percepción es, en definitiva, un eco del
acto creador de Dios que está siempre en el origen de la persona humana.
b)
«Varón y mujer los creó» (Gén 1, 27).
20. El cuerpo y
el alma constituyen la totalidad unificada corpóreo-espiritual que es la
persona humana[17]. Pero esta existe necesariamente como hombre o como mujer.
La persona humana no tiene otra posibilidad de existir. El espíritu se une a un
cuerpo que necesariamente es masculino o femenino y, por esa unidad substancial
entre cuerpo y espíritu, el ser humano es, en su totalidad, masculino o
femenino. La dimensión sexuada, es decir, la masculinidad o feminidad, es
inseparable de la persona. No es un simple atributo. Es el modo de ser de la persona
humana. Afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto tal. Es la persona
misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad. Los mismos rasgos
anatómicos, como expresión objetiva de esa masculinidad o feminidad, están
dotados de una significación objetivamente trascendente: están llamados a ser
manifestación visible de la persona[18].
21. Como imagen
de Dios, el hombre, creado a su imagen, «es llamado al amor como espíritu
encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona»[19], como
persona humana sexuada. Por eso si la respuesta a esa llamada se lleva a cabo a
través del lenguaje de la sexualidad, uno de sus constitutivos esenciales es la
apertura a la transmisión de la vida[20]. La sexualidad humana, por tanto, es
parte integrante de la concreta capacidad de amor inscrita por Dios en la
humanidad masculina y femenina, comporta «la capacidad de expresar el amor: ese
amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y –mediante
este don– realiza el sentido mismo de su ser y existir»[21].
22. «Cuando
Yahweh Dios –señala Juan Pablo II comentando el relato de Gén 2, 18–
dice que “no es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2, 18), afirma que
el hombre por sí «solo» no realiza totalmente esta esencia. Solamente la
realiza existiendo “con alguien”, y más profunda y completamente existiendo
“para alguien”»[22]. Entre el ser humano y los animales media una distinción
tan radical que, con relación a ellos, aquel se siente solo. Para superar esa
soledad es necesaria la presencia de otro “yo”. Y de esta manera, al afirmar la
persona del otro “yo” –el “yo” de la persona humana y, como tal,
sexuada– se da cuenta y afirma a la vez el “yo” de su ser personal, bien en la
masculinidad o en la feminidad. La configuración existencial de su personalidad
depende pues de esa relación con su cuerpo y está ligada al modo de
relacionarse con el mundo y con los demás. Porque solo el amor de comunión
personal puede responder a esta exigencia interior, ya que «el hombre ha
llegado a ser “imagen y semejanza” de Dios no solamente a través de la propia
humanidad, sino también a través de la comunión de las personas[23]».
23. Con la
creación del ser humano en dualidad de sexos, el texto afirma, entre otras
cosas, el significado axiológico de esa sexualidad: el hombre es para la
mujer y esta es para el hombre, y los padres para los hijos[24].
La diferencia sexual es indicadora de la recíproca complementariedad y está
orientada a la comunicación: a sentir, expresar y vivir el amor humano,
abriendo a una plenitud mayor[25]. El sentido profundo de la vida humana está
en encontrar la respuesta a esta palabra original de Dios. Por eso, dado que la
relación propia de la sexualidad va de persona a persona, respetar la dimensión
unitiva y fecunda en el contexto de un amor verdadero –mediante la entrega
sincera de sí mismo– es una exigencia interior de la relación interpersonal de
la donación que hace el hombre a través de la sexualidad[26].
3.
El amor conyugal: «Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
24. Dios se ha
servido del amor esponsal para revelar su amor hacia el pueblo elegido. Tanto
el matrimonio como la virginidad, en su forma propia, son una concretización de
la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios»[27]. Pero de la
primera, es decir, de la imagen del amor del hombre y mujer en el matrimonio se
ha servido el mismo Dios para revelar su amor hacia el pueblo elegido, es
decir, a Israel; y la segunda ha sido mostrada explícitamente en la persona de
Jesucristo, el Hijo, haciendo presente al Dios “esposo” de su pueblo. Por eso
Benedicto XVI acude a aquella –a propósito de la gran variedad semántica que el
lenguaje atribuye a la palabra amor–, con el fin de acercarnos a la
naturaleza y características del verdadero amor. «En toda esta multiplicidad de
significados –dice el Papa– destaca, como arquetipo por excelencia, el amor
entre el hombre y la mujer, en el cual cuerpo y alma concurren inseparablemente
y en el que al ser humano se le abre una promesa de felicidad que parece irresistible,
en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los otros tipos de
amor»[28]. Es arquetipo, es decir, viene a señalar las características que
definen la verdad del amor humano, en las diversas manifestaciones en que este
se puede y debe manifestar.
a)
«Una sola carne» (Gén 2, 24)
25. El amor
conyugal es un amor “comprometido”. Se origina y desarrolla a partir de
una realidad que transciende y da sentido a la existencia de los esposos, como
tales, en todas sus manifestaciones. Tiene una originalidad y unas
características o notas que lo distinguen de otras formas de amor. El Concilio
Vaticano II y la encíclica Humanae vitae señalan las de ser «plenamente
humano», «total», «fiel y exclusivo», «fecundo»[29]. Su autenticidad viene
ligada necesariamente al respeto a la dignidad personal y a los significados
del lenguaje de la sexualidad. A la vez, como señalan las palabras de Benedicto
XVI acabadas de citar, son la luz que, a manera de espejos, deben reflejar los
demás tipos de amor.
26. Por el matrimonio
se establece entre el hombre y la mujer una alianza o comunidad conyugal por
la que «ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19, 6; cf. Gén 2,
24). El hombre y la mujer, permaneciendo cada uno de ellos como personas
singulares y completas son «una unidad-dual» en cuanto personas sexualmente
distintas y complementarias. La alianza que se origina no da lugar a un vínculo
meramente visible, sino también moral, social y jurídico; de tal riqueza y
densidad que requiere, por parte de los contrayentes, «la voluntad de compartir
(en cuanto tales) todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son»[30]. No
se reduce a una simple relación de convivencia o cohabitación. La unidad en la
“carne” hace referencia a la totalidad de la feminidad y masculinidad en los
diversos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el
corazón, la inteligencia, la voluntad, el alma[31]. Dejar un modo de vivir para
formar otro “estado de vida”.
— Una
comunidad de vida y amor
27. Pero si “ser
una sola carne” es una “unidad de dos” como fruto de un verdadero don de sí,
esa realidad ha de configurarse existencialmente como comunidad de vida y
amor[32]. Es una exigencia que «brota de su mismo ser y representa su
desarrollo dinámico y existencial»[33]. Los esposos se “deben” amor, porque,
por el matrimonio, han venido a ser, el uno para el otro, verdadera parte de sí
mismos[34]. La “lógica” de la entrega propia de la unión matrimonial lleva
necesariamente a afirmar que el matrimonio está llamado, por su propio dinamismo,
a ser una comunidad de vida y amor; tan solo de esa manera se realiza en la
verdad[35].
28. El amor
conyugal se ha de comprender como un prometer, como un comprometerse mutuo para
afrontar la construcción de una vida en común. «A muchos –dice Benedicto XVI,
refiriéndose al matrimonio como una vocación cristiana– el Señor los llama al
matrimonio, en el que un hombre y una mujer, formando una sola carne (cf. Gén
2, 24), se realizan en una profunda vida de comunión. Es un horizonte luminoso
y exigente a la vez. Un proyecto de amor verdadero que se renueva y ahonda cada
día compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega
de la totalidad de la persona. Por eso, reconocer la belleza y bondad del
matrimonio significa ser conscientes de que solo un ámbito de fidelidad e
indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es el adecuado
a la grandeza y dignidad del amor matrimonial»[36].
— Características
del amor conyugal
29. Es claro,
por tanto, que el amor conyugal debe ser, en primer lugar, un amor plenamente
humano y total. Ha de abarcar la persona de los esposos –como
esposos– en todos sus niveles: sentimientos y voluntad, cuerpo y espíritu,
etc., integrando esas dimensiones con la debida subordinación y, además, de una
manera definitiva. Ha de ir «de persona a persona con el afecto
de la voluntad»[37]. El que ama no puede relacionarse con su amado de una
manera indiferenciada, como si todos los seres fueran igualmente amables e
intercambiables. El amor conyugal es un amor de entrega en el que sin dejar de
ser erótico, el deseo humano se dirige a la formación de una comunión de
personas. No sería conyugal el amor que excluyera la sexualidad o la
considerase como un mero instrumento de placer[38]. Los esposos, como tales,
han de «compartir generosamente todo, sin reservas y cálculos egoístas. Quien
ama de verdad a su propio consorte no ama solo por lo que de él recibe, sino
por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí»[39].
30. Por este
mismo motivo el amor conyugal no puede sino ser fiel y exclusivo. Si
el amor conyugal es total y definitivo porque va de persona a persona,
abarcándola en su totalidad, ha de tener también como característica necesaria
la fidelidad. La totalidad incluye en sí misma y exige la fidelidad –para
siempre–, y esta, a su vez, la exclusividad. El amor conyugal es total en la
exclusividad y exclusivo en la totalidad. Así lo proclama la Revelación de Dios
en Cristo, y esa es también la conclusión a la que se puede llegar desde la dignidad
de la persona y de la sexualidad. El amor conyugal que «lleva a los esposos a
un don libre y mutuo de sí mismos (...) ha de ser indisolublemente fiel, en
cuerpo y alma, en la prosperidad y en la adversidad y, por tanto, ajeno a todo
adulterio y divorcio»[40]. El Concilio Vaticano II indica así la doble
vertiente de la fidelidad: positivamente comporta la donación recíproca sin
reservas ni condiciones; y negativamente entraña que se excluya cualquier
intromisión de terceras personas –a cualquier nivel: de pensamientos, palabras
y obras– en la relación conyugal.
31. Por último,
tiene que ser un amor fecundo, abierto a la vida. Por su
naturaleza y dinamismo el amor conyugal está orientado a prolongarse en nuevas
vidas; no se agota en los esposos. No hay autenticidad en el amor conyugal
cuando no están comprometidos, a la vez y del todo, la humanidad del hombre y
de la mujer en la totalidad de su ser espíritu encarnado. Como hemos dicho, la
sexualidad no es algo meramente biológico, sino que «afecta al núcleo íntimo de
la persona en cuanto tal»[41]. Por otro lado, como la orientación a la
procreación es una dimensión inmanente a la estructura de la sexualidad, la
conclusión es que la apertura a la fecundidad es una exigencia interior de la
verdad del amor matrimonial y un criterio de su autenticidad. Hacia esa
finalidad está intrínsecamente ordenado, como participación en el amor creador
de Dios y como donación de los esposos a través de la sexualidad.
32. Sin esa
ordenación a la fecundidad la relación conyugal no puede ser considerada ni
siquiera como manifestación de amor. El amor conyugal en su realidad más
profunda es esencialmente “don”, rechaza cualquier forma de reserva y, por su
propio dinamismo, exige abrirse y entregarse plenamente. Esto comporta necesariamente
la disponibilidad para la procreación, la posibilidad de la paternidad o
maternidad.
33. Estas
características del amor, tan íntimamente articuladas entre sí, son
inseparables: si faltara una de ellas tampoco se darían las demás. Son aspectos
o dimensiones de la misma realidad que corresponden a la verdad de la
naturaleza humana, purificada y corroborada en Cristo. Estamos, pues, ante unos
significados que iluminan la vida de los hombres y que se pueden y deben
expresar mediante unas normas morales propias de la ley natural. La Iglesia las
enseña como indicaciones en el camino de la educación en el amor. No son
referencias opuestas al amor o ajenas al mismo. Están insertas íntimamente en
la verdad del amor conyugal[42]. «Querer seleccionar unas u otras, según las
condiciones de vida a modo de un “amor a la carta”, falsifica la relación
amorosa básica entre un hombre y una mujer, distorsionando la realización de su
vocación»[43].
— Para
siempre
34. La «unión en
la carne» –se decía antes– no alude a un simple hecho fortuito o coyuntural.
Designa el compromiso de conformar una intimidad común exclusiva y para
siempre, en la que el cuerpo sexuado es la mediación esencial. El valor
personal de esta unión hace también que la apertura a la fecundidad, intrínseca
al lenguaje propio de la sexualidad, encuentre ahí el marco de realización,
acorde con su dignidad. En cambio, deja de existir en las ideologías que la
excluyen de forma radical como si fuera algo que el hombre pudiera “poner”
desde fuera, a modo de una libre elección y sin ningún condicionamiento. La
supuesta fascinación de un “amor libre” de cualquier compromiso esconde el
vaciamiento de todo significado y, por lo tanto, la pérdida de su valor y
dignidad.
35. La
referencia a la unidad en la “carne”, por significar el vínculo de unión entre
personas, sirve para comprender la vocación del ser humano al amor. Permite
descubrir que el amor humano está determinado por unos contenidos objetivos que
no se pueden confiar al simple arbitrio humano y ser objeto de una mera opinión
subjetiva, sino que son parte esencial del lenguaje del cuerpo que hay que
saber interpretar. En la comprensión del valor de la “carne” está incluida una
verdad fundamental del hombre, que goza de una universalidad que cualquiera
puede entender. Nos referimos a una integración específica entre la inclinación
sexual, el despertar de los afectos y el don de sí. Una verdad que lleva a
percibir lo que es una vida lograda, por la que tiene sentido entregar la
libertad. El ser humano puede distinguir los bienes objetivos que resultan de
la aceptación de la diferencia, de la trascendencia de vivir “para otra
persona”, de la apertura a la vida.
— La
oscuridad del pecado
36. La misma Revelación,
sin embargo, habla también de que toda esta luz inicial se halla oscurecida
por el pecado. Ya en los inicios de la creación, el hombre y la mujer dejan
de verse como seres llamados a la comunión y se esconden uno del otro.
Advierten que su amor está amenazado por las relaciones de deseo y de dominio
(cf. Gén 3, 16). A pesar de que los significados del cuerpo, antes
referidos, están unidos a la experiencia humana del amor, a veces no son
fáciles de percibir en la vida concreta de las personas, y todavía resulta más
arduo llevarlos a la práctica. La visión reductiva y fragmentaria de la
sexualidad, tan extendida en no pocos ámbitos de la sociedad, hace que muchas
personas interpreten estas experiencias primeras de un modo inadecuado y
pierdan de vista la totalidad humana que se contiene en ellas. Se les hace muy
difícil construir una vida plena que valga la pena ser vivida.
37. De modo
particular, es necesario evitar una interpretación narcisista de la sexualidad.
Si se comprende la felicidad como un simple “sentirse bien” con uno mismo, se
cae en el error de no medir el valor y sentido de la sexualidad por la
complementariedad y crecimiento personal en la construcción de una vida
compartida. Es fácil ver cómo, de este modo, se pierde la riqueza presente en
la diferencia sexual. Además, la fecundidad deja de ser significativa si el
acento se pone exclusivamente en la necesidad de apagar a toda costa los
“deseos” y “satisfacciones” que puedan experimentarse, sin proyectar esa
riqueza en otros objetivos espirituales o culturales que, naturalmente, también
enriquecen y dan sentido a la persona.
38. Convencidos
de la belleza de esta verdad, que une la dignidad humana con la vocación al
amor, insistimos de nuevo en la importancia que tiene la rectitud en el ámbito
de la sexualidad, tanto para las personas como para la sociedad entera.
Exhortamos a poner los medios adecuados que, dentro de una educación al amor,
hacen que todo hombre, contando siempre con el auxilio de Dios, sea capaz de
responder a esta llamada. La virtud de la castidad es imprescindible en la
respuesta de la persona a la vocación al amor. Proyecta la luz que, al mover la
libertad a hacer de la existencia una donación de amor, indica también el
camino que lleva a una plenitud de vida.
b)
«Como Cristo amó a su Iglesia» (Ef 5, 25)
39. El amor o
caridad conyugal, cuya naturaleza y características se acaban de apuntar, es
una «participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios
mismo»[44]. Una participación cualificada y específica, que responde a una
realidad «escrita en sus corazones» (Rom 2, 15). Por ella los esposos—el
uno para el otro— se convierten en don sincero de sí mismos del modo más
completo y radical: se afirman en su desnuda verdad como personas. «El amor
incluye el reconocimiento de la dignidad personal y de su irrepetible unicidad;
en efecto, cada uno de ellos, como ser humano, ha sido elegido por sí
mismo»[45].
40. No se queda
ahí la grandeza y dignidad del amor conyugal. Como tal, está llamado a ser, por
su misma naturaleza, «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de
la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[46]. Aunque esa
orientación, que es propia de todo verdadero amor conyugal, solo es participada
realmente por los esposos si ha tenido lugar la celebración sacramental de su
matrimonio y ha sido insertada así en el proyecto salvífico de Cristo. Cuando
el Señor —según señala el Vaticano II— «sale al encuentro de los esposos
cristianos por medio del sacramento del matrimonio (...), el amor conyugal
auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud
redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir
eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la
paternidad y de la maternidad»[47].
41. El
sacramento celebrado hace que, al insertar el vínculo matrimonial en la
comunión de amor de Cristo y de la Iglesia, el amor de los esposos —el amor
matrimonial— esté dirigido a ser imagen y representación real del amor redentor
del Señor. Jesús se sirve del amor de los esposos para amar y dar a conocer
cómo es el amor con que ama a su Iglesia. El amor matrimonial es —y debe ser—
un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia. La expresión plena de la verdad
sobre ese amor de Dios se encuentra en la carta a los Efesios: «Como Cristo amó
a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25-26). Y en ese
contexto “entregarse” es convertirse en “don sincero”, amando hasta el extremo
(cf. Jn 13, 1), hasta la donación de la cruz. Ese es el amor que los
esposos deben vivir y reflejar.
42. El amor
conyugal, al ser transformado en el amor divino, no pierde ninguna de las
características que le son propias en cuanto realidad humana. Es el amor
genuinamente humano —no otra cosa— lo que es asumido en el orden nuevo y
sobrenatural de la redención. Se produce en él una verdadera transformación
(ontológica) que consiste en una re-creación y elevación sobrenatural. No solo
en la atribución de una nueva significación. Por eso el “modo humano” de
vivir la relación conyugal, como manifestación del amor matrimonial, es
condición necesaria para vivir ese mismo amor de manera sobrenatural, es decir,
en cuanto “signo” del amor de Cristo y de la Iglesia. «El amor conyugal
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona
—reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad,
aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente
personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no ser más que
un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la
donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad. En una palabra: se
trata de las características normales de todo amor conyugal natural, pero con
un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva
hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente
cristianos»[48].
43. La asunción
y transformación del amor humano en el amor divino no es algo transeúnte y
circunstancial. Es tan permanente y exclusiva —mientras los esposos vivan— como
lo es la unión de Cristo con la Iglesia. Cristo —dice en este sentido el
Concilio Vaticano II— «por medio del sacramento del matrimonio (...) permanece
con ellos (los esposos), para que (...), con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a su Iglesia y se entregó por
ella»[49]. El amor de Cristo ha de ser la referencia constante del amor
matrimonial, porque, primero y sobre todo, es su “fuente”. El amor de los
esposos es “don” y derivación del mismo amor creador y redentor de Dios. Y esa
es la razón de que sean capaces de superar con éxito las dificultades que se
puedan presentar, llegando hasta el heroísmo si es necesario. Ese es también el
motivo de que puedan y deban crecer más en su amor: siempre, en efecto, les es
posible avanzar más, también en este aspecto, en la identificación con el
Señor.
44. De esta
verdad profundamente humana y divina habla la Iglesia en sus enseñanzas sobre
el sacramento del matrimonio cuando anima a los esposos a hacer de su vida un
don de sí con ese contenido preciso que describe como «amor conyugal»[50].
Después del pecado de los orígenes, vivir la rectitud en el amor matrimonial es
“trabajoso”. A veces es difícil. La experiencia del mal se hace sentir en la
relación del hombre y la mujer. Su amor matrimonial se ve frecuentemente
amenazado por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y
conflictos que pueden conducir en ocasiones hasta el odio y la ruptura[51].
Acecha constantemente la tentación del egoísmo, en cualquiera de sus formas,
hasta el punto de que «sin la ayuda de Dios el hombre y la mujer no pueden
llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al
comienzo”»[52]. Solo el auxilio de Dios les hace capaces de vencer el repliegue
sobre sí mismos y abrirse al “otro” mediante la entrega sincera —en la verdad—
de sí mismos. Precisamente, tras la caída del principio, este es uno de los
cometidos asignados por Dios al sacramento del matrimonio en relación con el
amor conyugal, como señala el Concilio Vaticano II cuando afirma que «el Señor
se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con el don especial de la
gracia y de la caridad»[53], como fruto salvífico de su obra redentora.
4.
La disolución de la imagen del hombre
45. De dos
corrientes, aparentemente contrapuestas, vienen las propuestas que distorsionan
la consideración del hombre hecho «a imagen de Dios» y, derivadamente, las
imágenes del matrimonio y de la familia. Una y otra parten de un mismo
principio: una injusta valoración de la corporalidad. No “pueden”, por eso, ver
el amor entre el hombre y la mujer como un modelo para todo amor.
46. Para el
espiritualismo, el papel que la sexualidad desempeña en ese amor comprometería
la trascendencia y la gratuidad de las formas más elevadas de amor. Se piensa,
sobre todo, que sería inapropiado asociarlo al amor divino. El ágape,
fruto de la gracia, fundado en la fe y caracterizado por la oblación, no
tendría nada que ver con el eros, relacionado con el cuerpo, proveniente
del deseo de posesión y orientado a la autoafirmación. La contraposición entre eros
y ágape recomendaría una reserva de principio a la propuesta de hacer
del amor entre hombre y mujer el arquetipo de cualquier tipo de amor.
47. Esa reserva
parecería también confirmada por el rechazo que proviene de la otra vertiente,
de signo materialista, subyacente también en las teorías contemporáneas de
“género”. Estas pretenden desvincular la sexualidad de las determinaciones
naturales del cuerpo, hasta el punto de disolver el significado objetivo de la
diferencia sexual entre hombre y mujer.
48. Se percibe
fácilmente que detrás de estas corrientes, tan contrapuestas por sensibilidad y
propósitos, hay un mismo denominador: una concepción antropológica dualista. En
el caso del espiritualismo puritano porque la corporeidad se ve como un
obstáculo para el amor espiritual. En las teorías de “género” porque el cuerpo
queda reducido a materia manipulable para obtener cualquier forma de placer. A
ello se asocia un individualismo que, precisamente porque rechaza reconocer los
significados intrínsecos del cuerpo, no capta el valor del lenguaje de la
corporalidad en las relaciones humanas.
49. Y es que
cuando se debilita o se oscurece la imagen del ser humano, se oscurece también
la imagen del matrimonio y de la familia. Se llega, incluso, a considerar esas
instituciones como ataduras que coartan la espontaneidad de la vocación al
amor. No es difícil constatar cómo la banalización de la sexualidad conduce a
una percepción, al menos parcial y fragmentada, de la realidad del matrimonio y
de la familia. Una perspectiva desde la que resulta poco menos que imposible
percibir toda su belleza.
50. Nuestra
intención, ahora, no es enumerar ni hacer un análisis de los factores que hayan
podido intervenir en la deformación de la imagen del matrimonio que existe en
no pocos ámbitos de nuestra sociedad. Tampoco pretendemos poner de manifiesto
los presupuestos metafísicos sobre los que se basa (entre otros, la negación de
la condición creatural del ser humano). En cambio, queremos denunciar que
detrás de esa visión obscurecida y fragmentada parece existir el influjo de
algunos mensajes ideológicos y propuestas culturales, entre cuyos objetivos
está, sobre todo, proponer la absolutización subjetivista de una libertad que,
desvinculada de la verdad, termina por hacer de las emociones parciales la
norma del bien y de la moralidad.
51. Los obispos
españoles ya hemos hablado sobre esta progresiva disolución de los significados
básicos de la institución matrimonial en nuestra sociedad. Nos hemos referido a
la fragmentación con la que no pocos perciben los distintos significados de la
sexualidad[54]. Pero es en la actualidad cuando se ha llegado a plantear la más
radical de las separaciones, aquella que disocia radicalmente sexualidad y
amor[55]. Nos referimos de manera particular a la propuesta de la llamada
“ideología de género”[56].
a)
La “ideología de género”
52. Los
antecedentes de esta ideología hay que buscarlos en el feminismo radical y en
los primeros grupos organizados a favor de una cultura en la que prima la
despersonalización absoluta de la sexualidad. Este primer germen cobró cuerpo
con la interpretación sociológica de la sexualidad llevada a cabo por el
informe Kinsey, en los años cincuenta del siglo pasado. Después, a partir de
los años sesenta, alentado por el influjo de un cierto marxismo que interpreta
la relación entre hombre y mujer en forma de lucha de clases, se ha extendido
ampliamente en ciertos ámbitos culturales. El proceso de “deconstrucción” de la
persona, el matrimonio y la familia, ha venido después propiciado por
filosofías inspiradas en el individualismo liberal, así como por el
constructivismo y las corrientes freudo-marxistas. Primero se postuló la
práctica de la sexualidad sin la apertura al don de los hijos: la
anticoncepción y el aborto. Después, la práctica de la sexualidad sin
matrimonio: el llamado “amor libre”. Luego, la práctica de la sexualidad sin
amor. Más tarde la “producción” de hijos sin relación sexual: la llamada
reproducción asistida (fecundación in vitro, etc.). Por último, con el
anticipo que significó la cultura unisex y la incorporación del pensamiento
feminista radical, se separó la “sexualidad” de la persona: ya no habría varón
y mujer; el sexo sería un dato anatómico sin relevancia antropológica. El
cuerpo ya no hablaría de la persona, de la complementariedad sexual que expresa
la vocación a la donación, de la vocación al amor. Cada cual podría elegir
configurarse sexualmente como desee.
53. Así se ha
llegado a configurar una ideología con un lenguaje propio y unos objetivos
determinados, de los que no parece estar ausente la intención de imponer a la
sociedad una visión de la sexualidad que, en aras de un pretendido
“liberacionismo”, “desligue” a las personas de concepciones sobre el sexo,
consideradas opresivas y de otros tiempos.
— Descripción
de la ideología de género
54. Con la
expresión “ideología de género” nos referimos a un conjunto sistemático de
ideas, encerrado en sí mismo, que se presenta como teoría científica respecto
del “sexo” y de la persona. Su idea fundamental, derivada de un fuerte dualismo
antropológico, es que el “sexo” sería un mero dato biológico: no configuraría
en modo alguno la realidad de la persona. El “sexo”, la “diferencia sexual”
carecería de significación en la realización de la vocación de la persona al
amor. Lo que existiría –más allá del “sexo” biológico– serían “géneros” o roles
que, en relación con su conducta sexual, dependerían de la libre elección del
individuo en un contexto cultural determinado y dependiente de una determinada
educación[57].
55. “Género”,
por tanto, es, según esta ideología un término cultural para indicar las
diferencias socioculturales entre el varón y la mujer. Se dice, por eso, que es
necesario distinguir entre lo que es “dado” por la naturaleza biológica (el
“sexo”) y lo que se debe a las construcciones culturales “hechas” según los
roles o tareas que cada sociedad asigna a los sexos (el “género”). Porque
–según se afirma–, es fácil constatar que, aunque el sexo está enraizado en lo
biológico, la conciencia que se tiene de las implicaciones de la sexualidad y
el modo de manifestarse socialmente están profundamente influidos por el marco
sociocultural.
56. Se puede
decir que el núcleo central de esta ideología es el “dogma” pseudocientífico
según el cual el ser humano nace “sexualmente neutro”. Hay –sostienen– una
absoluta separación entre sexo y género. El género no tendría ninguna base
biológica: sería una mera construcción cultural. Desde esta perspectiva la
identidad sexual y los roles que las personas de uno y otro sexo desempeñan en
la sociedad son productos culturales, sin base alguna en la naturaleza. Cada
uno puede optar en cada una de las situaciones de su vida por el género que
desee, independientemente de su corporeidad. En consecuencia, “hombre” y
“masculino” podrían designar tanto un cuerpo masculino como femenino; y “mujer”
y “femenino” podrían señalar tanto un cuerpo femenino como masculino. Entre
otros “géneros” se distinguen: el masculino, el femenino, el homosexual
masculino, el homosexual femenino, el bisexual, el transexual, etc. La sociedad
atribuiría el rol de varón o de mujer mediante el proceso de socialización y
educación de la familia. Lo decisivo en la construcción de la personalidad
sería que cada individuo pudiese elegir sobre su orientación sexual a partir de
sus preferencias. Con esos planteamientos no puede extrañar que se “exija” que
a cualquier “género sexual” se le reconozcan los mismos derechos. De no hacerlo
así, sería discriminatorio y no respetuoso con su valor personal y social.
57. Sin
necesidad de hacer un análisis profundo, es fácil descubrir que el marco de
fondo en el que se desenvuelve esta ideología es la cultura “pansexualista”.
Una sociedad moderna –se postula– ha de considerar bueno “usar el sexo” como un
objeto más de consumo. Y si no cuenta con un valor personal, si la dimensión
sexual del ser humano carece de una significación personal, nada impide caer en
la valoración superficial de las conductas a partir de la mera utilidad o la
simple satisfacción. Así se termina en el permisivismo más radical y, en última
instancia, en el nihilismo más absoluto. No es difícil constatar las nocivas
consecuencias de este vaciamiento de significado: una cultura que no genera
vida y que vive la tendencia cada vez más acentuada de convertirse en una cultura
de muerte[58].
— Difusión
de la ideología de género
58. Conocidos
son los caminos que han llevado a la difusión de esta manera de pensar. Uno de
las más importantes ha sido la manipulación del lenguaje. Se ha propagado un
modo de hablar que enmascara algunas de las verdades básicas de las relaciones
humanas. Es lo que ha ocurrido con el término “matrimonio”, cuya significación
se ha querido ampliar hasta incluir bajo esa denominación algunas formas de
unión que nada tienen que ver con la realidad matrimonial. De esos intentos de
deformación lingüística forman parte, por señalar solo algunos, el empleo, de
forma casi exclusiva, del término “pareja” cuando se habla del matrimonio; la
inclusión en el concepto de “familia” de distintos “modos de convivencia” más o
menos estables, como si existiese una especie de “familia a la carta”; el uso
del vocablo “progenitores” en lugar de los de “padre” y “madre”; la utilización
de la expresión “violencia de género” y no la de “violencia doméstica” o
“violencia en el entorno familiar”, expresiones más exactas, ya que de esa
violencia también son víctimas los hijos.
59. Esa
ideología, introducida primero en los acuerdos internacionales sobre la
población y la mujer, ha dado lugar después a recomendaciones por parte de los
más altos organismos internacionales y de ámbito europeo que han inspirado
algunas políticas de los Estados. Da la impresión de que, como eco de esas
recomendaciones, se han tomado algunas medidas legislativas a fin de “imponer”
la terminología propia de esta ideología. Constatamos con dolor que también en
nuestra sociedad los poderes públicos han contribuido, no pocas veces, con sus
actuaciones a esa deformación.
60. No se
detiene, sin embargo, la estrategia en la introducción de dicha ideología en el
ámbito legislativo. Se busca, sobre todo, impregnar de esa ideología el ámbito
educativo. Porque el objetivo será completo cuando la sociedad –los miembros
que la forman– vean como “normales” los postulados que se proclaman. Eso solo
se conseguirá si se educa en ella, ya desde la infancia, a las jóvenes
generaciones. No extraña, por eso, que, con esa finalidad, se evite cualquier
formación auténticamente moral sobre la sexualidad humana. Es decir, que en
este campo se excluya la educación en las virtudes, la responsabilidad de los
padres y los valores espirituales, y que el mal moral se circunscriba
exclusivamente a la violencia sexual de uno contra otro.
61. Como
pastores, hemos denunciado el modo de presentar la asignatura de “Educación
para la ciudadanía”[59]. También hemos querido hacer oír nuestra voz ante las
exigencias que se imponen, en materia de educación sexual, en la “Ley de salud
reproductiva e interrupción voluntaria del embarazo”[60]. Vemos con dolor, sin
embargo, que las propuestas de la “ideología de género”, llevadas a la práctica
en programas de supuesta educación sexual, se han agudizado y extendido
recientemente; no pocas veces facilitadas, cuando no promovidas, por la
autoridad competente a la que ha sido confiada la custodia y promoción del bien
común. Son medidas que, además de no respetar el derecho que corresponde a los
padres como primeros y principales educadores de sus hijos, contradicen los
principios irrenunciables del Estado de derecho: la libertad de las personas a
ser educadas de acuerdo con sus convicciones religiosas y el bien que encarna
toda vida humana inocente.
b)
Más allá de la “ideología de género”
62. La
concepción constructivista del sexo, propia de la “ideología del género”, es
asumida y prolongada por las teorías “queer” (raro). Sobre la base de
que el “género” es “performativo” y se construye constantemente, proclaman que
su identidad es variable, dependiendo de la voluntad del sujeto. Este
presupuesto, que lleva necesariamente a la disolución de la identidad sexual y
de género, conduce también a defender su transgresión permanente. Subvertir el
orden establecido, convertir el “genero” en parodia –se afirma– es el camino
para construir la nueva sexualidad, acabar con el sexo y establecer un nuevo
orden a la medida de las transgresiones.
63. Para
alcanzar ese propósito las teorías “queer” abogan por la destrucción de lo que
denominan orden “heteronormativo”, se apoye o no en la corporalidad. La idea
sobre la sexualidad y los modos o prácticas sexuales no pueden en ningún caso
estar sometidos a una normativa, que, por eso mismo, sería excluyente. Cuanto se
refiere al sexo y al “género” pertenece exclusivamente a la voluntad variable y
cambiante del sujeto. No debe extrañar, por eso, que estas teorías conduzcan
inevitablemente al aislamiento y enclaustramiento de la persona, se centren
casi exclusivamente en la reivindicación de los derechos individuales y la
transformación del modelo de sociedad recibido. Las prácticas sexuales
transgresivas se ven, en consecuencia, como armas de poder político.
64. En esta
misma línea se encuadra también la llamada teoría del “cyborg” (organismo
cibernético, híbrido de máquina y organismo), entre cuyos objetivos está, como
paso primero, la emancipación del cuerpo: cambiar el orden significante de la
corporalidad, eliminar la naturaleza. Se trata de ir a una sociedad sin sexos y
sin géneros, en la que el ideal del “nuevo” ser humano estaría representado por
una hibridación que rompiera la estructura dual hombre–mujer,
masculino–femenino. Una sociedad, por tanto, sin reproducción sexual, sin
paternidad y sin maternidad. La sociedad así construida estaría confiada
únicamente a la ciencia, la biomedicina, la biotecnología y la ingeniería
genética. El origen y final del existir humano se debería solo a la acción de
la ciencia y de la tecnología, las cuales permitirían lograr ese transhumanismo
en el que quedaría superada su propia naturaleza (posthumanismo).
65. Debajo, como
fundamento de esta deconstrucción del cuerpo, hay un pensamiento materialista y
radical, en definitiva inhumano. Inhumano, porque se niega la diferencia
esencial entre el ser humano y el animal. Después, porque se niega esa misma
diferencia entre los organismos animales-humanos y las máquinas. Y, por último,
porque tampoco se admite esa separación esencial entre lo físico y lo “no
físico” o espacio cibernético virtual. La dignidad de la persona se degrada
hasta el punto de ser rebajada a la condición de cosa u objeto totalmente
manipulable. La corporalidad, según esta teoría, no tendría significado
antropológico alguno. Y por eso mismo carecería también de significado
teológico. La negación de la dimensión religiosa es el presupuesto necesario
para poder construir el modelo de hombre y la construcción de la sociedad que
se intentan. No es arriesgado afirmar que esta teoría lleva a una idea inhumana
del hombre, porque, arrastrada por su concepción del mundo, absolutamente
materialista, laicista y radical, es incapaz de reconocer cualquier referencia
a Dios.
c)
La falta de la ayuda necesaria
66. La falta de
un suficiente apoyo al matrimonio y la familia que advertimos en nuestra
sociedad se debe, en gran parte, a la presencia de esas ideologías en las
políticas sobre la familia. Aparece en distintas iniciativas legislativas que
se han realizado en los últimos años. Si exceptuamos algunas ayudas económicas
coyunturales, no solo han ignorado el matrimonio y la familia, sino que los han
“penalizado”, hasta dejar de considerarlos pilares claves de la construcción
social.
67. El
matrimonio ha sufrido una desvalorización sin precedentes. La aplicación del
popularmente denominado “divorcio exprés” –es solo un ejemplo–, que lo ha
convertido en uno de los “contratos” más fáciles de rescindir, indica que la
estabilidad del matrimonio no se ve como un bien que haya que defender. Se
considera, por el contrario, como una atadura que coarta la libertad y
espontaneidad del amor. No cuentan el dolor y el sufrimiento que quienes se
divorcian se causan a sí mismos y sobre todo a los hijos cuando, ante los
problemas y dificultades que pudieron surgir, se procede con precipitación
irreflexiva y se opta por la ruptura de la convivencia. Lo único que importa
entonces es una solución “técnico-jurídica”.
68. Una muestra
clara de la desprotección y falta de apoyo a la familia ha sido la legislación
sobre la situación de las menores de edad que quieren abortar sin el
consentimiento de los padres. Es evidente que el aborto provocado, con o sin el
consentimiento de los padres, es un ataque directo al bien fundamental de la
vida humana. Nunca puede afirmarse como un derecho. Siempre es gravemente inmoral
y debe ser calificado como un «crimen abominable»[61]. Pero llama poderosamente
la atención que, a diferencia de las graves restricciones que nuestras leyes
imponen a los menores en el uso del tabaco o del alcohol, se promuevan, en
cambio, otras leyes que fomentan un permisivismo casi absoluto en el campo de
la sexualidad y del respeto a la vida, como si el actuar sobre esos campos
fuera irrelevante y no afectara para nada a la persona. De todos son conocidas
las consecuencias del aborto para la mujer y la extensión del síndrome
postaborto. La experiencia de lo que ha ocurrido con la facilitación del acceso
de las menores a la “píldora del día siguiente” habla suficientemente de los
resultados a los que se puede llegar con la referida ley sobre el aborto. En
contra de lo que el legislador decía prever al promulgar la ley, el aborto no
solo no ha disminuido, sino que se ha generalizado.
69. Los ejemplos
aducidos permiten concluir que, más allá de las declaraciones de buenas
intenciones, no hay, en las políticas que se hacen en nuestro país, un
reconocimiento suficiente del valor social del matrimonio y la familia. En
cambio, sí se observa una creciente revalorización de uno y otra –a pesar de la
presión en contra– por parte de la sociedad. Y eso es, indudablemente, un
argumento firme para la esperanza. Nuestros gobernantes deberían escuchar las
voces de la sociedad y adoptar las medidas oportunas para otorgar a esas
instituciones una protección eficaz. Es evidente, sin embargo, que las medidas
que se adopten solo serán útiles si, superando las visiones ideológicas, se
centran en la ayuda a la mujer gestante y en la promoción del matrimonio y la
familia como realidades naturales.
70. Con
frecuencia la Iglesia católica se siente sola en la defensa de la vida naciente
y terminal; sin embargo, en este sentido hemos tenido recientemente una buena
noticia en el ámbito civil europeo, una luz en medio de la cultura de la
muerte: el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha dictado una
sentencia[62] que prohíbe patentar los procedimientos que utilicen células
madre embrionarias humanas; se decide también que todo óvulo humano, a partir
de la fecundación, deberá considerarse un “embrión humano”[63]. Se desmonta así
la falsa e ideológica distinción entre embrión y pre-embrión; esta sentencia
rebate los fundamentos sobre los que se han promovido al menos cuatro normas
legales en España: la del aborto, la de reproducción asistida, la de
investigación biomédica y la que permite la dispensación de la “píldora del día
después”.
d)
Reacción ante la disolución de significados
71. El camino
primero e imprescindible para salir al paso de las consecuencias de esta
ideología de género, tan contrarias a la dignidad de las personas, será el
testimonio de un amor humano verdadero vivido en una sexualidad integrada. Una
tarea que, siendo propia y personal de todos y cada uno de los miembros de la
sociedad, corresponde de un modo muy particular a los matrimonios y familias.
Porque son ellos, sobre todo, los que, con el testimonio de sus vidas, harán
creíbles a quienes les contemplan la belleza del amor que viven y les une.
Nunca se debe olvidar que en todo corazón humano anidan unos anhelos que
despiertan siempre ante el bien y la verdad.
72. Se hace
necesario, además, recuperar por parte de todos –poderes públicos, docentes,
educadores, medios de comunicación, etc.– un lenguaje que sepa distinguir
realidades que, por ser diferentes, nunca pueden equipararse. Hay que emplear
una terminología y unas formas de expresión que transmitan con claridad y sin
ambigüedades lo que realmente son el matrimonio y la familia. De esa manera,
con la proposición de la verdad, se contribuirá a descubrir con mayor facilidad
la falsedad de los mensajes que se difunden a veces en torno a la sexualidad y
el sentido personal de vivirla.
73. Como
garantes y promotores del bien común, los gobernantes no deberían dejarse
guiar, en la gestión de lo público y social, por la voluntad subjetiva de
grupos de presión, pequeños o grandes, fuertemente ideologizados y que solo buscan
intereses particulares. Menos aún si el afán que les mueve es construir una
sociedad sobre la base de una “ingeniería” que destruye los fundamentos mismos
de la sociedad. Por otra parte, el cuidado del bien común, que contempla
siempre la tutela de las minorías, exige que, una vez protegidos y promovidos
los derechos fundamentales, la atención se centre de un modo muy particular en
la solución de los problemas y cuestiones que afectan a la mayoría de los
ciudadanos. Entre ellos no está, ciertamente, los que se refieren a la llamada
“ideología de género”.
74. En el caso
de leyes que no respetaran el bien común, correspondería a todos y cada uno de
los miembros de la sociedad hacer notar su disconformidad. Eso, sin embargo,
nunca podrá hacerse de cualquier manera. Ese derecho y deber de denuncia, por
tener como fundamento el bien común, siempre ha de ejercitarse dentro del
respeto del bien que los justifica. Por lo que, si nos atenemos al caso de la
legislación actual en España sobre el matrimonio, es un derecho y un deber de
los ciudadanos mostrar su desacuerdo e intentar la modificación de la ley que
redefine el matrimonio eliminando su contenido específico[64].
75. Es
necesario, una vez más, pedir que el papel insustituible de los padres en la
educación de sus hijos sea reconocido a todos los niveles. Más, si cabe, en lo
que se refiere al campo de la educación afectivo-sexual, tan relacionado con la
intimidad de la persona. Es un derecho y un deber que al Estado corresponde
garantizar, y que todos debemos reclamar. De manera particular en momentos como
los que atravesamos, cuando nuestro sistema actual deja abierto al gobierno de
turno la ideologización de los jóvenes en una sociedad que parece crecer en
pasividad ante este asalto contra sus derechos legítimos[65].
76. Una
respuesta activa por parte de los ciudadanos ante este tipo de situaciones
contribuirá a un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de expresar sus
propias convicciones. Será además un modo de participar positivamente en el
desarrollo de la sociedad que solo puede tener lugar si se basa adecuadamente
en el bien común. Por eso mismo, en el servicio al bien común, los poderes
públicos no pueden desatender esas reclamaciones justas de los ciudadanos,
especialmente de los padres y familias en relación con la educación de sus
hijos. No pueden caer en la tentación de hacer una política basada en
ideologías que contradicen el bien de la persona, a cuyo servicio han de
ordenarse siempre la autoridad y la sociedad.
e)
«La esperanza no defrauda» (Rom 5, 5)
77. Detrás de la
pretendida “neutralidad” de estas teorías se esconden dramas personales que la
Iglesia conoce bien. Pero hemos de tener siempre viva la esperanza. El bien y
la verdad, la belleza del amor, son capaces de superar todas las dificultades,
por muchas y graves que sean.
78. La Iglesia,
continuadora de la misión de Cristo, abre siempre su corazón y ayuda de madre y
maestra a todos y cada uno de los hombres. Nadie puede sentirse excluido,
tampoco quienes sienten atracción sexual hacia el mismo sexo.
79. Ciertamente
el Magisterio de la Iglesia católica[66] enseña que es necesario distinguir
entre las personas que sienten atracción sexual hacia el mismo sexo, la inclinación
homosexual propiamente dicha («objetivamente desordenada»)[67] y los actos
homosexuales («intrínsecamente desordenados»)[68]; además, en la valoración de
las conductas hay que diferenciar los niveles objetivo y subjetivo[69]. Por
eso, una vez más no podemos dejar de anunciar que los hombres y mujeres con
atracción sexual hacia el mismo sexo «deben ser acogidos con respeto, compasión
y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación
injusta»[70].
80. No termina
ahí la expresión del respeto y estima que se debe a las personas como tales.
Nadie debe quedar excluido de la comprensión y ayuda que pueda necesitar. Las
personas con atracción sexual hacia el mismo sexo «deben ser acogidas en la
acción pastoral con comprensión y deben ser sostenidas en la esperanza de
superar sus dificultades personales»[71]. Con esa intención hacemos nuestras
las palabras de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «Los obispos deben
procurar sostener con los medios a su disposición el desarrollo de formas especializadas
de atención pastoral para las personas homosexuales. Esto podría incluir la
colaboración de las ciencias psicológicas, sociológicas y médicas,
manteniéndose siempre en plena fidelidad con la doctrina de la Iglesia»[72].
81. Más allá de
los medios humanos actúa siempre la gracia del Espíritu Santo, cualquiera que
sea la naturaleza del comportamiento que haya tenido lugar, con tal de que uno
se arrepienta. Con esa decisión de fondo, si es sincera, se estará en
disposición de renovar los esfuerzos por seguir adelante, a pesar de que la
lucha resulte difícil e incluso no falten las recaídas: Como enseña el Apóstol,
«la esperanza no defrauda» (Rom 5, 5).
5.
Amor conyugal, institución y bien común
82. El amor
humano y el bien de la persona están tan estrechamente relacionados que esta
solo se realiza en la medida en que ama. A esa realización, sin embargo, solo
sirve un amor verdadero, una relación interpersonal en la que las personas se
valoran por lo que son. Por eso, si la relación tiene lugar a través del
lenguaje propio de la sexualidad, solo se puede calificar como amor la relación
que tiene lugar entre el hombre y la mujer unidos en el matrimonio. La
institución matrimonial es, por tanto, una exigencia de la verdad del amor
cuando se expresa en el lenguaje propio de la sexualidad. Y, como al bien del
matrimonio está ligado el bien de la familia y a este el de la sociedad,
defender y proteger la institución matrimonial es una exigencia del bien común.
Consiste, en última instancia, en la promoción de una convivencia social sobre
la base de unas relaciones de justicia que, por darse entre personas, solo lo
son cuando se pueden describir como de amor.
83. «La
institución del matrimonio no es una injerencia indebida de la sociedad o de la
autoridad ni la imposición extrínseca de una forma, sino una exigencia interior
del pacto de amor conyugal, que se confirma públicamente como único y
exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios
Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la
defiende contra el subjetivismo y el relativismo y la hace partícipe de la
sabiduría creadora»[73]. Los elementos institucionales no coartan, sino que
protegen y garantizan la libertad.
84. De la libertad
de los que se casan depende que surja ese tipo de relación entre el varón y la
mujer que se conoce como matrimonio. Pero en esa decisión están implicados unos
bienes, cuya dignidad y naturaleza piden ser protegidas más allá de la voluntad
de los individuos. Junto a otros motivos, además del bien de los hijos y de la
sociedad, lo reclama también el bien de los que se casan –¡son personas!– que
han de ser valorados siempre como un fin, nunca como un medio. La institución
es una exigencia ético-antropológica requerida por la autenticidad del amor
conyugal.
85. La dimensión
social e institucional pertenece a la naturaleza misma del matrimonio. Su
celebración reclama siempre un marco público. Nunca puede reducirse a un
acuerdo meramente privado. «En concreto, el “sí” personal y recíproco del
hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica
humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva
vida. Por eso, este “sí” personal no puede por menos de ser un “sí” también
públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad
pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad»[74].
86. Es entonces,
cuando «el amor auténtico se convierte en una luz que guía toda la vida hacia
su plenitud generando una sociedad habitable para el hombre»[75], cuando «la
comunión de vida y amor que es el matrimonio se configura como un auténtico
bien para la sociedad»[76]. Por eso, «evitar la confusión con los otros tipos
de unión basados en un amor débil se presenta hoy con una especial urgencia.
Solo la roca del amor total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz
de fundar la construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos
los hombres»[77].
a)
La “trampa” de la emotividad en un mundo utilitarista
87. Cuando se
parte de una idea de libertad como mera espontaneidad, sin otro compromiso que
el que se funda en las emociones, el vínculo matrimonial aparece como un
estorbo y su estabilidad como la “cárcel” del amor. Una concepción del amor
conyugal que lo desvinculara de todo orden normativo haría, por eso mismo, que
ya no fuera verdadero, pues pertenece a la naturaleza humana no ser simplemente
naturaleza, sino tener historia y derecho, precisamente con el fin de ser natural.
88. No es
difícil constatar las consecuencias a que llevaría la concepción “romántica” y
subjetivista del amor conyugal. Si se ignorara o no se apoyara en la roca firme
del compromiso de la voluntad racional protegida por la institución, el amor
estaría sometido al vaivén de las emociones, efímeras por naturaleza; se
derrumbaría más pronto que tarde; no tendría base; se habría edificado sobre
algo tan movedizo como la arena (cf. Mt 7, 24-27). Entonces los esposos,
cuando surgieran los problemas, se verían envueltos en un proceso de
enfrentamiento que les llevaría a concluir fácilmente que había muerto el amor,
y que la separación o ruptura se hacían inevitables. Se habría confundido la
emoción con el amor, lo cual les haría incapaces para encontrar la solución.
89. Inseparable
de esta interpretación romántica del amor conyugal, al menos en parte, se ha
difundido también una “privatización” del amor que ha perdido su reconocimiento
social. No se ve en el amor la capacidad de implicar a los hombres en la realización
de un bien común relevante para las personas. A ello se refería Benedicto XVI
cuando, en la encíclica Caritas in veritate, hablaba de la pérdida que
esto supone para una sociedad que quiera ser auténticamente humana[78].
90. Un amor
percibido solo como emoción o como un asunto meramente privado queda despojado a
priori de cualquier significado que pueda ser comunicado a los demás. Con
esa lógica solo interesa la valoración utilitarista. Las personas dejan de ser
afirmadas por sí mismas. Se ven solo como objetos de producción y de consumo.
Es lo que sucede en una sociedad que valora únicamente las relaciones sexuales
interpersonales por la utilidad que reportan o el grado de satisfacción que
producen. El lenguaje de la sexualidad deja de ser significativo. Carece de un
valor por el que tiene sentido comprometer la libertad. Así lo confirma la
banalización de la sexualidad, que conduce a la triste situación de «tantos jóvenes
envejecidos, desgastados por experiencias superficiales y para los que el
amor humano verdadero es una empresa casi imposible»[79].
b)
La injusticia de una institución “a la carta”
91. La
justificación de los actos por sus consecuencias o por la ponderación de los
resultados previstos parece ser uno de los principales principios, supuestamente
éticos, preponderantes en los ámbitos públicos en la sociedad actual[80]. Una
perspectiva que lleva al relativismo moral. Todo vale, si sirve para conseguir
el objetivo que se intenta. Las acciones, políticas o económicas, se valoran
sin tener en cuenta la naturaleza de los medios que se emplean. El relativismo
se acrecienta si la determinación de la verdad y de la bondad de los resultados
que se buscan se confía a las instancias del poder o las decisiones de los
particulares –mayorías o minorías–, y no se fundamenta en la naturaleza de las
cosas. La consecuencia es una sociedad adormecida. Afectada por una profunda
crisis moral, carece de los criterios que le ayuden a reaccionar y defender
valores tan básicos para el bien común como el matrimonio y la familia. Puede
ser que no se niegue e, incluso, se defienda la necesidad de esas
instituciones, pero se las vacía de contenido, por lo que cabe cualquier forma
de convivencia y todo tipo de uniones.
92. Los
procedimientos democráticos, tan importantes y necesarios en la construcción y
desarrollo de la convivencia social, no determinan, por sí mismos, la verdad y
la bondad del matrimonio y de la familia. «Hay quien piensa que la referencia a
una moral objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas, es
incompatible con una organización democrática de la sociedad y de la
convivencia»[81]. Pero no es así. Por encima y con anterioridad a las
decisiones de los que se casan y de la sociedad, existen una verdad y derecho
superior, enraizados en la humanidad del hombre y de la mujer, en su condición
personal y social, en la de sus hijos y de la sociedad. Cualquiera es capaz de
advertir que las instituciones del amor conyugal y familiar son indispensables
en la consecución del bien común.
93. La aceptación
de la idea, tan extendida en nuestra sociedad, de que el amor conyugal nada o
muy poco tiene que ver con las normas sociales, responde a una concepción que
separa el amor y la justicia[82]. Algunos llegan a sostener que el amor y la
institución son de tal manera incompatibles que el amor no puede nacer ni
desarrollarse si las relaciones que se establecen están presididas por la
justicia. Con ese pensamiento es imposible percibir que el amor es fuente de
obligaciones y conformador de vínculos estables. Por eso –se dice– el amor no
puede ser “comprometido”. La institución del matrimonio sería la “cárcel” del
amor. La fidelidad matrimonial, una esclavitud.
94. La verdad,
sin embargo, es que, en las relaciones entre personas, el amor y la justicia se
reclaman hasta el punto que uno y otra se afirman o se niegan a la vez y al
mismo tiempo. En las relaciones interpersonales, la justicia en su empeño por
dar a cada uno lo suyo, reconoce el valor personal del prójimo como un ser
digno de ser amado. Una justicia separada del amor corre el peligro de ser
inhumana o meramente formal, vacía. Se reduce a ser una simple reclamación de
derechos, que se hacen coincidir, cada vez más, con los propios intereses, sin
referencia alguna a los deberes correspondientes. Como recuerda Benedicto XVI,
«es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los derechos
presuponen, y sin los cuales estos se convierten en algo arbitrario»[83].
95. La
naturaleza y sentido de la justicia se diluyen cuando se parte de una idea
meramente legalista de la misma. Como si lo “justo” dependiera exclusivamente
de lo que en cada momento decidiera la autoridad o la mayoría, y la legalidad
de una acción fuera la única garantía de su justicia, sin relación alguna con
la naturaleza de las cosas. De este modo la moralidad se reduciría a una simple
“corrección política”, sometida, por principio, a presiones partidistas de muy
corto alcance.
96. El amor
conyugal y la institución matrimonial son realidades que no se pueden separar.
Si faltara el amor verdadero en la relación de los que se casan, el discurrir
de sus vidas no se desarrollaría en conformidad con su dignidad de personas. Y
sin la garantía de la institución, la libertad con la que se entregan y
relacionan no respondería a la verdad, porque faltaría el compromiso de
fidelidad, condición absolutamente necesaria de la verdad de su amor. La
institución matrimonial es algo tan necesario para el amor conyugal que este no
puede darse sin aquella.
c)
El matrimonio y la familia, elementos esenciales del bien común
97. «El orden
justo de la sociedad y del Estado –recuerda Benedicto XVI– es una tarea
principal de la política»[84]. Su promoción es responsabilidad de los
gobiernos, cuyo servicio al bien común fundamenta la autoridad de que
gozan[85]. Sobre todos y cada uno de los que formamos la sociedad recae,
ciertamente, la responsabilidad de contribuir y velar por el bien común. Cada
uno debe hacerlo según las posibilidades de que disponga[86]. Pero esa
responsabilidad incumbe sobre todo, y en primer lugar, a quienes desempeñan las
funciones de gobierno en la sociedad. De manera muy particular cuando se trata
de los bienes sociales sobre los que se asienta la existencia y desarrollo de
la sociedad.
98. El bien
común se identifica, a veces, con el reparto de los bienes de consumo. Es lo
que ocurre si se mide tan solo desde la perspectiva del “bienestar”, que se
hace coincidir, sin más, con la posesión de esos bienes. La promoción del bien
común consistiría en procurar la mayor cantidad posible de bienes de consumo
para el mayor número de personas. El deseo es, sin duda, loable. Pero conlleva
una visión tan pobre y corta de lo que es el verdadero bien común que, si no se
corrige, terminará por anestesiar la conciencia moral de la sociedad. Porque se
percibirán con dificultad valores tan fundamentales para la vida en sociedad
como la generosidad solidaria, la honradez en las relaciones comerciales, etc.;
y en el ámbito familiar, el respeto a la vida de todo ser humano, el derecho a
la libertad de los padres a la educación de sus hijos, etc. En nombre del
“bienestar” se buscarán razones para imponer unos procedimientos y modos de
hacer que sustituyan a las personas, a las que, en cierta manera, se considera
“menores de edad”.
99. Al verdadero
bien común, en cambio, conduce el empeño por «comprometerse en la realización
de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la
caridad en la verdad»[87]. Sobre esta perspectiva, que hace posible percibir
con suficiente claridad la enorme contribución de la familia al bien común de
la sociedad, se asientan –aunque no solo sobre ella– las enseñanzas de la
Iglesia sobre el matrimonio y la familia. «La Iglesia nos enseña a respetar y
promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y
una mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar
a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy en
día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades,
así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la
verdadera libertad de la persona humana»[88].
— Promoción
social del matrimonio y de la familia
100. El
matrimonio y la familia son bienes tan básicos para la sociedad que, además de
ser reconocidos formalmente, requieren la debida promoción social. Son
instituciones que, por su misma naturaleza, estructuran y dan consistencia a
las relaciones de los miembros de la sociedad; y esto no solo en momentos de
crisis o desamparo, como son los tiempos actuales que nos ha tocado vivir. Con
Benedicto XVI afirmamos que «las condiciones de la vida han cambiado mucho y
con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y
culturales. No podemos contentarnos con estos progresos. Junto a ellos deben
estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y ayuda a la
familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es el
marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su
alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural»[89].
101. Cuando la
promoción del bien común está en juego, la acción política no ha de orientarse
a discutir sobre propuestas ideológicas, subjetivas en gran medida e impuestas
por pequeñas minorías sometidas a grupos de presión. Se ha de dirigir a
reconocer los bienes objetivos y su repercusión real en la vida de los hombres.
Porque no todas las instituciones, incluidas las que se fundamentan en la
verdad, en la dignidad de las personas, aportan en el mismo grado bienes a la
sociedad. Es necesario distinguir y discernir, en cada caso, la naturaleza y
transcendencia del papel que desempeñan en la construcción real de la sociedad.
Equivocarse en este aspecto provocaría también consecuencias sociales muy
negativas en la vida de las personas[90].
102. El
matrimonio, es decir, la alianza que se establece para siempre entre un solo
hombre y una sola mujer, y que es ya el inicio de la familia, ayuda a que la
sociedad reconozca, entre otros bienes, el de la vida humana por el simple
hecho de serlo; la igualdad radical de la dignidad del hombre y de la mujer; la
diferenciación sexual como bien y camino para el enriquecimiento y maduración
de la personalidad, etc. Son todos bienes importantes e inciden decisivamente
en la realización de las personas y en el bien de la sociedad. Ahora, sin
embargo, queremos subrayar muy particularmente la contribución que la
institución matrimonial aporta a la promoción de la dignidad de la mujer.
— Dignidad
del hombre y de la mujer
103. Ya como
institución natural, el matrimonio exige y comporta la igualdad entre los que
se casan. Ni el varón es más que la mujer, ni esta es menos que aquel. Aunque
diferentes, poseen, como personas, la misma dignidad. Una visión que tratara de
eliminar esa diferenciación supondría, por eso mismo, la negación de la
igualdad y haría coincidir la realización de la masculinidad o de la feminidad
en una imitación del otro sexo, que se estimaría como superior. San Pablo no
niega esa igualdad de la mujer con el marido, cuando hablando del matrimonio
cristiano, dice que «las mujeres sean sumisas a sus maridos como al Señor; (…)
como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en
todo» (Ef 5, 22.24). Estas palabras han de interpretarse acertadamente.
Poco antes, en efecto, el Apóstol afirma que uno y otra, todos hemos de ser
«sumisos unos a otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Y en otro lugar
afirma que entre los «bautizados (…) no hay ya (…) hombre y mujer, porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27-28). Esta sumisión
recíproca, de la mujer al marido y de este a la mujer, es propia del
amor esponsal[91]; pertenece al amor entre Cristo y la Iglesia, del que el amor
de los esposos es participación sacramental.
104. Proclamar
la igual dignidad del hombre y de la mujer es una exigencia antropológica. Esa
es también la enseñanza de la Iglesia. Ello, sin embargo, no conlleva la
negación de que uno y otra sean diferentes. Al contrario, el reconocimiento de
esa diferenciación es del todo necesario; es uno de los valores fundamentales
de la salud de la sociedad; se percibe fácilmente si se tiene en cuenta que el
respeto a la condición masculina o femenina es exigencia de la dignidad propia
de cada sexo. Ser hombre o ser mujer es inseparable de la persona, como
realidad viviente[92]. Por eso, entre otras cosas, se debe reconocer y fomentar
el papel de la mujer en la sociedad, la riqueza del genio femenino en la
configuración del tejido social[93]. Hoy hay que destacar también la defensa de
la misión del hombre como esposo y padre dentro del matrimonio y la familia, ya
que la influencia cultural ha propiciado, en amplias parcelas jurídicas, que se
menoscaben los derechos de este. Hacer consistir la realización y perfección personal
de la mujer en la reproducción mimética del modelo masculino conduciría a
pérdidas irreparables para la mujer y para la sociedad. La dignidad de la mujer
dependería de algo tan variable como la aceptación que su trabajo tuviera en el
entorno social. Y la maternidad se concebiría como un obstáculo en la promoción
de la mujer. De la misma forma, el oscurecimiento de la identidad propia del
hombre como esposo o padre es también, además de injusto, perjudicial para el
mismo bien de las familias y de la sociedad entera.
— La
familia, escuela de humanidad
105. Otro de los
grandes bienes que la familia aporta a la sociedad es la contribución a la
formación de los ciudadanos en los valores esenciales de la libertad, la justicia
y el amor. Son los pilares sobre los que se asienta el camino que conduce al
bien común. En la familia se inicia y se desarrolla ese ideal educativo, que,
al realizarse teniendo como referente la existencia de la familia como comunión
de personas, ayuda sobremanera a valorar a los demás de acuerdo con su
dignidad. Por eso, la familia es la primera escuela de socialización, el medio
más adecuado para que la persona se inserte adecuadamente en el entramado de
las relaciones sociales. En la familia se transmite parte importante de ese
ingente conjunto de contenidos básicos de la vida que se denomina
“tradición”[94], la riqueza de sabiduría que se nos ha entregado a modo de
herencia preciosa y que solo desde una recepción agradecida puede comprenderse
en la totalidad de su valor[95].
106. Hemos de
afirmar con renovado vigor que la familia –como comunidad específica
constituida por padre, madre e hijos– es un “capital social” de la mayor
importancia, que requiere ser promovido política y culturalmente. Se responde
así a una realidad incuestionable[96], a un derecho humano básico; y también al
deseo de la sociedad, que, en su inmensa mayoría, valora acertadamente a la
familia bien constituida como uno de los bienes fundamentales que se deben
proteger. «La familia es una institución intermedia entre el individuo y la
sociedad, y nada la puede suplir totalmente»[97].
d)
Reconocer lo diferente es justicia, no discriminación
107. Porque el
matrimonio y la familia son instituciones fundamentales en la promoción del
bien común, el legislador ha de dictar leyes que favorezcan su existencia y
desarrollo. Y eso exige, en primer lugar, que las disposiciones que se adopten
no contribuyan a diluir la realidad. El lenguaje y la terminología no son
inocentes. Cuando se refieren a realidades naturales encierran una
significación que, si se cambia o amplía artificialmente, desnaturaliza la
realidad significada por los términos que se emplean. Compete ciertamente al
legislador, como garante de la convivencia social, regular las relaciones entre
los ciudadanos. Pero forma parte de la justicia de esa regulación hacerlo sin
desfigurar la verdad y la realidad. Realidades diferentes no pueden ser
tratadas como si fueran iguales. Reconocer la diferencia no es discriminación,
sino justicia. A distintas realidades, distintos bienes y distintos
reconocimientos, distintos deberes y distintos derechos.
108. La cultura
dominante en unos momentos determinados no puede llevar a una consideración del
matrimonio y de la familia –motivada, quizás, por intereses ajenos a la
promoción del bien común–, que desfigure la realidad sobre la que se legisla.
Menos aún, si se trata de disposiciones que emanan de la autoridad, a impulsos
de determinadas grupos de presión, cuyo interés parece estar fundado casi
exclusivamente en la negación de lo diferente. Es lo que ha ocurrido en algunos
países, en los que, con el pretexto de superar antiguas discriminaciones, se
han dado disposiciones legales que reconocen como matrimonio formas de
convivencia que nada tienen que ver con la realidad designada con ese nombre.
Con todo, la equiparación al matrimonio de ese tipo de uniones se ha hecho
compatible, en estos casos, con el reconocimiento del matrimonio como una
institución bien definida y con características propias.
— La
legislación española sobre el matrimonio
109. En cambio,
en España, la legislación actualmente vigente ha ido aún más allá. La Ley de 1
de julio de 2005, que modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer
matrimonio, ha redefinido la figura jurídica del matrimonio. Este ha dejado de
ser la institución del consorcio de vida en común entre un hombre y una mujer
en orden a su mutuo perfeccionamiento y a la procreación y se ha convertido en
la institución de la convivencia afectiva entre dos personas, con la
posibilidad de ser disuelta unilateralmente por alguna de ellas, solo con que
hayan transcurrido tres meses desde la formalización del contrato de
“matrimonio” que dio inicio a la convivencia[98]. El matrimonio queda así
transformado legalmente en la unión de dos ciudadanos cualesquiera para los que
ahora se reserva en exclusiva el nombre de “cónyuges” o “consortes”[99]. De esa
manera se establece una «insólita definición legal del matrimonio con exclusión
de toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer»[100]. Es muy
significativa al respecto la terminología del texto legal. Desaparecen los
términos “marido” y “mujer”, “esposo” y “esposa”, “padre” y “madre”. De este
modo, los españoles han perdido el derecho de ser reconocidos expresamente por
la ley como “esposo” o “esposa” y han de inscribirse en el Registro Civil como
“cónyuge A” o “cónyuge B”[101].
110. Lo que está
en juego no es solo una cuestión de palabras. Es algo mucho más profundo. Se
trata del intento de construir un modelo de sociedad en la que, mediante una
supuesta “liberación” total, se establezca una presunta igualdad entre
todos los ciudadanos que suprima todas las diferencias que se estiman
“discriminatorias”; incluidas las que derivan de la condición dada y creatural
de ser varón o mujer. Esta diferenciación, tildada de superestructura cultural
biologicista o machista por la “ideología de género”, debería ser superada por
medio de una nueva construcción. El ser humano se construiría a sí mismo
voluntariamente a través de una o diversas “opciones sexuales” que elegiría a
su arbitrio a lo largo de su vida, y a las que se debería reconocer la igualdad
de derechos. En ese contexto y con esa finalidad se mueven también los Decretos
sobre enseñanzas mínimas de la llamada “Educación para la Ciudadanía”[102].
111. No podemos
dejar de afirmar con dolor, y también sin temor a incurrir en exageración
alguna, que las leyes vigentes en España no reconocen ni protegen al matrimonio
en su especificidad[103]. Asistimos a la destrucción del matrimonio por vía
legal. Por lo que, convencidos de las consecuencias negativas que esa
destrucción conlleva para el bien común, alzamos nuestra voz en pro del
matrimonio y de su reconocimiento jurídico. Recordamos además que todos, desde
el lugar que ocupamos en la sociedad, hemos de defender y promover el
matrimonio y su adecuado tratamiento por las leyes.
— Responsabilidad
de todos
112. Será
necesario un buen conocimiento de las claves principales de la “ideología de
género”, inspiradora en gran parte de la actual legislación española sobre el
matrimonio. El conocimiento de su deformación del lenguaje permitirá reaccionar
de modo justo. Pero sobre todo será necesario disponer de la formación adecuada
acerca de la naturaleza del amor conyugal, del matrimonio y de la familia. Solo
entonces será posible alimentar la convicción que permita empeñarse
personalmente en favor de la regulación justa del matrimonio y de la familia en
el ordenamiento jurídico. La familia, la parroquia, la escuela y los medios de
comunicación están llamados a ocuparse de la formación en estos campos.
113. Renovamos
también nuestra llamada a los políticos para que asuman su responsabilidad. La
recta razón exige que, en esta materia tan decisiva, todos actúen de acuerdo
con su conciencia, más allá de cualquier disciplina de partido. Nadie puede
refrendar con su voto leyes como las vigentes, que dañan tan gravemente las
estructuras básicas de la sociedad[104]. Los católicos, en particular, deben
tener presente que, como servidores del bien común, han de ser también
coherentes con su fe[105].
114. Cuando los
católicos, por medio de sus propuestas legislativas, y el refrendo de su voto,
procuran que las leyes sean acordes con la verdad del amor humano, no imponen
nada a nadie. En modo alguno buscan imponer la propia fe en una sociedad en la
que conviven diversos credos y convicciones variadas, como a veces se dice
erróneamente o con ánimo de desacreditar esa actividad. Solo tratan de expresar
de modo razonado sus propuestas. Si se oponen, también de modo respetuoso y
pacífico, a otras propuestas, es porque las consideran lesivas para el bien
común. Y lo hacen porque lo que proponen sobre el matrimonio y la familia es
patrimonio común de la recta razón de la humanidad. No porque pertenezca a lo
particular de la propia confesión religiosa. Es verdad, sin embargo, que, al
contar con la ayuda de la luz de la fe, se encuentran en mejores condiciones
para descubrir cuanto sobre la verdad del amor es capaz de conocer por sí misma
la luz de la razón[106].
115. Los obispos
animamos a todos, pero de manera especial a los fieles católicos, a participar
en asociaciones que trabajan por la promoción de la vida matrimonial y
familiar. Es motivo de alegría observar la vitalidad creciente del asociacionismo
familiar en nuestro país. En los últimos tiempos se están protagonizando
acontecimientos y dinámicas sociales de la máxima importancia gracias al
estímulo que tales asociaciones proporcionan. Los poderes públicos harían bien
en prestarles atención y en protegerlas. Es su obligación ayudar y atender a
quienes promueven el bien común. En cambio, sería necesario distinguir bien el
verdadero asociacionismo familiar de minoritarios grupos de presión a los que
se debe, en no pequeña medida, la actual legislación contradictoria de la
realidad del ser humano y dañina para el bien común.
6.
Hacia una cultura del matrimonio y de la familia
116. A pesar de
todas las dificultades, nuestra mirada no pierde la esperanza en la luz que
brilla en el corazón humano como eco y presencia permanente del acto creador de
Dios. Es más, se sabe iluminada por ella. De hecho, el asombro mayor que causa
el amor es su maravillosa capacidad de comunicación. Cualquier hombre se siente
afectado por él y desea que llene su intimidad[107], porque esa experiencia
pertenece a su estructura original. Por eso, oír hablar del amor de un modo
real y significativo engendra esperanza incluso en las personas desengañadas y
dolidas en su corazón, en la medida en que pueden sentirse queridas de
verdad[108].
117. De por sí,
el amor tiende a comunicarse y a crecer, del mismo modo que lo propio de la luz
es iluminar y expandirse. Es más, el amor cristiano no solo esparce un
resplandor, sino, al mismo tiempo, un fuego poderoso que da calor humano a la
persona sola y desprotegida. Es un amor que sabe generar vida, pues nace de la
experiencia de una fecundidad sin parangón, la de un Padre que sacia a todos de
bienes (cf. Sal 104, 28), y brota de la gracia de su Hijo Jesucristo,
derrochada sobre nosotros, como dice el apóstol Pablo (cf. Ef 1, 8).
118. Por
fidelidad a nuestra misión, nos corresponde a nosotros los cristianos hacer
crecer este don inicial que Dios reparte a manos llenas. Con ello, la Iglesia
actúa como madre que crea el lugar adecuado, un hogar para que la vida recibida
pueda llegar a plenitud. Así llama a sus hijos: «quien quiera vivir, tiene en
donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje
incorporar para ser vivificado. No rehúya la compañía de los miembros»[109]. La
esperanza contenida en el don del amor incondicionado de Cristo es para la
Iglesia el impulso primero de su misión, que en estos momentos tiene una
dimensión educativa de primera importancia en la hermosa tarea de enseñar a
amar.
119. La Iglesia,
para ello, sabe hacerse cercana. Es la proximidad acogedora la que permite
trasmitir la confianza necesaria para abrir el corazón y recibir más plenamente
ese Amor que alimenta y sostiene a la comunidad eclesial. Toda la Iglesia está
empeñada en ello[110], y se han de emplear todos los medios para llegar al
mayor número de personas. De aquí la importancia de las diversas instituciones
y realidades eclesiales –en particular, de la parroquia– para hacer presente
esta solicitud amorosa por parte de la Iglesia, tal como nos lo aconsejaba
Benedicto XVI en Valencia: «En este sentido, es muy importante la labor de las
parroquias, así como de las diversas asociaciones eclesiales, llamadas a
colaborar como redes de apoyo y mano cercana de la Iglesia para el crecimiento
de la familia en la fe»[111].
120. Ciertamente
«las ayudas que se deben prestar a las familias son múltiples e
importantes desde los ámbitos más variados: psicológico, médico, jurídico,
moral, económico, etc. Para una acción eficaz en este campo se ha de contar con
servicios específicos entre los cuales se destacan: Centros de
Orientación Familiar, los Centros de formación en los métodos naturales de
conocimiento de la fertilidad, los Institutos de ciencias y estudios sobre el
matrimonio y la familia, Institutos de Bioética, etc.
121. Con esta
finalidad se promoverá –principalmente en el ámbito diocesano– la creación de
estos organismos, que, con la competencia necesaria y una clara inspiración
cristiana, estén en disposición de ayudar con su asesoramiento a la prevención
y solución de los problemas planteados en la pastoral familiar»[112].
a)
La educación afectivo-sexual
122. Una
educación afectivo-sexual adecuada exige, en primer lugar, cuidar la formación
de toda la comunidad cristiana en los fundamentos del evangelio del matrimonio
y de la familia. Una buena formación es el mejor modo para responder a los
problemas y cuestiones que pueda presentar cualquier ideología. Todos los
cristianos responsables de su fe han de estar capacitados para «dar explicación
a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15). Para
la consecución de ese objetivo puede prestar un gran servicio el Catecismo
de la Iglesia Católica[113], además de otros documentos
relevantes[114]. En cualquier caso, serán siempre necesarios planteamientos que
busquen la formación integral. Ese es el marco adecuado para que la persona
responda, como debe hacerlo, a su vocación al amor.
123. La familia
es, sin duda, el lugar privilegiado para esa educación y formación. Se
desarrollan allí las relaciones personales y afectivas más significativas,
llamadas a transmitir los significados básicos de la sexualidad[115]. La
familia es el sujeto primero e insustituible de la formación de sus miembros. Y
por eso, aunque podrá y deberá ser ayudada desde las diferentes instancias
educativas de la Iglesia y del Estado, nunca deberá ser sustituida o
interferida en el derecho-deber que le asiste. Así lo recordaba ya, entre otros
documentos, el Directorio de pastoral familiar[116]. Pero se hace ahora
más urgente si se advierte que las disposiciones legales al respecto permiten
al Estado dirigir este ámbito de educación. Y no es pequeño el riesgo de
sucumbir a las imposiciones de la ya referida ideología de “género”.
124. La educación
afectivo-sexual, acorde con la dignidad del ser humano, no puede reducirse a
una información biológica de la sexualidad humana. Tampoco debe consistir en
unas orientaciones generales de comportamiento, a merced de las estadísticas
del momento. Sobre la base de una “antropología adecuada”, como subrayaba el
beato Juan Pablo II[117], la educación en esta materia debe consistir en la
iluminación de las experiencias básicas que todo hombre vive y en las que
encuentra el sentido de su existencia. Así se evitará el subjetivismo que
conduce a nuestros jóvenes a juzgar sus actos tan solo por el sentimiento que
despiertan, lo que les hace poco menos que incapaces para construir una vida en
la solidez de las virtudes. Esa educación, que debe comenzar en la infancia, se
ha de prolongar después en la pre-adolescencia; las instituciones educativas
deben de velar por ella, siempre en estrecha colaboración con la ya dada por
los padres en la familia.
125. Descubrir
la verdad y significado del lenguaje del cuerpo permitirá saber identificar las
expresiones del amor auténtico y distinguirlas de aquellas que lo falsean. Se
estará en disposición de valorar debidamente el significado de la fecundidad,
sin cuyo respeto no es posible asumir responsablemente la donación propia de la
sexualidad en todo su valor personal. Se abre así a los jóvenes un camino de
conocimiento de sí mismos, que, mediante la integración de las dimensiones
implicadas en la sexualidad –la inclinación natural, las respuestas afectivas,
la complementariedad psicológica y la decisión personal–, les llevará a
apreciar el don maravilloso de la sexualidad y la exigencia moral de vivirlo en
su integridad. Se comprende enseguida que una educación afectivo-sexual
auténtica no es sino una educación en la virtud de la castidad[118].
126. Una
educación de esta naturaleza requiere personas que, convenientemente
preparadas, ayuden a formar a quienes de manera más directa e inmediata tengan
a su cargo la función educativa. En todo caso, los padres católicos deberán
estar atentos a que, en la ayuda que se proporcione se observe siempre la
fidelidad al Magisterio, la comunión eclesial y las directrices de los
pastores. La Subcomisión de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española
deberá preparar materiales y programas, con el fin de que puedan ser empleados
en esta tarea educativa.
b)
La preparación al matrimonio
127. Además de
la educación afectivo-sexual[119], es necesario profundizar y renovar la preparación
al matrimonio. Esta preparación, como nos recordaba el beato Juan Pablo II, «ha
de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo», que la exhortación
apostólica Familiaris consortio sistematiza en tres etapas: preparación
remota, próxima e inmediata (n. 66).
128. Estas
etapas están dependiendo, a su vez, de una iniciación cristiana lúcida que,
inspirada en el catecumenado antiguo[120], promueva, con la gracia de Dios,
sujetos cristianos capaces de vivir la vocación al amor como seguimiento de
Cristo. Sin la renovación de la iniciación cristiana de niños, adolescentes,
jóvenes y adultos, la preparación al matrimonio y la misma vida matrimonial se
ve privada de la base sólida que la sustenta.
129. En nuestras
diócesis de España se ha hecho un largo recorrido en la formación de agentes de
pastoral prematrimonial y familiar. Contamos, gracias a Dios, con buenos
programas para ayudar a los padres y educadores en la educación afectivo-sexual
y en la preparación inmediata del matrimonio. Sin embargo, las carencias en
este campo son también notables.
130. El descenso
de la nupcialidad y el retraso cada vez mayor de la celebración del matrimonio
(la edad media del primer matrimonio es de 33,4 años en los varones y 31,2 años
en las mujeres[121]) están exigiendo un replanteamiento a fondo de la pastoral
prematrimonial. En este sentido se hace necesario acompañar y discernir la
vocación al amor esponsal, y propiciar, contando con la pastoral juvenil,
itinerarios de fe que den contenido cristiano al noviazgo. Estos itinerarios de
fe deben ser pensados en clave de evangelización y desarrollados como un camino
catecumenal[122] que proponga la totalidad de la vida cristiana desde la
perspectiva de la vocación al amor. Así lo indica la Familiaris consortio,
tanto para la preparación próxima como inmediata, que debe ser realizada «como
un camino de fe, análogo al catecumenado»[123].
131. Este mismo
propósito está recogido en el Directorio de la Pastoral Familiar de la
Iglesia en España (2003), en el que al afrontar el tema de la preparación
al matrimonio invitábamos a «programar a modo de “catecumenado” unos “itinerarios
de fe” en los que, de manera gradual y progresiva, se acompañará a los que
se preparan para el matrimonio. En ningún caso se pueden reducir a la
transmisión de unas verdades, sino que debe consistir en una verdadera formación
integral de las personas en un crecimiento humano, que comprende la
maduración en las virtudes humanas, en la fe, la oración, la vida litúrgica, el
compromiso eclesial y social, etc.»[124].
132. Conscientes
de la importancia de este tema, los obispos exhortamos a los sacerdotes y a las
familias a insistir en la renovación tanto de la iniciación cristiana como en
el acompañamiento de la vocación al amor esponsal-matrimonial. Agradecemos los
esfuerzos de cuantos agentes de la pastoral familiar, anclados en los
contenidos de la antropología adecuada propuestos por el beato Juan
Pablo II, han ido renovando la preparación al matrimonio[125].
— Nueva
evangelización
133. La mejor respuesta
a la “ideología de género” y a la actual crisis matrimonial es la “nueva
evangelización”. Es necesario proponer a Cristo como camino para vivir y
desarrollar la vocación al amor. Sin su gracia, sin la fuerza del Espíritu
Santo, amar resulta una aventura imposible. Por eso necesitamos nuevos
evangelizadores que testifiquen con su vida que para Dios no hay nada
imposible. También en este campo pastoral se hace necesario «recuperar el
fervor de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana,
haciéndose acompañar por Cristo como los “discípulos de Emaús” el día de
Pascua, dejando que su palabra nos encienda el corazón, que el “pan partido”
abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro»[126].
134. Recogiendo
estas claves es necesario insistir, sobre todo, en el acompañamiento del
despertar a la vocación al amor, en la importancia de la elección del futuro
cónyuge y en la programación de itinerarios prolongados en el tiempo que den
contenido a la preparación próxima e inmediata al matrimonio.
c)
Políticas familiares justas y adecuadas
135. La familia
es una lámpara, cuya luz no puede quedarse en el ámbito privado (cf. Mt
5, 15). Está llamada a brillar y ser motor de sociabilidad. Los poderes
públicos han de dejar que la familia “sea lo que es”, y, por eso, «que sea
reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto social»[127].
Un reconocimiento que requiere necesariamente una política familiar
estructurada y suficientemente dotada de recursos económicos. A ello aludía
Benedicto XVI en su visita a Barcelona: «La Iglesia aboga por adecuadas medidas
económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo
su plena realización; para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y
forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se
defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su
concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica,
social y legislativamente»[128].
136. Los obispos
españoles, que ya hemos dado anteriormente directrices generales sobre la
política familiar[129], insistimos de nuevo en la necesidad de que sea justa y
adecuada, sobre todo en estos momentos. No solo porque la crisis económica que
padecemos puede golpear más duramente a las familias. Es necesaria una política
demográfica que favorezca el incremento de la natalidad[130]. Los hijos son una
contribución decisiva para el desarrollo de la sociedad, que debe ser
reconocido adecuadamente por el Estado. Las familias numerosas no pueden verse
gravadas por falta de ayudas por parte de los poderes públicos. Sin un cambio
notable en este ámbito, el “desierto demográfico” de nuestro país tendrá en
breve tiempo consecuencias muy negativas para el sistema social y económico.
137. Es
imprescindible impulsar políticas familiares adecuadas que permitan a las
familias disponer de la autonomía económica suficiente para poder
desarrollarse, sobre todo, si tenemos en cuenta la situación de precariedad en
que se encuentra un número considerable de familias, a veces con todos sus
miembros en paro, o las ilusiones de tantos jóvenes por formar una familia,
truncadas por carecer de los recursos mínimos o haber perdido la oportunidad de
conseguir la debida independencia económica. Estas carencias afectan
especialmente a los emigrantes, muchos de los cuales han tenido que romper la
convivencia familiar, y a los que habría que favorecer con las medidas legales
pertinentes para poder conseguir la ansiada reunión de la familia.
138. La familia
se encuentra muy sola en el momento de atender a aquellos de sus miembros que
pasan esas y otras dificultades. La Iglesia, en la medida de sus posibilidades,
renueva su empeño en acompañar a la familia en esas situaciones. A la vez alza
de nuevo su voz con el fin de que toda la sociedad contribuya a ofrecerle la
ayuda que se le debe prestar. Corresponde sobre todo a los gobernantes
presentar una política articulada que sea el motor de recuperación de la
economía familiar. Es el “capital social” primero para cualquier sociedad. No
atender el reto que supone este desafío sería una irresponsabilidad de graves
consecuencias para toda la sociedad.
d)
Construir la “casa” y la ciudad
139. La Iglesia,
«experta en humanidad», protege y defiende la formación de la familia con la
seguridad de que, al hacerlo, contribuye al bien de las personas y de la
sociedad. Construir una “casa” en la que cada uno de sus miembros se sienta
querido por sí mismo y disponga del ambiente adecuado para crecer como persona
es una tarea social por excelencia. De manera particular en una sociedad cada
vez más individualista, en la que la consideración de las personas viene a
medirse por el beneficio que reportan, no por lo que son, sino por lo que
tienen. No es extraño, por eso, que con frecuencia nos encontremos con personas
que se sienten solas, como aisladas, a pesar de estar rodeadas de otras muchas
y contando con innumerables medios técnicos. Nada, fuera de las relaciones
interpersonales auténticas, es capaz de dar respuesta a los anhelos profundos
del corazón humano[131], en definitiva, a la vocación al amor.
140. La
construcción de esa “casa” auténticamente humana, es decir, de la familia en la
que las relaciones entre todos sus miembros se miden por la ley de la
gratuidad, tiene necesidad de abrirse a una trascendencia que dé acceso al
sentido más profundo de comunión[132]. No basta con la “buena voluntad” de los
que la forman. Tampoco es suficiente, de suyo, la determinación de unas
convenciones o pactos meramente humanos. Es necesario, además, que unos y otras
estén abiertos –al menos, que no se opongan– a una instancia superior, a una
transcendencia que les da sentido. Así lo constatan el sentir universal y la
historia de los pueblos y culturas. Eso mismo estaba detrás de las palabras de
Benedicto XVI cuando citaba a Gaudí: «Un templo (es) la única cosa digna de
representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada
en el hombre»[133].
141. Una
expresión privilegiada de la caridad es enseñar a tratar a las personas como
dones de Dios. Ayudar a descubrir la razón de su mayor dignidad: ser hijos de
Dios[134]. De ese cometido, en el que la familia cristiana tiene una
responsabilidad particular y propia, forma parte la educación en la fe. Pero
será verdadera si crea las convicciones y virtudes que llevan a vivir la
caridad. Así es como la familia, que es la “casa” de los que allí viven, será
también el “templo” para ellos y para los demás: «Los pobres siempre han de
encontrar acogida en el templo, que es la caridad cristiana»[135]. Recibir el
compromiso del amor de Dios no separa de la sociedad de los hombres. Da “una
razón para vivir”: un amor que, siendo mayor que nosotros mismos, nos salva.
Lleva a enriquecer las relaciones humanas.
Conclusión:
La misión y el testimonio del matrimonio y de la familia
142. La Iglesia,
el «pueblo de la vida»[136], anuncia y promueve el verdadero amor humano y el
bien de la vida, unos dones que, recibidos de Dios, son llevados a su plenitud
en Cristo Jesús. No puede dejar de hacerlo, porque anunciar ese evangelio está
en el centro de la misión que el Señor le ha confiado. Es una tarea, que,
aunque con responsabilidades diversas, compete a todos cuantos forman parte de
la Iglesia. Nadie en la comunidad eclesial puede “pasar” y desentenderse. Todos
hemos recibido una vocación al amor. Todos estamos llamados a ser testigos de
un Amor nuevo, el fermento de una cultura renovada. Aunque pronunciadas en otro
contexto, cabe citar también aquí las palabras que dirigía Benedicto XVI a los
jóvenes en Madrid con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud: «Comunicad
a los demás la alegría de vuestra fe. El mundo necesita el testimonio de
vuestra fe, necesita ciertamente a Dios»[137]. Si bien realizar este anuncio no
es un derecho y un deber que pertenece solo a los cristianos. El amor y la vida
humanos son bienes básicos y comunes a la entera humanidad.
143. El anuncio
del evangelio de la verdad del amor humano y de la vida ha de ser permanente y
realizarse de los modos más variados. Con denuncias, si las situaciones lo
reclaman, como las que ahora nos ocupan. Proponer, como se debe, el mensaje que
se proclama, requiere ser consciente de las cuestiones y circunstancias en que
se plantean. Pero el anuncio deberá consistir, sobre todo, en la proclamación
positiva de la verdad y del bien que comportan para cada persona y para la
sociedad. Se trata, en consecuencia, de anunciar la buena noticia del
matrimonio y la familia como un bien para toda la humanidad. «Cristo necesita
familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la
vida familiar»[138].
144. Al
anunciar, una vez más, la verdad del amor humano y de la vida, los obispos
españoles queremos manifestar nuestra profunda estima por cuantos, creyentes o
no, trabajan incansablemente por difundir esa verdad. Damos gracias a Dios y
alentamos a tantas y tantas familias cristianas que, gozosas y con ejemplar
fidelidad, mantienen vivo el amor que las une y hace de ellas verdaderas
“iglesias domésticas”[139]. Nos sentimos sinceramente cercanos a los hombres y
mujeres que ven rotos sus matrimonios, traicionado su amor, truncada su
esperanza de una vida matrimonial serena y feliz, o sufren violencia de parte
de quien deberían recibir solo ayuda, respeto y amor. Acompañamos con nuestro
afecto y nuestra oración a las familias que en estos momentos sufren la crisis
que padecemos y nos comprometemos a redoblar nuestro esfuerzo por prestarles
toda la ayuda posible. Animamos, finalmente, a los jóvenes que se disponen con
alegría a seguir su vocación a la vida matrimonial a poner su esperanza en el
Dios del amor y de la vida, seguros de que podrán contar en sus vidas con su
gracia y su continua presencia.
145. A la Virgen
María, Madre del Amor Hermoso, encomendamos a las familias, y por su
intercesión esperamos alcanzar de su Hijo el vino nuevo que nos capacite para
amar.
Madrid,
26 de abril de 2012
Notas
[1] Cf.
Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 47-52.
[2] Constitución dogmática
Lumen gentium, n. 41.
[3] Una buena
noticia es que el Consejo de Europa ha aprobado, el pasado 25 de enero de 2012,
una Resolución (1859) en la que se dictamina que «la eutanasia, en el sentido
de la muerte intencional, por acción u omisión, de un ser humano en función de
su presunto beneficio, debe ser prohibida siempre» y especifica que «en caso de
duda, la decisión siempre debe ser pro-vida y a favor de la prolongación de la
vida».
[4] Al menos hay
que hacer mención de: Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y
reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo; Ley Orgánica 3/2007 de 22 de marzo, para
la igualdad efectiva de mujeres y hombres; Ley 3/2007, de 15 de marzo,
reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las
personas llamada ley de identidad de género; Ley 13/2005 de 1 de Julio
por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer
matrimonio, según la cual el matrimonio deja de ser la unión de un hombre y
una mujer para reconocer el “derecho” a contraer matrimonio civil a personas
del mismo sexo; Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el
Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y
divorcio, conocida como ley del “divorcio exprés”, y la iniciativa del
Congreso de Diputados para dispensación gratuita de la píldora postcoital. A
todo ello hay que añadir las disposiciones educativas sobre esta materia.
[5] Cf. Benedicto
XVI, carta encíclica Deus caritas est (25.XII.2005), n. 1.
[6] Ibídem,
n. 10.
[7] Benedicto XVI, Discurso
al Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la
familia (11. V. 2006).
[8] Cf. San
Agustín, Confesiones, 10, 20. 29.
[9] Juan Pablo II,
exhortación apostólica Familiaris consortio (22.XI.1981), n. 11. Cf. Gaudium
et spes, n. 24: «(…) el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha
amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí misma».
[10] Cf. Juan Pablo
II, encíclica Veritatis splendor (6.VIII.1993), nn. 42-45; encíclica Fides
et ratio (14.IX.1998), nn. 24-35.
[11] Cf. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22: «En realidad, el misterio del
hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Eso quiere decir que
la cristología es el camino adecuado para hacer una auténtica teología del
hombre como imagen de Dios; cf. Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis
(4.III.1979), nn. 7 y 9; Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae (25.
III. 1995), n. 8.
[12] Cf. Juan Pablo
II, encíclica Evangelium vitae, nn. 2 y 29.
[13] Concilio
Vaticano II, constitución Dei Verbum, n. 6.
[14] Benedicto XVI,
Deus caritas est, n. 17.
[15] Cf. Juan Pablo
II, Alocución (9.I.1980).
[16] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 365. «La unidad del cuerpo y el alma –dice el
texto completo del n. citado del CCE– es tan profunda que se debe considerar al
alma como la “forma” del cuerpo: es decir, gracias al alma espiritual, la
materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el
espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión
constituye una única naturaleza».
[17] Cf. Juan Pablo
II, Familiaris consortio, n. 11.
[18] La sexualidad
humana, entonces, es esencialmente diferente de la sexualidad animal ya que
–gracias al alma como forma substancial del cuerpo– a la vez que sensitiva es
racional por participación. En el ser humano todas las dimensiones y funciones
orgánicas están incorporadas a su unidad total. Todo en él es humano. En el
nivel que ahora consideramos –el del ser– nada hay en el hombre que, siendo de
él, se pueda considerar infrahumano, especialmente –si se puede hablar así– en
la sexualidad, una dimensión que más que ninguna otra es intrínsecamente
corpóreo-espiritual. Por eso, es del todo inadecuado considerar la sexualidad
humana como asimilable a la sexualidad animal o como dimensión separable de la
espiritualidad. No se puede ver en la conducta sexual humana tan solo el
resultado de unos estímulos fisiológicos y biológicos. Cf. Juan Pablo II, Veritatis
splendor, nn. 48 y 50.
[19] Pontificio
Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado
(8.XII.1995), nn. 3, 10.
[20] Cf. Pontificio
Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, n. 11.
[21] Juan Pablo II,
Alocución (16.I.1980), n. 1.
[22] Juan Pablo II,
Alocución (9.I.1980), n. 2.
[23] Juan Pablo II,
Alocución (14.XI.1979), citada por Benedicto XVI, Discurso en el
Encuentro con las familias en Valencia (8.VII.2006).
[24] Cf. Juan Pablo
II, Alocución (14.XI.1979), n. 2.
[25] Cf.
Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el
amor humano (1.XI.1983), n. 4. En esa comunión interpersonal hunde
sus raíces el matrimonio instituido por Dios desde los orígenes: cf. Juan Pablo
II, carta a las familias Gratissimam sane (2.II.1994), n. 8; Juan Pablo
II, carta Mulieris dignitatem (15.VIII.1988), n. 6.
[26] Cf. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 24.
[27] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 11.
[28] Benedicto XVI,
Deus caritas est, n. 2.
[29] Cf. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; Pablo VI, encíclica Humanae
vitae (25.VII.1968), n. 9.
[30] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 19. Cf. CIC, c. 1057 § 2.
[31] Cf. Juan Pablo
II, Familiaris consortio, n. 19.
[32] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48.
[33] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 17.
[34] Cf. Ef
5, 28: «El que ama a su mujer se ama a sí mismo».
[35] Cf. Juan Pablo
II, Gratissimam sane, nn. 11-12.
[36] Benedicto XVI,
Homilía en la vigilia de oración a los jóvenes en Cuatro Vientos (20.VIII.2011).
[37] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49.
[38] Al respecto la
Conferencia Episcopal Española (cf. La familia..., nn. 63-64) llama la
atención sobre la profunda «diferencia de este amor respecto de aquellos modos
de relación que no alcanzan la verdad de esta entrega»: entre esas formas se
señalan «las parejas de hecho», «las relaciones prematrimoniales», etc.
[39] Pablo VI, Humanae
vitae, n. 9. Cf. Catequesis de Juan Pablo II en las audiencias
generales de los miércoles (11.VII.1984 - 28.XI.1984).
[40] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49.
[41] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 11.
[42] Cf. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; Pablo VI, Humanae vitae, n.
12: «La inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede
romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador».
[43] Conferencia
Episcopal Española, instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y
esperanza de la sociedad (2001), n. 61.
[44] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 29.
[45] Cf. Juan Pablo
II, Gratissimam sane, n. 19.
[46] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 19.
[47] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48; cf. Lumen gentium, n. 57.
[48] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 13.
[49] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48.
[50] Cf.
Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza
de la sociedad, nn. 53-54.
[51] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1606.
[52] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1608.
[53] Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, n. 49; cf. Juan Pablo II, Familiaris
consortio, n. 13.
[54] Cf.
Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza
de la sociedad, n. 16.
[55] Cf. Ibíd.,
n. 31.
[56] Sobre la que
llamamos la atención en: Conferencia Episcopal Española, La familia,
santuario de la vida y esperanza de la sociedad, nn. 33-34; Conferencia
Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en
España, n. 11.
[57] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del
hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31.VII.2004), n. 2: «La
diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión
estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y
considerada primaria».
[58] Cf. Juan Pablo
II, Evangelium vitae, n. 12.
[59] Cf. Comisión
Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nueva declaración sobre la
Ley Orgánica de Educación (LOE) y sus desarrollos: profesores de Religión y
“Ciudadanía” (20.VI.2007).
[60] Cf. Comisión
Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declaración sobre el
anteproyecto de “Ley del aborto”: atentar contra la vida de los que van a
nacer, convertido en “derecho” (17.VI.2009).
[61] Cf. Gaudium
et spes, n. 51.
[62] Sentencia del
Tribunal de Justicia (Gran Sala) de 18 de octubre de 2011. En el mismo sentido,
es también una buena noticia que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de
Europa, en su sesión del 25 de enero de 2012, aprobara la resolución 1859
(2012) con el título de: “Proteger los derechos y la dignidad humana en
consideración a los deseos previamente expresados por los pacientes”. De
acuerdo con esta resolución «la eutanasia, en el sentido de la muerte
intencional, por acción u omisión, de un ser humano en función de su presunto
beneficio, debe ser prohibida siempre». Esta decisión ratifica otras previas
del mismo Consejo, como la del 25 de abril de 2005. De esta forma se mantiene
vigente la Recomendación 1418, que defiende que la eutanasia contraviene
la Convención Europea de los Derechos Humanos.
[63] Además se
incluye en el mismo contexto a los embriones procedentes de trasplante nuclear
(una técnica que está autorizada en España por la Ley de Reproducción Asistida
de 2006) y los óvulos no fecundados estimulados para dividirse y desarrollarse
por partenogénesis.
[64] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos
de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales. Cf.
Consejo Pontificio para la Familia, Carta de los derechos de la familia (22.X.1983).
[65] Cf.
Conferencia Episcopal Española, La escuela católica, oferta de la Iglesia en
España para la educación en el siglo XXI (27.IV.2007).
[66] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 2357-2359.
[67] La particular
inclinación de la persona con atracción sexual hacia el mismo sexo, «aunque en
sí no sea pecado, constituye sin embargo una tendencia, más o menos fuerte,
hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por
este motivo la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente
desordenada»: Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la atención
pastoral a las personas homosexuales (1.X.1986), n. 3.
[68] Los actos
sexuales entre personas del mismo sexo «“son intrínsecamente desordenados”. Son
contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden
de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir
aprobación en ningún caso»: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2357;
Cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 49.
[69] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 1735, 1749-1756, 1860.
[70] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2358; «La “tendencia sexual” no constituye una
cualidad comparable con la raza, el origen étnico, etc., respecto a la no
discriminación. A diferencia de esas cualidades, la tendencia homosexual es un
desorden objetivo (cf. Carta, n. 3) y conlleva una cuestión moral»:
Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunas consideraciones
concernientes a la Respuesta a propuestas de ley sobre la no discriminación de
las personas homosexuales (23.VII. 1992), n. 10; cf. ibíd., nn.
11-16.
[71] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Declaración Persona humana (29.XII.1975), n.
8.
[72] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la atención pastoral a las personas
homosexuales, n. 17. – «Muchos casos, especialmente si la práctica de actos
homosexuales no se ha enraizado, pueden ser resueltos positivamente con una
terapia apropiada»: Pontificio Consejo para la Familia. Sexualidad humana:
verdad y significado, n. 104; «Los padres, por su parte, cuando advierten en
sus hijos, en edad infantil o en la adolescencia, alguna manifestación de dicha
tendencia o de tales comportamientos, deben buscar la ayuda de personas
expertas y cualificadas para proporcionarles todo el apoyo posible»: ibíd.
[73] Juan Pablo II,
Familiaris consortio, n. 11.
[74] Benedicto XVI,
Discurso de apertura de la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma
(6.VI. 2005).
[75] Benedicto XVI,
Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Pontificio
Instituto Juan Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia
(11.V.2006).
[76] Benedicto XVI,
ibíd.
[77] Benedicto XVI,
ibíd.
[78] Benedicto XVI,
Caritas in veritate, n. 2.
[79] Cf.
Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Teología y
secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio
Vaticano II (30.III.2006), n. 63. Cf. Congregación para la Doctrina de la
Fe, Nota sobre la banalización de la sexualidad a propósito de algunas
lecturas de “Luz del mundo”, (22.XII.2010).
[80] Cf. Juan Pablo
II, Veritatis splendor (6.VIII.1993), nn. 74-75.
[81] Conferencia
Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación actual de España
(23.XI.2006), n. 52.
[82] Cf. Benedicto
XVI, Deus caritas est, nn. 26-29.
[83] Benedicto
XVI, Caritas in veritate, n. 43.
[84] Benedicto XVI,
Deus caritas est, n. 28.
[85] Cf. Benedicto
XVI, Caritas in veritate., n. 36: «Debe estar ordenada a la
consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la
comunidad política».
[86] Cf. Juan Pablo
II, Christifideles laici (30.XII.1988), n. 42.
[87] Benedicto XVI,
Caritas in veritate, n. 67.
[88] Benedicto
XVI, Homilía en el Encuentro con las familias en Valencia (9.VII.2006).
[89] Benedicto
XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia
(7.XI. 2010).
[90] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los
proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales,
n. 9: «Dado que las parejas matrimoniales cumplen el papel de garantizar el
orden de la procreación y son por lo tanto de eminente interés público, el
derecho civil les confiere un reconocimiento institucional. Las uniones
homosexuales, por el contrario, no exigen una específica atención por parte del
ordenamiento jurídico, porque no cumplen dicho papel para el bien común».
[91] Cf. Juan Pablo
II, Mulieris dignitatem, n. 24.
[92] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del
hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, n. 5: «El objetivo es, en
efecto, permitir que la vida de Adán no se convierta en un enfrentarse
estéril, y al cabo mortal, solamente consigo mismo. Es necesario que entre en
relación con otro ser que se halle a su nivel. Solamente la mujer, creada de su
misma «carne» y envuelta por su mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un
porvenir. Esto se verifica a nivel ontológico, en el sentido de que la creación
de la mujer por parte de Dios caracteriza a la humanidad como realidad
relacional».
[93] Cf. Juan Pablo
II, Familiaris consortio, n. 23; Juan Pablo II, Mulieris dignitatem,
n. 22: «No se puede lograr una hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es
“humano”, sin una adecuada referencia a lo que es “femenino”».
[94] Así lo recordó
Benedicto XVI, Homilía en el Encuentro con las familias en Valencia: «La
familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y garante de un
patrimonio de tradiciones».
[95] Cf. Juan Pablo
II, Gratissimam sane, n. 15.
[96] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre la colaboración del
hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, n. 5.
[97] Benedicto XVI,
Discurso en el Encuentro con las familias en Valencia.
[98] Este modo de
rescisión del nuevo “matrimonio” es el llamado “divorcio exprés”, regulado por la
Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código Civil y la Ley de
Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio.
[99] Así se explica
en la Exposición de motivos II, de la Ley 13/2005 de 1 de julio por la que
se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio:
«Las referencias al marido y a la mujer se han sustituido por la mención a los
cónyuges o a los consortes. En virtud de la nueva redacción del artículo 44 del
Código Civil, la acepción jurídica de cónyuge o de consorte será la de persona
casada con otra, con independencia de que ambas sean del mismo o de distinto
sexo».
[100] Conferencia
Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación actual de España,
n. 18.
[101] Todo ello
significa que la educación de los niños y jóvenes como posibles futuros
“esposos” o “esposas” tampoco está ya expresamente protegida por la ley, que ha
sido expurgada deliberadamente de estos términos.
[102] Cf. Comisión
Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Nueva declaración sobre la
Ley Orgánica de Educación (LOE) y sus desarrollos: profesores de Religión y
“Ciudadanía”.
[103] Cf.
Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la situación
actual de España, n. 41.
[104] Resulta digno
de reflexión que leyes de tanta trascendencia como las mencionadas más arriba,
capaces de redefinir la institución del matrimonio y de expulsarlo de nuestro
sistema jurídico, hayan podido pasar con el voto en contra del Senado, por una
mínima diferencia de votos en el Congreso y con el parecer contrario o crítico
de relevantes instituciones del Estado. ¿Es menos importante la institución del
matrimonio que determinados aspectos del ordenamiento constitucional para cuya
modificación se exige –con razón– un consenso político y social cualificado?
[105] Cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y a la conducta de los católicos en la vida
pública (24.XI.2002), n. 4: «La conciencia cristiana bien formada no permite
a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o
la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o
contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral (...). Deben ser
salvaguardadas la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio
monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y
estabilidad, frente a leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden
ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden
recibir, en cuanto tales, reconocimiento legal». La actual legislación sobre el
matrimonio vigente en España va aún más allá de los supuestos contemplados por
la Congregación.
[106] Cf. Benedicto
XVI, Caritas in veritate, n. 30: «Las exigencias del amor no contradicen
las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las
ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del
hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad.
Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni
contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe
el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor». Esta
frase fue citada por Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con jóvenes
profesores en el Escorial (19.VIII.2011).
[107] Cf. Benedicto
XVI, Deus caritas est, n. 4.
[108] Cf.
Benedicto XVI, Spe salvi, n. 3.
[109] San Agustín, In
Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13 (CCL 36, 266) [citado en Juan Pablo
II, Veritatis splendor, n. 119].
[110] Cf. Juan
Pablo II, Familiaris consortio, nn. 70-76.
[111] Benedicto
XVI, Discurso en la Vigilia del Encuentro mundial de las familias
(8.VII.2006).
[112] Conferencia
Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en
España, n. 275.
[113] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 2331-2400.
[114] Al menos:
Pontifico Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia y Pontificio Consejo de la Familia, Lexicón. Términos
ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas (2004).
[115] Cf.
Conferencia Episcopal Española, Directorio de la Pastoral Familiar de la
Iglesia en España, nn. 70 y 91.
[116] Cf. ibíd.,
n. 93: «Como complemento y ayuda a la tarea de los padres, es absolutamente
necesario que todos los colegios católicos preparen un programa de
educación afectivo-sexual, a partir de métodos suficientemente comprobados
y con la supervisión del obispo. La delegación diocesana de Pastoral Familiar
debe preparar personas expertas en este campo».
[117] Cf. Juan
Pablo II, Catequesis (2.IV.1980), nn. 3-6.
[118] Cf. Juan
Pablo II, Familiaris consortio, n. 37: habla de la castidad «como virtud
que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y
promover el “significado esponsal” del cuerpo»; cf. Congregación para la
Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano, nn.
90-93.
[119] Cf.
Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado.
Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el
amor humano. Pautas de educación sexual.
[120] Cf. Concilio
Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 64.
[121] Instituto Nacional
de Estadística (INE), Nota de prensa, 18.I.2012 [13.03.2012]. Disponible
en la web: http://www.ine.es/prensa/np697.pdf
[122] Cf. Juan
Pablo II, Familiaris consortio, n. 66.
[123] Juan Pablo
II, ibíd.
[124] Cf. LXXXI
Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Directorio de la
Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 109.
[125] Cf. Juan
Pablo II, Catequesis sobre el amor humano (1979-84).
[126] Benedicto
XVI, Discurso en el encuentro con los obispos de Portugal en el salón de
conferencias de la Casa Nuestra Señora del Carmen (Fátima, 13.V.2010).
[127] Juan Pablo
II, Gratissimam sane, n, 17.
[128] Benedicto
XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia
(7.XI. 2010).
[129] Cf.
Conferencia Episcopal Española, La familia, santuario de la vida y esperanza
de la sociedad, nn. 147-164.
[130] Cf.
Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 44.
[131] Cf.
Benedicto XVI, Spe salvi, n. 37.
[132]Cf. Benedicto
XVI, Caritas in veritate, n. 11: «Este desarrollo exige, además, una
visión trascendente de la persona, necesita a Dios».
[133] Benedicto
XVI, Homilía en la consagración del templo expiatorio de la Sagrada Familia.
[134] Cf.
Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 75.
[135] Benedicto
XVI, Ángelus ante el templo expiatorio de la Sagrada Familia
(7.XI.2010).
[136] Cf. Juan
Pablo II, Evangelium vitae, nn. 78-79.
[137] Benedicto
XVI, Homilía en la Misa de la Jornada Mundial de la Juventud en Cuatro
Vientos (21. VIII.2011).
[138] Benedicto
XVI, Discurso en la vigila de Hyde Park (18.IX.2010).
[139] Cf. Concilio
Vaticano II, Lumen gentium, 11 y Apostolicam actuositatem, 11.
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