A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
I. Alegría que se renueva y se comunica [2-8]
II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar [9-13]
Una eterna novedad [11-13]
III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe [14-18]
Propuesta y límites de esta Exhortación [16-18]
Capítulo primero
La transformación misionera de la Iglesia
La transformación misionera de la Iglesia
I. Una Iglesia en salida [20-24]
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar [24]
II. Pastoral en conversión [25-33]
Una impostergable renovación eclesial [27-33]
III. Desde el corazón del Evangelio [34-39]
IV. La misión que se encarna en los límites humanos [40-45]
V. Una madre de corazón abierto [46-49]
Capítulo segundo
En la crisis del compromiso comunitario
En la crisis del compromiso comunitario
I. Algunos desafíos del mundo actual [52-75]
No a una economía de la exclusión [53-54]
No a la nueva idolatría del dinero [55-56]
No a un dinero que gobierna en lugar de servir [57-58]
No a la inequidad que genera violencia [59-60]
Algunos desafíos culturales [61-67]
Desafíos de la inculturación de la fe [68-70]
Desafíos de las culturas urbanas [71-75]
No a la nueva idolatría del dinero [55-56]
No a un dinero que gobierna en lugar de servir [57-58]
No a la inequidad que genera violencia [59-60]
Algunos desafíos culturales [61-67]
Desafíos de la inculturación de la fe [68-70]
Desafíos de las culturas urbanas [71-75]
II. Tentaciones de los agentes pastorales [76-109]
Sí al desafío de una espiritualidad misionera [78-80]
No a la acedia egoísta [81-83]
No al pesimismo estéril [84-86]
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo [87-92]
No a la mundanidad espiritual [93-97]
No a la guerra entre nosotros [98-101]
Otros desafíos eclesiales [102-109]
No a la acedia egoísta [81-83]
No al pesimismo estéril [84-86]
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo [87-92]
No a la mundanidad espiritual [93-97]
No a la guerra entre nosotros [98-101]
Otros desafíos eclesiales [102-109]
Capítulo tercero
El anuncio del Evangelio
El anuncio del Evangelio
I. Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio [111-134]
Un pueblo para todos [112-114]
Un pueblo con muchos rostros [115-118]
Todos somos discípulos misioneros [119-121]
La fuerza evangelizadora de la piedad popular [122-126]
Persona a persona [127-129]
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora [130-131]
Cultura, pensamiento y educación [132-134]
Un pueblo con muchos rostros [115-118]
Todos somos discípulos misioneros [119-121]
La fuerza evangelizadora de la piedad popular [122-126]
Persona a persona [127-129]
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora [130-131]
Cultura, pensamiento y educación [132-134]
II. La homilía [135-144]
El contexto litúrgico [137-138]
La conversación de la madre [139-141]
Palabras que hacen arder los corazones [142-144]
La conversación de la madre [139-141]
Palabras que hacen arder los corazones [142-144]
III. La preparación de la predicación [145-159]
El culto a la verdad [146-148]
La personalización de la Palabra [149-151]
La lectura espiritual [152-153]
Un oído en el pueblo [154-155]
Recursos pedagógicos [156-159]
La personalización de la Palabra [149-151]
La lectura espiritual [152-153]
Un oído en el pueblo [154-155]
Recursos pedagógicos [156-159]
IV. Una evangelización para la profundización del kerygma [160-175]
Una catequesis kerygmática y mistagógica [163-168]
El acompañamiento personal de los procesos de crecimiento [169-173]
En torno a la Palabra de Dios [174-175]
El acompañamiento personal de los procesos de crecimiento [169-173]
En torno a la Palabra de Dios [174-175]
Capítulo cuarto
La dimensión social de la evangelización
La dimensión social de la evangelización
I. Las repercusiones comunitarias y sociales del kerygma [177-185]
Confesión de la fe y compromiso social [178-179]
El Reino que nos reclama [180-181]
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales [182-185]
II. La inclusión social de los pobres [186-216]El Reino que nos reclama [180-181]
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales [182-185]
Unidos a Dios escuchamos un clamor [187-192]
Fidelidad al Evangelio para no correr en vano [193-196]
El lugar privilegiado de los pobres en el pueblo de Dios [197-201]
Economía y distribución del ingreso [202-208]
Cuidar la fragilidad [209-216]
Fidelidad al Evangelio para no correr en vano [193-196]
El lugar privilegiado de los pobres en el pueblo de Dios [197-201]
Economía y distribución del ingreso [202-208]
Cuidar la fragilidad [209-216]
III. El bien común y la paz social [217-237]
El tiempo es superior al espacio [222-225]
La unidad prevalece sobre el conflicto [226-230]
La realidad es más importante que la idea [231-233]
El todo es superior a la parte [234-237]
La unidad prevalece sobre el conflicto [226-230]
La realidad es más importante que la idea [231-233]
El todo es superior a la parte [234-237]
IV. El diálogo social como contribución a la paz [238-258]
El diálogo entre la fe, la razón y las ciencias [242-243]
El diálogo ecuménico [244-246]
Las relaciones con el Judaísmo [247-249]
El diálogo interreligioso [250-254]
El diálogo social en un contexto de libertad religiosa [255-258]
El diálogo ecuménico [244-246]
Las relaciones con el Judaísmo [247-249]
El diálogo interreligioso [250-254]
El diálogo social en un contexto de libertad religiosa [255-258]
Capítulo quinto
Evangelizadores con Espíritu
Evangelizadores con Espíritu
I. Motivaciones para un renovado impulso misionero [262-283]
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva [264-267]
El gusto espiritual de ser pueblo [268-274]
La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu [275-280]
La fuerza misionera de la intercesión [281-283]
El gusto espiritual de ser pueblo [268-274]
La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu [275-280]
La fuerza misionera de la intercesión [281-283]
II. María, la Madre de la evangelización [284-288]
El regalo de Jesús a su pueblo [285-286]
La Estrella de la nueva evangelización [287-288]
La Estrella de la nueva evangelización [287-288]
1. La alegría del
Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con
Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza,
del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para
invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar
caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se
comunica
2. El gran riesgo del mundo actual,
con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista
que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en
los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los
pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su
amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también
corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en
seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y
plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el
Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en
cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su
encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse
encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que
alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido
de la alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el
Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre
que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento
para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé
de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más:
Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete»
(Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a
cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que
nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la
cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que
siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús,
nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida
que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento
habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en
los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado
saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo»
(9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos
de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el
profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto
monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero
para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la
salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos
de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha
compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor,
invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta
sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y
victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías,
quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría
que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer
este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo
por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So
3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la
vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios:
«Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar
un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de
estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra
gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos
ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita
de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc
1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en
Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan
exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29).
Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su
mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en
vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría
cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los
discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría»
(Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al
verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de
los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con
alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría»
(8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco,
apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró
con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar
también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece
ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del
mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras.
Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz
que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades
que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la
fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio
de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha
[…] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del
Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se
renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la
salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece
frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse
innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder
porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer,
pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».[2] Puedo decir que
los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de
personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la
genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos
profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y
sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor
siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de
repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del
Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran
idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese encuentro –o
reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos
rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos
a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a
Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más
verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si
alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede
contener el deseo de comunicarlo a otros?
II. La dulce y confortadora alegría
de evangelizar
9. El bien siempre tiende a comunicarse.
Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su
expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor
sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se
arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no
tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían
asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos
apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co
9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel
superior, pero no con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se
debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de
la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión
de comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia convoca a la tarea
evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo
de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad:
que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los
otros. Eso es en definitiva la misión».[5] Por consiguiente,
un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y
acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar,
incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que
busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena
Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor
de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo».[6]
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado ofrece a los
creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y
una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el
mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él
hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor,
subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse»
(Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el
mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su
hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad.
La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la
sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la
Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa,
que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha
traído consigo toda novedad».[8] Él siempre puede, con su novedad, renovar
nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y
debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo
también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio,
brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En
realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama
una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea
personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos
descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande evangelizador».[9] En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de
Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su
Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere
producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es
Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite
conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma
nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la
novedad de esta misión como un desarraigo, como un olvido de la historia viva
que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de
nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel.
Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos
introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría
evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es
una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron el momento en
que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn
1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de
testigos» (Hb 12,1). Entre ellos, se destacan algunas personas que
incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo creyente:
«Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb
13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en
la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron
tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es
fundamentalmente «memorioso».
III. La nueva evangelización para la
transmisión de la fe
14. En la escucha del Espíritu, que
nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28
de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de
los Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la
fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a todos y
se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10] En primer
lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el
fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente
frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su
Palabra y del Pan de vida eterna».[11] También se
incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y
sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente
del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera
que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el
ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias del
Bautismo»,[12] no tienen una pertenencia cordial a la
Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre
siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la
alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la
evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a
quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de
ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en
países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el
Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no
como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría,
señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por
proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos invitó a
reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los
que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de la
Iglesia».[14] La actividad misionera «representa aún hoy día el
mayor desafío para la Iglesia»[15] y «la causa
misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué sucedería si
nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que
la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta
línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos
tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y que hace
falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente
misionera».[18] Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores
alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que
se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc
15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el pedido de los
Padres sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al hacerlo, recojo
la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado a diversas
personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven en este
momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los
temas relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían
desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples
cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización. Tampoco
creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa
sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es
conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el
discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios.
En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable
«descentralización».
17. Aquí he optado por proponer
algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa
evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a
la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre
otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que
evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un
desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención
de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica
de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar
un determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier
actividad que se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger, en medio
de nuestro compromiso diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos
siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al
mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20).
En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los
suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que
la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
I. Una
Iglesia en salida
20. En la Palabra de Dios aparece
permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los
creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn
12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10),
e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A
Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en
este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre
nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta
nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el
camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado:
salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan
la luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que
llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La
experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de
gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo en el
Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y
pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros
que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia
lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el
Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica
del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo,
siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en
las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando
está sembrada la semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o
para hacer más signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros
pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una
potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que,
una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc
4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que
es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras
previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con
Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura
como comunión misionera».[20] Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la
Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas
las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es
para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los
pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran
alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere
a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de
la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear,
involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida es la
comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que
acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este
neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la
iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso,
ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro,
buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva.
¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe
«involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e
involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos.
Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17).
La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de
los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y
asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la
comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en
todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas
largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y
evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La
comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la
quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas
ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta
el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de
enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y
renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe
«festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la
evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en
medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso
donativo.
II. Pastoral
en conversión
25. No ignoro que hoy los documentos
no despiertan el mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente
olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un
sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las
comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de
una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están.
Ya no nos sirve una «simple administración».[21] Constituyámonos en
todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a ampliar el
llamado a la renovación, para expresar con fuerza que no se dirige sólo a los
individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos este memorable texto
que no ha perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la
conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio […] De
esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la
imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como
Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro real que hoy
la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi
impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y
refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo
que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II presentó la
conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por
fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste
esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la
Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en
cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras eclesiales que pueden
llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas
estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga.
Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a
la propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
Una impostergable renovación eclesial
27. Sueño con una opción misionera
capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los
horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce
adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la
autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral
sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más
misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva
y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida
y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca
a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda
renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para
no caer presa de una especie de introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es una estructura
caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy
diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de
la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si
es capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo «la misma
Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas».[26] Esto supone que realmente esté en contacto con los
hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura
separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La
parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la
Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la
caridad generosa, de la adoración y la celebración.[27] A través de
todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que
sean agentes de evangelización.[28] Es comunidad de comunidades, santuario donde
los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío
misionero. Pero tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y renovación
de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén
todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión.
29. Las demás instituciones
eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades, movimientos y otras
formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita
para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo
fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la
Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica
de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral
orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración
evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que
se conviertan en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción
de la Iglesia católica bajo la guía de su obispo, también está llamada a la
conversión misionera. Ella es el sujeto primario de la evangelización,[30] ya que es la manifestación concreta de la
única Iglesia en un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la
Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un espacio determinado,
provista de todos los medios de salvación dados por Cristo, pero con un rostro
local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en su
preocupación por anunciarlo en otros lugares más necesitados como en una salida
constante hacia las periferias de su propio territorio o hacia los nuevos
ámbitos socioculturales.[32] Procura estar siempre allí donde hace más falta la
luz y la vida del Resucitado.[33] En orden a que este impulso misionero sea
cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada Iglesia
particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y
reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar
la comunión misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal de las
primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y
una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces estará delante para
indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará
simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en
ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre
todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos. En
su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera, tendrá que
alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación que propone
el Código de Derecho Canónico [34] y otras formas de diálogo pastoral, con el deseo
de escuchar a todos y no sólo a algunos que le acaricien los oídos. Pero el
objetivo de estos procesos participativos no será principalmente la
organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo
que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me
corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se
orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que
Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa
Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio del
primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a
una situación nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese sentido. También el
papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar
el llamado a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de
modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales
pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto
colegial tenga una aplicación concreta».[36] Pero este deseo no
se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente
un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de
atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad
doctrinal.[37] Una excesiva centralización, más que ayudar,
complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión
pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así».
Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los
objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las
propias comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda
comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera
fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las
orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es
no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía
de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos poner todo en
clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el
mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la selección interesada
de contenidos que realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que
nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos
secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza
moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da sentido. El problema
mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces identificado
con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos
no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser
realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el
trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con
el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera
no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas
que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo
pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni
exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo
más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta
se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más
contundente y radiante.
36. Todas las verdades reveladas
proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas
de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del
Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del
amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En
este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en
las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el
fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los dogmas de fe como para el
conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba
que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las
virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39] Allí lo que cuenta
es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las
obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia
interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del
Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40] Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior,
la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia
es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y,
más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se
tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su
omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante sacar las
consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua
convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del
Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la
frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen
en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico
habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o
la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son
precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la
predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley
que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la
Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las
virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es
negada. No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más,
cada verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa
totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel al
Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y
queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más
que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y
errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos
salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el
bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!
Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa
invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia
corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino
algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones
ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de
tener «olor a Evangelio».
IV. La misión que se encarna en los
límites humanos
40. La Iglesia, que es discípula
misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su
comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a
«madurar el juicio de la Iglesia».[42] De otro modo
también lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por
ejemplo, Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes
«para sacar indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de
Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables
cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia
libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral,
si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor, también pueden
hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro
de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos
sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad
es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos
aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo, los enormes y
veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para
intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir
su permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa
es la substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45] A veces, escuchando un lenguaje completamente
ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y
comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con
la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano,
en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no
entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la
expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de
expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje
evangélico en su inmutable significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia en
el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el propósito de que su belleza
pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier modo, nunca
podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido
y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz,
alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo
se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de
la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por ello, cabe
recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora
que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante discernimiento,
la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la
historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no
suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de
revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber
sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza
educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos
dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía que los preceptos
añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no
hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una
esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene
una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la
hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita
realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los
Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un
camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña
el Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad y la
responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a
causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos,
los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el valor
del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas
posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.[50] A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario
no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que
nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes
límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A
todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que
obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea
evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias.
Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto
determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar
cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y
se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca
se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez
autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
V. Una
madre de corazón abierto
46. La Iglesia «en salida» es una
Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las
periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido.
Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar
a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se
quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se
queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin
dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser
siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura
es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si
alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no
se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas
que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la
vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los
sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo
cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los
débiles.[51] Estas convicciones también tienen consecuencias
pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo
nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno
con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este
dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes
debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una
orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo
a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a
aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben
quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y
siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio»,[52] y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos
es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe
un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a
todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas
veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente
y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de
fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros
de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas
cuestiones fundamentales relacionadas con la acción evangelizadora, conviene
recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy
suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado de
propuestas superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco nos
serviría una mirada puramente sociológica, que podría tener pretensiones de
abarcar toda la realidad con su metodología de una manera supuestamente neutra
y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea de un discernimiento
evangélico. Es la mirada del discípulo misionero, que se «alimenta a la luz
y con la fuerza del Espíritu Santo».[53]
51. No es función del Papa ofrecer un
análisis detallado y completo sobre la realidad contemporánea, pero aliento a
todas las comunidades a una «siempre vigilante capacidad de estudiar los signos
de los tiempos».[54] Se trata de una responsabilidad grave, ya que
algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar
procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es preciso
esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello que
atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e interpretar
las mociones del buen espíritu y del malo, sino –y aquí radica lo decisivo–
elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo. Doy por supuestos los
diversos análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio universal, así
como los que han propuesto los episcopados regionales y nacionales. En esta
Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en
algunos aspectos de la realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos
de renovación misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la
dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos que
participan de un modo más directo en las instituciones eclesiales y en tareas
evangelizadoras.
I. Algunos desafíos del mundo actual
52. La humanidad vive en este momento
un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos
campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente,
como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la
comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias
funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se
apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países
ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la
violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para
vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha
generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y
acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones
tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza
y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la información, fuente de
nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.
No a una economía de la
exclusión
53. Así como el mandamiento de «no
matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy
tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa
economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en
situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa
hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad
y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como
consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas
y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser
humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar.
Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no
se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de
algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a
la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la
periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son
«explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía
defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo
mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido
confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad
de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del
sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando.
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder
entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la
indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante
los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos
interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos
incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el
mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas
truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de
ninguna manera nos altera.
No a la nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta
situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya
que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades.
La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una
profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la
economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia
de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus
necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos
pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos
del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías
que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación
financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados
de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces
virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas.
Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades
viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo
ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han
asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites.
En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios,
cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los
intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de
servir
57. Tras esta actitud se esconde el
rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto
desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque
relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la
manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un
Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del
mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable,
incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la
independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética –una ética no
ideologizada– permite crear un equilibrio y un orden social más humano. En este
sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a
considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los
pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los
bienes que tenemos, sino suyos».[55]
58. Una reforma financiera que no
ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los
dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con determinación
y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada
contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y
pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los
ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una
ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama
mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad
dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar
la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres
pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de
guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su
explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la
periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y
de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir
del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de
la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual
promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo
desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así
la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras
armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender
engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las
armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y
peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los
convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más
irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e
instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando
tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan en verdaderos
ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a los
cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado niveles alarmantes de
odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien de una difusa
indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la crisis de las
ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que parezca totalitario.
Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general.
Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una
propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un
proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales.
62. En la cultura predominante, el
primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido,
lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos
países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces
culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas,
económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así lo han
manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los Obispos
africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis,
señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de
África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto
sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales,
al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no
siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas
propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural».[57] Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los
influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están
apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de una excesiva
exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene como consecuencia
que los aspectos negativos de las industrias de los medios de comunicación y de
entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales».[58]
63. La fe católica de muchos pueblos
se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación de nuevos movimientos
religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros que parecen proponer
una espiritualidad sin Dios. Esto es, por una parte, el resultado de una
reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista e individualista
y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la población que vive
en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes
dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos
movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil penetración, vienen a
llenar, dentro del individualismo imperante, un vacío dejado por el
racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si parte
de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe
también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en
algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para
dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros
pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo
pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de secularización
tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo.
Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación
ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un
progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de
América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales
objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta enseñanza como
injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos
suelen provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin
inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En
este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio
particular y como si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en una sociedad de la información que nos
satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo nivel, y termina
llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de plantear las cuestiones
morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una educación que enseñe a
pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores.
65. A pesar de toda la corriente
secularista que invade las sociedades, en muchos países -aun donde el
cristianismo es minoría- la Iglesia católica es una institución creíble ante la
opinión pública, confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de
la preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de
mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la
concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos,
etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo!
Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras
cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a
las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis
cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso
de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave
porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a
convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres transmiten
la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de
gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse
de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del
matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las
necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses,
no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la
profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una
unión de vida total».[60]
67. El individualismo posmoderno y
globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la
estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los
vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la
relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y
afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en
algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a
llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de
asociación para la defensa de derechos y para la consecución de nobles
objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos
que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos de la inculturación de la fe
68. El substrato cristiano de algunos
pueblos –sobre todo occidentales– es una realidad viva. Allí encontramos,
especialmente en los más necesitados, una reserva moral que guarda valores de
auténtico humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede
dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su
acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos donde
una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su
solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que
unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica con
modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar
la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa
cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que
una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una
cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden
provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una
sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de
evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los países de
tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que
ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o profundamente
secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la
cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo,
desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo
social necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas
populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que
todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la
violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias
fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es
precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y
liberarlas.
70. También es cierto que a veces el
acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, se coloca en formas
exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas revelaciones
privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de
una vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde a
una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas expresiones sin
preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles, y en ciertos
casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder sobre los
demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha producido una
ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo
católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan
a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras
comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de
diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en
nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística
de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad
santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la
humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la
humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la
ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra
al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia
de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para
encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo
la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa
presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a
aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de
manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está
mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido
de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo
de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces
luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la
existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso. Necesitamos
contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la
samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn
4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan
gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el cristiano ya no
suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de ellas otros
lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de
vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura
inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las
transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un lugar
privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere
imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más
atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales,
por la influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a
estas transformaciones culturales que también operan cambios significativos en
sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que
ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio,
y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se
gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los
núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la
ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse un
entramado en el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar la
vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en
territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas formas culturales
conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de
violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por
otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el
desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos»,
los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus
ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades
para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos
lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de
protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación,
justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente
interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las
ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de drogas y de personas, el abuso
y la explotación de menores, el abandono de ancianos y enfermos, varias formas
de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso
espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de
la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen más
para aislar y proteger que para conectar e integrar. La proclamación del
Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos
contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf.
Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone
el Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos
advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no
son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el
corazón de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en
cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
II. Tentaciones de los agentes
pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la
tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a
exponer las actividades de los diversos agentes pastorales, desde los obispos
hasta el más sencillo y desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría
más bien reflexionar acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio
de la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y como
deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo actual es enorme.
Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la
Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la
vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios
hospitales, o acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los
lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes,
o cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en
ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese
inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre.
Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos que ofrecen su vida y
su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi
propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta
época, todos nos vemos afectados de algún modo por la cultura globalizada
actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también
puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que
necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales,
«lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas,
donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre la propia
existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la belleza
las propias elecciones individuales y sociales».[62] Al mismo tiempo,
quiero llamar la atención sobre algunas tentaciones que particularmente hoy
afectan a los agentes pastorales.
Sí al desafío de una espiritualidad
misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos
agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una preocupación
exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva
a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de
la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con
algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el
encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora.
Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una
acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída
del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La cultura mediática y algunos
ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada desconfianza hacia el
mensaje de la Iglesia, y un cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen,
muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad
que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus
convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices
con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión
evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría
misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo
que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se
dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes
pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan
tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con
las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este
relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los
pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si
quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun
quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales
suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades
económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por
cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos
dejemos robar el entusiasmo misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un
dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el
temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de
escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha
vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las
parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo
semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo
personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan
imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de
Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se
resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una
acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el
exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las
motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga
deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen.
No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva,
no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen
en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que
buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los
procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos
proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el
contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva
a prestar más atención a la organización que a las personas, y entonces les
entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por
no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso
de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que
signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza,
que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va
desgastando y degenerando en mezquindad».[63] Se desarrolla la
psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de
museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven
la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que
se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».[64] Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente
se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y
que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No
nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa
que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro
mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra
entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la
mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar
el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en
medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos
duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el
mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla
lo dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más serias
que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte
en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede
emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que
comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus
talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que
seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san
Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2
Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al
mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa
ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la
tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una
desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares
se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto de sociedades
que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí
«el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra
sobreexplotada, que se convierte en arena».[66] En otros países,
la resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe
casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de
desierto. También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese
ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero
«precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es
como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital
para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor
de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos
los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo
manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre
todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra
prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».[67] En todo caso, allí estamos llamados a ser
personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos
robar la esperanza!
Sí
a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los
instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos,
sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de
mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de
participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera
experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se
traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien.
Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la
humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88. El ideal cristiano siempre
invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser
invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos
tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido
círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del
Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual,
sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo
mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan
encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a
correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física
que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un
constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es
inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de
la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento, que es una
traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía que
excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de
consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a
lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son
fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder
adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en
propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el
otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los
libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la
comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por
propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las formas propias de la
religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de la encarnación de la
fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una relación
personal, no con energías armonizadoras sino con Dios, Jesucristo, María, un
santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para alimentar potencialidades
relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras
sociedades crece el aprecio por diversas formas de «espiritualidad del
bienestar» sin comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin compromisos
fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una
búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar
que la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y
comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros. Eso es
lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima
a los demás, y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a
otra, quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et
mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio que enferma el
corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino
consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que
es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias
internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro
de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a sufrir en un
abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes,
sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad.[69]
92. Allí está la verdadera sanación,
ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente nos sana en lugar
de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar
la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano,
que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios,
que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás
como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí donde
son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son
llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt
5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de
manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la comunidad!
No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se
esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia,
es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar
personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que
creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la
gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar
«sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas
formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se
enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se
conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si
invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra
mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad puede alimentarse
especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la fascinación
del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una
determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado
en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el
neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir
determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo
católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria
que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de
evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de
facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos
casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones
de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas
desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se
manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma
pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado
ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero
sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de
Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia
se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la
misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar
conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de
asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de
realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de
mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones,
cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado
de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En
todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los
perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor
evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la
vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser
generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón
que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos
expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados!
Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de
sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor
de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre «lo
que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad
mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a
quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona
por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado
de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de
sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda
corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en
movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los
pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o
pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro
del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos,
escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el
Evangelio!
No a la guerra entre nosotros
98. Dentro del Pueblo de Dios y en
las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de
trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! La
mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros
cristianos que se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o
seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a
la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más que pertenecer a la
Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se siente
diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las
guerras y la violencia, o herido por un difuso individualismo que divide a los
seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos del propio bienestar. En
diversos países resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en
parte superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero
pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva
atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a
otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto
reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn
13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la
tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo
puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de
todos.
100. A los que están heridos por
divisiones históricas, les resulta difícil aceptar que los exhortemos al perdón
y la reconciliación, ya que interpretan que ignoramos su dolor, o que
pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio
de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz
que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades
cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de
odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer
las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen
una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos
comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga
entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace
amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada
uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el
mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No nos
cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y
antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos
al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en
el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la
inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los
ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del
laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente,
con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la
caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de
esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se
manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se
formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar
espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de
un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien
se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este
compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el
mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a las tareas
intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la
transformación de la sociedad. La formación de laicos y la evangelización de
los grupos profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral
importante.
103. La Iglesia reconoce el
indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una
intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las
mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención femenina hacia
los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la
maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades
pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas,
de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero
todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más
incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las
expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de
las mujeres también en el ámbito laboral»[72] y en los diversos
lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en
las estructuras sociales.
104. Las reivindicaciones de los
legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón
y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que
la desafían y que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado
a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es
una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente
conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No
hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos
en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es uno de los medios que
Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del
Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo
Cabeza –es decir, como fuente capital de la gracia– no implica una exaltación
que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan
lugar a la superioridad de los unos sobre los otros».[74] De hecho, una mujer, María, es más importante que
los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere
«jerárquica», hay que tener bien presente que «está ordenada totalmente
a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo».[75] Su clave y su eje no son el poder entendido como
dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de
aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un
gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a
reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer
allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la
Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como
estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios
sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar
respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los
adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o sus
reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden. Por esa
misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos esperados. La
proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente
juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos
nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de
un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin
embargo, ahondar en la participación de éstos en la pastoral de conjunto
de la Iglesia.[76]
106. Aunque no siempre es fácil
abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la conciencia de que toda la
comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de que ellos tengan un
protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto actual de crisis del
compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se
solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de
militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia,
integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias
diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean
«callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada
plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las
vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a
la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no
entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a
Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los
sacerdotes son poco entregados y alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la
comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la
evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora insistentemente por las
vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial
consagración. Por otra parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene
más clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de los candidatos
al sacerdocio. No se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de
motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas,
búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico.
108. Como ya dije, no he intentado
ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a las comunidades a completar y
enriquecer estas perspectivas a partir de la conciencia de sus desafíos propios
y cercanos. Espero que, cuando lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez que
intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente
escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos.
Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a
no repetir tontamente los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a
despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias
de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados
en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el
mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos.
Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega
esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después de tomar en cuenta
algunos desafíos de la realidad actual, quiero recordar ahora la tarea que nos
apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede haber auténtica
evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor»,
y sin que exista un «primado de la proclamación de Jesucristo en cualquier
actividad de evangelización».[77] Recogiendo las inquietudes de los Obispos
asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su destino
providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y progresiva
de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser vuestra prioridad
absoluta».[78] Esto vale para todos.
I. Todo el Pueblo de Dios anuncia
el Evangelio
111. La evangelización es tarea de la
Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es más que una institución
orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios.
Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la Trinidad, pero
tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual
siempre trasciende toda necesaria expresión institucional. Propongo detenernos
un poco en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en
la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Un pueblo para todos
112. La salvación que Dios nos ofrece
es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean,
que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para
unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a nuestros corazones para
hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder
con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como
sacramento de la salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de
sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que
actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores».[81] El principio de la primacía de la gracia
debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la
evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios
y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos,[82] y Dios ha gestado
un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha
elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo
aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la
compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una
comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia.
Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite.
Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt
28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni
judío ni griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga
3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la
Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te
llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de
Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el
fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la
salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de
tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el
camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde
todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según
la vida buena del Evangelio.
Un pueblo con muchos rostros
115. Este Pueblo de Dios se encarna
en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La
noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas
expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del
estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen
sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así
entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo.[84] Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla
su propia cultura con legítima autonomía.[85] Esto se debe a que
la persona humana «por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida
social»,[86] y está siempre referida a la sociedad, donde vive
un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está siempre
culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan unidas
estrechísimamente».[87] La gracia supone la cultura, y el don de Dios se
encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos milenios de
cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han recibido la gracia de la fe,
la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han transmitido según sus modos
culturales propios. Cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el
Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio.
De modo que, como podemos ver en la historia de la Iglesia, el cristianismo no
tiene un único modo cultural, sino que, «permaneciendo plenamente uno mismo, en
total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará
consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido
acogido y arraigado».[88] En los distintos pueblos, que experimentan el don
de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y
muestra «la belleza de este rostro pluriforme».[89] En las
manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo
embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y
regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce a los
pueblos con sus culturas en su misma comunidad»,[90] porque «toda
cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de
anunciar, concebir y vivir el Evangelio».[91] Así, «la Iglesia,
asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata
monilibus suis”, “la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is
61,10)».[92]
117. Bien entendida, la diversidad
cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por
el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de
entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra
su unidad. Él construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios. El mismo
Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor entre el Padre y
el Hijo.[93] Él es quien
suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una
unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La
evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu
engendra en la Iglesia. No haría justicia a la lógica de la encarnación pensar
en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas
culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al
desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica
con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la
evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido la
predicación cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma
cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del
Evangelio. El mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a
veces en la Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura,
con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los Obispos de Oceanía pidieron
que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión y una presentación de la verdad
de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas de la región», e instaron
«a todos los misioneros a operar en armonía con los cristianos indígenas para
asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas adecuadas
a cada cultura».[94] No podemos pretender que los pueblos de todos los
continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los
pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no
puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de
una cultura.[95] Es indiscutible que una sola cultura no agota el
misterio de la redención de Cristo.
Todos somos discípulos misioneros
119. En todos los bautizados, desde
el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que
impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible
«in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo
conduce a la salvación.[96] Como parte de su misterio de amor hacia la
humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe
–el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene
realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta
connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite
captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para
expresarlas con precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido,
cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt
28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia
y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería
inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores
calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones.
La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada
cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues
si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar
que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en
la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no
decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre
«discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros
discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús,
salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41).
La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera,
y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn
4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida
se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué
esperamos nosotros?
121. Por supuesto que todos estamos
llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor
formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del
Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos
evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la
misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso, todos somos
llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del
Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su
Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no
es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda
a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los
otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es
un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir
creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer
implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea
perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por
delante» (Flp 3,12-13).
La fuerza evangelizadora de la piedad
popular
122. Del mismo modo, podemos pensar
que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son
sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es así porque
cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su historia. La
cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y cada
generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las
distintas situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus
propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece».[97] Cuando en un pueblo se ha inculturado el
Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de
maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la evangelización entendida
como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el
don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la
enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede decirse que «el
pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo».[98] Aquí toma
importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera
espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente
desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal.[99]
123. En la piedad popular puede
percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue
transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de
revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo
en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de Dios que
solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe».[101] Más cerca de nuestros días,
Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de
la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos
latinoamericanos».[102]
124. En el Documento de Aparecida
se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad popular
con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de
cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos la llaman
también «espiritualidad popular» o «mística popular».[103] Se trata de una
verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos».[104] No está vacía de contenidos, sino
que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que
el credere Deum.[105] Es «una manera legítima de vivir la
fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»;[106] conlleva la gracia de la
misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador».[107] ¡No coartemos ni pretendamos
controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace
falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino
amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la
vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en
sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo
enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones
del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende
en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor
entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no
puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la
manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que
ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
126. En la piedad popular, por ser
fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora
que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más
bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de
inculturación que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad
popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar
teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de
pensar la nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir
una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete
a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas
que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la
predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y
también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es
tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se
produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el
trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre
respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra
persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por
sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta
conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún
versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el anuncio
fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por
nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se
comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender,
con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos
supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a través de un
testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo
Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente
y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero
termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona
ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que
su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios
realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio
evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o
con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se
transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o
catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es
sujeto colectivo. Por consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en una
cultura, ya no se comunica sólo a través del anuncio persona a persona. Esto
debe hacernos pensar que, en aquellos países donde el cristianismo es minoría,
además de alentar a cada bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias
particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de
inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del
Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es anunciado,
provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre
lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y
temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos,
simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso,
no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino
simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia.
Carismas al servicio de la comunión
evangelizadora
130. El Espíritu Santo también
enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones
para renovar y edificar la Iglesia.[108] No son un
patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son
regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro
que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo
claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para
integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien
de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar
sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la
medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más
eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma
se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia
puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias entre las
personas y comunidades a veces son incómodas, pero el Espíritu Santo, que
suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un
dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La diversidad tiene que ser
siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y
nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
Cultura, pensamiento y educación
132. El anuncio a la cultura implica
también un anuncio a las culturas profesionales, científicas y académicas. Se
trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias, que procura
desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una original apologética [109] que ayude a crear las disposiciones para que el Evangelio sea
escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la razón y de las ciencias
son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se convierten en
instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que,
asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve instrumento del Espíritu para
iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación
del evangelizador por llegar a cada persona, y el Evangelio también se anuncia
a las culturas en su conjunto, la teología –no sólo la teología pastoral– en
diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene gran importancia para
pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de
contextos culturales y de destinatarios.[110] La Iglesia,
empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y
su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo con el
mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este
servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario
que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la
Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de
escritorio.
134. Las Universidades son un ámbito
privilegiado para pensar y desarrollar este empeño evangelizador de un modo
interdisciplinario e integrador. Las escuelas católicas, que intentan siempre
conjugar la tarea educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen
un aporte muy valioso a la evangelización de la cultura, aun en los países y
ciudades donde una situación adversa nos estimule a usar nuestra creatividad
para encontrar los caminos adecuados.[111]
II. La homilía
135. Consideremos ahora la
predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte
de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad,
en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen
en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La
homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de
encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan
mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces
sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía
puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un
reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en
la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere
llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a
través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de
predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante
nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó
el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc
1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la
palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos
los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la
asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis,
sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las
maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la
alianza».[112] Hay una valoración especial de la
homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis
por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la
comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está
entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón
de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y
también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un
espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos,
pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar,
ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica;
por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una
hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe.
Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la
celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la
predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como
parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que
Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación
oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la
Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador
no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios,
por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí
mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la
Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo,
sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque
se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha
sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de
amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus
diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para
saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo.
Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en
clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a
escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza,
impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en
el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y
cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono
de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun
las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu
materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una
madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos
que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a
todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta
exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús
predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le
atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has
revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en
dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del
Señor a su gente.
Palabras que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más que la
comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien
concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un
bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se
dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y
también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación
entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi
sacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra
de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la
belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos,
porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba
para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de
María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado
en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda
palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica
inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde
está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar
de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento
y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de
aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo
entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo
de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes
hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil
maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que
alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que
después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es
esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un
predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a
nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos
vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica
tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y
por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de
nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es
ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como
hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre
misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta
como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que
predica el Evangelio.
III. La preparación de la predicación
145. La preparación de la predicación
es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de
estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero
detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones
que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas
para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso
ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la
multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas
las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario
suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas
también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la
predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para
que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es
«espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso, después de
invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que
debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de
comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad».[113] Es la humildad del corazón que
reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni
los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y asombrada
veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado
y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico
hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que
nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena
dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos,
fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor.
Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas
que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir
de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una
actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros
de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos.
Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en
cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su
lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca
entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa
que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son
conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar
atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y
el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes,
etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un
texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el
que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este
esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán
de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer
lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino
también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito
para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito
para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para
enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender
adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo
en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia.
Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en
cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera,
y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la
voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan
interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las
mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y
específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una
predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza
propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El predicador «debe ser el
primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le
basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario;
necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella
penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada
domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos
crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra».[116] Como dice san Pablo, «predicamos no
buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1
Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la
Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al
Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt
12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón
del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos
pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de
Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen
sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera
con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis
maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio
más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a
dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De
esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda
que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».[117] Por todo esto,
antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación,
primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás,
porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta
la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un
valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».[118]
151. No se nos pide que seamos
inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo
profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo
indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de
que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente
y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se
detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia
vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo
para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un
charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el
deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como
Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6).
El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan
penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente
a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de
todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual
que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja
poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no
podría hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de
escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos
transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para
permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no
está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir
qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de
un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le
hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus
propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en
definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa
confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una
lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me
dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?
¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me
agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».
Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es
simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es
comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la
propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan
diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos
exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de
tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la
Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que
nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no
exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace
posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y
la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir
creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador necesita también
poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan
escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un
contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las
riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y
el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al
pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las
cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del
texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a
una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y
pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los
acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho
más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo
que el Señor desea decir en una determinada circunstancia».[122] Entonces, la preparación de la
predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico,
donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace
oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios
llama al creyente».[123]
155. En esta búsqueda es posible
acudir simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un
reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor
ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.;
pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver
realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder
preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la
actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos.
En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda
resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a
actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas
personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación,
pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser
buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el
cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando
los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en
buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente
importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y
medios de la evangelización».[124] La preocupación por la forma de
predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor
de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a
la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al
prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la
Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en
orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas
palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar,
recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y
volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar
imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se
utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero
esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan
a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva
hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado
con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje
que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la
dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro,
debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles
«esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea
sencilla, clara, directa, acomodada».[125] La sencillez tiene
que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los
destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede
que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el
lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo
que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta
mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el
lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva
siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la negatividad.
¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para
encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la predicación!
IV. Una evangelización para la
profundización del kerygma
160. El envío misionero del Señor
incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a
observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda claro que el
primer anuncio debe provocar también un camino de formación y de maduración. La
evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a
cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser humano necesita
más y más de Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se
conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar
este llamado al crecimiento exclusiva o prioritariamente como una formación
doctrinal. Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha indicado, como
respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel
mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica
como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os
he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo
Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje
moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo:
«Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo que amar es
cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para quien el
precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su corazón y razón
de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades
la vida cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os
haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para
con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a
cumplir «la ley real según la Escritura: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por otra parte, este camino de
respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don, porque lo
antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt
28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don
de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de
posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria.
Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el
Espíritu» (Rm 8,5).
Una catequesis
kerygmática y mistagógica
163. La educación y la catequesis
están al servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios textos
magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por
diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae
(1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos redescubierto que también
en la catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o «kerygma»,
que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de
renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el fuego del Espíritu
que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su
muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del
Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer anuncio:
«Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada
día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando a este primer
anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al comienzo y después
se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en
un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre
hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver
a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos.[126] Por ello también «el sacerdote, como
la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser
evangelizado».[127]
165. No hay que pensar que en la
catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y
mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite
comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la
catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo
corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas
características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese
el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no
imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría,
estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación
a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al
evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía,
apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la
catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una
iniciación mistagógica,[128] que significa básicamente dos cosas:
la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la
comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado interpelar
por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas muy
diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa. El
encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado en ella,
pero siempre necesita una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el
uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y
la integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario
de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis
preste una especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis).[129] Anunciar a Cristo significa
mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino
también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo
profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de
verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a
encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo
estético,[130] que pueda oscurecer el lazo
inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la
belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no
amamos sino lo que es bello,[131] el Hijo hecho hombre,
revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí
con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via
pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que
cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora,
en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus
múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje
parabólico».[132] Hay que atreverse a encontrar
los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de
la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos
culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que pueden
ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto
particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la
propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de
vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta
de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede
comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como
expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en
detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres
mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que
resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El acompañamiento
personal de los procesos de crecimiento
169. En una civilización
paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de
la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia
necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro
cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás
agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana
de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos
–sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para que
todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro
(cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo
tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el
acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien podemos
alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan al
margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos,
desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se
convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a
ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en
una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su
inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de
hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los
procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de
esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se
nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos
ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la
comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la
proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha
nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la
tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y
compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar
el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de
Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia
vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo
Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no
ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas inclinaciones
contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos
virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso
a paso, a la plena asimilación del misterio».[134] Para llegar a un
punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones
verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa
paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de
Dios».
172. El acompañante sabe reconocer
que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio
que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone
corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la
maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios
sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37).
De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la
pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar
la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La
propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de expresar con total
sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y
compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de despertar
su confianza, su apertura y su disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento
espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la
misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de
este acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo
tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de
organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para
la vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de
todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los
discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno a la Palabra
de Dios
174. No sólo la homilía debe
alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización está fundada sobre
ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas
Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse
continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se
deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea
cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».[135] La Palabra de
Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza
interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio
evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición
entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la
recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima
eficacia.
175. El estudio de las Sagradas
Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes.[136] Es fundamental que la Palabra
revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por
transmitir la fe.[137] La evangelización requiere la
familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a
todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de
la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a tientas
ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios
ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado».[139] Acojamos el sublime tesoro de la
Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es hacer presente en
el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna definición parcial o fragmentaria
refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización,
si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla».[140] Ahora quisiera compartir mis
inquietudes acerca de la dimensión social de la evangelización precisamente
porque, si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre el
riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión
evangelizadora.
I. Las repercusiones comunitarias
y sociales del kerygma
177. El kerygma tiene un
contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio
tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad.
Confesión de la fe y
compromiso social
178. Confesar a un Padre que ama infinitamente
a cada ser humano implica descubrir que «con ello le confiere una dignidad
infinita».[141] Confesar que el Hijo de Dios asumió
nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al
corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide
conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser
humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime
solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los
hombres».[142] Confesar que el Espíritu Santo actúa
en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación humana y
todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva infinita,
propia de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos
humanos, incluso los más complejos e impenetrables».[143] La evangelización
procura cooperar también con esa acción liberadora del Espíritu. El misterio
mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión
divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón
del Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y
promoción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda
acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse
amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la
vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción:
desear, buscar y cuidar el bien de los demás.
179. Esta inseparable conexión entre
la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno está expresada
en algunos textos de las Escrituras que conviene considerar y meditar
detenidamente para extraer de ellos todas sus consecuencias. Es un mensaje al
cual frecuentemente nos acostumbramos, lo repetimos casi mecánicamente, pero no
nos aseguramos de que tenga una real incidencia en nuestras vidas y en nuestras
comunidades. ¡Qué peligroso y qué dañino es este acostumbramiento que nos lleva
a perder el asombro, la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la
fraternidad y la justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la
permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt
25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la
medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la
misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que expresan estos textos
es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano» como uno de los
dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el signo más
claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en respuesta a
la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el servicio de la
caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y
expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así como la
Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza
la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y
promueve.
El Reino que nos
reclama
180. Leyendo las Escrituras queda por
demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación
personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería entenderse como
una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos individuos
necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una serie de
acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es
el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en
el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social
será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos.
Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar
consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y
su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El
proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos:
«¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se anticipa y crece
entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel principio de discernimiento
que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres
y todo el hombre».[145] Sabemos que «la evangelización no
sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el
curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre».[146] Se trata del
criterio de universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre
desea que todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en
«recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo
jefe, que es Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo,
anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda
la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
Toda la creación quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de
manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una
destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la
existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos
los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño»[147]. La verdadera esperanza cristiana,
que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
La enseñanza de la
Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas de la Iglesia
sobre situaciones contingentes están sujetas a mayores o nuevos desarrollos y
pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar ser concretos –sin
pretender entrar en detalles– para que los grandes principios sociales no se
queden en meras generalidades que no interpelan a nadie. Hace falta sacar sus
consecuencias prácticas para que «puedan incidir eficazmente también en las
complejas situaciones actuales».[148] Los Pastores,
acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir
opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la
tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano.
Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que
está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la
felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la
plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1
Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la
conversión cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al
orden social y a la obtención del bien común».[149]
183. Por consiguiente, nadie puede
exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas,
sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la
salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un
templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de
Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe –que nunca es cómoda e
individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra.
Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad
que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas,
con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos
hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea
principal de la política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en
la lucha por la justicia».[150] Todos los cristianos, también los
Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor.
De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo
positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese sentido no
deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan a
cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en
el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».[151]
184. No es el momento para
desarrollar aquí todas las graves cuestiones sociales que afectan al mundo
actual, algunas de las cuales comenté en el capítulo segundo. Éste no es un
documento social, y para reflexionar acerca de esos diversos temas tenemos un
instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la
propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí
lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas, nos
es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con
valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país».[152]
185. A continuación procuraré
concentrarme en dos grandes cuestiones que me parecen fundamentales en este
momento de la historia. Las desarrollaré con bastante amplitud porque considero
que determinarán el futuro de la humanidad. Se trata, en primer lugar, de la
inclusión social de los pobres y, luego, de la paz y el diálogo social.
II. La inclusión social de los pobres
186. De nuestra fe en Cristo hecho
pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el
desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.
Unidos a Dios
escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y cada comunidad
están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los
pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone
que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo.
Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere
escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi pueblo en
Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos.
He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10),
y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15). Hacer oídos sordos a
ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al
pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese
pobre «clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt
15,9). Y la falta de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a
nuestra relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador
escuchará su imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta:
«Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le
cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn
3,17). Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba
la figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron
vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los
segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha reconocido que la
exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra liberadora de la
gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada
sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por
el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder
a él con todas sus fuerzas».[153]En este marco se comprende el pedido
de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo
cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la
pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos
más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que
encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces se la
interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad.
Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de
prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos.
189. La solidaridad es una reacción
espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino
universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La
posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de
manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse
como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas
convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a
otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las
estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas
mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata de escuchar
el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque
«la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también
en el de los derechos de los pueblos».[154] Lamentablemente,
aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una
defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los
pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay
que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la
humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos
o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad.
Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus
derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás».[155] Para hablar adecuadamente de
nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor
de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una
solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos
artífices de su destino»,[156] así como «cada hombre está llamado a
desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y circunstancia,
los cristianos, alentados por sus Pastores, están llamados a escuchar el clamor
de los pobres, como tan bien expresaron los Obispos de Brasil: «Deseamos
asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las angustias y tristezas del
pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y
de las zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin salud– lesionadas en
sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo su
sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente
para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la
renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio».[158]
192. Pero queremos más todavía,
nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o
un «decoroso sustento», sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien
alguno».[159] Esto implica educación, acceso al
cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre,
creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la
dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común.
Fidelidad al Evangelio
para no correr en vano
193. El imperativo de escuchar el
clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las
entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios
sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia.
El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia»
(Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los demás
nos permite salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como
corresponde a quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un
juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia
triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago se muestra como
heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del postexilio, que atribuía
a la misericordia un especial valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de
justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la literatura
sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la misericordia con
los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado» (Tb
12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el
fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis
aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por
otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8).
Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y
ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo
hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de
incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo modo, si
de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez
que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de
ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el
incendio».[160]
194. Es un mensaje tan claro, tan
directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene
derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos textos no
debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a
asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los
aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la realidad que
pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre todo para las
exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al
servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre.
Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con
sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos sólo
por no caer en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este camino
luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de «la ortodoxia» se
dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad
culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes
políticos que las mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo se acercó a los
Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga
2,2), el criterio clave de autenticidad que le indicaron fue que no se olvidara
de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para que las
comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista
de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde tiende
a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La belleza misma del
Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay
un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que
la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos duros de
corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las
inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta sociedad.
Así se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya que «está
alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción
y de consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación
de esa solidaridad interhumana».[162]
El lugar privilegiado
de los pobres en el Pueblo de Dios
197. El corazón de Dios tiene un
sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2
Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres.
Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde muchacha
de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El Salvador
nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más
pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de
quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv
5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para
ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de
desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los
pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de dolor, agobiados de
pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazón: «¡Felices
vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20);
con ellos se identificó: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó que la
misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia la opción por
los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política
o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia».[163] Esta preferencia divina tiene
consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los
mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la
Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una «forma
especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da
testimonio toda la tradición de la Iglesia».[164] Esta opción
–enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios
que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza».[165] Por eso quiero una Iglesia pobre
para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que
todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en
ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro compromiso no consiste
exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo
que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención
puesta en el otro «considerándolo como uno consigo».[166] Esta atención
amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de
la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su
bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe.
El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por
necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia:
«Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo
gratis».[167] El pobre, cuando es amado, «es
estimado como de alto valor»,[168] y esto diferencia la auténtica opción
por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los
pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta
cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de
liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad
cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y
eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?».[169] Sin la opción
preferencial por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la
primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar
de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día».[170]
200. Puesto que esta Exhortación se
dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con dolor que la
peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual.
La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan
a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra,
la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y
de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse
principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.
201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus
opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una
excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e
incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la
misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas
realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el
Evangelio,[171]nadie puede sentirse exceptuado de la
preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión
espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia
y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a
todos».[172] Temo que también estas palabras
sólo sean objeto de algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica.
No obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones de los
cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente nuevos caminos para acoger
esta renovada propuesta.
Economía y distribución
del ingreso
202. La necesidad de resolver las
causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por una exigencia
pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de
una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a
nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo
deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan
radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta
de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad,[173] no se resolverán los problemas del
mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males
sociales.
203. La dignidad de cada persona
humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política
económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para
completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero
desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este
sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad
mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se
hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad
de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la
justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un manoseo
oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones
vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La vocación de un
empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido
más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con
su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de
este mundo.
204. Ya no podemos confiar en las
fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad
exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones,
programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor
distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción
integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de
proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a
remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la
rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que crezca el
número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente
eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de
nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de
las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común.[174] Tenemos que convencernos de que la
caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las
amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones,
como las relaciones sociales, económicas y políticas».[175] ¡Ruego al Señor que nos regale más
políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros levanten la
mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que haya trabajo digno,
educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir
a Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a partir de una
apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y económica
que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común
social.
206. La economía, como la misma
palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada administración de
la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de envergadura
realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello ningún
gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. De hecho, cada
vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones
globales, por lo cual la política local se satura de problemas a resolver. Si
realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos
momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que, dejando a
salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los
países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier comunidad de la
Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse
creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad
y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque
hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida
en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones
infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se siente ofendido
por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la mejor de las
intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología política. Mi
palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor. Sólo me interesa procurar
que aquellos que están esclavizados por una mentalidad individualista,
indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas indignas y alcancen un
estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que
dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús, el evangelizador por
excelencia y el Evangelio en persona, se identifica especialmente con los más
pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos los cristianos
estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero en el vigente
modelo «exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir para que los
lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es indispensable prestar
atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde
estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no
nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los
toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada
vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de
todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de
temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza
enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo
factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el
reconocimiento del otro!
211. Siempre me angustió la situación
de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que
se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?»
(Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás
matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los
niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a
escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay
mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está
instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas
de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente pobres son las
mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque
frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de defender sus
derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos constantemente los más
admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias.
213. Entre esos débiles, que la
Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que
son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar
su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la
vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente,
para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se
procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador.
Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la
defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano
es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su
desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras
dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y
permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos
a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es
suficiente para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si
además la miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser
humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del
hombre».[176]
214. Precisamente porque es una
cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de
la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre
esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste no es un
asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender
resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que
hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran
en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida
solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en
ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema
pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres frágiles e
indefensos, que muchas veces quedan a merced de los intereses económicos o de
un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la creación. Los seres humanos
no somos meros beneficiarios, sino custodios de las demás criaturas. Por
nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos
rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y
podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación. No
dejemos que a nuestro paso queden signos de destrucción y de muerte que afecten
nuestra vida y la de las futuras generaciones.[177] En este sentido,
hago propio el bello y profético lamento que hace varios años expresaron los
Obispos de Filipinas: «Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y
estaban ocupados con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban por el aire,
sus plumas brillantes y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde
de los bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas
especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en un páramo
[...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos de marrón
chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la tierra
hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces en alcantarillas como el
río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado? ¿Quién ha convertido el
maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados de vida y de
color?».[178]
216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de
Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y
del mundo en que vivimos.
III. El bien común y la paz social
217. Hemos hablado mucho sobre la
alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios menciona también el fruto de
la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no puede
entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por
la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz aquella
que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o
tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores
beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás
sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con
la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos
humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de
escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona
humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no
quieren renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es
necesaria una voz profética.
219. La paz tampoco «se reduce a una
ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La
paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios,
que comporta una justicia más perfecta entre los hombres».[179] En definitiva, una paz que no surja
como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre
será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En cada nación, los habitantes
desarrollan la dimensión social de sus vidas configurándose como ciudadanos
responsables en el seno de un pueblo, no como masa arrastrada por las fuerzas
dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano fiel es una virtud y la
participación en la vida política es una obligación moral».[180] Pero convertirse en pueblo es
todavía más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación
se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y
aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una
pluriforme armonía.
221. Para avanzar en esta
construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios
relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social. Brotan de
los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia, los cuales
constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».[181] A la luz de ellos, quiero proponer
ahora estos cuatro principios que orientan específicamente el desarrollo de la
convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se
armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de que su aplicación
puede ser un genuino camino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo
entero.
El tiempo es superior
al espacio
222. Hay una tensión bipolar entre la
plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el
límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente
considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se
nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio
acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la
luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como
causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción
de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar
a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con
paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone
el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre
plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a
veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los
espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al
espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para
intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es
cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es
ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige
los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en
constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las
acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras
personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes
acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y
tenacidad.
224. A veces me pregunto quiénes
son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que
construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que producen un
rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud
humana. La historia los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano
Guardini: «El único patrón para valorar con acierto una época es preguntar
hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica razón de ser la
plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y las
posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio también es muy
propio de la evangelización, que requiere tener presente el horizonte, asumir
los procesos posibles y el camino largo. El Señor mismo en su vida mortal dio a
entender muchas veces a sus discípulos que había cosas que no podían comprender
todavía y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13).
La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto
importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo puede
ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido por la
bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
La unidad prevalece
sobre el conflicto
226. El conflicto no puede ser ignorado
o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos
perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada.
Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la
unidad profunda de la realidad.
227. Ante el conflicto, algunos
simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos
para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto
que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las
propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible.
Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es
aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo
proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se hace posible
desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas
grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y
miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso hace falta postular un
principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es
superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más hondo y
desafiante, se convierte así en un modo de hacer la historia, en un ámbito
viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una
unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un sincretismo ni
por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior
que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna.
229. Este criterio evangélico nos
recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre,
tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. La señal de esta
unidad y reconciliación de todo en sí es la paz. Cristo «es nuestra paz» (Ef
2,14). El anuncio evangélico comienza siempre con el saludo de paz, y la paz
corona y cohesiona en cada momento las relaciones entre los discípulos. La paz
es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad permanente
«haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20). Pero si
vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar a descubrir que el
primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta pacificación en las
diferencias es la propia interioridad, la propia vida siempre amenazada por la
dispersión dialéctica.[183] Con corazones rotos en miles de
fragmentos será difícil construir una auténtica paz social.
230. El anuncio de paz no es el de
una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza
todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora
síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un
proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga
emerger una «diversidad reconciliada», como bien enseñaron los Obispos del
Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una riqueza [...] Sólo con la
unidad, con la conversión de los corazones y con la reconciliación podremos
hacer avanzar nuestro país».[184]
La realidad es más
importante que la idea
231. Existe también una tensión
bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la idea se
elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la
idea termine separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino de la
sola palabra, de la imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un tercer
principio: la realidad es superior a la idea. Esto supone evitar diversas
formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo
relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que
reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los
intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las elaboraciones
conceptuales– está en función de la captación, la comprensión y la conducción
de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina idealismos y
nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan.
Lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del
nominalismo formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se manipula la
verdad, así como se suplanta la gimnasia por la cosmética.[185] Hay políticos –e incluso dirigentes
religiosos– que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue,
si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se
instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la
retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una
racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es superior a la
idea. Este criterio hace a la encarnación de la Palabra y a su puesta en
práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa
que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio de
realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es
esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de
la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros santos que
inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica
tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento
desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro
lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar
obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en
práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena,
permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan
fruto, que esterilizan su dinamismo.
El todo es superior a
la parte
234. Entre la globalización y la
localización también se produce una tensión. Hace falta prestar atención a lo
global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene
perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra.
Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los
ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante, miméticos
pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del mundo, que
es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; otro, que se
conviertan en un museo folklórico de ermitaños localistas, condenados a repetir
siempre lo mismo, incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de valorar
la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.
235. El todo es más que la parte, y
también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que
obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que
ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos.
Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de
Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más
amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad personal y no
esconde su identidad, cuando integra cordialmente una comunidad, no se anula
sino que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo. No es ni la
esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es la esfera, que
no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no
hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la
confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad.
Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger en ese
poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus
proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser
cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es
la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia
peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien
común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A los cristianos, este
principio nos habla también de la totalidad o integridad del Evangelio que la
Iglesia nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza plena incorpora a los
académicos y a los obreros, a los empresarios y a los artistas, a todos. La
mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna en
expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta. La
Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de
sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la oveja
perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que fermenta toda
la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a todos los
pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente: no
termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos, hasta que no
fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos
los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.
IV. El diálogo social como
contribución a la paz
238. La evangelización también
implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este tiempo hay
particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar presente, para
cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano y procurar el
bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad –que incluye el diálogo
con las culturas y con las ciencias– y con otros creyentes que no forman parte
de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia habla desde la luz que
le ofrece la fe»,[186] aporta su experiencia de dos
mil años y conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres
humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado
que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus
perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el
evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con
todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este bien
universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef
2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de
pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada.[187] Es hora de saber cómo diseñar,
en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda
de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad
justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de
este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un
grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o
una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo.
Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.
240. Al Estado compete el cuidado y
la promoción del bien común de la sociedad.[188] Sobre la base de
los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de
diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que
no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este
papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo con el Estado y
con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones
particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña las
propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien
común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los valores fundamentales de la
existencia humana, para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en
acciones políticas.
El diálogo entre la fe,
la razón y las ciencias
242. El diálogo entre ciencia y fe
también es parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo
se rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de las
propias de las ciencias positivas».[190] La Iglesia
propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de las
metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le
tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz
de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»,[191] y no pueden
contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos
para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar
que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana en
todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida
gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las
posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La Iglesia no pretende detener
el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso
disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana.
Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el
campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión que
la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden
pretender que una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido
suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones,
algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se
extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia
ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada
ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El empeño ecuménico responde a
la oración del Señor Jesús que pide «que todos sean uno» (Jn 17,21). La
credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los cristianos
superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que
le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el
Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión».[192] Tenemos que recordar siempre
que somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso hay que confiar el
corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante
todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es
algo artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan
por la paz!» (Mt 5,9). En este empeño, también entre nosotros, se cumple
la antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is 2,4).
245. Bajo esta luz, el ecumenismo es
un aporte a la unidad de la familia humana. La presencia en el Sínodo del
Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del Arzobispo de
Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un verdadero don de Dios y un
precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada la gravedad del
antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y en
África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los misioneros en
esos continentes mencionan reiteradamente las críticas, quejas y burlas que
reciben debido al escándalo de los cristianos divididos. Si nos concentramos en
las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía de
verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de anuncio,
de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio
de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una
unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o
cumplimiento forzado, para convertirse en un camino ineludible de la
evangelización. Los signos de división entre los cristianos en países que ya
están destrozados por la violencia agregan más motivos de conflicto por parte
de quienes deberíamos ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan
valiosas las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa
acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata
sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de
recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para
nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos,
los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de
la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de
un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y
al bien.
Las relaciones con el
Judaísmo
247. Una mirada muy especial se
dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha sido revocada, porque
«los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). La
Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas
Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de
la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no
podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los
judíos entre aquellos llamados a dejar los ídolos para convertirse al verdadero
Dios (cf. 1 Ts 1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa
en la historia, y acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la amistad con los
hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos de Jesús. El afecto que
se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y amargamente las terribles
persecuciones de las que fueron y son objeto, particularmente aquellas que
involucran o involucraron a cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo
de la Antigua Alianza y provoca tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro
con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge
los valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son
inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús
como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer
juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las
riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la
común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
El diálogo
interreligioso
250. Una actitud de apertura en la
verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las
religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades,
particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo
interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo
tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida
humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar
abiertos a ellos, compartiendo sus alegrías y penas».[194]
Así aprendemos a aceptar a los otros en su modo diferente de ser, de
pensar y de expresarse. De esta forma, podremos asumir juntos el deber de
servir a la justicia y la paz, que deberá convertirse en un criterio básico de
todo intercambio. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia
es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que
crea nuevas condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico
pueden convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del otro,
ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo tanto, estos
esfuerzos también pueden tener el significado del amor a la verdad.
251. En este dialogo, siempre amable
y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio,
que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no
cristianos.[195] Un sincretismo conciliador
sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo
de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera
apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con
una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y
«sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196] No nos sirve una apertura
diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo
de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para
compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos
de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere gran
importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy particularmente
presentes en muchos países de tradición cristiana donde pueden celebrar
libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar
que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un
Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final».[198] Los escritos sagrados del Islam
conservan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son objeto de
profunda veneración y es admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y
varones del Islam son capaces de dedicar tiempo diariamente a la oración y de
participar fielmente de sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos
tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su totalidad, es de
Dios y para Él. También reconocen la necesidad de responderle con un compromiso
ético y con la misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el diálogo con el
Islam es indispensable la adecuada formación de los interlocutores, no sólo
para que estén sólida y gozosamente radicados en su propia identidad, sino para
que sean capaces de reconocer los valores de los demás, de comprender las inquietudes
que subyacen a sus reclamos y de sacar a luz las convicciones comunes. Los
cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam
que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser
acogidos y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro
humildemente a esos países que den libertad a los cristianos para poder
celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que los
creyentes del Islam gozan en los países occidentales! Frente a episodios de
fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos
creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas generalizaciones, porque el
verdadero Islam y una adecuada interpretación del Corán se oponen a toda violencia.
254. Los no cristianos, por la
gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia, pueden vivir
«justificados mediante la gracia de Dios»,[199] y así
«asociados al misterio pascual de Jesucristo».[200] Pero, debido a la
dimensión sacramental de la gracia santificante, la acción divina en ellos
tiende a producir signos, ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a
otros a una experiencia comunitaria de camino hacia Dios.[201] No tienen el sentido y la eficacia
de los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o de
experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu suscita en
todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las
penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. Los cristianos
también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los siglos,
que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
El diálogo social en un
contexto de libertad religiosa
255. Los Padres sinodales recordaron
la importancia del respeto a la libertad religiosa, considerada como un derecho
humano fundamental.[202] Incluye «la libertad de elegir
la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la propia
creencia».[203]Un sano pluralismo, que de verdad
respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización
de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad
de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma
de discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las minorías de
agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie
las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones
religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la
paz.
256. A la hora de preguntarse
por la incidencia pública de la religión, hay que distinguir diversas formas de
vivirla. Tanto los intelectuales como las notas periodísticas frecuentemente
caen en groseras y poco académicas generalizaciones cuando hablan de los
defectos de las religiones y muchas veces no son capaces de distinguir que no
todos los creyentes –ni todas las autoridades religiosas– son iguales. Algunos
políticos aprovechan esta confusión para justificar acciones discriminatorias.
Otras veces se desprecian los escritos que han surgido en el ámbito de una
convicción creyente, olvidando que los textos religiosos clásicos pueden
ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora que
abre siempre nuevos horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente y la
sensibilidad. Son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos.
¿Es razonable y culto relegarlos a la oscuridad, sólo por haber surgido en el
contexto de una creencia religiosa? Incluyen principios profundamente
humanistas que tienen un valor racional aunque estén teñidos por símbolos y
doctrinas religiosas.
257. Los creyentes nos sentimos cerca
también de quienes, no reconociéndose parte de alguna tradición religiosa,
buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen
su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados
en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una
convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un
espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el «Atrio
de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los
temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda
de la trascendencia».[204] Éste también es un camino de
paz para nuestro mundo herido.
258. A partir de algunos temas
sociales, importantes en orden al futuro de la humanidad, procuré explicitar
una vez más la ineludible dimensión social del anuncio del Evangelio, para
alentar a todos los cristianos a manifestarla siempre en sus palabras,
actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores con Espíritu
quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu
Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y
los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza
a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza
para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz
alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy,
bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último capítulo no
ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes
temas como la oración, la adoración eucarística o la celebración de la fe,
sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales y célebres escritos
de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza.
Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la nueva
evangelización.
261. Cuando se dice que algo tiene
«espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan,
alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una evangelización
con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una
obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que
contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las
palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa,
audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna
motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu.
En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con
Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de
proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más
al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la
Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.
I. Motivaciones para un renovado
impulso misionero
262. Evangelizadores con Espíritu
quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la
evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso
social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una
espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y
desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia
penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un
espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad.[205] Sin momentos detenidos de adoración,
de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las
dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el
pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las
instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura
orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo
tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e
individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con
la lógica de la Encarnación».[206] Existe el riesgo de que algunos
momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la
misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos
a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los
primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la historia que
estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y
capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que
hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del
Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por
la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos los momentos de la
historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí
mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos acecha a
todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del límite humano más
que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es
distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las
dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que nos detengamos a
recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.[207]
El encuentro personal
con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para
evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser
salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que
no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo
conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos
en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar
cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida
tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos
contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que
Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi»
(Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace
dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida
nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y
oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para
decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en
sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza
nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos
depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay
nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma
de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y
sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la
propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso
mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros
adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces
perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a
las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido
creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor
fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido
esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más
hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que existe ya en las
personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea
inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino
que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar
a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza».[208]
El entusiasmo evangelizador se
fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo
que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una
respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y
elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí
donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un
infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene
con la propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su amistad y su
mensaje. No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue
convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús
que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo
mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder
contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo
tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia
razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él
es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero
misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla
con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de
la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de
la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo
que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida,
entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que
Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del
Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef
1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá
de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el
más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria
del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente
feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos
convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites
pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones,
evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama.
El gusto espiritual de
ser pueblo
268. La Palabra de Dios también nos
invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais
pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores
de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la
vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo
superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión
por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su
amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos,
empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de
cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere
tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos
toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra
identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es el modelo de esta
opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos
hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una
profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos
accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y
cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que
lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible
cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o
cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús
en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su
existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la
sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes,
colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos
alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos
comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás.
Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción
personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos la
tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas
del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la
carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos
personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de
la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la
existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando
lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la
intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra
relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no
como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo
con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de
vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se
nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin
cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como
superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp
2,3). De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el
pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos
quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo.
Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles;
son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que
no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine
glossa», sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero
de compartir la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en
el corazón del mundo.
272. El amor a la gente es una fuerza
espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien
no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en
la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8).
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también
en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única
luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir
y actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos la
mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir
algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro,
se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si
queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. La
tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes
espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos
saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero
entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a
los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien
de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es
fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch
20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a
compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más
que un lento suicidio.
273. La misión en el corazón del
pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un
apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de
mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para
eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego
por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí
aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que
han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la
tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y
estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias
necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir la vida con la
gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada
persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus
capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que
nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen,
y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita
del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en
la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente
sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro
ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi
vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos
las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!
La acción misteriosa
del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo segundo
reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda que se traduce en el
pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas no se entregan a la
misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil
esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y
placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa actitud se
vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una excusa maligna
para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha,
el vacío egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva porque «el hombre no
puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se volvería
insoportable».[211] Si pensamos que las cosas no van a
cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y
está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo
no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El
Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar,
«el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso
también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda
para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su resurrección no es algo del
pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que
todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la
resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces parece que Dios
no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no
ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a
brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo arrasado
vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras, pero
el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día en el mundo
renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la
historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de
hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible.
Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de
ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente
nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que
tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las
satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son
lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo
cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja
definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca
el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva
se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos,
premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le
falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene
este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él,
creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir
misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con
su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la historia «en
unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap
17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en
el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la
semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt
13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30),
y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por
florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes
de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
279. Como no siempre vemos esos
brotes, nos hace falta una certeza interior y es la convicción de que Dios
puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes
fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co
4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es saber
con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será
fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible,
inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos,
pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que
no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna
de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor
a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces
nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no
es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización
humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a
nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar
del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere,
cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la
entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que
sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor
misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él
«viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza
generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente.
Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que
esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar
por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe
bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser
misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera de
la intercesión
281. Hay una forma de oración que nos
estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el
bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento el interior de un
gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa
oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con
alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp
1,4.7). Así descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera
contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282. Esta actitud se convierte
también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante todo, doy gracias a mi
Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8). Es un
agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos
vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús»
(1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo
de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada incrédula, negativa y
desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que
Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es la gratitud que brota de un
corazón verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un
evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se
ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer el bien y de
compartir la vida con los demás.
283. Los grandes hombres y mujeres de
Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como «levadura» en el seno
de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones
que iluminan las situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que el
corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos
gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder,
su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.
II. María, la Madre de la
evangelización
284. Con el Espíritu Santo, en medio
del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch
1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés.
Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de
comprender el espíritu de la nueva evangelización.
El regalo de Jesús a su
pueblo
285. En la cruz, cuando Cristo sufría
en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia
divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo.
En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le
había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le
dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas
palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús
nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo
sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la
hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a
ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa
imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte
a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también
acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre
María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a
Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las
Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia,
virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […] También se
puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo,
hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el
seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación
de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos
de los siglos».[212]
286. María es la que sabe transformar
una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una
montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la
alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras
vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las
penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren
dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se
acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe
con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros,
lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A
través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los
santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio,
y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres cristianos
piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual
manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos para
Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne
a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los
sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la
caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […]
¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
La Estrella de la nueva
evangelización
287. A la Madre del Evangelio
viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa
evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es la mujer de
fe, que vive y camina en la fe,[214] y «su excepcional peregrinación
de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia».[215] Ella se dejó conducir por el
Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad.
Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos
el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en
agentes evangelizadores.[216] En esta peregrinación
evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta
fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía:
«Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es
difícil notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una
especie de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la Cruz–, como
un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad
con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en
intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe».[217]
288. Hay un estilo mariano en la
actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María
volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos
que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los
fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.
Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su
trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es
la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que
conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc
2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes
acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es
contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida
cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret,
y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para
auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza
y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).
Con María avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24
de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero
de mi Pontificado.
FRANCISCUS
Notas:
[1] Pablo VI, Exhort. ap. Gaudete
in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67 (1975), 297.
[2] Ibíd., 8: AAS 67
(1975), 292.
[3] Carta enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217.
[4] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 360.
[5] Ibíd.
[6] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 80: AAS 68 (1976), 75.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem
novitatem attulit, semetipsum afferens».
[9] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 7: AAS 68 (1976), 9.
[10] Cf. Propositio 7.
[11] Benedicto XVI, Homilía durante
la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de
los Obispos (28 octubre 2012): AAS 104 (2012), 890.
[12]Ibíd.
[13] Benedicto XVI, Homilía en la
Eucaristía de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de «La Aparecida» (13
mayo 2007): AAS 99 (2007), 437.
[14] Carta enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 34: AAS 83 (1991), 280.
[15] Ibíd., 40: AAS 83 (1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS 83
(1991), 333.
[17] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 548.
[18] Ibíd., 370.
[19] Cf. Propositio 1.
[20] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 32: AAS 81
(1989), 451.
[21] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 201.
[22] Ibíd., 551.
[23] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam
(6 agosto 1964), 3: AAS 56 (1964), 611-612.
[24] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
[25] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Oceania (22 noviembre 2001), 19: AAS 94 (2002), 390.
[26] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 26: AAS 81
(1989), 438.
[27] Cf. Propositio 26.
[28] Cf. Propositio 44.
[29]Cf. Propositio 26.
[30] Cf. Propositio 41.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus
Dominus, sobre el oficio pastoral de los Obispos, 11.
[32] Cf. Benedicto XVI, Discurso a
los participantes en un Congreso con ocasión del 40 Aniversario del Decreto Ad
Gentes (11 marzo 2006): AAS 98 (2006), 337.
[33] Cf. Propositio 42.
[34] Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514;
536-537.
[35] Carta enc. Ut unum sint (25 mayo
1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
[36] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[37] Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos
suos (21 mayo 1998): AAS 90 (1998), 641-658.
[38] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, 11.
[39] Cf. Summa
Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q. 108,
art. 1.
[41] Summa Theologiae II-II, q. 30,
art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con
sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros y por el
prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, peroquiere que se los ofrezcamos
por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia,
que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que
causa más de cerca la utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 12.
[43] Juan Pablo II, Motu proprio Socialium
Scientiarum (1 enero 1994): AAS 86 (1994), 209.
[44] Santo Tomás de Aquino remarcaba
que la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer
agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad
divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría representarse
convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47,
art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus
múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1;
q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos unos a otros y
complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y del Evangelio.
[45] Juan XXIII, Discurso en la
solemne apertura del Concilio Vaticano II (11 octubre 1962): AAS 54
(1962), 792: «Est enim aliud ipsum depositum fidei, seu veritates, quae
veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur».
[46] Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo
1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q. 107,
art. 4.
[48] Ibíd.
[49] N. 1735.
[50] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS
74 (1982), 123.
[51] Cf. San Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16,
464: «Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si
peco continuamente, he de tener siempre un remedio»; ibíd., IV,
5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este
cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; San Cirilo de Alejandría, In Joh.
Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido
indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os
presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y
si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el
salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la
eternidad?».
[52] Benedicto XVI, Discurso durante
el encuentro con el Episcopado brasileño en la Catedral de San Pablo, Brasil (11
mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 428.
[53] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 673.
[54] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6
agosto 1964), 19: AAS 56 (1964), 632.
[55] San Juan Crisóstomo, De Lazaro
Concio II, 6: PG 48, 992D.
[56] Cf. Propositio 13.
[57] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Africa (14 septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id.,
Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS
80 (1988), 539.
[58] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
[59] United States
Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons with a Homosexual
Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
[60] Conférence des Évêques de France.
Conseil Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes de même sexe?
Ouvrons le débat! (28 septiembre 2012).
[61] Cf. Propositio 25.
[62] Azione Cattolica Italiana, Messaggio
della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8 mayo 2011).
[63] J. Ratzinger, Situación actual de la
fe y la teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro de Presidentes de
Comisiones Episcopales de América Latina para la doctrina de la fe,
celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano,
1 noviembre 1996. Cf. V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y
del Caribe, Documento de Aparecida, 12.
[64] G.Bernanos, Journal d’un curé de
campagne, Paris 1974, 135.
[65] Juan XXIII, Discurso de apertura del
Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962), 4, 2-4: AAS 54
(1962), 789.
[66]J. H. Newman,
Letter of 26 January 1833,enThe Letters and Diaries of John Henry Newman,
III, Oxford 1979, 204.
[67] Benedicto XVI, Homilía durante
la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11 octubre 2012): AAS
104 (2012), 881.
[68] Tomás de Kempis, De Imitatione
Christi, Liber Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de lugares engañó a
muchos».
[69] Vale el testimonio de Santa Teresa
de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente
desagradable, donde una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una
tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para
con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo lejos el
sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy
bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas
elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas.
Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una
melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […] Yo no puedo
expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con
los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso
de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» (Santa Teresa
de Lisieux, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres complètes,
Paris 1992, 274-275).
[70] Cf. Propositio 8.
[71] H. de Lubac, Méditation sur l’Église,
Paris 1968, 231.
[72] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295.
[73] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 51: AAS 81
(1989), 493.
[74] Congregación para la Doctrina de
la Fe, Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de la admisión
de la mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69
(1977) 115, citada en Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
[75] Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto
1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
[76] Cf. Propositio
51.
[77] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre 1999), 19: AAS 92 (2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92 (2000), 451.
[79] Cf. Propositio 4.
[80] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[81] Benedicto XVI, Meditación en la
primera Congregación general de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo
de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 897.
[82] Cf. Propositio 6;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
22.
[83] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
[84] Cf. III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum.
Vat.II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[86] Ibíd., 25.
[87] Ibíd., 53.
[88] Juan Pablo II, Carta ap. Novo
Millennio ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[89] Ibíd., 40: AAS 93
(2001), 295.
[90] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris
missio (7 diciembre 1990), 52: AAS 83 (1991),
300.Cf.Exhort. ap. Catechesi Tradendae (16 octubre 1979), 53: AAS 71
(1979), 1321.
[91] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre 2001), 16: AAS 94
(2002), 384.
[92] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), 61: AAS 88
(1996), 39.
[93] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el
nexo de ambos, no se puede entender la unidad de conexión entre el Padre y
el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1, ad 3.
[94] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Oceania (22 noviembre 2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
[95] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000),
480.
[96] Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[97] Juan Pablo II, Carta enc. Fides
et ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS 91 (1999), 60.
[98] III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 450; cf. V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21: AAS 92
(2000), 483.
[100] N. 48: AAS 68 (1976), 38.
[101] Ibíd.
[102] Benedicto XVI, Discurso en la
Sesión inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y
del Caribe (13 mayo 2007), 1: AAS 99 (2007), 446-447.
[103] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 262.
[104] Ibíd., 263.
[105] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264
[107] Ibíd.
[108]Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
[109] Cf. Propositio 17.
[110] Cf. Propositio 30.
[111] Cf. Propositio 27.
[112] Juan Pablo II, Carta ap. Dies
Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90 (1998), 738-739.
[113] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 78: AAS 68 (1976), 71.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84
(1992), 698.
[116] Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
[117] Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[118] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 76: AAS 68 (1976), 68.
[119] Ibíd., 75: AAS 68
(1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS 68
(1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS 68
(1976), 33.
[122] Ibíd.
[123] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
[124] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
[125] Ibíd., 43: AAS 68
(1976), 33.
[126] Cf. Propositio 9.
[127] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[128] Cf. Propositio 38.
[129] Cf. Propositio 20.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Inter
mirifica, sobre los medios de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica, VI, XIII,
38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL 32, 701.
[132] Benedicto XVI, Discurso en ocasión
de la proyección del documental «Arte y fe – via pulchritudinis» (25
octubre 2012): L’Osservatore Romano (27 octubre 2012), 7.
[133] Summa
Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones
contrarias».
[134] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS
92 (2000), 481.
[135]
Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre
2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[136] Cf. Propositio
11.
[137] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS 102
(2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI, Discurso durante
la primera Congregación general del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS
104 (2012), 896.
[140] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 17: AAS 68 (1976), 17.
[141] Juan Pablo II, Mensaje a los
discapacitados, Ángelus (16 noviembre1980): Insegnamenti 3/2
(1980), 1232.
[142] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52.
[143] Juan Pablo II, Catequesis
(24 abril 1991): Insegnamenti 14/1 (1991), 853.
[144] Benedicto XVI, Motu proprio Intima
Ecclesiae natura (11 noviembre 2012): AAS 104 (2012), 996.
[145] Carta enc. Populorum Progressio
(26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
[146] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 29: AAS 68 (1976), 25.
[147] V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 380.
[148] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9.
[149] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in America (22 enero 1999), 27: AAS 91
(1999), 762.
[150] Benedicto XVI, Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239-240.
[151] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 12.
[152] Carta ap. Octogesima adveniens
(14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403.
[153] Congregación para la Doctrina de
la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 1: AAS
76 (1984), 903.
[154] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157.
[155] Pablo VI, Carta ap. Octogesima
adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS 63 (1971), 418.
[156] Pablo VI, Carta enc. Populorum
Progressio (26 marzo 1967), 65: AAS 59 (1967), 289.
[157] Ibíd., 15: AAS 59 (1967), 265.
[158] Conferência Nacional dos Bispos do
Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de superação da miséria e
da fome (abril 2002), Introducción, 2.
[159] Juan XXIII, Carta enc. Mater et
Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 (1961), 402.
[160] San Agustín, De Catechizandis
Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación para la Doctrina de
la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS
(1984), 907-908.
[162] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83 (1991), 844-845.
[163] Juan Pablo II, Homilía durante
la Misa para la evangelización de los pueblos en Santo Domingo (11 octubre
1984), 5: AAS 77 (1985), 358.
[164] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre
1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
[165] Discurso en la Sesión inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 3: AAS 99
(2007), 450.
[166] Santo Tomás de Aquino, Summa
TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q. 110,
art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q. 26,
art. 3
[169] Juan Pablo II, Carta ap. Novo
Millennio ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
[170] Ibíd.
[171] Cf. Propositio 45.
[172] Congregación para la Doctrina de
la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS
76 (1984), 908.
[173] Esto implica «eliminar las causas estructurales de
las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo
Diplomático (8 enero 2007): AAS 99 (2007), 73.
[174] Cf. Commission sociale des évêques
de France, Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero 1999); Pío
XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
[175] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in
veritate (29 junio 2009), 2: AAS 101 (2009), 642.
[176] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 37:
AAS 81 (1989), 461.
[177] Cf. Propositio
56.
[178] Catholic
Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening
to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[179] Pablo VI, Carta enc. Populorum
Progressio (26 marzo 1967), 76: AAS 59 (1967), 294-295.
[180] United
States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences
for Faithful Citizenship (2007), 13.
[181] Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 161.
[182] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965,
41-42.
[183] Cf. I. Quiles, S.I., Filosofía
de la educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité permanent de la Conférence
Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le
pays (5 diciembre 2012), 11.
[185] Cf. Platón, Gorgias, 465.
[186] Benedicto XVI, Discurso a la
Curia Romana (21 diciembre 2012): AAS 105 (2013), 51.
[187] Cf. Propositio 14.
[188] Cf. Catecismo de la Iglesia
católica, 1910; Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, 168.
[189] Cf. Propositio 54.
[190] Juan Pablo II, Carta enc. Fides
et ratio (14 septiembre 1998), 88: AAS 91 (1999), 74.
[191] Santo Tomás de Aquino, Summa
contra Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio
(14 septiembre 1998), 43: AAS 91 (1999), 39.
[192] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
[193] Cf. Propositio
52.
[194] Indian Bishops’
Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The Role of the Church for
a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[195] Cf. Propositio 53.
[196] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris
missio (7 diciembre 1990), 56: AAS 83 (1991), 304.
[197] Cf. Benedicto XVI, Discurso a
la Curia Romana (21 dicembre 2012): AAS 105 (2013), 51; Conc. Ecum.
Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia,
9; Catecismo de la Iglesia católica, 856.
[198] Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
[199] Comisión Teológica Internacional, El
cristianismo y las religiones (1996), 72.
[200] Ibíd.
[201] Cf. ibíd., 81-87.
[202] Cf. Propositio 16.
[203] Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Medio Oriente (14 septiembre 2012), 26: AAS
104 (2012), 762.
[204] Propositio 55.
[205] Cf. Propositio 36.
[206] Juan Pablo II, Carta ap. Novo
Millennio ineunte (6 enero 2001), 52: AAS 93 (2001), 304.
[207] Cf. V. M. Fernández,
«Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura del I Congreso
Nacional de Doctrina social de la Iglesia, Rosario (Argentina), 2011: UCActualidad
142 (2011), 16.
[208] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris
missio (7 diciembre 1990), 45: AAS 83 (1991), 292
[209] Benedicto XVI, Carta enc. Deus
caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS 98 (2006), 230.
[210] Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
[211] II Asamblea especial para Europa del
Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de Stella, Sermo 51: PL
194, 1863.1865.
[213] Nican
Mopohua, 118-119.
[214] Cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, cap. VIII, 52-69.
[215] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris
Mater (25 marzo 1987), 6: AAS 79 (1987), 366.
[216] Cf. Propositio 58.
[217] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris
Mater (25 marzo 1987), 17: AAS 79 (1987), 381.
No hay comentarios:
Publicar un comentario